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DISECCIÓN
DISECCIÓN
Chelo Capdevila
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Jamás olvidaría lo que vivió esa mañana; cerraba los ojos, agitada, y le parecía ser capaz de ver todavía el corazón latiendo sobre la mesada, fuera del cuerpo inerte de ese inocente ser que había tenido el infortunio de cruzarse en su camino. En realidad, la culpa no era enteramente suya sino de quien lo había iniciado todo: su profesor de biología.
Cuando sostuvo la rana sedada delante de la clase y la mató atravesándola con una vara de metal a la altura del cuello, Alicia sintió que algo escapaba de ella, como si fuera el espíritu del pequeño animal que casi podía ver abandonando su cuerpo viscoso e inerte.
Los alumnos habían formado grupos y cada uno debía elegir qué animal diseccionar, si la rana o una rata blanca de laboratorio. David, compañero de Alicia y líder de su grupo, habló en nombre de los demás y eligió la rana porque todos estuvieron de acuerdo en que estudiar el interior de un mamífero era incluso más repulsivo. Alicia no estaba de acuerdo, pero era tan tímida que no se animó a emitir su opinión.
El profesor les entregó la rana muerta y les indicó que debían clavar sus patas con alfileres sobre una bandeja de telgopor que descansaba sobre la mesada frente a ellos, dejándola boca arriba, mostrando su blancuzco pecho que todavía parecía moverse, al igual que sus extremidades.
-¿Seguro que no está viva, profesor? -preguntó otra muchacha del grupo, al borde de las lágrimas y escondiéndose tras uno de sus compañeros.
-Está muerta. Esos movimientos son espasmos, simples reflejos que presenta su cuerpo al no recibir señales del cerebro para detenerse o saber qué hacer. No te preocupes.
A la mayoría de los alumnos y alumnas las explicaciones no les servían de consuelo. Había quienes miraban hacia otro lado y otros que por necesidad de aprender lo observaban todo en detalle, aún con el horror y la pena reflejados en el rostro. Lo que los rodeaba tampoco era demasiado alentador; más muerte: un esqueleto humano, que según los alumnos de años superiores era real, parecía vigilarlos desde una esquina y animales pequeños o los órganos de mamíferos más grandes conservados en formol dentro de viejos frascos color marrón o ámbar, descansaban en los estantes prácticamente desde la fundación de la facultad.
Tras haber clavado a la rana con sus extremidades abiertas en una gran X, alguien debía ofrecerse a tomar el afilado bisturí y comenzar la disección. En el grupo de Alicia todos se miraron buscando con clemencia que lo hiciera alguien más, hasta que fue la misma Alicia quien, sin decir palabra alguna, se acomodó los guantes de látex pegados a la mano por la profusa transpiración y tomó el bisturí por el mango, acercándose aún más a la mesada, justo sobre el animal.
Tenía sus apuntes abiertos de par en par a un costado, aunque el simple dibujo de la rana en una fotocopia en blanco y negro de mala calidad era muy diferente a la realidad que se presentaba frente a ella.
Después de determinar el sexo de la rana, que era un macho, y realizar unos cortes en la membrana que conectaba las bisagras de su boca para estudiar su interior en detalle, pasó a abrir el abdomen del anfibio, primero con dos cortes horizontales a la altura de las patas traseras y delanteras, y luego uno vertical conectando ambos cortes, desde abajo hacia arriba, formando una H. El profesor iba repitiendo las instrucciones, aunque las sabía de antemano por haberlas leído previamente en sus apuntes.
La sensación que le produjo el primer contacto con la piel del animal era indescriptible. Sintió un escalofrío que recorría sus brazos y se expandía por todo su cuerpo. Respiró profundo para evitar que su mano comenzara a temblar; necesitaba mantener su pulso firme y así lo hizo.
Cuando terminó, abrió los colgajos de piel y los clavó a la bandeja con más alfileres. El interior de la rana quedó entonces expuesto, como mostraba la figura. Luego de quitar la membrana peritoneal, similar a una tela de araña, pudo ver claramente sus pequeños órganos, que fue identificando de uno a uno: el hígado, el corazón, los diminutos pulmones que tenían el tamaño y la forma de esponjosos frijoles, la vesícula, el estómago, los intestinos… Los demás estudiantes observaban apiñados desde atrás y se turnaban para pararse junto a Alicia, mientras el profesor los guiaba. Natalia, una muchacha del otro grupo al que le había tocado diseccionar la rata, pidió permiso para retirarse. Estaba tan descompuesta que le era imposible permanecer en el laboratorio. Afortunadamente tenían permitido dejar la clase en caso de que no pudieran tolerar el proceso de disección y no faltó quien llorara. No era, evidentemente, el caso de Alicia, cuya curiosidad sobrepasaba cualquier sensación de desagrado.
