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Batallas

Batallas

Pablo Núñez

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A María, el mejor principio de cualquier final.

I

HASTA QUE NO LLEGARON LOS MILITARES a la plaza del pueblo, nadie supo que el país estaba en guerra. Eran de las dos facciones de la contienda y, por una vez, se habían juntado para informarnos sobre cuál era el motivo de sus desavenencias. Ninguno los entendimos, más preocupados por lo tarde que se nos estaba haciendo y todas las tareas que aún quedaban por terminar. Espabilamos cuando nos encañonaron con sendos fusiles y nos obligaron a alistarnos. Ante tal ultimátum, no tuvimos más remedio que firmar unos papeles que nos comprometían a tomar parte en el conflicto. Al poco tiempo, obedeciendo sus señales, se acercaron unos soldados que nos fueron repartiendo uniformes. Unos eran marrones y otros, verdes. Fuimos escogiendo el bando dependiendo del color, cosa fácil pues en nuestro pueblo hay dos equipos de fútbol: el Cotileal, que viste de marrón y el Tisbe, cuyo atuendo es verde. Una vez uniformados reglamentariamente y armados, se fueron después de invitarnos a que nos pusiéramos a guerrear. En unos meses pasarían por allí para ver quién había derrotado a quién y recoger a los prisioneros, aunque aconsejaron que nosotros mismos fusiláramos al enemigo, algo que ahorraría dinero y vendría muy bien para los tiempos duros de postguerra que, tarde o temprano, sufrirían los vencedores. Si se nos ocurría no pelear, sentenciaron que nos matarían a todos por desertores.

Al quedarnos solos, nos reunimos en el casino y decidimos sacarnos los corazones y enterrarlos, como hicieron nuestros antepasados hace más de cien años cuando la anterior guerra los visitó.

II

¿De qué vacío insondable de mi cabeza habrá salido tan descabellada idea? Después de tanto tiempo soy incapaz de dar sentido a una historia. El principio podría tener un camino para seguir, pero ¿de qué manera puedo explicar que alguien se saque el corazón sin que muera en el intento? Cuantas más veces lo leo, más convencido estoy de que yo no escribí esa parte. Estoy seguro que Simonetta ha vuelto a hacer de las suyas. ¡Musa traviesa! No contenta con los disparatados cuentos que me inspiraba, ahora que me he acostumbrado a su ausencia y me propongo escribir algo serio, lógico, que podría haber pasado en cualquier época, se atreve a tomar mi pluma y hacer mi trabajo por su cuenta. Esa parte de quitarse los corazones he de cambiarla. Y buscar un final. Triste, por supuesto; no deja de ser una guerra y habrá fuego, dolor y muertes, pero a la gente le gusta lo trágico, ¿o no?

III

AL QUEDARNOS SOLOS, nos reunimos en el casino, nos dimos unas palmadas amistosas, las últimas hasta que acabase la batalla, y decidimos comenzar las hostilidades a las ocho de la mañana del día siguiente. El azar quiso que primos, tíos y hermanos estuvieran en diferentes bandos. La buena intención de apuntarlos alternativamente, por orden de nacimiento, a los dos equipos del pueblo, ya que en muchas ocasiones la familia materna era aficionada a uno y la paterna a otro, había provocado una situación bastante extraña, extrema, al convertir en enemigos a chicos que hasta ese día habían dormido en la misma habitación. En el ambiente se respiraba un aroma a derrota anticipada; derrota absurda, aún más cuando ninguno sabíamos cuál era la causa por la que debía luchar.

IV

Otra vez buscando finales llenos de muerte y sangre. No aprendes. ¿Qué necesidad tienes de sacrificar a tantos personajes? Has desechado la idea de enterrar los corazones. Eso te daba muchas alternativas con las que jugar. Y esta vez ni siquiera te has parado a comentarlo conmigo. Hablas solo, como si yo no existiera. Después de tantos años juntos, ¿de nuevo quieres seguir siendo vulgar? Parece mentira que naciera en tu cabeza; claro, que eran otros tiempos, cuando aún tenías esa libertad, esa inocencia que te incitaba a disfrutar con la ficción, a dejarte llevar, a divertirte, a crearme, a escucharme... ¡Pues me vas a oír!

