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La sonrisa de Erinia

La sonrisa de Erinia

Ana Davies

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EL AVIÓN LLEGABA con veinte minutos de retraso. Nada más. Eso era un logro para los horarios de transporte caribeños; además, Danilo estaba acostumbrado a esperar. Aquellos tres años recluido en la prisión de Alcalá-Meco en Madrid habían rehecho su concepción del tiempo, cambiado sus expectativas… Al bajar por la escalerilla del avión sintió una bocanada de aire caliente. Luego, aquel olor tan peculiar: queroseno, vegetales muertos, lluvia estancada… que después, en el interior del edificio del aeropuerto se apagaba lentamente dejando paso a ese otro olor: el de piel limpia, a pesar del bochorno. Sin perfumes, sin jabón.

Esperó pacientemente a que apareciera su equipaje por la cinta transportadora, que consistía en una vieja bolsa de deporte de color azul con remaches plateados y unas agarraderas blancas de piel carcomidas por el tiempo y el uso. Un perro rodeaba los equipajes que iban saliendo con un baile nervioso, buscando con su olfato el rastro del crimen organizado o solitario. Aunque Danilo estaba limpio hasta en sus intenciones, no pudo controlar un pequeño escalofrío de inquietud recordando por qué y cómo le habían robado aquellos tres años de su vida.

La cinta transportadora se detuvo y allá, entre una maleta de piel roja y una bicicleta protegida por cartón, papel y cinta adhesiva, estaba su bolsa de mano azul con una etiqueta amarilla plastificada donde se leía: «Danilo Aravena». Sin dirección. No se podía escribir lo que no existía. Agarró al vuelo su equipaje y se colocó en la larga cola de una de las cabinas de entrada para sellado de pasaportes. Se palpó el bolsillo del pantalón comprobando el suyo y luego con parsimonia abrió la bolsa. Pasó su mano por las dos mudas de ropa, las deportivas nuevas, las chancletas viejas, los escasos útiles de aseo y comprobó con las yemas de los dedos que no faltaba ninguno de los cuadernos de espiral escritos durante su estancia en prisión.

Delante de él una negra de carnes generosas sostenía en su brazo derecho una niña vestida con batita amarilla. Las mangas de volantes tenían bordados unos loros de colores. Los pies de la niña estaban embutidos en unos pequeños calcetines de rayas y reposaba la cabeza sobre el hombro de su madre en un estado de mansedumbre total. Danilo siguió con la vista el brazo de la niña que colgaba señalando hacia las nalgas de la madre, tan llenas, que no podía apartar los ojos de ellas. Las costuras de los pantalones de licra marrones parecían reventar. Las pantorrillas eran una promesa de corredora de fondo y los pies se alzaban sobre unos zapatos negros de plataforma coronados por margaritas de plástico y fresas diminutas. Si Danilo se hubiera topado con ella años atrás no le habría dedicado ni un solo minuto de sus ojos, pero ahora la estampa de aquella mujer orgullosa, impermeable a la moda, sabiéndose hermosa con su rotunda figura, tenía para él una descabellada belleza. Además, olía rico. No era perfume sino un vapor delicioso de polvos de talco. Sintiéndose observada, la mujer volvió la cara y a Danilo se le congeló la sonrisa esperando respuesta. Aquella diosa de la fecundidad no se dignó bajarse de sus plataformas de margaritas en flor al mundo perdulario de su compañero de fila. Danilo volvió a la seguridad del interior de su bolsa tocando lo único verdaderamente suyo.

Había sido exactamente el septuagésimo tercer día de su encierro en prisión cuando habían empezado a aparecer en su cuaderno, de su propia letra, relatos de viajes y acontecimientos nunca vividos por él. Las descripciones eran tan nítidas y tanto detalle y geografía verídica se ofrecía que Danilo no podía creer que eso no hubiera sucedido. Aparentemente todo seguía igual: se levantaba y aseaba su celda, acudía al comedor, recibía sus clases, trabajaba cuatro horas en el economato, y luego haraganeaba viendo la televisión o entrando al chisme con los demás internos. Al final de la jornada, como si la rutina no hubiera tenido lugar, allí estaba en las hojas del cuaderno su caligrafía descuidada y torpe sosteniendo una arquitectura literaria magnífica. No solo era magnífica, era extraña, sobrecogedora, imprecisa, envolvente, estremecía y ponía desasosiego y tristeza cuando acababa el relato, por no haber podido alargar un poco más la dicha de leerlo. Era un mundo de palabras al que Danilo nunca se había aproximado ni en el mejor de sus sueños. Su compañero de celda, Roberto Covín, muy versado en santería y fenómenos espiritistas, le dijo en más de una ocasión que tenía rostro de poseído y que existían muchas ánimas descontentas y confusas buscando su encarnadura en un mortal, aunque este fuera un desgraciado interno de una cárcel. Esto, lejos de provocar miedo o rechazo en Danilo, lo sumergió en una constante insatisfacción, deseando ser utilizado más y mejor por aquella fuerza del verbo que convertía a un preso común en un prodigio literario.

