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Reinicio

REINICIO Kalton Harold Bruhl

A

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bro los ojos. Despacio. Dejo que se acostumbren de nuevo a la luz. Hay algunas sombras: son tres, logro precisar. Se acercan. Dejan de ser sombras y se transforman en rostros. Mi cerebro rechaza de inmediato esas imágenes, esas facciones que no encajan en el molde mental de lo que debe ser un semblante humano. Quiero gritar, pedir ayuda, pero las palabras se quedan atoradas en mi garganta. Nada. Ni siquiera un gemido. Se acercan aún más. Algunos destellos me hacen entornar los párpados: es la luz que se refleja en el metal

de sus rostros. Respiro profundamente al tiempo que mis músculos se relajan. Los androides de rescate siguen auscultando mis heridas. Cierro los ojos y siento la lenta tibieza de las lágrimas. Estoy a salvo. He sobrevivido.

La infección se esparció de manera vertiginosa. En un par de semanas ya era imposible contabilizar los muertos: no quedaban suficientes personas que sacaran las cuentas. No hubo una heroica batalla de eminentes científicos en contra del virus. Solo una inmediata capitulación. Algunos logramos sobrevivir. Quizás compartíamos una variación genética que impedía que el virus se replicara y nos volvía inmunes. Estuvimos a salvo por algún tiempo. En un par de semanas nos enfrentamos a una nueva mutación del virus. Poco a poco fui quedando solo.

Salgo de la cápsula de recuperación. No encuentro mi ropa así que camino desnudo por los pasillos. Las luces en las paredes brillan intermitentemente. Avanzo despacio, cubriendo mi entrepierna con ambas manos.

Sé que estoy solo, pero una vida de falso pudor se impone. Llego al final del pasillo. La puerta automática se desliza silenciosamente. Los androides aguardan adentro del salón. Me consultan por mi estado de salud. Respondo que dormí toda la noche. “No ha sido una noche”, precisa uno de ellos, “fueron cien mil años”. El impacto de la noticia me hace dar un paso hacia atrás. Aclaro la garganta y les pregunto si la humanidad se ha recuperado tras la epidemia. “Excepto por ti ha sido aniquilada”, responden. No sé qué más decir. La noción de ser el último hombre me ha dejado sin palabras.

Uno de los androides se adelanta hacia mí. “Esta no es la primera vez que la humanidad está a punto de extinguirse”, me dice, “tu civilización es la quinta en desaparecer”. En ese momento otra puerta se abre. Escucho, al otro lado, el sonido del viento agitando los árboles, el rumor del agua, los llamados de los animales. Los androides me invitan a salir. Doy unos pasos vacilantes. “Ahora es el momento de un reinicio”, me dicen antes de que se cierre la puerta. Es agradable

sentir el pasto bajo mis pies descalzos. Sigo caminando hasta adentrarme en lo más profundo de este inmenso jardín.