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La nave de los locos
from Escala de grises
La nave de los locos: expulsión y enclaustramiento
Aproximadamente 500 años nos separan de las primeras estocadas que Bosch dio sobre el lienzo. Casi un siglo ha pasado desde que su obra fue recluida en el Museo del Louvre. Cuando las pinceladas finales eran dadas, el mundo se encontraba en un importante momento de expansionismo europeo; los barcos occidentales vencieron las aguas del océano Atlántico y, tras nueve mil kilómetros, se produjo el choque con una nueva cosmovisión, una distinta idea e interpretación del sí mismo. En ese marco, La barca de los locos de “El Bosco” fue arrojada al mar, desde los puertos del arte neerlandés, para degustación visual del resto del orbe.
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Constantinopla había caído cinco décadas atrás; Granada había sucumbido hacía apenas dos lustros a las fuerzas unificadas del cristianismo ibérico. Pese a que, en apariencia, el inicio del siglo XVI no parecía tan terrible y convulso como sus predecesores, presente quedó el recuerdo de las inhóspitas campiñas, llanuras y bosques azotados por las grandes pestes y las constantes conflagraciones santas. Es lógico pensar que, a raíz de un periodo de tanta decadencia por la victoria de la muerte, siguiera otro en el que la cultura de la defunción saturara los poblados europeos.
La civilización, al igual que un organismo, muta, cambia, se desarrolla. Los últimos colazos de la tardía Edad Media seguían pegando sobre las espaldas de los campesinos que, ante los problemas económicos, se conglomeraban alrededor de las urbes para enlistarse en las filas de los artesanos. Nuevamente, como antaño, surgen problemas demográficos bastante acentuados: los campos de a poco quedan desolados, las personas que sobrevivieron al azote de las pestes y de las brechas de hambre dejan sus emplazamientos y se movilizan, reflejo de lo que también hacen los galeones de guerra.
¿Qué pasa cuando tu ciudad tiene más gente de la que es posible contener de manera sustentable? Siempre se han buscado culpables a los cuales exterminar o expulsar para mantener el equilibrio social, tanto en lo económico como en lo cultural. La
Benjamín Marín Meneses Historiador
religiosidad medieval lo hizo con los judíos, las acusadas de hechicería y los venéreos; el Imperio Romano lo implementó contra los leprosos y los cristianos. Pero, habiendo tantos pobladores, no bastaba con despreciar a pequeños grupos de personas, urgió encontrar ceros sociales donde no existían.
Los locos, o la construcción de un imaginativo del loco es el personaje que se volvería predilecto para la segregación. Prostitutas, mendigos, criminales de poca monta, gente abandonada a la ebriedad y los excesos serían calificados de insensatos, aunque no padecieran un trastorno mental que justificara el ser tratados como tal. Antes, los orates parecían divertidos, incluso se les creía enunciadores de verdades ocultas. Ahora, el que era considerado demente no encontraba cabida en las ciudades.
La evidencia arqueológica y archivística sugiere que simple y sencillamente se les aprisionaba, los encerraban con la intención de curarlos y volverlos ciudadanos funcionales o, en el peor de los casos, mantenerlos alejados de la interacción con otros, para evitar que propagaran sus actitudes maniacas. Sobre la existencia de una nave de los locos, podemos encontrar que hay referencias literarias en abundancia, pero históricas no tanto. Lo más cercano a tomar a un grupo indeseado, subirlo a una barca y arrojarlo al mar eran las levas
Metro de Londres Fotografía de Tolga Akmen

militares organizadas en prisiones que nutrían las filas de los ejércitos conquistadores.
Cuando pintamos, nuestras creaciones siempre tienen un trasfondo psicológico. Quizá lo que Bosch pretendió representar no era literalmente el arrojo de deshechos humanos en bajeles, sino el acto de agrupar y excluir. ¿Qué podemos ver en su obra? A primera vista, la respuesta es simple: gula, pecado, descontrol. Nos topamos con varios borrachos, fisgones, ladronzuelos, un bufón con un palo cuya punta es un cráneo, un par de clérigos enfocados en atragantarse con un trozo de lo que parece un pan que igualmente es deseo de otros miembros de la nave. La tentación los distrae, el remador deja de remar, el monje deja de predicar, la monja toca, el ebrio vomita, otro par parece estar peleando por la bebida, humanos hundidos en la pestilencia tratan de robar la comida de la mesa. Un último hombre parece querer alcanzar un alimento a la mitad del árbol. Tantas copas, jarras y comida atestiguan la glotonería. También la bandera izada tiene su propia analogía, la de querer lejos de tierra a la sinrazón musulmana. En suma, lo indeseable, lo que se considera profano, nefasto, debe ser excluido de la moralidad reinante.
El mar es, sin duda, una representación de los muros de una prisión. La barca es la celda de los alienados. El mástil convertido
en árbol puede dar fe de lo largo que es el encierro, de la eternidad que uno debe transcurrir en los calabozos. Un búho en lo más alto, a manera de panóptico, de vigilante, observa cada paso de los enajenados. A veces, mediante discontinuidades, pueden aparecer similitudes entre sucesos o eventualidades. En las cuestiones artísticas y discursivas se perciben semejanzas más tangibles que en los propios procesos históricos, por lo que podemos jugar con intentar comparar la pintura de Bosch y dimensionarla con nuestra inmediatez.

Hace medio siglo era la locura, ahora es el Covid-19. Vivimos un nuevo encierro y una nueva expulsión, encerrados en casa, expulsados de las calles. Estamos ante penitencias sanitarias competentes a lo inmunológico y no tanto a lo neurológico, pero las dinámicas con las que nos conducimos y nuestras relaciones con los otros parecen cortar brecha entre ambos padecimientos. Ahora quedan más preguntas que respuestas en la neófita normalidad, ¿qué tan alto crecerá nuestro árbol-mástil? Con la reglamentación patentada, con la satanización de los enfermos, con la idea de que el cubrebocas es casi una marca de hierro al rojo vivo ¿nos hemos convertido -o estamos en proceso de- en el búho? ¿Estamos cumpliendo el rol de verdugos, de policías de la sanitización? ¿Nuestra exclusión -a nosotros mismos y a los demás- corresponde más a nuestro deseo por seguridad médica o es el florecimiento de un fascismo interno que siempre llevamos, pero nunca aceptamos?
En nuestro claustro, nuestra barca, ¿qué papel estamos dispuestos a tomar? Trepados en la carabela del desequilibrado no sabremos si nos haremos locos por estar dentro o ya éramos así antes de subir. ¿Fuimos, somos o seremos portadores de una filosofía herética de la biopolítica?