La fila multicolor de hombres y mujeres que esperaban el sellado del pasaporte parecía no menguar. La Venus de chocolate se impacientó, cambiando el peso de su cuerpo de un zapato a otro. Voló de unas margaritas a otras y cuando decidió su apoyo la inquietud cesó, hasta unos instantes después, que volvió a repetirse en una leve y callada danza nerviosa. La niña jugaba con un rizo escapado de uno de los dieciséis moñitos que le adornaban la cabeza. Esa debía ser la fórmula de su impaciencia.

Danilo, con el recién descubierto milagro de la hechura de una literatura que no era suya, aprendió a leer más allá de las palabras. Traspasó la línea del acto de juntar letras para aprender a vivir en el espejo que ellas reflejan inventando vida y que le empezó a resultar más precioso que la propia vida. Ahí es donde se produjo la fractura con sus compañeros de infortunio. Aunque él se esforzaba en ocultar la huida de su alma a sabores más sofisticados que la desgraciada rutina del centro penitenciario, empezó a robar tiempo a cualquier actividad que no fuera encerrarse en la pequeña biblioteca. Comenzó cogiendo libros al azar, pues su conocimiento sobre ellos no iba más allá del adquirido en el colegio. Algunos fueron alimento, otros paja inútil, la mayoría incomprensibles, unos pocos, fueron un hechizo. Entre estos, encontró uno de palabras conocidas, de lugares visitados. Tenía las pastas azul claro y un grabado de selva en su portada. Hablaba de un amor imperecedero, resistente a la batalla de los años y reconoció el río donde navegaba aquel barco de amor eterno. Y como le sucediera con aquellos relatos escritos por su mano, sin su conciencia y consentimiento, sintió el dolor de una pérdida irreparable cuando llegó a la última página de aquel libro, el más hermoso del mundo. Aquel descubrimiento le llevó a otros libros del mismo autor. El que no encontró en la biblioteca, lo persiguió. Conoció todo lo suyo y lo reconoció en la lectura de sus cuadernos. Aunque no pudo ni quiso darle una explicación lógica le nació el propósito irrevocable de colocarse frente al hombre que había transformado su vida y le había mostrado una felicidad desconocida.

Allí estaba, a escasas horas de su objetivo, en el país que el escritor amaba casi tanto como al suyo, a donde acudía siempre que podía, recibiendo trato y calor de mandatario insigne, en alguna de las casas de visita de arquitectura colonial. Cuando Danilo le había escrito un año atrás, a la dirección de correo electrónico que pudo conseguir y le habló del prodigio de su escritura automática que traía ecos inequívocos de su escritura, en contra de todos los augurios y expectativas, recibió respuesta. No a través de las frías líneas de la red invisible. Le escribió a él, a Danilo Aravena, una carta manuscrita llena de ternura y curiosidad. Le habló como a un igual, interesado en el fenómeno de cuya veracidad no dudó un instante y celebró aquellas frases, argumentos e intenciones que Danilo le había adelantado, sintiéndose incluso, envidioso de no haber logrado tales giros y guiños del lenguaje. Aquella inefable carta terminaba con una invitación a conocerse en persona, cuando la condena de Danilo hubiera llegado a su fin, y adjuntó su plan de estancias en los dos años siguientes. Había guardado esa carta en la bolsa azul que ahora tenía en la mano, obedeciendo impávido a los designios de la literatura y esperando, pacientemente a que llegara la oportunidad de viajar para reunirse con el artífice del resto de su vida.

Por un rato, Danilo olvidó a su antecesora en la cola. El tiempo navegó, arrastrando con él pasaportes y visados, y lo colocó, ya a un paso de la cabina aduanera. Acertó a oír el nombre que le precedía: Erinia Gómez Laviana. Oyó las preguntas de rigor, el golpe del sello en el pasaporte y cuando ya nada esperaba sino su espalda ignorante alejándose sin remedio, la negra Erinia se dignó bajar de su pedestal del santuario yoruba y le enseñó unos magníficos dientes blancos en la más cálida y mejor de las sonrisas. Se fue con la niña dando tumbos en su hombro con una enorme maleta parcheada y dos bolsos de mano. Danilo deseó volver a encontrarse con aquella mujer en alguna de las calles olvidadas en el tiempo o respirando los restos de brisa vieja del malecón. Ahora sabía por el ingenio de la literatura descubierta que todo era posible en este mundo y en los otros…

