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EL TIEMPO DE LA SUPERSTICIÓN

Cuando atas un pelo a un anillo hechas a correr el tiempo de la superstición Cuando arrojas un vestido al fuego no te casas clavar alfileres te alejas de las pesadillas nombrar a tu enemigo bajo el agua lo anula

Cuando se acalambra el pie derecho ha entrado un ángel en la casa

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Cuando muerdes tu lengua te perdonan

Si te bañas vestida encuentras arañas detrás de las puertas

Si rompes una taza no cumples tu promesa Coser tela clara con hilo oscuro disipa las dudas

Las moscas sobre lo dulce anuncian juegos

Las hormigas sobre la mesa atraen extraños

Los cajones vacíos te hacen presa de los sueños

Los cuadros chinos impiden los viajes

La ceniza altera a los muertos

Cuando se apesta una planta alguien te traiciona cuando sangras frente a un espejo te reconcilias con la sangre si sangras sobre un poema vuelves a sangrar al cabo de un tiempo olvidas arrojas una vida al fuego andas con ceniza en los ojos el enemigo asiste, el ángel devora sea cual sea el encantamiento toda superstición al fin se desmorona

(Sangre del día – Años Luz, 2018. Buenos Aires)

“ANTES UN CUBO DE AGUA ERA MÁS VALIOSO QUE NUESTROS

PROPIOS HIJOS” TOVOGNAZE

Lavo la sangre de mi periodo en agua color café

Lavo la falla de mi nacimiento

Froto la censura del hombre

La mancha de la mutilación

La costura que es herida y amenaza

Ellos odian lo que no controlan.

No lo dejan ir. Yo lo dejo ir

Estrujo con fuerza mis bragas, como si torciera el cogote de un ave para el almuerzo

Como si exprimiera la teta de una cabra famélica

El órgano entero de mi madre y de mis hijas

Lo dejo ir.

Lavo el musgo tibio de mi carne

La baba deslavada del universo y ando así

Goteando sobre la sequedad intensa de mi pueblo

Me muevo lenta sobre los cultivos para que nadie sienta el olor de mi sangre desgajada y estéril que a nadie alimenta

Hebra de madre muerta desmenuzada no retenida espesa fibra del baobabs coágulo sin rostro líquido terco, clandestino pura arritmia del bosque

Mi cuerpo inundado altera a mi padre avergüenza a mi hombre

Decepciona a los dioses

Sangro frente a mi esposo

Mientras estoy menstruando no puedo tocar sus remedios ni sus amuletos, anulo su poder

Pero entonces apesto a mujer

No puedo evitarlo Como el mandril

Esparzo el olor en dirección a mi obtuso rival

No puedo ser sumisa en esto Sangro aunque me ordene que no lo haga aun arrodillada ante él Sangro y renazco

Anulo su poder

Lavo la sangre de mi periodo en agua color café luego llevo el balde hasta la huerta y riego

Espero que los brotes nazcan que mis hijas crezcan que todo sea del color de la tinta en que se impregna

(Mubarak – Buena Vista, 2021. Córdoba)

Laura García del Castaño (Córdoba, 1979). Publicó en poesía: El grito (Edición de autor, 2004), La vida en que sueñas (Recovecos, 2012), El animal no domesticado (Pan Comido, 2014) y El sueño de Sara Singer (Llanto del Mudo 2014, reeditado por Caleta Olivia en 2016), Los demonios del mar (Ed. del Dock, 2015), Sangre del día (Añosluz 2018) Mubarak (Buena Vista Editora, 2021) y La réplica (Buena Vista Editora, 2023)

Huellas De Lectura

Laura García del Castaño

Los libros son como semillas. Pueden estar siglos aletargados y luego florecer en el suelo menos prometedor.

