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La Historia del Ñandú

Hace mucho, muchísimo, muchísimo tiempo... vivía un ave muy, muy grande, tan grande que cuando desplegaba las alas frente a la luz del sol, éste perdía su luz como cuando alguna nube nos oculta su enorme rostro amarillo.

Era el rey de los cielos de la Tierra porque ningún otro ser viviente poseía hasta entonces la facultad de volar.

En el país donde extendía sus dominios "el gigante de los cielos" había grandes extensiones de mesetas y llanuras cubiertas de exuberante vegetación y cristalinos lagos y ríos azules que reflejaban la imagen perfecta de unos árboles muy altos y verdes llamados Araucarites Mirabilis.

Y en ese paraíso de vida y silencios vivían muchos, muchos animales, gigantescos animales que envidiaban a ese inmenso pájaro que tenía la mágica posibilidad de surcar los cielos misteriosos; y poco a poco comenzó a crecer el odio en todos los animales del país porque el enorme pajarraco se aprovechaba de su poderío para burlarse de todos, porque los veía muy inferiores a él y por eso los despreciaba.

Su soberbia se volvió muy pronto intolerable para los animales terrestres que se veían molestados, engañados y humillados día tras día con las travesuras del ave insolente que se sentía tan orgulloso de su destino superior.

Un día... ya cansados de ese pedante ser con alas, algunos animales decidieron convocar a todos los habitantes de ese extenso territorio a una asamblea, para tratar el tema de un castigo ejemplificador que le hiciera bajar para siempre el copete de la arrogancia a ese ser miserable.

La asamblea tuvo lugar en un amplio valle de altos pastos rodeado de boscosas montañas de color verde, en una noche clarísima de luna llena. Era una corta y fresca noche estival.

El amplio valle estaba muy concurrido porque llegaron animales desde todos los rincones de ese extenso territorio, de pampas y mesetas, los que

acudían con la esperanza de encontrar el mejor castigo para el arrogante pajarraco que tanto los molestaba y los humillaba. –¡Hay que bajarle las alas! –gritaban. –¡Hay que cortárselas! –decían otros. –¡Debemos desterrarlo para siempre! –opinaban algunos. –¡Mejor lo condenamos a muerte! –pedían los más duros. –¡¡Silencio!! –ordenó el animal (un inmenso dinosaurio) que era presidente de la gran asamblea de los animales del territorio.

Y todos callaron, esperando la palabra del presidente que era un PATAGOSAURUS. –Es necesario que no perdamos la calma, que actuemos con paciencia, pero con determinación y acuerdo hasta encontrar la mejor forma de castigo, un castigo que sea realmente efectivo. "¡La muerte!", "¡cortarle las alas!", "¡hostigarlo!", "¡obligarlo a buscar otro territorio!".

Las opiniones estaban divididas y el presidente se las veía negras para poner orden. –Yo tengo una idea mejor –levantó la voz un CARNOTAURUS para hacerse oír entre el griterío. –¡Señor presidente... pido la palabra! –gritó. –Muy bien... concedido... ¡silencio! –pidió con decisión a los presentes–. Bien... lo escuchamos –le dijo al fin el PATAGOSAURUS.

Considero que el mejor castigo es despojar a este ser de la facultad de usar sus grandes alas para volar. Y condenarlo a vivir para siempre en tierra con la dificultad de transportar sus pesadas alas entre la alta vegetación. De esa forma, nunca más podrá reírse de nosotros ni de ningún otro ser que en el futuro habite este territorio.

Cuando terminó de hablar, todos hicieron un rato de silencio para reflexionar y luego comenzaron a apoyar la idea hablando todos al mismo tiempo.

–¡Orden, orden! –gritó el presidente.

Varios pidieron turno para hablar. Se le otorgó a un CINODONTES. –¿Cómo haremos para lograr ese objetivo? –¡Eso... eso! –dijeron varios. –Muy simple –habló el autor de la idea–. Convocaremos al Dios de los animales, y él seguramente nos ayudará. –Muy bien –ordenó el presidente–, se convoca al Dios de los animales para mañana a esta misma hora y en este mismo lugar. Todos los presentes quedan también convocados y si no hay oposición, declaro levantada la asamblea.

No hubo oposición y todos respondieron con gestos de aprobación. –Muy bien –terminó el presidente–, se pasa a un cuarto intermedio por 24 horas.

Llegó la nueva noche y la asamblea se reunió para invocar al Dios de los animales.

Contaron la historia del pajarraco y pidieron que se le quitara para siempre la facultad de volar que tan mal había empleado en la vida.

Y así fue... el Dios de los animales castigó ese pecado, imposibilitándolo a usar sus alas para surcar los cielos hermosos de la Tierra.

Muchas, muchísimas especies se sucedieron en aquellos territorios desde entonces hasta nuestros días. Los gigantes se extinguieron hace tiempo y nuevos animales y árboles surgieron...

algunos lograron el dominio del Planeta por su inteligencia: ese es el Hombre. Y también vinieron a surcar los cielos distintos tipos de pájaros, pero todos elegantes, majestuosos, hermosos, y en general dotados de bella voz y carácter apacible y sociable.

Y allí en las mesetas y las pampas desoladas, los descendientes del arrogante pajarraco arrastran el peso del lejanísimo pecado, y su vida transcurre silenciosa por las estepas y praderas, condenados a caminar eternamente y a soportar sus inútiles y pesadas alas que usan como timón para correr más ligero cuando algo los asusta. Tienen que permanecer siempre alertas a la llegada de cualquier depredador porque ya no poseen los dominios de los cielos... y en la tierra se sienten muy vulnerables. Pero algo han aprendido... a vivir una vida humilde y a no burlarse de los demás animales.

Año tras año los loberos y sus barcos desaparecían sin dejar rastros.

Así, durante un largo tiempo, nadie se animó a incursionar por esos mares y los lobos pudieron reproducirse con felicidad, pero habían quedado tan diezmados que los hombres buenos que llegaron muchos, muchos años después, tuvieron que crear una ley que les diera protección definitiva.

Y esta es la historia de los lobos que derrotaron a los hombres. ¿Quién me la contó?

Un viejo lobo de mar que conocí en Punta Norte, pero eso sí... es un secreto. Porque ellos no quieren que se sepa la verdad, ya que a la especie Hombre no le gustaría enterarse que alguna vez fue derrotada por un ser inferior.

–Sí... ya sabemos –respondió un pingüino indiferente. Nosotros somos los pingüinos, bienvenidos a estas playas. –¡Gracias! –contestaron a coro–, estamos muy contentos de conocerlos. Es la primera vez que dejamos nuestro hogar. –¿Y adónde se dirigen? –preguntó otro pingüino más joven. –A cualquier parte. Queremos recorrer el mar para conocer a sus habitantes. –Tengan cuidado con los tiburones y las orcas –advirtieron los pingüinos. –¡Oh sí!, las conocemos porque nuestras madres nos enseñaron a cuidarnos de ellas cuando éramos más pequeños.

Y los tres elefantitos, después de saludar a sus nuevos y simpáticos amigos, volvieron al mar porque estaban muy ansiosos por seguir viaje.

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