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España fea, ¿o España afeada?

por Javier Díez

En este artículo quisiera hacer un repaso del estado y situación del urbanismo en nuestro país y su impacto en el medio ambiente y en las propias ciudades; siendo como soy un simple ciudadano preocupado e interesado por estos temas me voy a permitir apoyarme y utilizar como referente el magnífico libro, por riguroso y documentado, ESPAÑA FEA, que recientemente ha publicado el periodista Andrés Rubio en la editorial Debate; y para ello comenzaré fijando mi atención en su conciso y contundente título.

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Por supuesto que su autor, con una larga trayectoria profesional que le llevó a ser jefe de la sección Cultura del periódico El País y durante casi 20 años de su suplemento El Viajero, conoce perfectamente los mecanismos y resortes que hacen de un buen titular el anzuelo perfecto para que el potencial lector o lectora fije su atención en él y con ello consiga que el artículo que encabeza sea finalmente leído; seguramente esa misma lógica sea la que ha llevado a Rubio a escoger tan sobrio y sucinto título; y es posible que dicha elección encierre también — y ahí una demostración de su

buen quehacer profesional— un punto de intencionalidad polémica, e incluso provocativa, al confrontar el nombre de nuestro querido —a veces y en parte, al menos por mi parte— país con un adjetivo de tal carga peyorativa, consiguiendo así llamar nuestra atención sobre esta publicación en la mesa de novedades de cualquier librería.

Pues bien, yo me permito, más que nada por ampliar el campo de batalla —dialéctico, se entiende— plantear qué hubiese sucedido si el título escogido para este libro hubiese sido —en la línea discursiva tan de actualidad entre los términos vacía y vaciada— ESPAÑA AFEADA; mi planteamiento es el de cuestionar si realmente existe una España fea; considero que cualquier espacio natural, cualquier paisaje, posee su belleza, propia e intrínseca, aunque se aparte de los cánones predefinidos o consensuados; ¿o es que tal vez podamos hablar de la fealdad de los áridos paisajes desérticos meridionales frente al verdor edénico de los valles atlánticos?, ¿o es menos bella una playa de oscuras piedras volcánicas que una de dorada arena?

Ni siquiera el paisaje creado e intervenido de manera artificial por el hombre, ya sean pueblos, ciudades, vías de comunicación o generando infraestructuras productivas, y redefiniendo así el territorio, creo que pueda calificarse, a priori, de empobrecedor o afeante.

El problema surge cuando dichas intervenciones humanas sobre el paisaje natural, o incluso desde el mismo interior de los propios espacios urbanos, irrumpen de manera estentórea, sin ningún respeto por el entorno preexistente, por el pasado materializado, rompiendo cualquier lógica y coherencia; es por ello que yo preferiría hablar de una España afeada.

Tomemos como ejemplo el edificio que ilustra la portada del libro del que hablamos, se trata del hotel Algarrobico, que a día de hoy se ha convertido en el ejemplo arquetípico y paradigmático —¡cuántos arquitectos quisieran conseguir para sus edificios dichos epítetos!— de construcción que destruye el valor paisajístico de la costa.

Propongo ahora al lector o lectora de este artículo el siguiente ejercicio; recortemos mentalmente el contorno de dicha edificación para insertarla posteriormente sobre cualquier fotografía que desde el mar tengamos de una ciudad tan ponderada y ensalzada urbanísticamente por arquitectos como Oriol Bohigas u Óscar Tusquets —este último seguramente con el punto polémico que le caracteriza— como es Benidorm; el resultado de dicho ejercicio de collage mental, dependiendo de la pericia del ejecutante, seguramente fuese el de la integración armoniosa del edificio referido en el frente marítimo, con el valor añadido de que su concentración refleja uno de los aciertos de la densificación de las construcciones turísticas de la costa española, esto es, la de evitar la fagocitación del territorio limítrofe a la línea costera por parte de un urbanismo extensivo de pequeñas construcciones dispersas.

Tal vez este ejemplo sea una demostración de que en muchas ocasiones el afeamiento del que hablamos no reside tanto en el valor intrínseco de la construcción o intervención ejecutada por el hombre, como por la relación que establezca con su entorno.

Otro ejemplo, en esta ocasión de intervención de un espacio urbano, sería el del magnífico caso de brutalismo arquitectónico que representa la Torre de Valencia, en Madrid, del arquitecto Javier Carvajal; este edificio posee unos valores arquitectónicos que pocos pondrían en duda, y unas cualidades expresionistas que pueden apreciarse si el edificio se observa en un contrapicado un día nebuloso que haga que su cima se difumine y desaparezca dramáticamente de nuestra vista, convirtiéndolo en un escenario perfecto para una narración gótica.

