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Lo que uno hace cuando quiere leer

Lo que uno hace cuando quiere leer

José A. García

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LA PASIÓN puede llevarnos a acometer tareas impensadas. Un ejemplo de ello es Edgard, un señor petiso y rechoncho cuyo único placer es leer, sentado en su cómodo sillón de lectura, de respaldo alto y recto, en medio de su casa. Su espacio personal se limita a una única habitación rectangular revestida de madera, con cielo raso de yeso desde donde pende una solitaria lámpara de 100w que cuelga de un cable negro y viejo, bajo la cual se sienta para pasar la mayor parte del día haciendo lo que ama, leer.

En esa habitación cerrada, donde una única lámpara ilumina el ambiente, Edgard tiene cuanto necesita: una pequeña cocina donde prepara sus alimentos, su cama en el rincón opuesto y varios libros viejos y apelmazados sobre un estante. Ventana alguna permite el paso del aire ni de la luz natural. La puerta de madera vieja y con huellas del uso y la humedad permanece cerrada; sin embargo, una suave corriente de aire penetra en la habitación por una hendija en el marco, corriente de aire que hace bailar hipnóticamente a la lámpara sobre la cabeza del infatigable lector.

Poco a poco, como si perdiera fuerza e intensidad, la lámpara ilumina cada vez menos, obligándolo a forzar la vista, a concentrarse con mayor atención en el viejo diario que intenta leer; pero, cuando la luz parpadea varias veces y termina por apagarse, nada es lo que puede hacer. Edgard sabe que aquella no es la primera vez que ocurre algo semejante, ni será, tampoco, la última. Claro que el saberlo no evita su fastidio ni el malestar que siente en esos momentos. Levanta los ojos hacia el espacio oscuro donde intuye que se encuentra la lámpara creyendo, quizá, que con su solo acto de aguardar, la luz volverá a brillar, aun cuando sabe que aquello es inútil y que la espera pronto dará paso a la resignación.

Sin ver nada dentro de la habitación cerrada, Edgard se pone de pie, deja el diario sobre el sillón (al menos así lo cree) y se acerca a la puerta. Antes de abrirla se quita el abrigo y la camisa que lleva puesta, quedando desnudo de la cintura al cuello; arroja la ropa en la dirección de la cama y luego se quita los zapatos sin medias que lleva en los pies. Respira profundamente y abre la puerta. Se adivina, por una suerte de fosforescencia que allí hay, una escalera que parece labrada en piedra y unos escalones toscos y grises que se internan en el agua negra y fría.

Respira una, dos veces más, tomando grandes bocanadas de aire, permitiéndole a sus pulmones llenarse hasta doblar el tamaño de su vientre, antes de internarse en el agua. Ayudándose con las manos desciende por la escalera que antes de terminar tiene dos codos de noventa grados bien marcados, oscuros e inundados de agua fría que recupera su claridad cuando Edgard logra, por fin, abandonar la estructura de roca que lo rodeaba. Junto al último escalón nace el primer eslabón de una gruesa cadena de hierro, amarronada por el óxido, cubierta en parte por pequeñas manchas de musgo y verdín.

Como si aquel fuera un paseo más, una salida normal en su rutina, se toma con ambas manos de la cadena y, cabeza abajo, comienza a descender en medio del agua; detrás de él queda el rectángulo de roca que envuelve su habitación, con el apéndice del mismo material que esconde la escalera flotando en medio del agua, siendo la cadena que tiene entre sus manos lo único que la mantiene, al parecer, en su sitio. Pero no es la cadena lo único que desciende en medio de las aguas, enredado entre el metal, un grueso cable de gutapercha, eléctrico y doblemente peligroso por estar en contacto con el agua y con el metal lo acompaña en su descenso.

Abrazándose a la cadena con los brazos y las piernas, Edgard desciende en el agua cada vez más fría, dejando escapar por la nariz pequeñas burbujas de aire, sintiendo sus pulmones arder como siempre que se sumerge. Se siente viejo para estar allí, esforzándose de esa manera cuando alguien más se encuentra encargado de las tareas de mantenimiento. Mira hacia los lados intentando ver si alguien además de él mismo se encuentra en un trance similar, pero en las pocas cadenas que ve flotando en el agua un poco más allá no adivina movimiento alguno.

