
3 minute read
LA PIEDRA Y LA MEMORIA DE JUAN SUÁREZ PROAÑO
from Cuando E. P. Thompson se hizo poeta: revista de poesía comprometida No. 5
by Cuando E. P. Thompson se hizo poeta: revista de poesía política
La piedra y la memoria Juan Suárez Proaño
(Quito, 1993). Poeta y editor. Licenciado en Comunicación y Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador con un estudio sobre la poética de la enfermedad en la obra de Ileana Espinel. Ha publicado los poemarios Lluvia sobre los columpios (2014), Hacen falta pájaros (2016), Nos ha crecido hierba (2018) y El nombre del Alba (Nueva York Poetry Press, 2019). Consta en la antología Seis poetas ecuatorianos (Editorial Caletita), publicada en México; y en la Antología de Poesía Española Contemporánea Y lo demás es Silencio Vol. II, publicada en Madrid, en el 2016. Sus poemas han aparecido en varias revistas literarias en varios países. Está incluido en la selección de poetas ecuatorianos «Voices form the center of the world» realizada y traducida por la poeta Margaret Randall. Trabaja como editor en la editorial «El Ángel» y es Coordinador del Encuentro internacional de poetas en Ecuador «Poesía en Paralelo Cero».
Advertisement
Octubre, 2019. Quito. Levantamiento indígena.
I
Solamente los gemidos de nuestros pies heridos por el alquitrán, la limpia piel del asfalto bajo nuestra sangre. Solamente este sudor que es nuestro idioma nuestra forma de reconocernos, el sudor que nos hace idénticos a los caballos que ahora vienen tras nosotros. Solamente estos cercos de humo estas uñas rotas que frotan los párpados
para espantar el sueño, la acidez, la sal coagulada. Nada más estas mantas —con el añejo aroma que la muerte no puede limpiar de la piel de las ovejas— donde duermen los ancianos y se olvidan de soñar los heridos.
Solamente estas verdaderas marías, estos fieles carpinteros. Estas piernas, menos veloces que la motocicletas. Este arroz húmedo que compartimos con los uniformados aunque su hambre sea distinta y minúscula.
Solamente estos cartones para defendernos, estos dedos índices de nuestros niños atentando contra el vuelo de los helicópteros, esta rutina de contar heridos y acostumbrarnos a ser el único bando con muertos.
Solamente el alivio del sol para el cansancio, y el agua venenosa que, clementes, nos arrojan.
Pero en los noticieros luminosos a la hora del café los presentadores de ojos brillantes como monedas recién pulidas,
casi lloran al repetir: «armas peligrosas, ejércitos avezados niños que aprenden a matar».
II
Ellos que han soñado con sogas y navajas y nunca se lo han contado a nadie, ellos, que no tiemblan ante la respiración de los bueyes que aprenden a contar los puños antes que los números que se avergüenzan ante los médicos que no lloran frente a los cerdos degollados que reconocen el légamo con solo tocarlo ellas, que paren hijos sin alergias pero con fiebre en el alma que todo lo (mal)curan con tiempo y alcohol que saben entregar a la yegua su bocado, que tienen la fe sencilla de quien no espera nada y la paz estridente como el olor de los establos bajo la lluvia, ellos que ignoran el odio en los ojos de quienes los miran moverse en multitud, ellos, que alzaron la ciudad
y ahora la desarman buscando, amorosos, el espíritu de las piedras ellas, que no oyen cuando alguien se queja de que lleven al hijo en la espalda aprendiendo desde chico a soportar el humo por si tiene que recordarle a la historia su rostro. Ellos, que usaron para tapar el sol los dedos inquisidores de los monumentos,
ahora se marchan, al séptimo día, silbando como después de hacer un hijo o una casa, golpeados y ágiles como viejos gallos de pelea bulliciosos e inevitables con sus habituales agujeros en las ropas bajo los cuales brillan nuevos agujeros en la carne.
Ahora solo les preocupa llegar a tiempo a su tarea paleolítica de arrancar la hierba que en su ausencia invadió el lugar de las cebollas —todavía tienen una horas antes de que se abran los mercados y se pueblen de inútiles generosos adúlteros vigilantes, amnésicas señoras—.
Huérfana queda la ciudad al alba. ¿Quién volverá a desyerbar nuestro corazón?
