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Tierras levantinas

Tierras levantinas

Carlos María Federici

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El alba de los tiempos, cuando el mundo era joven:

Acurrucada entre sus largos brazos, Zwga, con los ojos apretados, abandonándose al deleite del cálido contacto de aquel cuerpo dormido, evocaba instintivamente el momento dichoso en que lo había encontrado.

¿Cuántas lunas hacía de eso?... Su estrecha frente se arrugó por el esfuerzo de concentración; pero enseguida desistió de ello y la cóncava superficie retomó su lisura. No importaba el tiempo, no importaba el espacio, ni de dónde había venido él, ni quién era, en realidad.

Recordó cómo, al hallarlo tendido a la entrada de la cueva, ahogó un gruñido de temerosa sorpresa. ¿Quién era ese?... Se había acercado, con medrosa precaución, parpadeando y echando ruidosamente el aire por la ancha nariz aplastada.

Nunca había visto a alguien que se le pareciese; no en toda su tribu, al menos. Comenzó a rodear, cautelosa, aquella forma yacente, soltando a su pesar ahogados gañidos de asombro. Era más alto y más blanco de carnes que ella o que cualquiera de sus semejantes; su piel estaba cubierta de un suave vello claro, muy distinto a la pelambre hirsuta de su gente; y su cara… Una sensación extraña la había recorrido, al contemplar absorta el cráneo alargado, la nariz finamente modelada y la boca, entreabierta, de labios finos y sensitivos. Zwga, por supuesto, no entendía de nociones de belleza o de armonía, pero cedió a una irreprimible atracción hacia ese ser desconocido, tan ajeno a todo lo que conocía y tan envuelto en un misterio que intuía casi imposible de desentrañar.

Parecía casi muerto de hambre y de cansancio. Zwga observó las huellas marcadas en el suelo. Venían del poniente, y eran innumerables. ¿Qué distancia habrían recorrido aquellos pies que, ahora lo notaba, estaban cubiertos por una especie de cueros que los resguardaban del contacto directo con la tierra? Sacudió la cabeza: era demasiado para ella. Lo que urgía, ahora, era prestarle auxilio.

Tomó la calabaza hueca que le colgaba de la cintura y aplicó su cuello a la boca del hombre, levantándole la cabeza para ayudarlo a que sorbiese el agua.

Él reaccionó al sentir el frescor de las primeras gotas. Sus ojos se abrieron lentamente, y Zwga dio un respingo, porque eran del color del cielo, y no del de la tierra, como los de ella y los de su tribu.

Por su parte, el hombre se sobresaltó al verla; impulsivamente, se arrastró hacia atrás, apoyándose en los codos. Pero la fatiga pudo más. Volvió a caer, desmadejado. Con la cabeza ladeada la miró fijamente unos instantes; luego suspiró y le hizo señas de que deseaba más agua. Zwga le entregó la calabaza, y él apuró un trago interminable. Por fin le devolvió el recipiente, con un «¡Ahhh!...» satisfecho, e intentó esbozar una sonrisa.

Ahora fue ella quien lo miró con desconcierto, pues le era extraña esa expresión facial de gratitud. Soltó un sonido interrogante:

—¿Uhh?...

Ya más repuesto, el hombre se incorporó hasta quedar sentado. Con sonrisa franca:

—Gracias —musitó—, gracias…

—¿Ahh?... —Veo que no sabes hablar, monita… Pero fuiste muy buena al darme agua. ¡No podía más de sed! ¿Podrías indicarme dónde estoy? ¡Porque no tengo idea de cuánto anduve! Solo sé que caminé hacia el sol…, días y días…, hasta que no pude más.

Zwga pugnaba por entender aquella extraña lengua, tan sonora y modulada, que agradó a sus oídos. Venciendo su timidez, estiró una mano para dar unas palmadas en el hombro del extraño en señal de amistad. Él pareció comprender sus intenciones, pues movió la cabeza de arriba abajo varias veces, siempre con la boca curvada, y sus dientes, blancos y parejos, brillando al sol. La luz se hizo en el menguado cerebro de Zwga, y entonces palmoteó sobre el suelo, al tiempo que decía:

—Nohd. Nohd.