Mira los otros cubículos de roca intentando adivinar a quién pertenece cada uno, mecidos por el agua y unidos a las cadenas a la distancia justa para evitar que las corrientes los enreden y les hagan golpearse entre sí. Conoce casos de cubículos destruidos por las tormentas que azotaron antaño la superficie; pero sabe que tiene que evitar pensar en los amigos perdidos de esa forma, por lo inesperado que puede resultar un choque entre cubículos, la falta de precauciones que siempre se menciona pero nunca se soluciona, así como la falta de mantenimiento de los motores, como es el caso que lo impulsa a bajar.

Debe hacer todo eso a un lado y concentrarse en descender rápido y sin pausa, antes de quedarse sin aliento. Allí abajo, no mucho más lejos, una fosforescencia similar a la que viera en las escaleras de su habitación se acerca hacia él. Corrección, en medio de aquella agua fría y carente de cualquier otra forma de vida, es él quien se acerca a la fosforescencia y no a la inversa.

Sobre el lecho marino, rodeado por un círculo de rocas largas y puntiagudas, más grandes que las que rodean a los cubículos, las cadenas convergen hacia el resplandor; no son unas pocas cadenas, son cientos, la mayoría apuntando hacia las alturas, hacia las aguas, sosteniendo diminutas habitaciones como la de Edgard y sus compañeros, aunque no todas cumplen con su función. Forman un círculo de luz y color al que Edgard se acerca sin dificultad. La arena clara y fina del suelo despide una pequeña fosforescencia que ilumina un gran sector del lecho, ocultando, al mismo tiempo, los restos de antiguas construcciones cilíndricas, cónicas y con una forma similar al caparazón de algunos caracoles gigantes; edificaciones enormes que sólo en parte sobresalen de la arena, señalando que llevan allí mucho más tiempo del que podría creerse.

La cadena por la que bajara Edgard se engarza en una de las grandes rocas del perímetro circular, donde la arena se termina; del otro lado de las rocas sólo fango y limo marítimo se adivina. Hasta allí llegó, impulsado por la fuerza de sus cansados brazos; del otro lado, donde la arena se acumula, como si algo impidiera que el agua ocupara también ese espacio, había aire. Volvió a respirar varias veces, agotado, tirado sobre la arena recuperando sus fuerzas luego de pasar tanto tiempo cabeza abajo; lo que impidiera el pasaje del agua había permitido, en cambio, su paso.

Recostó la cabeza por unos instantes sobre un cartel de madera con la pintura descascarada, donde un número, el treinta y siete, era cuanto llegaba a leerse. Flexionó brazos y piernas varias veces antes de ponerse de pie nuevamente para seguir el cable de gutapercha hacia el interior de uno de los edificios ovalados, no tuvo que ir muy lejos ya que se encontraba allí cerca, apenas alejado de las rocas. Con decisión, como quien sabe lo que debe hacer, penetró en el edificio y continuó caminando por la red de túneles que se abría bajo la superficie extendiéndose por kilómetros, uniendo cada construcción entre sí en un extenso diagrama laberíntico, como si una enorme e intrincada tela de araña hubiera sido utilizada como modelo para su construcción.

En los túneles la iluminación era similar a la de la habitación, pobres lámparas oscilando en el techo separadas entre sí por tramos irregulares. El olor a grasa y combustible que flotaba en el aire impregnaba la ropa húmeda de Edgard, que caminaba buscando evitar las irregularidades del suelo para no lastimarse los pies descalzos con algún tornillo abandonado, una tuerca perdida en medio de la arena o el filo de una roca disimulada en la oscuridad.

El cable se empalmaba con otros y continuaba hasta una sala del tamaño de uno de los grandes edificios, un gran espacio abovedado donde se encontraban varios generadores entre cuatro y cinco veces más altos que una persona normal funcionando al unísono, largando el vapor que ocultaba el techo con humedad. Hacía tanto calor que apenas sí se podía respirar. Uno de los generadores hacía más ruido que los otros, ruido a vacío, a lata vieja arrastrada sobre un suelo de concreto y, entre la maraña de cables que allí se congregaba, Edgard creía adivinar que aquel que venía siguiendo se encontraba conectado, precisamente, a ese generador.

