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Traducciones, 24.—Ellen Key en España e Iberoamérica, 29.—El siglo de los niños, 35.—Antecedentes del título y del contenido, 35.—La cons-

A LOS PADRES QUE ESPERAN EDUCAR EN EL NUEVO SIGLO AL NUEVO HOMBRE

AL LECTOR

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Había visto citado con elogio el nombre de Ellen Key en importantes revistas extranjeras, pero no conocía ninguna de sus obras; lo sugestivo del título del presente volumen, El siglo de los niños, y el recuerdo de las alabanzas prodigadas a su autora, me llevaron a empezar su lectura.

Abrí el libro, leí el título del primer capítulo, “Los derechos de los hijos”, y a las pocas páginas vi sintetizado el pensamiento capital de la obra, vi que Ellen Key “solo espera la evolución social cuando se haya despertado la conciencia de la santidad de la generación. Esta conciencia hará de nuestros hijos, de su nacimiento, cuidados y educación el eje de todo deber social, alrededor del cual se agruparán leyes, usos y costumbres”. Arrastrado por la vehemencia, por el fuego con que expone sus teorías, no menos que por los encantos de su estilo, terminé casi de un tirón la lectura de tan notable libro.

Ellen Key podrá equivocarse en algún extremo de sus conclusiones —pues acepta las últimas consecuencias de sus teorías,— pero es un espíritu excelso y solo mueve su pluma el interés de la humanidad, compendiada en la educación de la infancia.

En su obra destacan tres temas principales: el derecho de los hijos a ser engendrados por padres moral y físicamente sanos, y a no ser abandonados en los asilos para la infancia o jugando en medio de la calle si han nacido en una familia de obreros, o en manos de la institutriz si sus padres pertenecen a las clases ricas; una crítica exacta y dolorosa de la educación actual, plagada de defectos; y por último, en forma de ensueño, nos pinta con hermosísimos colores la escuela del porvenir.

Su obra como vemos no es de crítica negativa; destruye sí, pero nos ofrece materiales para construir de nuevo.

© Ediciones Morata, S. L.

Desde mi galería, mientras leo la obra de Ellen Key, veo el patio enarenado de un colegio para niñas dirigido por monjas. Acaba de salir de clase una bandada de chiquillas; corren, juegan y gritan —sobre todo gritan— llenando toda la vecindad con su alegría; están en plena libertad, unas cuantas se persiguen jugando al escondite, otras saltan a la comba, las mayorcitas juegan al marro, —juego de chicos,— y unas pocas más formales o más hipócritas acompañan a la monja que vigila los juegos de las demás. De pronto, cuando mayor es el entusiasmo, cuando la individualidad de las niñas empieza a exteriorizarse, la sor agita una campanillita, y las niñas corren presurosas alrededor de la monja que las llama; una vez reunidas les ordena rezar, y cuando han rezado con los labios puestos en Dios y el pensamiento en el juego interrumpido, vuelven a desbandarse, a correr, a jugar, a revolotear, cual mariposas podríamos decir si en aquel enarenado patio creciesen las flores: la campanillita las ha dominado, ha arrancado de sus tiernas almas un brotecillo de individualidad que empezaba a nacer. —¡Qué hermoso! —me dijo un amigo. —¿Has visto qué espíritu de disciplina, qué obediencia ciega, qué respeto?

Yo no le contesté, y seguí leyendo el libro de Ellen Key, tan verdaderamente hermoso, tan verdaderamente humano...

Para la autora, el peor mal de nuestra educación está en su dualismo. A los niños, al enseñarles el catecismo, se les da a conocer una teoría, que después la Universidad se encarga de destruir. De este dualismo arranca la falta de fe y entusiasmo hacia un ideal. Sin ideal no es posible la vida progresiva, y sin fe y sin entusiasmo no es posible el ideal.

A pesar de la vehemencia y calor con que defiende su teoría, conserva una tranquilidad grande de espíritu, que le hace decir al ocuparse de la escuela de sus ensueños, que “lo más importante no es la teoría que sustentemos, lo que más importa es tener suficiente fe en una teoría para hacerla nuestra y bastante energía para aplicarla. Es preciso que la escuela se decida y no fluctúe entre dos sistemas de educación y vida, si no quiere destruir con la fe la energía de nuestra juventud”.

Lector: yo hubiese querido satisfacer tu curiosidad dándote detalles biográficos de tan gran escritora; yo hubiese querido poderte decir algo más de lo que ella misma nos cuenta en el curso de su obra, pero el deseo de que pudieses saborear cuanto antes su prosa sugestiva lo ha impedido.

© Ediciones Morata, S. L.

No podrás formarte idea física de Ellen Key, ignorarás los detalles de su vida; pero si lees el libro, y estoy seguro de que lo terminarás si lo empiezas, conocerás su alma: su alma hermosa y buena, transparente y luminosa.

1M. D. M.*

Barcelona, julio 1906.

* Miguel Domenge Mir.

© Ediciones Morata, S. L.

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LOS DERECHOS DE LOS HIJOS

En aquella noche de fin de año, mientras agitados por tristes recuerdos o ansiados deseos esperábamos que el toque de media noche anunciase al mundo el nuevo siglo, hacia el cual tendían nuestras vagas e indefinidas aspiraciones, comprendíamos todos que solo podíamos esperar de él, con certeza, la paz eterna y que ninguno de los vivientes vería cumplido el impulso evolutivo en el cual todos, consciente o inconscientemente, habíamos tomado parte.

Los últimos sucesos habían inspirado un dibujo representando a un niño desnudo, que en el momento de pisar la tierra se para todo asustado al contemplar nuestro globo, cubierto y erizado de armas de tal manera que no quedaba un solo palmo de terreno donde asentar la planta. Todos los que pensando en este símbolo, se preguntaron por qué causa en los campos de batallas económicas y políticas siguen desencadenándose las más bajas pasiones humanas, por qué motivo el inmenso desarrollo de la civilización durante el pasado siglo no ha conseguido ni siquiera dar una forma algo más noble a la lucha por la existencia, resolvieron el problema de cien modos diversos. Muchos se limitaron a decir que indudablemente nada puede cambiar mientras no cambie la naturaleza humana, mientras el hambre, el instinto de reproducción, y la sed de oro y poder sean los móviles principales de nuestras acciones; y afirmaron otros que si los hombres supiesen aplicar la doctrina que hace diecinueve siglos trata en vano de modificar este estado de cosas, las espadas serían llevadas a las fraguas para convertirlas allí en arados.

Yo, por lo contrario, tengo la convicción de que todo cambio en nuestras ideas sigue de cerca a toda evolución de nuestra naturaleza, y que ésta será completa, no cuando toda la humanidad sea cristiana, sino cuando en ella se haya despertado la conciencia de la “santidad de la

© Ediciones Morata, S. L.

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