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El interceptor

El interceptor

Joaquín Valls

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EN SU TRAYECTO cotidiano, avanzaba por la acera sin ninguna prisa. Al doblar la última esquina, se detuvo y miró con disimulo a derecha e izquierda. No vio a nadie, así que siguió adelante a paso más vivo. En unos minutos serían las cuatro de la tarde y hacía un calor asfixiante. Se dijo que en breve mucha gente saldría ya de vacaciones; al contrario que él, que año tras año prefería pasarlas en la ciudad.

Abrió el portal, no sin antes haber comprobado a través de la doble hoja de vidrio que adentro no había nadie. Acto seguido se dirigió hacia la zona donde se encontraban los veintiocho buzones de la finca, en un rincón del vestíbulo y en semipenumbra. Echó un rápido vistazo a través de las rendijas de cada uno de ellos y a continuación sacó de su cartera de mano unas pinzas metálicas de las que se emplean para asar carne. Descartados aquellos que, según le pareció, contenían recibos o publicidad, fijó su atención en dos sobres que habían sido franqueados con sellos, uno de los cuales procedente del extranjero.

Con ayuda de las pinzas extrajo el sobre del cajetín del 6º 2ª, y se dispuso a hacer lo propio con el del 4º 3ª. Este último se le escapó justo cuando asomaba por la rendija, aunque en un segundo intento logró hacerse con él sin mayores problemas. Finalmente metió los sobres y las pinzas en la cartera, tomó el ascensor en el preciso instante en que oyó que alguien accedía al portal, subió hasta el ático y abrió una de las dos puertas del rellano.

Ya dentro de la vivienda cerró con llave y, quitándose el traje y la corbata, se quedó en ropa interior. Había resuelto que aquella tarde ya no volvería a salir. Fue a la cocina, cogió del refrigerador una pizza precocinada y la metió en el microondas. Las pocas piezas de que constaba la pequeña vivienda, que ocupaba en alquiler desde hacía un par de años, tenían el mobiliario mínimo indispensable. El único elemento decorativo, un retrato de su madre de cuando esta era adolescente jugando con una muñeca de la época, colgaba de una de las paredes del salón y le había acompañado en sus sucesivas mudanzas.

Dio buena cuenta de la pizza, acompañada de un vaso de Coca-Cola de gran tamaño, y luego se sirvió tres bolas de un envase de helado de vainilla que guardaba en el congelador. Al terminar dejó el vaso sobre la encimera junto a otros vasos, platos, cubiertos y varios cacharros sucios que se apilaban sobre aquel espacio minúsculo y que desbordaban también el fregadero.

Sin más demora, sacó ambos sobres de la cartera. Se acercó a la ventana y examinó su contenido al trasluz. Su rostro no traducía alegría ni decepción, bien hubiera podido tratarse de un profesional de la medicina observando con atención unas radiografías. Después de una revisión preliminar, fue al cuarto de aseo y accionó el grifo del agua caliente del lavabo. Sujetó el primero de los sobres de manera que, sin llegar a entrar en contacto con el agua, recibiese directamente el vapor sobre la línea engomada de su reverso. En unos pocos minutos consiguió abrirlo sin dificultad, tras lo cual inició la misma operación con el segundo de los sobres. Pero de pronto sonó el timbre de la puerta.

Con una mueca de disgusto acompañada de una blasfemia, cerró el grifo y esperó. Cuando el timbre volvió a sonar se apresuró a depositar ambos sobres dentro de la bañera, tapados con una toalla, corriendo luego por completo la cortina. Apagó todas las luces, se puso el batín y las zapatillas y se dirigió al recibidor. A través de la mirilla descubrió que se trataba de la vecina de enfrente. Le pareció que esta se disponía a volver a llamar y entonces abrió, saludándola al tiempo que le dedicaba una amplia sonrisa:

—¡Doña Patro! No sabía de quién podía tratarse, a estas horas.