Mirando los controles del aparato, Edgard notó que los niveles de combustible de los tres se encontraban peligrosamente bajos, como si hiciera mucho tiempo que nadie se ocupara de ellos, como si no hubiera personal asignado para esas tareas. Como se encuentra allí y no parece haber nadie más, siguiendo un antiguo código de conducta y convivencia que pocos podrían recordar, procede a llenar los depósitos de combustible de los tres generadores por igual. Después de todo, tan complicada tarea consiste en manipular una serie de palancas y digitar los códigos estampados sobre cada generador, para que el combustible comience a fluir.

El olor del combustible inunda la sala; el ruido del líquido fluyendo junto con el rugir de los motores ensordecía a Edgard, quien no se percató de que, por la misma puerta por la que entrara, estaba siendo observado por varios pares de ojos. Algo, una intuición, el sentido de la supervivencia, le incitó a mirar hacia atrás, a darse vuelta y mirar hacia esa puerta, para encontrarse con las caras enojadas de tres diminutas personas, parecidas a los antiguos enanos de cemento que se utilizaran para adornar los jardines, incluyendo en su atuendo las largas barbas blancas y los rojos sombreros puntiagudos. Lo miraban con el ceño fruncido y expresiones de enojo similares, uno de ellos incluso le mostraba los dientes a modo de amenaza.

Por suerte, la sala posee varias entradas y salidas que se internan en otros sectores de los túneles subterráneos, por lo que Edgard corre rodeando los generadores hasta dar con una entrada en la que nada impedía su paso. Sólo que las criaturas que lo persiguen no se rinden tan fácilmente sino que lo corren por los pasillos arrojándole piedras y trozos de otras criaturas de cemento que yacen en el suelo, flechas cuyas puntas están fabricadas por los entremos de los sombreros, rocas del tamaño de sus puños cerrados y pequeñas herramientas del mismo material.

Ignora hacia dónde se dirige el túnel que eligiera para huir, pero lo único que necesita es llegar a la superficie, luego todo será más sencillo; claro que si los túneles tuvieran algún tipo de indicaciones sería más fácil descubrir cómo escapar cuando una veintena de enanos de jardín enojados lo persiguen a uno. Para empeorar la situación, sabía que cuando lograra salir de allí habría todavía más de esos seres persiguiéndolo. Lo sabía, no hacía falta que se detuviera a pensar en ello.

Cuando sus piernas estaban a punto de abandonarlo ante tanta carrera logró salir a la superficie, entre la arena blancuzca y las rocas; sabiéndose tan cerca de salir ileso de todo ello, corrió un poco más hacia las cadenas. Al llegar a ellas vio que el cartel, tan descascarado y falto de pintura como el que viera antes, tenía el número ciento cincuenta y dos; corrió hacia la derecha y el siguiente cartel tenía el número ciento cincuenta y tres. Se detuvo, debía regresar en la dirección contraria, sólo que sus pies aún no habían reaccionado ante la necesidad de continuar.

Los enanos de jardín que le perseguían salieron, en ese momento, a la superficie. Sus rostros furiosos y los gritos que lanzaban entre ellos debían ser suficientes para asustar a cualquiera y recordarle a las piernas de Edgard que, de no comenzar a correr en ese mismo momento, podría estar seguro de cómo acabaría entre sus diminutas manos.

Y corrió, como si eso fuera lo único que sabía hacer; como si de ello dependiera su vida. Mientras, la cantidad de perseguidores crecía, salían en grupos desde cada nuevo túnel con el que se cruzaba. Esquivaba cadenas caídas, cubiertas en parte por la fina arena acercándose a la propia, cadenas que no debían estar allí, lo sabía, sino colgando hacia arriba sosteniendo otras habitaciones, otros cubículos de roca. Pero aquel tampoco era el momento indicado para ponerse a pensar en ello; al contrario, debía continuar corriendo.

Para cuando se percató de dónde se encontraba, intentaba descifrar el número treinta y cinco que apenas se adivinaba en el cartel; se había pasado, debía regresar si quería evitar dar toda la vuelta completa al perímetro, del cual ignoraba por completo el diámetro, así como prefería desconocer la cantidad de enanos de jardín malhumorados que le perseguían. Por eso se detuvo y giró sobre sus talones.

Con la que él creía que sería su cara más amenazadora y gritando como lo harían los antiguos beduinos, corrió hacia ellos causando el efecto esperado; al verse atacados, los enanos procedieron a una desbandada general y desorganizada en cualquier dirección que acabó con varios de ellos en el suelo, pisoteados por sus iguales y semienterrados en la fina arena; otros acabaron con amputaciones inesperadas de sus miembros, cabezas partidas y muchísimos golpes que sonaban a hueco.

