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El silencio de Salomé

El silencio de Salomé

Silvia Amezcua

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CONTARÍA con apenas diez años, once quizás, cuando decidió dejar de hablar sin que los que la rodeábamos halláramos justificación alguna. Aunque a algunos pueda sorprender, nunca le faltaron el amor y los afables cuidados de su familia, ni vivió una experiencia traumática que le arrebatara el habla de un zarpazo.

La de Salomé no era una familia rica, pero sus padres siempre habían trabajado duro para que ingresara en uno de los mejores internados del país. Era buena estudiante, aunque en varias ocasiones, previas a aquel silencio deliberado, me había confesado que en sueños se convertía en una de aquellas heroínas rebeldes que faltan a clase y encuentran la manera de escabullirse de los castigos sin que las descubran.

La familia residía en la misma localidad en la que se ubicaba nuestro internado, por lo que sus padres acordaron con la dirección del centro que Salomé volvería a casa todos los días después de clase. A ella lo contrario le habría resultado un suplicio, así que cada día hacía el camino de vuelta a casa sola mientras las demás compañeras y yo permanecíamos en el internado aprendiendo a tomar las riendas de nuestras vidas en una flamante jaula construida a principios del siglo XX que, ya de por sí estremecedora, devenía decadente con la luz del atardecer.

Hacía dos semanas que habían empezado las clases de un nuevo curso cuando la directora la llamó a su despacho. Entró en la sala con el rostro encendido de vergüenza mundana y sin poder digerir la penitencia de verse obligada a escuchar su nombre resonando a través del altavoz en los pasillos. Como pudo sobrellevó las miradas y murmullos de algunas de nuestras compañeras. Nada más entrar en el despacho, la directora la tranquilizó con cierta desgana. No pretendía reprenderla, ni enjuiciar las tareas que hasta el momento había entregado a las profesoras. La razón de su visita a ese despacho era otra y de índole muy diferente, una especie de pacto.

La cuestión es que, de todas las alumnas del internado, Salomé era la única que volvía a casa todos los días. La directora le pedía prudencia y mucha discreción para «salvaguardar las directrices y el buen funcionamiento del centro». Sus compañeras (entre ellas, yo) no debían enterarse de que cuando sonaba el timbre de salida, Salomé tomaba sus libros y desandaba el camino hasta su casa. Lo contrario podría dañar el gran prestigio del centro y debía recordarle que solo su buen expediente académico había permitido dicha distinción.

Una tarde, varias décadas después de aquella reunión con la directora, tuve la oportunidad de reencontrarme y charlar con Salomé. Sentadas en una cafetería de la ciudad donde aún vivían nuestras respectivas familias, Salomé reconoció que después de aquella reunión solo recordaba el temor a que la expulsaran por un descuido y el bochorno al que hubiera expuesto a su familia en caso de airearse el secreto. De ahí que aquella mañana de hace muchos años saliera del despacho de la directora envuelta en una nube de silencio como si fueran los pasillos los que necesitaran tregua del alborozo de nuestras iguales. En adelante, los días se sucederían sin que el mutismo manchara su expediente académico. En clase se limitaba a responder a las profesoras cuando la interpelaban en cualquiera de las materias, seguía recreándose mientras leía en alto en clase de literatura, pero rehusaba comunicarse fuera de las aulas. Su vida continuó afónica pero sin sobresaltos.

Tras propinar discretos y sucesivos sorbos a su café y como desbordada, también me habló de otra tarde a la vuelta de clase. Tenía muy presente la imagen de un mantel a cuadros rojos y blancos sobre la mesa de la cocina. Una luz anaranjada entraba por la ventana y sobre el mantel descansaban abatidas las grandes manos de su padre. Su gesto preocupado reflejaba lo que había ocurrido aquella misma mañana. Después de quince años, la empresa para la que trabajaba le había despedido sin apenas explicaciones. Salomé entendió la situación, pero no asimiló de qué manera podría afectarle aquello. Su mundo eran las clases, entregar las tareas, obtener buenos resultados en los exámenes, no destacar demasiado entre las compañeras y, ante todo, guardar su secreto.

Y continuó su relato mientras con la cucharilla entre los dedos mezclaba los posos del café con los restos de azúcar en el fondo de la taza.

No habría transcurrido ni una semana desde que el padre de Salomé se viera obligado a dejar su empleo, cuando un día la llamó desde el salón y le pidió que se sentara a su lado. Salomé había disfrutado mucho de esos primeros días con él en casa. Su padre era un gran lector y solía contarle historias sacadas de grandes novelas que él mismo adaptaba a su edad casi de corrido. Podía escucharle durante horas sin interrupción. Sin embargo, lo que su padre compartiría con ella aquella tarde era real y le atormentaba. La educación de Salomé en un colegio de renombre era uno de los sacrificios que mayor orgullo y tranquilidad proporcionaba a la familia. Con el mejor de los ánimos le explicó que esta nueva situación no afectaría a su permanencia en esta institución. No debía preocuparse. Al fin y al cabo, solo era cuestión de tiempo que encontrara un nuevo empleo y todo volviera a la más absoluta normalidad. Sin embargo, era la humillación de ser padre de familia en paro lo que le angustiaba y el hecho de que la noticia de su despido se conociera en el internado, un colegio que albergaba a las hijas de la alta sociedad. No hizo falta mediar palabra. Mirándolo a los ojos Salomé se avino a un nuevo pacto que, como el anterior, requería de su silencio.

Así fue como a los once años, por decisión propia y ante el estupor de todos los que la rodeábamos, Salomé dejó de utilizar la palabra hablada para comunicarse con su entorno. No le resultó difícil. Era expresiva y se hacía entender. Se expresaba a través de libros que subrayaba y memorizaba para escribir después extensas citas acordes a cada situación. Aprendió a pintar y a utilizar las diferentes tonalidades para revelar estados de ánimo, ilusiones, anhelos. Bailaba al son de la música que la hacía saltar, deslizarse, agitar la melena y el cuerpo según los acordes que ensordecían su cuarto. El silencio también le permitió blindarse ante los comentarios malintencionados que surgían entre algunas de las compañeras aquellas veces en las que la vida es demasiado aburrida para sonreír. Su vida continuó sin desbordarse en palabras y Salomé era feliz y avanzaba cual letra áfona rodeada de las más diversas tonalidades.

Te preguntarás si su silencio fue perpetuo. No lo fue. Empezó a hablar de nuevo transcurridos unos años, cuando la madurez le permitió afrontar sus circunstancias sin que ni ella ni nadie tuviera que padecer por ellas. Fue algo natural, que surgió de repente y que todos los que la arropamos acogimos con euforia.

Hoy, mientras volvemos a compartir confidencias con olor a café, Salomé valora especialmente aquel tiempo de silencio en que expandió su capacidad de expresarse a través del arte. Y me cuenta que fue gracias a él, quizás, que en breve presentará su primera novela a la que ha dado el título «Apagar la voz» y que me dedica así:

A P. N. por acompañar mi silencio.

Silvia Amezcua (España) Blog: letrasalson.blogspot.com