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Mamá, quiero ser maestro

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Somos comunidad

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Rafael Molina. Asesor del Departamento de Innovación Pedagógica de EC

Hay frases que, cuando se pronuncian en casa, despiertan una mezcla de orgullo y temor. “Mamá, quiero ser maestro” es una de ellas. Para muchos padres y madres, la vocación (y la carrera) genera cierta inquietud. No por desprecio o desinterés, sino porque durante años, quizá demasiados años, ser maestro ha significado aceptar condiciones laborales difíciles, reconocimiento social escaso y una carga emocional profunda. Y sin embargo, en tiempos de incertidumbre, los docentes se mantienen como faros de humanidad. Por eso hoy, en este tiempo de Jubileo de la Esperanza y de final de curso, levantamos la voz para darles las gracias y para recordar que ser maestro no es solo una profesión: es una misión, una forma concreta de amar, de un amor que es servicio, que es samaritano.

Educar es mucho más que enseñar

En un mundo donde el valor de las personas parece medirse por su productividad, hablar de educación como un acto de fe en el otro, en su dignidad y en su potencial, es revolucionario. Los buenos maestros no solo forman trabajadores con un futuro prometedor: forman ciudadanos. Su aula no debería ser un simulacro del mundo laboral, sino un pequeño laboratorio de democracia, de diálogo, de escucha, de responsabilidad compartida. En ella se aprende que el otro, el prójimo, no es un competidor, sino un compañero; que los errores no son fracasos, sino oportunidades para crecer; que la palabra (y por supuesto la Palabra) puede ser puente y no trinchera.

La docencia, en este sentido, es una de las profesiones más radicalmente políticas, no en el sentido partidista, sino en el sentido profundo de contribuir al bien común. Y es también una de las más espirituales, porque creer en el potencial del ser humano, especialmente del más vulnerable, es un acto de esperanza encarnada. Como nos recordaba el papa Francisco en la bula Spes non confundit, haciendo referencia a san Pablo (Rm 5,5), “la esperanza no defrauda” cuando se arraiga en la experiencia concreta del amor que se entrega, del bien que se hace, de la justicia que se siembra. ¿No es eso lo que hacen, silenciosamente, tantos y tantas docentes cada día?

Sembradores de esperanza

Cada mañana, miles de docentes se levantan sabiendo que su jornada estará llena de múltiples situaciones: estudiantes que llegan sin haber desayunado, familias rotas, contextos de violencia, aulas masificadas, burocracia asfixiante. Y aún así, allí están. Preparan clases, escuchan, acompañan, comparten, animan. No siempre se ven los frutos, pero siguen sembrando.

El papa Francisco habló muchas veces de los “santos de la puerta de al lado”. Es fácil pensar en un maestro o una maestra al leer esas palabras. Personas que no salen en los periódicos, pero que sostienen el futuro del mundo; que educan desde la paciencia, desde la constancia, desde el ejemplo; que creen en el poder transformador del conocimiento y reconocimiento en el otro, del afecto, del respeto, de la confianza, la mirada, la escucha.

En un tiempo marcado por la desinformación, el ruido y la prisa, los docentes nos invitan a detenernos, a pensar críticamente, a cuidar las palabras, a escuchar otras voces. Educar es  hoy también una forma de resistencia, de “hacer el lío”, de defensa de lo humano, de apuesta por la fraternidad. Una fraternidad especialmente dirigida a las personas migrantes, ancianas, jóvenes, pobres, víctimas de conflictos bélicos o enfermas.

Por todo esto, necesitamos con urgencia una nueva mirada sobre la vocación docente. No basta con mejorar sus condiciones laborales, aunque eso es imprescindible; es necesario devolverle su lugar central en el imaginario colectivo, en el relato social, en el corazón de nuestras comunidades. Porque sin maestros no hay futuro. Sin ellos, la esperanza se debilita, la democracia se erosiona, la humanidad se empobrece.

Necesitamos que más jóvenes digan con alegría: “Mamá, quiero ser maestro”. Que sientan que esa opción es tan buena, tan valiosa, tan apasionante como cualquier otra. Que entiendan que ser maestro es ponerse del lado de la vida, de la justicia, del amor al prójimo. Que descubran que educar es descentrarse para tocar la esencia del otro, para ponerle en el centro de su servicio, dejar de ser protagonista para que otros puedan serlo en su vida. ¿Qué cosa hay más grande que eso?

Desde la visión cristiana del jubileo, tiempo de gracia, de renovación, de conversión, estamos llamados a mirar la educación con ojos nuevos. A agradecer a quienes nos enseñaron a leer, a contar, a orar, a pensar, a convivir. A apoyar a quienes hoy están en las aulas y siembran en las nuevas generaciones el deseo de dar lo mejor de sí para ayudar a otros a crecer y seguir a Aquel que puso de ejemplo una educación samaritana, diferente, transgresora y disidente. El único maestro y Señor. Ser maestro es concretar el ser iglesia en salida, hacer vida en lo local, en lo concreto y teniendo delante nombres y apellidos de todas las edades que merece la vida vivida en mayúsculas, que hoy, aquí y ahora, es tiempo de esperanza porque podemos ponernos juntos a construirla.

Gracias, maestros

Hace unos días asistí a la graduación de Bachillerato de antiguos alumnos del colegio donde trabajé. Al verlos subir al escenario, convertidos en jóvenes llenos de vida, con sueños concretos y metas alcanzadas, no pude evitar recordar quiénes eran años atrás: sus dudas, sus tropiezos, sus pequeños logros. Y pensé entonces que ser maestro, ser docente es, sobre todo, una vocación que trabaja a fuego lento. No siempre vemos el fruto inmediato, a veces pasan años hasta que algo se enciende, hasta que todo encuentra su cauce. Pero ese cambio real, profundo, transformador no se da solo. Es sin duda fruto del esfuerzo de cada alumno y alumna. Pero también, y de manera decisiva, de la mirada de esperanza que cada docente depositó en ellos. Esa mirada que ve más allá del presente, que acompaña incluso en silencio, que cree cuando nadie más lo hace. Esa mirada que sostiene.

En tiempos donde muchas certezas se tambalean, los maestros siguen siendo cimiento. En medio de las sombras, son rostro visible de esa esperanza que “no confunde”. Su tarea no es solo profesional, es profética. No es solo necesaria, es preciosa.

Así que, si alguna vez un niño o una niña, al mirar a su maestro o maestra, piensa: “Yo quiero hacer lo que él hace”, ojalá pueda ser acompañado para que de esa admiración sencilla, pueda descubrir más, en el fondo, la respuesta a una llamada más profunda, la misma que pronuncia Jesús en el Evangelio de Lucas: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10,37). Y cuando un maestro inspira a otro, cuando una vocación nace al calor de otra, se hace visible esa esperanza que no defrauda la que se construye en lo pequeño, la que transforma sin ruido, la que sigue creyendo incluso cuando todo invita a dejar de hacerlo. Todo lo dicho en estas líneas es, ante todo, una acción de gracias. A ti, que cada día entras en el aula con ilusión, aunque estés agotado. A ti, que acompañas a tus alumnos en el camino de la esperanza. A ti, que sigues formándote y creciendo, que escuchas y compartes, que miras con ternura, que abrazas con justicia. A ti, que no permites que la desesperanza coja fuerza y se agarre en tu camino, en su camino. Gracias.

En tiempos donde muchas certezas se tambalean, los maestros siguen siendo cimiento
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