Carl Sagan

Desde muy corta edad la lectura ha sido parte de un juego interactivo. Una revelación conectada con otras revelaciones en simultáneo. Un párrafo se atraviesa en la música y predispone la película por ver. Así, un cuento de Samantha Schweblin podría tener los violines de Bitter Sweet Symphony y el realismo alegórico de Kevin Sloan. De esta mezcla azarosa, nacería una singular experiencia que a su vez podría dar origen a ese animal amorfo y atemporal: la influencia. Es por esta razón que no puedo disociar una lectura perturbadora de su banda de sonido o su representación fílmica. Y no hablo ni de intro ni de coda sino de fusión, de enlace. Mecánicamente ponía el cd del Lago de los Cisnes para leer a Alexaindre o tomaba Neruda cuando sonaba Ennio Morricone. Entre los libros de la infancia resulta imprescindible nombrar al Papaíto Piernas Largas de Jean Webster y la atracción por ese amor epistolar y platónico. Vaya a saber por qué, vino acompañado de un cassette con temas folclóricos, así que al salir de clase del cuarto grado, era ritual de la siesta releer las cartas de Jerusha Abbott y escuchar Angélica por Los Chalchaleros. Morían los ochenta y cada miércoles acompañaba a mi madre a lo de una mujer que vendía ropa, sólo por volver con un ejemplar de Elige tu propia aventura. Allí no solo comenzó mi obsesión por la fatalidad y la previsibilidad del destino, sino que manifesté la ansiedad por un libro. Recuerdo venir en el auto con mucho calor, inmersa en el dibujo de la tapa, tratando de dilucidar algo de lo que me esperaba. Eran mis nueve años, los evangelistas vivían su pico profético y dejaban cada semana un ejemplar de la revista Atalaya. Esto trajo a casa un tomo ilustrado del Apocalipsis, con ángeles en llamas, cielos amoratados, y tigres de siete cabezas montados por prostitutas que anunciaban el colapso del mundo y derivó también en la angustia por una lectura: Hallarme excluida de los cientocuarenta mil que entrarían al reino de los cielos Aunque sí incluyó una predilección que me acompañaría por siempre: la adoración por lo místico y lo paranormal. Eran lecturas lentas, sin propósito, no buscadas sino encontradas como tesoros en casa, seguramente traídos por mis padres, por lo que su presencia era de tal gravedad que había que desentrañar ambas cuestiones: el libro y su por qué. Así me pasó con Nudo de Víboras de François Mauriac, una novela crudísima que relata la miseria emocional y los resentimientos de un hombre infelizmente casado. Ahora entiendo que fue un libro algo denso para mis once años, que quizás ese carácter testimonial y sicológico, alejado del surrealismo en el que venía sumergida, marcaría un acercamiento al trauma y el vacío de cierta existencia.

Y digo acercamiento porque lo sicológico me imantó y habría de tener su secuela en los cuentos de Horacio Quiroga. Lo retorcido de la mente humana esta vez no se correspondería al encierro y la oscuridad sino a un lugar abierto, luminoso y sofocante.

Horacio Quiroga y Olga Orozco se ciernen sobre mi adolescencia como una nube de langostas que desmonta un cultivo, y llegarían musicalizados por la Metamorphosis de Phill Glass y Hans Zimmer con la banda de The house of spirits. Era la época de Trainspotting, la época del mutismo. La experiencia de la lectura se volvería atemporal, desmesurada, pulsional. Las imágenes de Orozco y los personajes de Quiroga se hicieron síntesis, traducciones de vivencias que por ese entonces eran intuitivas e indescifrables. Junto a la Antología de Olga Orozco y la de Alejandra Pizarnik descubrí Lumen, y el placer por leer en las hojas de ciertas colecciones y a determinadas horas. La poesía era la noctámbula, la extenuante, la metabolizada en sus comienzos por los sonidos de Alberto Iglesias en Los amantes del círculo polar. Más tarde llegaría Vicente Alexaindre y sus Espadas como labios, Jacques Prevert, los cuentos de Julio Cortazar, relatos de abducciones, ovnis y espiritismo junto a Ennio Morricone y Voices de Vangelis.

“Leer es vagar, hay en la lectura una espera que no busca resultado” dice Quignard.

A los treinta la lectura se me volvió personalísima y amniótica. Empecé a tomar notas, a subrayar, a dialogar con otras voces, a pausar lecturas para retomarlas luego de otras lecturas, claramente aquí descubro que los libros no constituirían un camino lineal sino que podían absorberse luego de años de haberlos leído por primera vez, que hay una diferencia abismal entre una lectura y la manifestación de una lectura, que puede tardar años, tener muchos desvíos y renuncias hasta llegar a la total comprensión, y aun así, quizás hasta nos queden infinitas texturas por descubrir. Por ejemplo, me pasó con la antología de Edgar Bayley, un libro antipático para mis diecisiete años que tuvo que munirse de la crudeza y la desolación de ciertas experiencias y metabolizar otra parva de poesía para llegar a su impacto fatal, ya que no se recorre un camino ni progresivo ni acumulativo de nada, y que como aconsejaba Robert Frost (que desconfiaba de los que no releían y de los que leían muchos libros) “Hay que leer bien y muchas veces unos cuántos libros” .

