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El baile

El baile

Carmen Hinojal

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FERNANDA todavía no duerme. Sueña despierta, como tantas otras veces. Sobre la mesilla reposa su vaso, con la dentadura, las pastillas para la tensión y la marca del cuerpo dormido encima de su cama.

«Será mañana —se dice—. Mañana por la tarde, en el Centro de la Tercera Edad».

La noche es cálida. Sonoro verano de grillos que se aman bajo el manto de la noche. El reloj de la torre de la plaza está iluminado. La cadencia de las campanadas es un vibrar que apenas dura lo que el viento al cruzar la calle y se pierde entre los vericuetos de los jardines y las alamedas.

Mira a través del visillo de la ventana. Los pájaros duermen; ella debería estar dormida. Pero no puede. Le duele hasta el alma. Se ve frente al espejo como algo nebuloso, traslúcido. Como si ya fuera un fantasma. Pero ¿acaso no es ya la sombra de lo que un día fue?

Sobre la cama, el bulto sin forma permanece. Como cada noche ha venido a dormir con ella. Nunca se fue del todo. Como su perfume a lavanda y tabaco, que todavía conservan las camisas que guarda en el armario.

«Será mañana» —repite, acunada por su propio deseo de felicidad.

Manuel se cepilla los zapatos. Se ha liado un cigarrillo, la petaca está medio vacía. Tendría que ser más fuerte y dejar de una vez por todas de fumar. Su corazón es un ir y venir, que salpica su cara de rubor. Es mucho más viejo de lo que aparenta su pelo teñido. Pero sus articulaciones emiten el mismo quejido matutino, como si fueran un viejo barco amarrado al puerto que todavía quiere navegar.

Manuel se prepara el café. Mientras tanto, se plancha el pantalón y alisa las arrugas de la camisa. ¡Si todo fuera tan fácil y pudiera borrar con el olvido el sufrimiento!

«Será mañana» —se recuerda—. Para no olvidar, hace una marca sobre el calendario: un montón de círculos cruzados, como emblemas de vida. De los días pasados, de un constante luchar por sobrevivir. Se mira las manos. La huella del tiempo de sus nudillos no ha pasado página. Todavía se acuerda de Toro. El ring y la Plaza de la Cebada. La tasca de Eulalio, los jamones colgados chorreando grasa.

Es viejo para revivirlo. Pero se acuerda todavía de los golpes. De su cara hinchada, del dolor. Da de comer a su gata. Ninoska le mira con ojos de sueño. «Los gatos duermen demasiado» —piensa—. Se tumba sobre el sofá con gesto de derrota.

El timbre del teléfono le descuelga de su duermevela. Se quedó traspuesto poco antes del amanecer. Mira el reloj de la pared. Son las doce de la mañana. Ha dormido un largo sueño, pero siempre alerta, como la gata.

Descuelga con lentitud el viejo cacharro:

—Diga…

El murmullo le llega apagado, perdido entre pitidos y voces extrañas. Cuelga sin saber quién le llama. Posiblemente se habrán vuelto a equivocar. Nadie le ha llamado en cuarenta años. Ninguno de los que decían ser sus amigos. Cuando estuvo en la cresta de la ola… la ola se lo llevó todo. Menos su dignidad. Otra vez los recuerdos le dejan noqueado. Sin ganas de salir a la calle.

Su vecina, Fernanda, le ha vuelto a llamar. Las ventanas de la cocina dan frente a frente. Les separa menos de un metro. Hay una caída considerable hasta el patio de vecinos. Muchas veces ha pensado que pasaría si se dejara llevar.

—Manuel… ¿está usted presentable? Fernanda siempre le pregunta lo mismo. Vive anclada en las buenas formas de una estricta educación.

—Por supuesto que sí, Fernanda. ¿Quiere usted que le arregle algo? ¿Algún enchufe o bombilla que cambiar?

Cuando dejó lo del boxeo se hizo electricista. Todos los vecinos agradecen, de vez en cuando, su desinteresada participación.

—El enchufe de la cocina huele a quemado.

—Enseguida voy.

Manuel llama al timbre de la puerta. Ella está en bata, con el pelo recogido en una coleta, y con los labios sin pintar. Pasa a la pequeña cocina y desarma el enchufe. En un periquete lo tiene todo resuelto.

—¿Irá usted al baile? —le pregunta, mirándolo con esos ojos azules tan bonitos que parecen reír en su cara.

—Sí. Responde lacónico. Pero no sé bailar.