Le faltaba poco para terminar, sólo le quedaba quitar algunos órganos para observar mejor los que estuvieran debajo de ellos. Cuando llegó el turno del corazón, Alicia usó el bisturí con firmeza y para cuando se dio cuenta este ya se encontraba sobre la bandeja, latiendo, moviéndose con independencia como si más que de un órgano se tratara de un ser vivo en sí mismo. Se sorprendió en un inicio; no imaginó que continuara latiendo después de haberlo arrancado del cuerpo. Le resultaba emocionante pensar que ese mismo corazón mantenía a la rana con vida tan sólo una hora antes. No lograba quitar la vista del latiente pedazo triangular de carne; había leído que estaba compuesto por una aurícula derecha, una izquierda y un único ventrículo en la parte inferior; era curioso, ya no tenía sangre que bombear, vida que mantener y sin embargo continuaba con su vano trabajo, en espasmódicos y tétricos movimientos.
-Debes moverte, es el turno de alguien más, hay quienes no lo vieron todavía… ¿Alicia?
El profesor se acercó a Alicia y la llamó tomándola suavemente del brazo. Parecía desconectada de la realidad, como si el minúsculo corazón de la rana la hubiera hipnotizado con su repetitivo movimiento. David había colocado el bisturí a un lado y la observaba con preocupación como todos los demás.
Pasaron dos años desde aquel día que tampoco lograría olvidar, el de la disección de la rana, en el que una idea había nacido en su mente, como implantada por aquel corazón solitario que parecía comunicarse con ella en una especie de código Morse que sólo ella entendía. Esperó pacientemente poder llevar a cabo su idea, y finalmente lo había conseguido. David yacía tendido sobre la mesa de su comedor, boca arriba, con un gran corte vertical desde el abdomen al pecho, dejando al descubierto sus órganos, del mismo modo que le había sucedido a la rana dos años antes, diseccionada por él mismo. Nadie en ese laboratorio podía adivinar lo que pasaba por la mente de la tímida Alicia, pero ella creía que sí podía hacerlo, que su deseo e intención de ser quien tomara el bisturí y pusiera en práctica lo aprendido -y no alguien más- eran claras. Sin embargo, se vio frustrada cuando David se adelantó y tomó el bisturí ante la inacción de los demás, incluida la suya.
Alicia no le temía a nada más que a las personas, y las odiaba por no ser capaces de entenderla. Quería tanto estar en el lugar de David, que se imaginó todo el tiempo ser ella quien lo hacía, quien extirpaba ese corazón y lo colocaba en la bandeja e incluso lo recordaba de ese modo. Pero en realidad él, David, le había quitado esa posibilidad. No podía decírselo, gritarlo, ni pedirle al profesor que la dejara practicar con otra rana. Sólo podía pensar, pensar y observar el proceso como todos los demás; e idear una forma de obtener lo que quería, aunque tuviera que ser paciente y esperar su oportunidad.
Con el tiempo superó ligeramente su timidez y logró acercarse a David, a quien le pidió ayuda frente a un examen de Bioestadística (ambos eran estudiantes de Farmacia). A David Alicia le resultaba algo extraña; le incomodaba un poco que buscara siempre estar cerca suyo pero que nunca hablara, y notaba que el resto del tiempo se mantenía siempre sola, pero lo atribuía a su personalidad apocada. Pensaba que en el fondo era una muchacha dulce, o al menos lo había sido siempre con él, por lo que no dudó en aceptar su pedido y visitar el departamento de estudiantes en el que vivía sola para estudiar con ella.
No tenía forma de imaginar que allí, esa misma mañana, encontraría la muerte; que la muerte era esa chica menudita, que usaba siempre la ropa holgada y sostenía nerviosamente las mangas de sus buzos cubriendo sus manos constantemente frías. Ese día Alicia se retiró a la cocina mientras David sacaba sus libros de su mochila, con la excusa de buscar un vaso con agua. Se deslizó por detrás, sigilosa como su gata que maullaba a lo lejos, y le clavó una jeringa en el cuello inyectándole un potente sedante (después de todo sabía bien lo que hacía).
Su víctima no volvería a despertar.
Alicia jamás olvidaría lo que vivió esa mañana; cerraba los ojos, agitada, y le parecía ser capaz de ver todavía el corazón de David latiendo sobre la mesada, fuera de su cuerpo inerte, casi el de un inocente -si no fuese por lo que le había hecho aquella vez-, uno que había tenido el infortunio de cruzarse en su camino.
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