En estas relecturas imperecederas y aleatorias está Ted Hughes, Philip Larkin, Horacio Castillo, la Generación Beat, Pascal Quignard, Robert Frost, Wislawa Szymborska, Speroni, Liliana Lukin, Alejandro Schmidt, así como algunos libros insistentes y encofrados, llenos de frases demoledoras de Boris Vian, Marco Denevi o Hermann Hesse.

En algún momento puede perderse cierta vitalidad en la lectura, cierta franqueza en las búsquedas y adentrarse en el buceo de lo recomendado y lo vendido y lo super-comentado, una época de contagio, aunque como todo virus resulta efímero, porque asumo que la lectura y más la de poesía, como ha sido en mi caso, nace de una desesperación, de una necesidad urgente de hacerse de un sustento, algo que suture o responda o tan solo acompañe, “la partitura de un trance” . Por lo tanto, de esas lecturas poco sorpresivas no ha quedado marca.

Hoy, brilla sobre la mesa El tigre en la casa de Carl Van Vechten y suena The imitation game de Alexandre Desplat. Pienso en la fascinación por la lectura, en ese encuentro más casual que pactado, más ineludible que dirigido y en estos textos y esta música que aguardan en algún lugar su estallido o su ceniza.

1.- El más reciente libro de Marcelo Rizzi es al parecer inasible. La perfecta solidez de un castellano inobjetable, al menos en su sintaxis, presenta una gran coherencia formal; hay continuidad y cohesión entre los poemas que conforman la obra, trabajados con idéntico rigor y que alcanzan el mismo acabado.

Frente a dicho entretejido, opera una gran desarticulación del sentido, o desagregado de la ilación: por momentos la expresión se vuelve de una intelección difícil de concebir: como un doctor Praetorius que hubiera elaborado textos que llegarían a generar estupor y repulsión entre aquellos que vienen del pienso sosegado de la comunicabilidad; como aquellas composiciones musicales de vanguardia que generaban airado rechazo entre el público burgués de principios del siglo XX.

Un antecedente posible en el ámbito de nuestro idioma a esta modalidad de escritura podría ser José Lezama Lima: gratuidad de la expresión, considerado esto en cuanto a la aparente inexistencia de un referente final del texto, flecha a la que no le interesa una diana palpable (aunque quizá sí real).

Así, los versos resultan gratos al oído pero parecen impedir toda posible comprensión, al menos inmediata. Así, se produce un disfrute de lo verbal, de fondo, flotante, de palabras en apariencia inanalizables. Pero no es mero sonido, no es mera glosolalia: hay un sentido profundo. De algo se habla en los poemas, aun cuando nunca podamos llegar a avizorarlo. Sensación, entonces, de que no soy lo suficientemente inteligente para acceder al libro.

2.- Pero hay un error de base en las aseveraciones previas. Me decido a releer el libro en silencio y tomando cada poema como prosa. La comprensión comienza a serme dada. No totalmente: el sentido parece escapárseme a poco de avanzar, y abundan las transiciones rápidas y sorpresivas, si bien dichos giros se dan de un modo matizado, sutil. Como las sucesivas gradaciones de un caleidoscopio mágico que, en realidad, opera interminablemente con las mismas piezas; nada más que, en el caso de Rizzi, cada una de las partidas acaba a las pocas líneas.

No hay una manera preestablecida de acceder a ningún libro. Yo había intentado, prejuicioso, leer este volumen en voz alta y respirando al final de cada línea porque pensaba que estaba ante poemas tradicionales. Y de algún modo lo son, pero de una tradición en la que, se ve, poco he incursionado.

Sigo sabiendo que el sentido de estos textos me resulta arduo, difícil, silvestre de algún modo. Por momentos los concebí como un dejarse conducir a ciegas, entregado; todo dicho, a la vez, desde un muy hábil autocontrol. Qué decir, si no, de los siguientes versos: “Es solo cuando encuentra a su amanuense / bajo un estado de amnesia perfecta que la / escritura alcanza su verdadera plenitud.” Es el tono de la voz, sereno, ecuánime, reflejado en la ilación de las sucesivas oraciones (ilación iluminada ahora por la lectura en voz baja de los versos, como si fueran prosas poéticas), lo que nos indica la unidad operística de cada una de estas piezas. Ésta es una poesía para poetas; éste es un autor exquisito. El lector exigente tiene trabajo que hacer, esfuerzo que se verá largamente recompensado.

Tres Poemas De

COSTUMBRE Haremos, como quien dice, lo que nos dicte el alma, cuya voz emerge desde un helado antepecho. Pese a todo se elige siempre entre acción y amnesia, o desde ese bello glosario hecho para imágenes de piedra o de madera. Una envoltura perfecta puede ser una página del diario de ayer para el pájaro que hallamos muerto cada día en nuestra propia puerta.

