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Entre sueños y pesadillas: ser mapuche dentro de las murallas de la frontera. Por José Ancan Jara
Sobre miedos y pesadillas: ser mapuche dentro de las murallas de la frontera1
José Ancan Jara
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“Temuco está rodeada por un cinturón de propietarios indígenas [...] es el cinturón suicida que estrangula la vida económica de la capital de la Frontera [...][es] un problema tangible, latente y que se viene palpando cada vez con mayor relieve, a medida que el progreso, la cultura y el crecimiento de la cantidad de habitantes de esta metrópoli zonal ponen en mayor contraste la necesidad de hacer producir científica e intensivamente los terrenos feraces que rodean Temuco y que desgraciadamente están en manos de propietarios indígenas [...] una ley de excepción es urgente para desalojar a los indígenas de los terrenos del interland de Temuco, que ellos no saben explotar en cultivo intensivo y científico”.- Editorial de El Diario Austral de Temuco, 4 de junio de 1940.
Nota del autor: El contexto sociopolítico mapuche en el que se insertaba el trabajo del Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen en el Temuko de comienzos del siglo xxi era el de un periodo de grandes movilizaciones, ocurridas en un ambiente caracterizado por la aparición en el escenario de las acciones protagonizadas por la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), la cual compartía el escenario sociopolítico con otras manifestaciones de un heterogéneo movimiento mapuche. Seguía vigente allí la figura de Aucan Huilcaman y el Consejo de Todas las Tierras además de un conjunto de otras organizaciones e instituciones
1 Este texto fue publicado originalmente en el libro Revisitando Chile. Identidades, Mitos e Historias, compilado por Sonia Montecino, Publicaciones del Bicentenario, Santiago, noviembre de 2003, págs. 409-412. La versión que se presenta aquí ha sido levemente modificada.
mapuche, entre las que estaba el CEDM Liwen. Fue este un tiempo de grandes cambios en los discursos y las estrategias implementados por el movimiento mapuche que repercuten hasta el día de hoy. Tiempos de flujos y reflujos en la construcción de Pueblo; de un movimiento que se congrega y a la vez se disgrega en torno a una nutrida agenda de difusión de la causa, en movilizaciones y homenajes a las/los caídos, para luego volver a una expectante dispersión. También en esos años, la frecuente movilización mapuche en el espacio urbano de la ciudad de Temuko provocó una suerte de revitalización, explícita o encubierta, del racismo en sus multiformes expresiones de parte de los habitantes de la ciudad y, por tanto, de toda la serie de intrincadas reacciones relacionadas con este fenómeno, situación de la que da cuenta este texto.
Desde hace por lo menos unas dos décadas a la fecha, existe una suerte de circuito instituido cada vez que debido a las muchas reivindicaciones pendientes se realiza una movilización mapuche por las calles céntricas de la ciudad de Temuko. En una especie de circunvalación que comienza y termina en la plaza “Teodoro Schmidt” –lugar que ha sido rebautizado por los militantes mapuche en los últimos años como plaza “Lautaro”– toda manifestación recorre las principales arterias de la ciudad finalizando siempre frente al edificio de la Intendencia regional ubicado en calle Bulnes, al lado de la plaza principal, llamada Aníbal Pinto. Aquí, para terminar la movilización, usualmente una delegación de dirigentes entrega una carta dirigida a la primera autoridad regional. Resulta también habitual en instancias como estas que los transeúntes, que raudamente deambulan a esa hora por las veredas de ese sector de la capital regional, observen ajenos pasar las irregulares columnas de manifestantes y que, más aun, miren con un dejo de frialdad el bullicioso espectáculo expuesto ante sus ojos.
Al contrario de lo que sucede en otras ciudades del país, donde en los últimos tiempos la causa mapuche ha ido generando espontáneas adhesiones, aquí son contadas las personas que manifiestan siquiera un ademán o un gesto
de aprobación a los manifestantes, en los que se entremezclan campesinos, estudiantes, trabajadores y profesionales mapuche, además de un sinnúmero de aliados de la causa. A juicio preliminar de un espectador externo, no queda inmediatamente en evidencia si semejante actitud es reflejo de un sentimiento de molestia o un simple desinterés hacia las motivaciones de esos ciudadanos que al ritmo inconfundible de kultrung, enarbolan grito en cuello las urgencias de un conflicto que duele e incomoda a más de alguien por estas tierras.
Incluso asumiendo que tras las miradas de esos peatones se manifiesta el rechazo explícito a las exigencias de un sector de la sociedad regional que ha sido visto históricamente como inferior (“mapuchitos” es el mote recurrente con que se trata aquí a los descendientes de Pelentraru y Külapang), es posible que en el fondo de esos ojos huidizos se esconda solapado y guarnecido un tipo peculiar de miedo informe y contradictoriamente irracional, como es todo temor a lo desconocido; a las secretas intenciones de esos vecinos incómodos a los que el acostumbramiento erigido en la turbiedad de la conveniencia ha condenado a un papel subordinado en el contexto de lo que se ha dado en llamar relaciones interétnicas. A fin de cuentas, pareciera que por entremedio de los múltiples intersticios del “cinturón suicida” del que se hablaba en los cuarenta, en cada evento de estos se introdujeran al núcleo del poder regional –con ademanes trasformados– los mismos rostros morenos y de ojos achinados que cada mañana vocean verduras por los alrededores de la Feria Pinto y por las calles del centro de la ciudad, o que mansamente podan jardines y cuidan niños en las inmediaciones de la avenida Alemania y en el Barrio Inglés. Individuos considerados como de paso en una ciudad que aún a comienzos del siglo XXI no les pertenece y a los que, como máxima concesión, el oportunista imaginario colectivo otorga un rol dentro del consumo turístico veraniego.