Ella se permite darle una palmadita en el brazo. Y le sonríe. Agradece su ayuda y no cierra la puerta hasta que no le ve entrar.

Ha hecho la cama y mullido los cojines, y sacará al perro, que no para de gimotear. El animal se roza contra sus piernas. Coge con la boca su propia correa y se la deja a los pies.

La calle vibra como un diapasón. Las obras del metro rezuman el polvo de sus entrañas por las rejillas. Nico corretea hasta su alcorque conocido. Un chorro espumoso de orina y un suspiro perruno son el pistoletazo para salir a corretear.

Fernanda se sienta en el bar a tomar su segundo café. Ve pasar a la gente, con prisa, sin reparar en ella. El camarero la conoce de todos los días. Es amiga de su abuela.

—Amalia está a punto de llegar—le dice, y ve cómo su rostro se anima con una sonrisa.

Amalia aparece, con sus dos muletas y sus ganas de sentarse.

—Chica —le dice—, cada día me cuesta más arrastrar este cuerpo, que tiene vida propia y hace lo que le viene en gana.

Se ríen las dos. El nieto les pone unos churritos de propina.

—¿Irás al baile? —le pregunta.

—Aunque sólo sea para estar entre la gente. Claro que iré. No me pierdo una. Ya me conoces.

Charlan del tiempo, de pastillas y médicos; de la infancia perdida entre las camas de un hospital.

—¿Te acuerdas de Manolo?

—¿El Niño de Chamberí? ¿Cómo no voy a acordarme del mejor boxeador del barrio?

—Ahora es mi vecino de enfrente. Se hizo electricista. Ya ves.

No le cuenta que le espía cuando no la ve. Apenas come, parece un pajarillo flaco, sin carne ni sangre en las venas: a ese le hacen falta muchos buenos cocidos de garbanzos.

Se despiden, prometiendo verse la noche del baile.

Manuel ha tachado un nuevo círculo en el calendario. Busca en el armario algo para ponerse. Una chaqueta y una corbata azul: lo mismo que llevó cuando le dieron el premio como campeón mundial.

Se cepilla el pelo enmarañado; enjuaga la dentadura postiza y se acicala bien. Aunque el espejo le devuelva la sombra de sí mismo, quiere estar presentable esta tarde. Ser por un momento el que un día fue. Un instante de gloria, para saborearlo.

Fernanda y Amalia ya están esperando sentadas. Hay mucha animación en el Centro de la Tercera Edad. Encarna, la animadora social, va pasando entre ellos, como si fuera el general pasando revista a sus tropas. Es la que les ha metido en la cabeza que todavía pueden disfrutar. Fernanda no sabe si arrepentirse de haber venido. Pero Amalia, toda alegría, no para de contarle chascarrillos y la hace reír.

La música está alta. Pero a muchos, sin los aparatos para la sordera, les parece lejana. Como perdida en un sueño distante.

Entonces ve a Manuel. Y Manuel mira a Fernanda.

Son dos náufragos en islas separadas, lanzando su botella, con el mensaje que les libre de su soledad. «Qué guapa está, parece otra». «Con ese traje, está hecho un señor». «Quien tuvo, retuvo» —piensan los dos a la vez. Y se sonríen.

Suena una canción preciosa. Fernanda tiene recuerdos de su marido. La pena y la alegría se rozan en su interior. Tiene que seguir viviendo. Bailar y soñar, aunque solamente sea esta tarde.

—¿La señora me permite este baile?

Fernanda dice que sí. Como si sellara un pacto con Manuel para toda la vida. La enlaza, seguro.

—¿No decía usted que no sabía bailar?

—Y no sé. Pero el boxeo es como un baile. Yo sigo sus pasos. Nunca lo olvido. Es como montar en bicicleta, ¿no cree?

Ambos bailan una pieza tras otra. No se sienten cansados, ni les crujen las piernas, ni la espalda es un martirio para ninguno de los dos. Giran y giran. Se embisten con un nuevo pasodoble, retándose con alegría. Amalia les saluda al pasar.

La tarde es eterna. Y todo parece flotar como en un sueño ebrio.

Cuando termina la fiesta, Encarna los despide a todos con palabras amables. Guiña un ojo a Fernanda y Manuel se pone colorado. Caminan juntos hacia su casa.

—Hasta mañana, Manuel.

—Que pase muy buena noche, Fernanda.

Al amanecer, el bulto del fantasma de su marido ya no aparece sobre la cama. Fernanda no sabe qué pensar.

Carmen Hinojal Amores (España)