DEL CULTIVO DE SÍ

Enceguecedora suele ser la luz si se la invoca demasiado hasta que llega al infierno mismo del poema. Nadie se acerca a la esencia de las cosas por venir: colmadas desde siempre de lo que nunca habrá sido, ese vértigo vaciado en un solo respiro, en medio de esta danza loca que no cesa.

Se escribe en la soledad de un laberinto, se lee un manual con viejas instrucciones. Abundan los ejercicios adivinatorios en lo que es una ciudad amurallada y que hasta ayer fuera cantera de un mármol sutilísimo.

Se sutura la herida originada de arma blanca, se la higieniza con aguas de albur. A metros del lugar se enciende una fogata de invierno: aún si fuesen mujeres entrando y saliendo de una danza, es impensable esa abundancia de llamas que ahora se elevan hacia el cielo. Acaso ya resulte inútil descifrar los amuletos de esos hombres que seguirán así cautivos, también esas esferas en reposo, o esos trozos de caña en forma de cruz.

Es solo cuando encuentra a su amanuense bajo un estado de amnesia perfecta que la escritura alcanza su verdadera plenitud. Todo por un instante huele a casa sin muros, se olvida el origen de las flores funestas, la piedra exhibe su grácil inmovilidad. Puede que se oigan voces incongruentes, como de niños salvajes, o de marinos amarrados al mástil mayor, y todo suceda como si fuese el prolongado día del juicio final: una marea detenida en la gota de la tinta más fresca, una meseta oblonga y extensa donde quepa desde el undécimo planeta, una página de la Biblia de Lambeth, hasta tu nombre secreto en la noche anterior.

Azucena Salpeter Da Vueltas En El Aire

“ debiéramos levantarnos temprano para leer a esta poeta” , dice María Teresa Andruetto en el breve texto de la contratapa que le dedica al libro de Azucena Salpeter, Gringa formoseña (Ediciones en Danza, 2021). Y es así, porque no hay poema que no redima algo de su experiencia particular, que en cierto modo convierte en una experiencia que podría ser de cualquiera. Por eso son poemas que contagian una especie de salud. Azucena es médica, entre otras cosas.

La celebración es una de las notas más manifiestas. Hablo pues de un tono, no de un tema o un propósito, que se caracteriza por la llaneza y la apertura de la autora al mundo “por el prado feliz de los que van a pie”; una aceptación convincente.

Si de la poesía esperamos una visión en algún grado nueva, la de Azucena se nos ofrece sin retoques, pero no ingenua; áspera, pero sonriente; amalgamado el pensamiento y el corazón -por así decirde una vida activa que afronta y puede salvar –literalmente hacer vivir- lo opaco y lo olvidable:

La Pico De Loro

Cuando el Ford V8 cayó en la vizcachera la costura del tanque de nafta se abrió en dos cayó el río lo remendamos con chiclets adams hasta suncho corral en santiago del estero un pueblo debajo de otros pueblos como todos los pueblos que deambulan por arriba del abajo de los cielos el límite son granos de arroz en el centro del sutidor esso sin manguera alrededor las cluecas alcanzame la pico de loro dijo papá y se secó la frente eso es todo poesía a ser escribir poesía (“Qué dice la poesía”), que amalgama los poemas de la primera parte o la pregunta por la vida/por la muerte (“La muerte no es hoy”) que reúne las composiciones de la segunda parte. Una manera de organizar el material que felizmente no queda clausurado en las categorías que sugiere el título, sino que se escapa por todos lados, y cada poema viene a desembocar, por gracia de un lenguaje carnoso que se transfigura vertiginosamente en lo que dije al principio: celebración (o sea los poemas de la tercera parte).

Así, cosas, individuos e individuas son cifra de una existencia única, ardiente; no símbolo hierático, sino movimiento y consunción. La poesía de Azucena impone un ritmo de lectura veloz, se agolpa, pero no tropieza, corre; manifiesta una especie de seguridad en tomar la curva o en pegar el salto propia de la juventud del cuerpo que confía en su agilidad, su tensión muscular, su fuerza, pero también sabe de su dominio. Todo esto sin dejar explícito que hay preguntas: por ejemplo, la pregunta por qué vendría

Magdalena Salpeter (Formosa 1942) es médica, poeta, narradora y pintora. Está radicada en La Plata desde 1957 Publicó los libros de poesía El pescador de sombras (1979), Y el cielo sonrió (1989), Las puertas del cielo (1996). Como narradora, la novela La mitad del cielo. Los poemas aquí transcriptos pertenecen a Gringa formoseña, ediciones En Danza, Buenos Aires, 1921, con prólogo de Javier Cófreces.

