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Hechizo de luna

Hechizo de luna

Marta Navarro

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CERRAD UN INSTANTE LOS OJOS, no más que un instante, y dejad que os cuente un secreto. Algo que a nadie jamás revelé, algo que siempre protegí con cuidado, temeroso de la incomprensión, de la soberbia y la ostentosa ignorancia que con tanta frecuencia tristemente exhibe el mundo.

Creo ahora, sin embargo, cuando tan lejano queda todo, llegado el momento de referir mi historia. Así pues, prestad atención. A vosotros confío el relato fiel y certero del más extraño e inquietante suceso que alguna vez en mi vida aconteció. Era yo muy joven todavía y por la época en que los hechos que hoy me dispongo a revelar sucedieron, residía en un pueblecito costero del norte. Una de esas pequeñas y pintorescas villas marineras al borde de los acantilados, de inviernos grises y veranos breves, de casitas bajas y tejas rojas, de vientos con sabor a sal... Un paraíso de playas bravas y melancólicas laderas desde el principio de los tiempos —las gentes del lugar cuentan— con candor enamoradas de las olas y la arena.

Allí, en aquel paraje de ensueño, fue donde tuvo lugar el encuentro que para siempre habría mi vida de cambiar.

El día, un día gélido de invierno en apariencia idéntico a todos los demás, un día que amaneció como otro cualquiera y nada diferente presagiaba, había sido lluvioso y muy gris. Apagado por completo mañana y tarde estuvo el cielo, cubierto por unas amenazadoras nubes del color del plomo que melancolías y sombras en su estela arrastraban y que muy pronto en una tempestad, densa, ruidosa y feroz sobre la tierra su pesada carga vertieron.

Pero al fin, barrida por el viento la tormenta, en esa hora miste-

riosa del crepúsculo que de rubor tiñe el ocaso y ni al día ni a la noche parece pertenecer, la lluvia cedió y yo decidí entonces salir a distraer un poco ánimo y pensamientos: caminar las estrechas y tortuosas calles del pueblo, dejar atrás el alegre bullicio que, en los soportales de la plaza, pese a la humedad y los charcos, todavía a esa hora no muy tardía reinaba y dar luego un rodeo hasta alcanzar el corazón de una pequeña playa que pocos días antes había yo descubierto.

Era aquella una cala de aguas calmas y cristalinas, una delicada bahía de incomparable belleza, tranquila y muy poco frecuentada, de arena dorada y muy fina, refugio perfecto para almas —como la mía— cansadas, quizá desamparadas y, sin duda, del mundo fugitivas.

Inquieto, abatido, vencido por el desánimo e inmerso en negras, muy oscuras cavilaciones, como aquella noche yo me hallaba, muy veloces corrieron las horas y cuando de ello vine a darme cuenta no debía estar ya lejos la medianoche.

En el firmamento, impasibles y lejanas, brillaban las estrellas, gemía dolorido el mar y sobre la arena arrojaba la luna unos rayos de luz azules, desconcertantes, efímeros y enigmáticos como un conjuro. Iban y venían las olas, lentas, espumosas, serenas, una y otra y otra vez, rítmico e hipnótico su vaivén.

La atmósfera, húmeda y fría, sin piedad helaba los huesos con su soplo glacial.

Todo estaba en paz. Impregnado de suaves olores el aire. Ningún peligro parecía acechar. No era así. Fue entonces cuando lo impensable, lo imposible... sucedió. Ved, esto fue lo que ocurrió. Estaba ya la luna en lo más alto del cielo, tocaba a su punto la medianoche, todo en torno a mí era soledad y silencio, cuando de golpe, con furia ciega rugió el océano y de inmediato, muy bruscamente, la marea descendió.

Un furtivo rayo de luz relampagueó sobre las aguas al tiempo que de ellas emergían tres figuras, tres mujeres que, sólo a intervalos, la luz tenue de la noche iluminaba. Muy pálido su rostro, una sonrisa desmayada en los labios, tan ligeros sus movimientos como una brisa tibia de mayo. Imaginad mi asombro, imaginad mi espanto ante tan fantástica visión. Imaginadlo, sí, porque por mucho empeño que yo en ello pusiera, jamás alcanzarían estas endebles palabras mías a explicarlo.