Erinia tuvo tiempo aún de repasar lo escrito en la última hora, y planificar algún cambio, sobre todo en lo referente a la relación del personaje de Danilo con la negra Erinia. Quizá le cambiara el nombre a ella, no quería aparecer en su propio cuento. En su módulo ya habían dado el aviso de apagar la luz. La puerta de la celda estaba cerrada y ya no podía aprovechar más del día que terminaba y que le había supuesto, creía ella, un gran paso en la ejecución de su relato. Apagó la luz y siguió con los ojos abiertos, repasando mentalmente todo lo escrito y preguntándose sobre su credibilidad. ¿Era posible un personaje masculino salido de la cárcel, mirando con respeto y limpio deseo a aquella magnífica gorda de la fila de visados? ¿Podía el escritor más famoso interesarse por un «pringao» carcelario que había sido tocado por un mágico acontecimiento? Y sobre todo, ¿podían interesar a alguien al otro lado de los muros de la cárcel aquellos inventos suyos que buscaban un túnel de huida para olvidar que nunca volvería a pisar el mundo? Erinia cerró los ojos y decidió que al día siguiente retocaría el personaje de Danilo. No se le escapaba que estaba dibujando la cara opuesta del hombre que había convivido dieciséis años con ella y le había robado el alma. Se durmió, casi con el propósito de una sonrisa, abrazada al libro de pastas azules con un dibujo de selva con el que había aprendido a vencer todas las prisiones del tiempo...

El escritor se despertó al caerle de las manos el libro con el que se había dormido. No era su costumbre volver sobre lo hecho, pero hacía tanto tiempo que había puesto nombre y circunstancias a un amor de agua imperecedero que había sentido antes de dormirse la nostalgia de aquellos momentos en que dio fin a la novela. Pero en el presente había algo más que nostalgia. Le estaba sucediendo algo inexplicable, incluso para él que había puesto palabras a los hechos más excepcionales. Alguien había dicho que él pertenecía a otra dimensión, donde la única realidad era la palabra escrita. De esa dimensión debía venir aquel fenómeno sin nombre que le estaba ocurriendo. Cada mañana se despertaba y los cuadernos de mano que habitualmente utilizaba como borrador de sus notas noveleras aparecían escritos sin que él recordara nada. Era su letra, no había duda, y también recordaba su estilo, que rizaba el rizo de un castellano colonial. Hasta entonces no había querido rendirse ante la certeza de una impostura. Quería creer que un escritor en sus horas de trabajo más fértiles podía rebasar el límite de la conciencia. Muchas veces se había sorprendido a sí mismo al encontrarse con algunas líneas memorables que no reconocía como suyas. Pero al fin de tantas cavilaciones no le quedaba otra que cuestionarse los sólidos pilares en los que había sustentado su quehacer humano y profesional. A riesgo de quedarse sin su propia estima, su honestidad y el resabio de sus muchos años le obligaban a admitir que su obra literaria podía tener una autoría desconocida y sobrenatural. Buscó en los borradores de los últimos meses, que nadie salvo él conocía, una señal, un guiño que arrojara luz a su creciente duda y encontró en los márgenes de los manuscritos una firma a lápiz muy débil, pero inequívoca: la firma de un desconocido: Danilo Aravena. Con la respiración multiplicada apartó aquellos escritos y se dirigió al último cuaderno que tenía las novedades escritas en la última noche. Leyó hasta que de entre las brumas de una historia inconclusa, le salió al encuentro otro nombre, que parecía tener la clave de aquel acertijo malintencionado: Erinia, que cumplía condena en la prisión de Alcalá-Meco de Madrid por el asesinato de su esposo.

Con la misma fiebre con la que siempre había acometido el comienzo de sus novelas metió en una vieja bolsa de deporte azul con remaches plateados sus efectos personales indispensables y se propuso agarrar el primer avión que lo llevara a la capital de España. Utilizaría cualquiera de sus contactos para conseguir una visita de carácter familiar con la tal Erinia. A las escasas cuarenta y ocho horas se encontraba ya en el aeropuerto de Barajas, en la cola de una de las cabinas de sellado de pasaportes. Abrió su bolsa, comprobando que no faltara ninguno de los inexplicables cuadernos. Estaba resuelto a reescribir toda su obra, si con ello, lograba digerir aquel sancocho imposible en que se cocinaban vida y literatura.

Ana Davies Rodríguez (España) Página literaria Facebook: Ana Davies Escritora