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Santiago J. Santamaría Gurtubay *Columnista Colaborador

RESTOS DE UN ‘CORONA’ EN EGIPTO, SERVÍA LAS ‘CHELAS’ A LOS FARAONES

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La cerveza encabeza, junto con el vino, los infieles y los perros, la lista de cosas que todo buen musulmán debe rehuir. Ekkehard Zitzman vio como los mulás cerraron su fábrica en el país persa y pasó a instalar su negocio en la ciudad portuaria de Adén, al sur de Yemen. En el verano de liberación frente al COVID-19 unos amigos de Cancún querían visitar Marruecos y algunos países árabes y tomarse unas ‘caguamas’, ampolletas’ o ‘ballenas’. Como si fuera un Canto del poema épico griego La Odisea atribuido al poeta griego Homero. Se cree que fue compuesta en el siglo VIII antes de Cristo. Narraba la vuelta a casa, tras la guerra de Troya, del héroe griego Odiseo, al modo latino, Ulises. Además de haber estado diez años fuera luchando, Odiseo tarda otros diez años en regresar a la isla de Ítaca, de la que era rey, período durante el cual su hijo Telémaco y su esposa Penélope han de tolerar en su palacio a los pretendientes que buscan desposarla (pues ya creían muerto a Odiseo), al mismo tiempo que consumen los bienes de la familia. En esa época había ya cerveza en esa zona próxima a Egipto… Pero allá no le fue mucho mejor. Si fabricar cerveza en cualquier época y lugar ya es de por sí un acto de filantropía, continuar haciéndolo frente a la intolerancia de los fanáticos pasa a ser algo propio de héroes. Ekkehard Zitzman lo era, ya que a pesar de que cada mes de Ramadán sus camiones eran apedreados, su fábrica atacada con bombas incendiarias y él amenazado de muerte, su respuesta fue dormir cada noche en una habitación distinta de su casa para protegerse y llamar al ejército. Afortunadamente los oficiales al mando eran de formación soviética, “lo que significa que les gusta empinar el codo. Siempre traen el armamento más pesado para protegernos” explicaba Zitzmann.

Así que unos cuantos disparos de mortero bastaban para dispersar a la muchedumbre y salir del paso. Los trabajadores de la fábrica por su parte, sufrían el rechazo de su entorno cotidianamente por su actividad impía, sus familias debían lavar la ropa por separado y sus posibilidades de contraer matrimonio se vieron notablemente reducidas. “Un hombre finalmente tuvo que ir a Argelia a buscar una esposa”, afirmó. No menos complicado resultaba lidiar con las autoridades del país, que cada año por Ramadán dictaban el cierre de la fábrica por pagana. La estrategia de Zitzman consistía en llenar los tanques de producción de cerveza justo antes de cada mes santo y acudir al gobernador y los oficiales —ya de por sí algo reacios a las órdenes llegadas del norte del país— y señalarles el desperdicio que supondría deshacerse de tantos hectolitros del néctar divino que ya estaba preparados… finalmente consentían. Pero gasificar esa cerveza requería a su vez elaborar otra nueva, por lo que la fábrica debía ponerse de nuevo en funcionamiento terminado el Ramadán. Y así vuelta a empezar.

Finalmente ese distanciamiento político y religioso entre el norte y el sur acabó desatando una guerra civil en Yemen a mediados de los 90. Con el ejército centrado en esa contienda la fábrica quedó desprotegida y en 1994 los integristas no encontraron obstáculos para prender fuego a ese símbolo de civilización. Igual que otros de distinto dogma pero similar intolerancia acabaron con la biblioteca de Alejandría dos mil años antes. Ese golpe no pudo ser encajado y supuso el final de la producción de este preciado líquido en toda la península arábiga. ¿Cuál es la moraleja de esta historia? Esta pregunta se hace el periodista Javier Bilbao Jot Down Cultural Magazine, editada en Madrid, la capital de España. “En primer lugar que nunca abras una cervecera en Adén a menos que dispongas de algunos morteros. En segundo y más genéricamente, que la historia en el mundo en general y muy especialmente en los países árabes no sigue un recorrido hegeliano con más o menos altibajos pero inevitablemente ascendente hacia mayores cotas de progreso y libertad. Vamos, que siempre se puede ir a peor…”. Neil Graham

MacFarquhar es un escritor estadounidense que es corresponsal nacional de The New York Times. Marruecos, Libia, Bahréin, Arabia Saudí, Yemen, Egipto, Jordania, Líbano… a cada uno dedica un capítulo, mostrándonos sus peculiaridades, su complejidad, con lo que dejan de ser en conjunto un amasijo informe, atrasado y amenazante, tal como a menudo se los representa en Occidente. Entre el fundamentalismo islámico y los represivos y corruptos regímenes dictatoriales, nos dice, hay también espacio para una sociedad civil que con cierta visibilidad en países relativamente modernizados como Marruecos o Jordania y de forma casi subterránea en otros como la muy estricta Arabia Saudí intentan introducir, a menudo con gran valentía, algunas reformas.

Una de las características del islam es su descentralización, la variedad de interpretaciones a las que está sujeta esta religión por sus devotos. Los ulemas —doctores en islam— emiten fetuas que pueden consistir ocasionalmente en pedir la cabeza de Salman Rushdie. Pero por lo general son consejos sobre costumbres cotidianas que responden a las preguntas de sus seguidores, a menudo en torno al sexo. Así el Ayatolá Jamenei dicta que el coitus interruptus, los preservativos y la vasectomía son anticonceptivos aceptables para un buen musulmán, mientras que Sheij Jaled el Guindi aconseja rezar y hacer mucho deporte para prevenir la masturbación. La discrepancia entre una fetua y otra da lugar a la “caza de fetuas”, en la que el creyente pide consejo y si el que le dan no le viene bien entonces visita a otro ulema hasta dar con el que le aconseje lo que inicialmente tenía previsto hacer, ahora ya con el beneplácito de la autoridad religiosa. La cosa se complica al entrar en juego las diversas ramas dentro del islam como suníes, chiíes y uahabíes. Ya que una fetua de unos no es vinculante para otros.

La uahabí es la más estricta y la que impera en el país islámico más puro e intransigente del mundo: Arabia Saudí. De raíces beduinas, se consideran a sí mismo los guardianes de la fe musulmana y su inclusión de interpretación más estricta del islam en todos y cada uno de los ámbitos de la vida hacen de Arabia Saudí un país al margen de la modernidad y casi incapaz de organizarse como sociedad, dado que la educación tanto primaria como universitaria está tan centrada en la religión que las profesiones especializadas como ingenieros o médicos deben ser ocupadas por inmigrantes. Hasta el setenta por ciento de las horas lectivas en las escuelas saudíes giran en torno a la religión, con enseñanzas tan valiosas como limpiarse de manera islámicamente correcta y acorde a la tradición con una piedra tras cagar en el desierto. El hecho de que en realidad esos niños utilicen retretes químicos y papel de wc en sus escasas incursiones en el desierto no parece que influya en las materias que deben aprender. Quizá por eso los saudíes más cultos bromean sobre que para lo único que sirve un licenciado universitario saudí es para servir en la poderosa policía religiosa, conocida como Comité para la Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio. Tan celosa en la aplicación de los dogmas de su fe que en 2002 catorce niñas murieron en el incendio de un colegio de La Meca, al impedirles la policía salir a la calle por haberse dejado en clase -en su prisa por huir de las llamaslos abayas con los que preceptivamente debían cubrir sus cuerpos.

Pero en regímenes algo más laicos la situación no era excesivamente mejor. Un

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