—Ya veo. Así que esta es tu tierra, ¿eh? ¿Es muy grande tu pueblo? ¿Mucha gente?

Trató de expresarse por medio de gestos y ademanes, a ver si se hacía entender por aquella criatura que parecía de tan escasas luces, pero la respuesta le llegó antes, en forma por demás inesperada.

Una lanza rústica, de madera, pedernal y cuero se clavó en el suelo, rozándole una pierna. Saltó sobre sus pies, alarmado, al verse rodeado por un grupo de seres peludos, semiencorvados y de piernas cortas. Todos esgrimían lanzas, agitándolas en manifiesto son de amenaza.

Alzó ambos brazos, con las manos bien abiertas.

—¡Amigo! ¡Amigo!... ¡No quiero pelear! ¡Soy amigo!

Aquello solamente los puso más fuera de sí. Cerró los ojos, sintiendo ya el pedernal hiriéndole las carnes, pero tuvo una defensa inesperada.

Zwga se puso delante de él, escudándolo con su cuerpo, y apostrofando enojada a los otros. Los pechos descubiertos oscilaban al ritmo de su furia. Parecía ejercer alguna autoridad sobre ellos, porque vacilaron y se miraron entre sí, como indecisos sobre qué partido tomar.

—¿Ehú?... ¿Uhé?...

—¡Bahú! —gritó Zwga, en tono de mando. Ellos menearon repetidamente las cabezas, ensayaron algún gruñido de protesta, pero acabaron por someterse. Zwga, entonces (¡lo recordaba con tanta satisfacción!), asió a su protegido por un brazo y lo condujo dentro de la cueva, al mismo tiempo que le dirigía suaves sonidos tranquilizadores. No en vano era la hija de Kwgo, el líder. ¡Guay del que la contrariase!

Kwgo objetó, al principio, como ella lo había esperado. Pero con arrumacos fue debilitando su resistencia. A regañadientes, el intruso fue aceptado entre los miembros de la tribu, aunque los ojuelos de estos siguieron expresando desconfianza, cuando no hostilidad, durante bastante tiempo…

¿Cuántas lunas habrían transcurrido?... Zwga sabía que los días se habían ido deslizando con mucha mayor celeridad desde que él llegara y se juntara con ella, a solas en su refugio. En un comienzo ella no se había atrevido a insinuársele, ¡porque era tan extraño y singular y tenía unas actitudes tan distintas a las que jalonaran la vida de ella y de su gente!... Pero poco a poco captó un efluvio de receptividad de parte de él, venció escrúpulos y, atónita ante su propia osadía, llegó a ofrecérsele, como si se tratase de un tribeño más… No sin cierto pudor instintivo (el «pudor» racional aún no era atributo de aquellas mentalidades) recordó «su primera vez».

Con delicadeza, él la había disuadido de su postura inicial, y sus fuertes brazos le hicieron girar el cuerpo hasta que quedaron encarándose. No lo entendió, pero como estaba dispuesta a complacerlo en todo, omitió toda resistencia. Y acabó por disfrutarlo, para su sorpresa. Él también «sabía más» de esos asuntos, igual que de todo lo demás.

Paulatinamente había ido introduciendo nuevas prácticas dentro de la tribu. Ahora todos llevaban protección en los pies, y también se cubrían mejor el cuerpo con las pieles, habiéndolos instruido él en la forma de tejerlas, con agujas hechas de ramas de árbol pulidas. No más carne cruda, sino asada a las brasas de ese fuego que, hasta entonces, solo habían usado para calentarse en las noches y para encender teas. También les enseñó a hacer sopas, usando legumbres y los huesos del asado, que antes despreciaran. La desconfianza iba desapareciendo; hasta el propio Kwgo, eterno gruñón recalcitrante, llegó a apreciarlo, cosa que llenó de alegría a Zwga.