En efecto, paradoja generalizada –que aparenta perseguir a personas y circunstancias–, el rostro de doble faz que en esta zona rodea a la población
mapuche opera en el imaginario colectivo oficial entre la sumisión colectiva derivada de la derrota y la grosera violencia, que hace poco más de un siglo delineó el contorno histórico de la región y que hoy pone en tela de juicio nada menos que el tema de la propiedad de la tierra y la convivencia en un territorio en pugna, donde revolviendo un poco los antecedentes, cada metro cuadrado de tierra encierra un potencial conflicto de intereses. La intempestiva arremetida de las huestes originarias en el núcleo mismo de la capital regional aspira en cada movilización a subvertir esa especie de tácito acuerdo, o lo que sería peor a los ojos del turbado gentío: un eventual anuncio de futuros ajustes de cuentas que se escondería tras los marichiweu y los enérgicos discursos de los líderes indígenas.
Sea como fuere, lo concreto es que a esta altura es común que al primer indicio de “revuelta” mapuche por las calles temuquenses, en varias cuadras a la redonda rápidamente se cierren las cortinas de locales comerciales y a toda carrera se escabullan del alboroto todas las personas que deambulan por las veredas céntricas e incluso hasta los simples curiosos que lo único que quisieran es estar lo más lejos posible de la protesta y, sobre todo, de los individuos que la protagonizan. No es simple casualidad tampoco que sea precisamente en la capital regional de la Araucanía donde el por la prensa denominado “conflicto mapuche” encuentre hoy su mayor caja de resonancia. Temuko, ciudad que ha tenido uno de los mayores crecimientos demográficos en Chile y que además manifiesta un comportamiento electoral marcadamente de derecha, es a la vez capital de la región más pobre de Chile, donde se encuentra proporcionalmente el mayor endeudamiento y desigualdad social y en que la masiva presencia originaria es imposible de disimular. Un Chile a escala quizás.
No en vano bautizada como capital de “la Frontera”, Temuko no nació como las ciudades de la zona central siguiendo edictos ni trazados regulares;
56 fue primero fortín militar estratégicamente instalado como culminación de la campaña de ocupación. Una empalizada de troncos instalada como barrera contra el temido contraataque de los guerreros mapuche sobrevivientes de la “pacificación”. En el centro del tradicional territorio wenteche, estas, las tierras ancestrales del longko Lienan, se fueron llenando de afuerinos solo cuando la amenaza de la siempre probable insurrección mapuche –que quitaba el sueño a las autoridades de principios del siglo xx– se fue desdibujando en medio de la rudeza masiva de usurpaciones, corridas de cerco y la violencia desatada de esos años. Algo de ese temor subconsciente a un probable renacer de aquellos heroicos guerreros araucanos de Ercilla –luego sometidos a sangre y fuego por las armas de las repúblicas chilena y argentina y transformados en el “cordón suicida” por El Diario Austral en 1940– aún ronda por estas calles y avenidas con pretensiones de megalópolis. Reiteradas las movilizaciones en este último tiempo, cuando las recuperaciones de tierras y de identidad crecen y los mapuche copan las vías centrales de la ciudad, una cierta imagen inquietante y perturbadora se pasea con inusual intensidad entre la obsesión del cemento temuquense. Es que para demasiada gente de estos lados resulta intolerable aquella transmutación manifiesta que quiere reaparecer cada vez con mayor intensidad por los más escondidos pliegues del imaginario colectivo. Imagen que es alimentada bajo la forma de una fantasmal y recurrente pesadilla en la que toman parte tanto los de fuera como los de dentro del “cinturón suicida”. Algo así como si un peculiar Freddy Krueger vestido con makuñ y trarilongko apareciera en medio de la húmeda bruma de una noche invernal de la Araucanía y en el acto decidiera vengar de una sola vez tanto oprobio acumulado... Algo así como las palabras de la vecina de la casa que aloja al Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen en calle Carrera, cercana al cementerio y al cerro Ñielol, y que de a poco se ha transformado en un reducto
que aloja instituciones, oficinas y casas de mapuche urbanos –un pequeño “barrio mapuche” tal vez–, quien en una conversación paradigmática vertió de una sola vez todos sus prejuicios sobre sus sospechosos vecinos, que no parecen serlo, pero que de todas formas celebran el we txipantu y otras festividades “de la raza”:
“Es que en esta casa nadie sabe lo que hacen… Que se hacen reuniones, que entra gente del campo a todas horas del día, que se estacionan diferentes vehículos, que a veces suenan kultrunes, ¡que parece que ustedes quieren recuperarlo todo!”.
José Ancan Jara. Licenciado en Historia del Arte, máster en Antropología, Doctor © en Estudios Culturales Latinoamericanos. Integrante del equipo de trabajo del Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen entre 1994 y 2004.