La desorganización y el miedo que cundió por unos instantes le concedieron el tiempo necesario para llenar nuevamente sus pulmones de aire y arrojarse hacia el agua fría en la que se internaba su cadena. Estaba cansado, sentía el esfuerzo monumental que debía realizar para subir cada eslabón; estaba viejo, ese tipo de cosas ya no eran para él. Pero si quería leer con total comodidad y sin interrupciones era necesario enfrentarse a los enloquecidos enanos de jardín y su mal funcionamiento, así como al agua fría que le cortaba la piel, como si hubiera trozos de hielo mezclados en el líquido y, aún peor, aquello todavía no se terminaba.

Como lo sintiera cuando se encontraba en la sala de los generadores, tuvo el imperativo impulso de mirar hacia atrás, hacia abajo. Descubrió que media docena de los enanos de jardín montaban sobre lo que parecían ser cisnes de cemento y eran empujados hacia las aguas por el resto de sus compañeros, que los victoreaban al ver que se sumergían en el frío elemento.

Al contacto con las aguas, los cisnes abrían sus alas y se elevaban hacia él doblándolo en velocidad. Giraban en torno a la cadena para formar, lentamente pero cada vez con mayor intensidad, un remolino dentro del agua que ante la menor distracción lograría hacer que se desprendiera de la cadena y hacerlo flotar a la deriva por las frías aguas siguiendo quién sabe qué corriente hasta que el aire de sus inflamados pulmones se agotara.

Apretó con más fuerza la cadena, sus dedos estaban blancos por tanto esfuerzo; el miedo a perderse y flotar por aguas desconocidas era mucho mayor que aquel que le provocaran las criaturas que le perseguían. Se aferró a la cadena como si fuera lo único que lo mantenía con vida, evitando pensar que realmente era así.

La fuerza centrífuga que creaban acabó por jugarles en contra a quienes la pusieran en movimiento; uno de los cisnes de cemento comenzó a resquebrajarse ante la mirada atónita de terror del enano que lo montaba y, cuando finalmente se partió en miles de diminutos trozos, los otros fueron arrojados a la deriva por la corriente. La amenaza que pendía sobre Edgard terminó por no cumplirse.

Cuando el agua a su alrededor comenzó a calmarse, volvió a ascender cuan rápido podía sintiendo el ardor crecer en su interior desde lo más profundo de su estómago, de su persona. La necesidad de reemplazar el aire agotado de sus pulmones lo impulsaba a llegar cuanto antes a la habitación.

A la altura en que se encontraba ni él era capaz de ver lo que hacían los de abajo ni ellos de distinguir lo que él hacía, por lo que se podría sentir apenas más tranquilo, pero solamente hasta que llegara a la habitación a redactar el informe sobre un nuevo ataque de los enanos confinados en los túneles, los que debían mantener todo en orden y funcionamiento porque esa era la razón de su existencia.

Llegó hasta las escaleras, ascendiendo los tramos bajo el agua impulsándose con la ayuda de las paredes; cuando por fin alcanzó los escalones libres de agua, llenos del necesario oxígeno, estaba exhausto, a punto de desfallecer. Se quedó allí sentado un largo rato resollando, respirando una y otra vez hasta que su pulso se regularizó junto con su respiración, sintiendo la brisa sobre la piel, secándole el pantalón y el poco cabello que le quedaba en la cabeza.

Sus piernas dejaron de temblarle luego de un tiempo, entonces pudo ponerse de pie para regresar a la habitación sin problemas. Abrió la puerta y el brillo de la lámpara colgando del techo lo recibió como una bendición que se derramaba por todo el lugar; Edgard, cansado por su reciente aventura, sintiendo la suave caricia de la luz eléctrica sobre su rostro, tomó nuevamente el diario entre sus manos y se sentó sobre el viejo y mullido sillón de siempre. Sintió la humedad remanente en su pantalón pero poco le importó en ese momento, entonces sólo quería continuar leyendo antes de escribir su informe y elevar las quejas correspondientes, pero, primero, cerraría los ojos por un instante. Tan sólo por un instante y nada más.

José A. García (Argentina) Web: www.proyectoazucar.com.ar