Tres Poemas De Grinda Formose A

Escribir No Es Tan Importante

Pinté a la cal el muro de mi patio Son más o menos treinta metros

Algo así como un homenaje Como decir que alguien se ocupa del sol

Porque es pura luz un muro blanco

Y quebraduras negras y negruras verdes Igual que el planeta

Como todas las primaveras olvidé los /guantes

Las manos arden en el muro de la muerte

Yo sé que no es un poema Es una manera de vivir en la casa del /poema.

Usted querida mía con solo dos palomas o flechas de papel puede bajar al cielo subir a la tierra recuérdelo no finja usted tiene dos brazos dos piernas recuérdelo lo personal es político.

El alma no tiene capacidad de hígado no sabe escribir le gusta charlar de faisán a faisán el alma es feliz con nuestras marionetas nuestras nueces nuestro sexo se divierte con los dientes de leche que guardamos en la alcancía posa desnuda en nuestro tallercito de proezas.

Un Futuro Que No Promete Calma

Hay en los poemas de El reino de los peces, de Diego Brando, un pulsoherido- que da cuenta de lo diminuto, de los pasos de insecto en la evolución de un paisaje que va desde la evocación del mundo conocido -agua que era agua- hacia la noche del caosagua de tormenta. Pero se trata de un tapiz monstruoso donde lo diminuto, como en un zoom out sobre un paisaje apocalíptico, es en realidad la textura en píxeles de una imagen más vasta: una plaga legendaria que sobre sí misma gira, langostas, pirañas, demonios en legión.

Una voz insiste en lanzar preguntas hacia la noche, incertidumbres que buscan hacer pie, aferrarse a todo lo que se hunde: ¿Oíste el último estallido? ¿Viste el ganado / desvanecerse entre la niebla? El agua ya no apacigua. / El dinero vale menos que una pizca.

Y en el subsuelo de la trama asfixiante, como por detrás de un velo, se oye la fatigosa respiración de un trauma, algo quebrado desde el nacimiento. “Es que se han visto demasiadas cosas y se ha conocido la locura. / La misma que conocieron nuestros padres, nuestros más íntimos / parientes. Recluidos todos en el hospicio de la sangre.”

Estaremos en el ojo de una tormenta que gira: oyendo la implacable voz que pormenoriza la degradación de los seres. Sabiendo que no hay defensa posible ante el bucle de la ira de dios o los monstruos que aparecerán en el camino de los peces. Y aun así, buscaremos sobrevivir, ser lo que quede en pie después de la tormenta. Escribir.

2

Mi soledad es un pez corcoveante antes de caer sobre la barca, y los pescadores la cordura, el mundo, la cápsula que entra por la garganta y que contrae el cuerpo, lo que lo estremece a latigazos como a una gota de agua, o como a un cencerro a la hora de la comida, de la fiesta que termina tarde en un espacio vacío, en el río sin más agua que un hilo que pende de otro hilo, una clepsidra lanzada a la otra orilla como a un ser balbuceante.

Y caer de todas formas, sobre agua o barro, o barca que se mece en las tinieblas, en el reino de los peces que no saben nada del río.

¿Escuchás el sonido de las gotas contra los cristales? ¿La forma en que estos se astillan cuando los demás duermen?

Antes el agua era solo agua, y en tus oídos sonaban las melodías de la tierra convirtiéndose en barro; pero ahora que comprendés los significados, tu corazón se columpia entre dos paredes hasta estremecerse como un madero.

Zumba la tierra en el verano y en el estruendo está tu propósito, ser un alguacil en el crepúsculo, la niebla después de la tormenta.

En el fondo de la segunda mitad de mi vida solo hay basura acumulada, tropeles de caballos que huyen hacia el desierto. No recuerdo ahora cómo era antes, todo aquello quedó lejos como la sombra de nuestros ancestros bajo el limonero. Si hago un esfuerzo solo sé que algo desapareció y que lo lloramos, y que lo que comenzó a acumularse cedió ante la nieve. Agua podrida de la que sin embargo bebo.

Diego Brando nació en el año 1987 en Leones, Córdoba. Es profesor de Literatura. Desde 2016 ha editado tres libros: Frontera (Vilnius), Todo lo que se hunde (Vilnius) y El reino de los peces (Barnacle).