—Buenas tardes, disculpe si molesto. Le he oído llegar, y como me había quedado sin azúcar, me he dicho: Federico, que es tan previsor, seguro que tendrá. Esta noche Adela me trae a mis nietos y quisiera prepararles para postre un bizcocho.

—¡No faltaba más! Diría que incluso me queda un paquete entero sin empezar. Voy a por él, enseguida vuelvo.

Mientras él iba a la cocina, ella, aprovechando que la puerta permanecía entreabierta, se asomó intentando averiguar si estaba solo. En todo el tiempo que llevaban como vecinos, no lo había visto nunca acompañado. Ese detalle la tenía muy intrigada, más aún tratándose de un hombre con un empleo fijo, de exquisitos modales y gustos refinados. Alguien, en fin, a quien a una buena madre no le importaría en absoluto que saliera con su hija si esta fuera soltera o, como en el caso de la suya, divorciada y para colmo con tres hijos a quienes criar.

En menos de un minuto regresó con el paquete de azúcar.

—¿Tendrá suficiente?

—Más que de sobra, hijo, muchísimas gracias; es usted un sol. Mañana mismo se la devuelvo.

—Descuide, no me hace ninguna falta, tengo otro paquete de reserva. A disponer. Ya lo sabe, para eso estamos los vecinos.

—No es la primera vez que me saca de un apuro, y todavía no he podido corresponderle. Me haría ilusión invitarle a cenar, no me considere inmodesta pero tengo fama de buena cocinera. Si le parece bien, podría ser alguna noche que mi hija se pase por aquí. Ella, ya lo sabe, también estudió Empresariales, seguro que tendrán muchos temas de interés común para charlar.

—Cómo podría negarme, se lo agradezco de veras, doña Patro —replicó él forzando una nueva sonrisa.

Nada más despedirse cerró la puerta, resopló sonoramente y soltó por fin, aliviado, el eructo que mientras hablaba con la vecina había estado pugnando por salir: le irritaba verse obligado a contenerlos. Se quitó el batín, entró de nuevo en el baño y volvió a abrir el grifo del agua caliente. Concluida la operación antes interrumpida, fue al salón y extrajo las cartas de sus sobres.

La primera, escrita con estilográfica, estaba franqueada en París e iba dirigida a Andrea, la joven del 6º 2ª. Era la tercera que un tal Ernesto le enviaba en el último mes. Por el tono que empleaba en ella y en la anterior, Federico sospechaba que podía tratarse de un antiguo novio. En esta le reiteraba sus ganas de verla en un próximo viaje de negocios que iba a realizar a Madrid, y le indicaba incluso la fecha y la hora de llegada al aeropuerto. Aprovechaba para pedirle si podría alojarse en su casa para al final, en la posdata, confesarle que de tanto en tanto echaba de menos su compañía.

La segunda carta, a bolígrafo, la mandaba desde Oviedo el hermano del señor Guillermo, el vecino del 4º 3ª. En ella, después de varios comentarios relacionados con sus rutinas y las de su familia, se refería, como de pasada, a unos dolores persistentes que padecía desde hacía unos meses en la zona abdominal, de origen desconocido, así como a las pruebas que le hacían y a su progresivo deterioro físico, que tenía muy preocupadas a su mujer y a sus hijas. Lo animaba finalmente a que fuese a pasar un fin de semana con ellos.

Federico se quedó contemplando durante unos segundos ambas cartas sin mover un músculo. Luego volvió a introducir en su sobre la segunda que había abierto, lo cerró con sumo cuidado con una barra de pegamento y lo metió en su cartera. La primera, así como su sobre, la depositó en un plato de loza que sacó a la terraza, y a continuación les prendió fuego. Después, como cada tarde, se tumbó en la cama para echar una larga siesta. A aquella hora la luz del sol, sin barrera alguna que la obstaculizase, penetraba directamente a través del amplio ventanal sin cortinas.