Con la quietud y la inmensidad de un hechizo, tras mirar a un lado y a otro como si buscara a alguien —un indescriptible tinte de misterio y desconcierto al fondo de sus ojos celestes— frente a mí se detuvo la más joven de aquellas etéreas y bellísimas damas. Tan blanca y tan rubia era que de nieve y oro parecía hecha. Rozaron sus ojos los míos y en el corazón de la noche, con una ternura y una tristeza inusuales, suaves palabras de amor a mi alma habló.

Un sollozo mudo anudó mi garganta, sobrecogido frente a tan sobrenatural hermosura.

Las estrellas que desde tan lejos había yo un momento antes contemplado parecieron deshacerse en mil destellos que sobre mi cuerpo caían y lo quemaban. Temeroso de deshacer el encanto, apenas si respiraba.

Ella permanecía inmóvil, despacio, muy despacio, transcurrían los minutos, parecía el tiempo detenido y a punto estaba ya de desgarrarse en dos mi corazón, cuando hacia mí extendió su mano y, en un gesto que fue casi una caricia, el anillo que en uno de sus largos y blanquísimos dedos brillaba me entregó.

La luz clara de la luna de lleno entonces le dio en el rostro, sonrió con melancólica dulzura, un beso leve dejó en mis labios y en la soledad de la madrugada, diluida entre la bruma que como un velo de gasa flotaba en el aire, para siempre se desvaneció.

Tembloroso y febril, incansable, entre las sombras del bosque con desesperación hasta el alba la busqué.

Comenzó al fin el día a blanquear, una claridad trémula y espectral en torno a mí, poco a poco, se extendía y con gran dolor hube entonces de aceptar que incapaz sería ya de hallarla.

Un inmenso vacío, una soledad desgarradora, un opresivo desconsuelo —ese desconsuelo sin nombre que sólo pueden concebir quienes de él alguna vez se hallaron presos— se cernieron raudos sobre mí. Quebró mi espíritu el arañazo del desamparo, todo a mi alrededor calló y, hondamente conmovido, lloré.

De eco en eco, en la espesura del bosque, largo tiempo resonó mi llanto y entre el rocío de la mañana mis lágrimas se perdieron.

Muchas veces a lo largo de los años habría de volver, con un rescoldo de esperanza y esa inexplicable y rara fe con que uno espera los milagros, al lugar exacto de tan extraña aparición. Esfuerzo vano. Una y otra vez en mil pedazos se desharía mi ilusión. Nunca la volví a ver y sólo mecida entre mis sueños, enredada en ese vago espacio que de la vigilia los separa, alguna vez, muy pocas, la encontré.

Implacable, despiadado e inmisericorde como suele, pasó el tiempo y su curso, serena y apacible en ocasiones, vertiginosa y dolorida en otras, siguió la vida: alegrías, penas, victorias, derrotas, simulacros de amor... Ruido y silencio.

Nada queda ahora. Indiferentes y pesarosos, muy lentos, se arrastran los días. Dormido el presente, a mi alrededor como un sueño se cierne el pasado y todo me es ajeno en este limbo donde habito —para siempre ausentes quienes alguna vez mi mundo y mis sueños compartieron, tan dolorosa y cierta la conciencia de mi propia soledad— aunque quizá tan sólo ocurra que demasiado cansado estoy ya de vivir sin ella, sincero y leal enamorado de quien nunca volverá.

No negaré —ningún motivo hay para ello y cierto es— que amores más prosaicos en mi vida hubo, mas siempre, en el más secreto rincón de mi alma acurrucado, latente y poderoso, tiritando de ternura y de nostalgia, permaneció su recuerdo. Nunca la olvidé. Exiliado de un lugar al que jamás podré regresar, con la vida como veis hoy ya a mis espaldas y el eterno chispazo de pesar que desde aquel único encuentro siempre albergó mi mirada, aún centellea en mi memoria su magia, su belleza —turbadora y tan, sin embargo, inocente y pura—, su voz —enigmática, romántica, suave como el rumor del viento entre las hojas de los álamos—, sus ojos —tan azules y profundos que toda la luz del mundo parecían haber absorbido—, el perfume de misterio y de poesía que impregnó su despedida.

Sobre mi pecho, cerca, muy cerca del corazón, estuvo siempre su anillo —huella tangible de no haber sido locura aquella noche en que amor eterno ambos nos juramos ni vano fantasma de mi ardiente imaginación— y allí por siempre, aun después de muerto —así ahora, cuando tan próximo ya el final de mis días siento, os lo encomiendo— es donde habrá de permanecer.

Marta Navarro Calleja (España) Blog: cuentosvagabundos.blogspot.com.es