Pues bien, esta construcción excepcional está situada estratégica e inmobiliariamente en un emplazamiento envidiable, dominando desde una de sus esquinas todo el parque del Retiro madrileño; pero por desgracia la localización hace que este magnífico edificio se convierta en un daño colateral que afea y distorsiona la imagen principal que de la Puerta de Alcalá se pueda tener, ya sea vista ésta desde la cercanía de su misma plaza, haciéndolo aparecer como ridículo apéndice colgante entre su arco central, o desde la de Cibeles, convirtiendo al magnífico rascacielos en absurda peineta —en cualquiera de sus dos acepciones—, afeando las miles de fotografías que todos los años toman los turistas, claro que para eso tenemos el recurso del retoque fotográfico.

Pasemos ahora al demoledor subtítulo de libro de Andrés Rubio, El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia.

La tesis fundamental de Rubio es la de que la democracia, dotada de unos mecanismos sancionadores de mayor capacidad regulatoria y también coercitiva frente a los desmanes urbanísticos y medioambientales, con el concurso de muchos promotores y políticos ignorantes y/o corruptos, la complicidad necesaria de un gremio de arquitectos, salvo excepciones, desmovilizado y medroso, y la ausencia de una sociedad civil articulada, también salvo excepciones, no ha sabido poner freno a las consecuencias de un fenómeno que la dictadura franquista puso en marcha y que en muchos casos incluso se ha agravado, habiendo llegado en un momento dado a convertir a prácticamente todo el solar patrio en terreno urbanizable.

Dicho fracaso se extiende a todo el territorio nacional, afectando desde pequeñas localidades y ciudades de tamaño medio a espacios de valor paisajístico de la España interior, pero especialmente a las grandes urbes y a la costa.

Este libro destaca, precisamente, por el bagaje y trayectoria profesional de su autor, por el enfoque cultural del fenómeno analizado, dando prioridad a las cuestiones paisajísticas y medioambientales, y a los aspectos arquitectónicos, frente a cuestiones sociológicas, económicas o políticas, convirtiendo al mismo en el complemento perfecto de otro libro, La España de las piscinas de Jorge Dioni.

Y ahora, visto lo que ha dado de sí este libro, y eso que solo hemos hablado de su portada, vayamos a su contenido.

Tengo que reconocer que la primera imagen que me vino a la cabeza al echar un breve vistazo a este libro fue la de las fotografías aéreas que la empresa Paisajes Españoles proporcionó a multitud de bares, colegios, tiendas de ultramarinos —por cierto, ¿existen todavía establecimientos con tan evocador nombre?—, farmacias, etc., e incluso muchos comedores y cuartos de estar de los pueblos y ciudades de mi infancia; recuerdo, tal vez como señal precoz de mi querencia a leer imágenes — descifrando formas intentando intuir fondos— que siempre me llamaba la atención en esas panorámicas no tanto el detalle, la singularidad de una construcción, un monumento o un jardín, sino la anomalía, el error discordante; la vista siempre se me iba a esos tejados grises de uralita que cubrían anodinas naves y que contrastaban con aquellas de teja que cubrían casas y campanarios; o bien me llamaba la atención la prepotencia del bloque de viviendas que como el matón de la pandilla sobresalía sobre un entorno de casas bajas.

La lectura de este libro reafirma mi primera impresión, intuitiva y fugaz; Rubio hace un recorrido por nuestro país no a vista de avioneta o dron, sino a pie de calle, recorriendo edificios, ciudades y paisajes, confrontándonos a una realidad que vemos cada día pero que muy pocas veces miramos, y mucho menos con la capacidad crítica, a la vez que objetiva, que hace su autor.

Rubio nos enfrenta a nuestra realidad tangible, reconociendo, eso sí, los casos en que las cosas se han hecho o se hacen bien, pero confrontándonos de manera sonrojante con la situación en Europa, donde el patrimonio, ya sea urbanístico o natural, posee unos mecanismos de protección estética —no olvidemos que esta se deriva de la ética— envidiables.

En definitiva, lo que el autor consigue es enfrentarnos a una problemática que podría considerarse meramente desde el punto de vista estético, visual o formal, pero lo que busca, sin embargo, es hacernos ver la manifestación de una cuestión de fondo, como muy bien indica Luis Feduchi en el prólogo citando a Theodor Adorno: «La impresión de fealdad surge de un principio de violencia, de destrucción».

Tal vez, y es mi opinión, el problema con el que se ha encontrado la democracia en nuestro país es que no se hizo un buen desescombrado de los restos que dejó la Guerra Civil —incluyendo sus cunetas— y que en muchos casos se han utilizado para su construcción los carcomidos y defectuosos cimientos que nos dejó la dictadura.