V

AL QUEDARNOS SOLOS, nos reunimos en el casino y decidimos sacarnos los corazones y enterrarlos, como hicieron nuestros antepasados hace más de cien años cuando la anterior guerra los visitó. Sin corazón no habría rencores, nostalgias, arrepentimientos, penas, ni ningún otro sentimiento que acabara provocándonos dolor. En aquella ocasión todos sobrevivieron. Cuando llegaron los vencedores a pedir cuentas, apareció el alcalde con una pequeña representación del pueblo y comentó que, tal como habían aconsejado, a los derrotados los habían fusilado y enterrado en una fosa común. Para que se cercioraran de tal hecho, les mostraron un par de cadáveres que habían caído la noche anterior y aún estaban junto a la pared donde los ejecutaron. Eran Paco y Laura, que bordaron el papel de muertos. Uno de los militares acercó el oído al pecho de ambos y quedó convencido de lo contado, después de no escuchar ni un latido. Dieron la enhorabuena a los victoriosos, repartieron unas cuantas insignias y no volvieron a aparecer por allí.

VI

¡No puede ser! Primero corazones enterrados y ahora muertos que no están muertos. ¿Cómo se atreve? Ya tenía el borrador de las víctimas y viudas, y se me había ocurrido cómo llevar la acción por unos derroteros lógicos, aunque dolorosos, de los que dejan esa sensación de consternación a los lectores. Llorarán y, con un poco de suerte, los que los contemplen querrán saber por qué un relato arranca esas lágrimas y, sin duda, empujados por la curiosidad, querrán leerlo también.

VII

EN EL AMBIENTE se respiraba un aroma a derrota anticipada; derrota absurda, aún más cuando ninguno sabíamos cuál era la causa por la que debía luchar. Tras unos meses de escaramuzas, tiros y emboscadas, los marrones conseguimos acabar con todos los verdes. Las viudas se vistieron de negro, los huérfanos tuvieron que dejar los estudios para ponerse a trabajar, y el pueblo quedó medio deshabitado y en paz, preparado para recibir a aquellos militares, esperando algún reconocimiento. No imaginábamos que meses después aparecerían victoriosos los verdes y nos llevarían arrestados a los supervivientes. Volveríamos la cabeza antes de ser conducidos a un descampado y se nos quedaría grabado cómo se iban oscureciendo, empequeñeciendo, las figuras de las mujeres y niños a las afueras del pueblo, a los que no les quedaría ni una lágrima que derramar, ninguna esperanza para seguir viviendo. (Quizá utilice después de todo la idea de los corazones y haga una metáfora poética diciendo que la desgracia dejó sus vidas sin presente, sin futuro. Y sus pechos quedaron huecos, sin latidos).

VIII

Sí, y luego cayó una bomba e hizo desaparecer el pueblo. Arturo, no te crees ni tú que vaya a dar mi brazo a torcer. ¿Todo el mundo amargado o muerto? Pero ¿por qué tienes esa necesidad de escribir penurias? No dejas títere con cabeza. Pensé que ya habías aprendido a narrar sin mi ayuda, que te había enseñado a tener imaginación.

Una cosa más, ¿por qué siempre son las mujeres las viudas y los hombres los protagonistas? Ellas también son parte activa del relato, no una simple pincelada decorativa. Parece que se te olvida que fui yo, una mujer, la que te enseñó a enderezar tus historias y la que te quitó de la cabeza esa actitud machista inconsciente (la peor) que arruinaba tus cuentos. A partir de entonces, diste protagonismo a personajes femeninos inolvidables.

Encima, tienes la desfachatez de poner entre paréntesis lo del corazón y tergiversar mi idea. Ahora, cierra los ojos y escucha.

IX

DIERON LA ENHORABUENA a los victoriosos, repartieron unas cuantas insignias y no volvieron a aparecer por allí.

Una vez libres de los extraños, fueron a desenterrar sus corazones. Cavaron bajo el castillo que coronaba el pueblo, en la parte oeste, y allí estaban, intactos, latiendo al unísono. Al verlos, se dieron cuenta de que habían cometido un error: estaban todos juntos y nadie sabía cuál era el suyo. Aquello creó la primera situación preocupante que había existido en nuestro pueblo. Ahora teníamos la lección aprendida y los esconderíamos cada uno en un sitio secreto con una señal que los identificara.

(¿Qué te parece, Arturo? Te dejo que sigas tú, vamos, sé que eres capaz. Sorpréndeme).