Ella no había dejado de estudiarlo, y cada día que pasaba su misterio la intrigaba más. Aquellos rasgos finos, su caminar erguido, la lengua suelta y dúctil, que pronunciaba sonidos mejor modulados y mucho más complejos que las guturales exclamaciones del léxico de ellos… Aquel mirar profundo, sombrío, en cuyas azules profundidades se ocultaba quién sabe qué secreto, quién sabe qué enigma, que escapaban al exiguo alcance del razonamiento de ella… Menos lo comprendía, y más atada se sentía a él. Algo le decía que si por alguna causa lo perdiera, ella moriría instantáneamente.

Una vez, en torpe caricia, dejo resbalar sus dedos chatos por la frente de él, y manifestó su curiosidad ante la hendidura que palpaban sus rugosas yemas. —¿Uhh?... ¿Zug?

—No, monita, no —dijo él con gravedad—. No es una herida… —y en un susurro ahogado—: Es mucho peor que eso.

—¿Ahh?...

—No te preocupes. Ya no tiene importancia. Piensa mejor en el hijo que vas a tener. Y en los que vendrán después de él… —Soltó una risa baja y acre—. ¿Pero para qué te hablo de todo esto? ¿Qué podrías comprender?

—¿Gug? ¿Pug?

—Sí, ¡hijo! O hija, qué sé yo… Eso ocurre después que uno hace lo que hacemos nosotros casi todas las noches… ¡Ah! ¿No sabías que una cosa deriva de la otra? ¡Mejor así, para que te angusties menos, monita!

...Ahora, apretada junto a él —ese «Kan» o «Can», como creyó entender que se llamaba—, Zwga se sentía dichosa, aunque al mismo tiempo, desde lo más hondo de su ser —donde moraba un cúmulo de misterios que jamás develaría—, un desasosiego que no alcanzaba a interpretar se abría paso por entre las dulzuras de sus sensaciones inmediatas, enfrentándola, bien que no se apercibiese de ello, con la incógnita de algún tiempo futuro, para el cual su restringida razón no estaba preparada.

Era de noche en Nohd, y la Historia continuaba…

Milenios más tarde. Tennessee, EE. UU., 1925. El Juicio de Scopes, o «del Mono»:

Escena de la película La herencia del viento, dirigida por Stanley Kramer y protagonizada por Spencer Tracy.

Escena de la película La herencia del viento, dirigida por Stanley Kramer y protagonizada por Spencer Tracy.

En medio del sofocante calor, que obligaba al exasperado fiscal, William Jennings Bryan, a abanicarse continuamente con una pantalla de lienzo, Clarence Darrow, el abogado del profesor de Secundaria John Scopes (reo de «corrupción moral», por haber intentado imbuir de las sacrílegas teorías darwinianas a «cristianas mentes juveniles»), no trepidó en denigrar a la Biblia (aunque bien se había servido de sus versículos, un año atrás, para defender a los homosexuales asesinos, Leopold y Loeb) como argumento principal en contra de la acusación.

Luego de varios irónicos cuestionamientos, levantó en alto el libro y se dirigió a su oponente en tono de suprema ironía:

—«Salió, pues, Caín, de delante de Jehová, y habitó en tierra de Nod, al oriente del Edén.

»Y conoció Caín a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Enoc…» ¿De dónde salió ella, eh? ¡La señora de Caín! ¿De dónde cuernos la sacó, si no había nadie más sobre la Tierra? ¡Contésteme a eso, y luego convendré con usted en que todo lo que hay escrito en este libro (que es un buen libro, pero no es el único libro) es la verdad!...

En su asiento de primera fila, el cínico periodista H. L. Mencken se volvió hacia su vecino con sarcástica sonrisa:

—¿De dónde la sacó? ¡Je, je!... ¡No me extrañaría que ese hijo de mala madre se hubiese acollarado con una Neanderthal!

Carlos María Federici (Uruguay)