Federico trabajaba como administrativo en una compañía de seguros, de lunes a viernes y en horario de ocho a tres. En el organigrama tenía por encima a una jefa de negociado, y esta a su vez a una jefa de sección que, junto a diez personas más, se hallaban dedicadas a jornada completa a los denominados «siniestros mayores». Nada más llegar a la mañana siguiente a la oficina, Federico observó que se había formado uno de los usuales corrillos en la máquina de café. Le pareció oír que departían acerca de un accidente de tráfico que había sufrido un familiar de otro compañero. Fue hacia allí sin pasar antes por su mesa, presto a conocer todos los detalles pero sin intervenir en la conversación. Ya desde la niñez era consciente de que las noticias luctuosas le producían una particular fascinación, aunque procuraba que los demás no lo advirtieran. En la intimidad del hogar, viendo las noticias en la televisión o escuchando los noticiarios de la radio, era muy diferente: allí se sabía libre para sentir como le viniera en gana.

En la oficina a mediodía celebraban la próxima boda de una de las empleadas más jóvenes. Cuando ya todo estaba dispuesto y al percatarse uno de los asistentes de que, para no faltar a su costumbre, Federico no aparecía, fueron a avisarlo. Esta vez alegó que se sentía indispuesto y que quizás se marcharía a casa. Salió a la calle, para dirigirse sin embargo hacia un parque del centro donde le constaba que en aquella época del año florecía una gran variedad de rosales.

Nunca antes se había paseado por allí en día laborable. Le sorprendió que, aparte de ancianos, hubiera un gran número de niños pequeños en compañía de sus madres o de mujeres uniformadas que cuidaban de ellos. Por un momento se vio a sí mismo, tres décadas atrás, alegre y disfrutando de un día radiante, de cuclillas en el foso de arena, con el cubo, el rastrillo y la pala, y a su madre —que se llamaba Rosa— agachada a su lado y sonriendo, mientras una niña se situaba tras ella y empujaba con fuerza el columpio de hierro que un instante después habría de golpearla violentamente en la nuca. Allí quedó tendida, inmóvil, con la cara medio hundida en la arena. La niña echó a correr asustada y enseguida se aproximó una mujer gritando, luego varias más. Llamaron a una ambulancia. Para cuando esta llegó, él ya tenía la certeza de que nada se podría hacer. Su padre, que llevaba unos años en América viviendo con una mujer que también acudió al entierro, abrió una cuenta a su nombre con una importante suma y pidió a unos primos sin descendencia que se hicieran cargo de él a cambio de una compensación económica. Así lo hicieron sin mostrar el más mínimo entusiasmo, hasta que Federico alcanzó la mayoría de edad.

Como si despertara de un sueño, al cabo de un rato descubrió que no se encontraba ya en el parque sino en la esquina de casa. Un tanto aturdido repitió uno por uno, antes de decidirse a entrar en el portal, los pasos habituales. Tenía claro que, para que las cosas delicadas salgan bien, toda precaución es poca. A través de las rendijas de los buzones no vio ningún sobre que llamara su atención, así que se limitó a depositar en el cajetín del 4º 3ª el que portaba dentro de la cartera.

Entonces vio al señor Guillermo accediendo al portal, seguido de Andrea que regresaba del supermercado cargada con bolsas. Ambos venían charlando animadamente. Federico resolvió esperarlos mientras mantenía abierta la puerta del ascensor.

—No corran, que no tengo ninguna prisa —les anunció desde la distancia.

—Gracias, usted siempre tan amable —respondió el viejo acelerando el paso.

De camino hacia el ascensor, ambos abrieron sus buzones respectivos. El señor Guillermo extrajo de él un sobre y, frunciendo el ceño, se quedó mirando los datos del remitente. Andrea sacó de su buzón varios folletos publicitarios, que de inmediato rasgó y arrojó a la papelera. Ya dentro de la cabina y dirigiéndose a Federico, la joven exclamó:

—Resulta tan raro, recibir cartas hoy en día…

Federico se limitó a asentir con un gesto afable y un leve movimiento de cabeza.

Joaquín Valls Arnau (España)