X

—Simonetta, desde que te fuiste mi vida ha sido un mar de lamentos. Y la culpa es tuya. Estuve buscándote durante meses, sin éxito. Hasta me atreví a escribirte una carta suplicándote que volvieras. Al poco tiempo mi mujer la descubrió y, al no tener una respuesta convincente, me abandonó. Te acuerdas de ella, ¿verdad? Claro que la recuerdas, solo tienes que mirarte y verla, eres su viva imagen. Por primera vez me encontraba solo, sin unos ojos que me inspirasen, sin una voz que me susurrara un poco de magia. Entonces, todos mis demonios afloraron y llené páginas y páginas maltratando a mis protagonistas, abandonándolos en la más oscura de las desgracias, volviendo a dibujar personajes femeninos insignificantes convertidos en víctimas inocentes de una venganza inventada, una venganza que debía haber dirigido contra mí, el único culpable de mi soledad.

Simonetta, cuánto te he echado de menos. ¿Puede uno enamorarse de su propia invención? Creo que sí. Es hora de terminar esta lucha conmigo mismo. Has vuelto. Coge mi mano. Guíame.

—Arturo, debes superar ese bloqueo que te está consumiendo. Tienes que seguir tú solo. Un párrafo, al menos. Piensa que todo está en tus manos, que nada es imposible.

XI

AHORA TENÍAMOS la lección aprendida y los esconderíamos cada uno en un sitio secreto con una señal que los identificara. Aquella vez, al no saber cómo solucionar el problema, se llevaron todos los corazones al casino del pueblo y decidieron, por unanimidad, hacer un sorteo en el que, por orden de numeración, cada uno fuera cogiendo el que le tocase.

Todos volvieron a su casa sintiendo de nuevo sus latidos, mas, al día siguiente, se produjo una pequeña revolución. Las parejas perdieron el amor, los hijos no reconocían a sus padres, ni los abuelos a sus nietos. Tras convocar otra reunión, se decidió que cada uno contara un secreto guardado en lo más profundo de su alma. Así fue cómo dejaron de tener intimidad, pero también la manera de volver a emparejar los corazones que, sin duda, son los que no se equivocan nunca y, si los envoltorios eran otros, ¿qué más daba?

(Simonetta, ¿qué te parece? Me queda volver a la historia y zanjar el tema de la guerra. La podría acabar como la primera y no quedaría mal, pero, ya que estamos juntos, me gustaría buscar algo distinto sin dejar cabos sueltos).

XII

Arturo, al fin te reconozco. Será un placer echarte una mano con ese final. Como bien dices, no dejemos cabos sueltos. Siempre es difícil acabar un relato cuando hay guerras de por medio, pero de peores situaciones hemos salido. ¡Vamos allá!

XIII

ASÍ FUE cómo dejaron de tener intimidad, pero también la manera de volver a emparejar los corazones que, sin duda, son los que no se equivocan nunca y, si los envoltorios eran otros, ¿qué más daba?

Cuando meses después volvieron los vencedores, esta vez los marrones, vieron que todo el pueblo los esperaba. Observaron que íbamos vestidos de blanco y preguntaron a qué se debía tal circunstancia. Sara se erigió en nuestra portavoz y, dando un paso al frente, comentó que en el pueblo no quedó nadie vivo, y ahora tan solo vagábamos los espíritus descarriados de los antiguos habitantes. Uno de los militares se acercó a ella con el rostro severo y Sara le tomó la mano y se la puso en su pecho. «¿Nota pulsaciones? Si quiere dejar de tenerlas usted y los demás también, quédense. Será cuestión de segundos». En ese momento, aquel rostro severo aflojó cada uno de sus músculos. Corrió hasta sus compañeros y huyeron mientras dejaban en el aire unos gritos que no parecían de este mundo. Tras la polvareda que provocaron, desaparecieron y nunca más ha habido una nueva guerra, o no hemos tenido noticia de ella; y nuestros corazones permanecen en su sitio desde entonces en perfecto estado.

XIV

Lo hemos conseguido, Arturo. Podría haber sido una historia mejor, ¿verdad? Pero no está mal. La próxima ocasión contaremos una sin guerras. De un animal que se enamora de su imagen cuando se mira en un lago. O de un violinista que toca melodías que suenan a hierba mojada. O de una casa que se siente maltratada por sus habitantes. O del padre de un escritor que desaparece porque se convierte en personaje de una novela de su propio hijo. Ya se nos ocurrirá algo. Antes de firmar el relato, te ruego que vuelvas al principio y se lo dediques a tu mujer, si aún la sigues queriendo.

En el mismo instante en que Arturo acababa de escribir la dedicatoria, escuchó cómo la puerta de su habitación se abría, a la vez que la ventana se cerraba.

Pablo Núñez (España)