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Magdalena y Melchor

afloresfragoso@gmail.com

Poesía y pensamiento. Ese amoroso encuentro de dos, del cual sólo los inocentes escriben sobre un trozo de papel. A veces manchado de blanco. Hoja que, una vez entintada, vuela hasta una mano conocida. La mano. O un suelo desconocido. Húmedo, como una sonrisa feliz...

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Eso es hacer poesía.

Eso es escribir la crónica del pensamiento.

Sin moralidad, al escribir.

Dos extensos predios poblanos fueron propiedad de Magdalena de Pastrana, hija de don Pablo y hermana de Roque, los tres procedentes de León, España. (Por cierto, Roque de Pastrana fue quien costeó la c ú pula de la Basílica Catedral de la Puebla de los Ángeles, según dejó constancia Bermúdez de Castro, en su libro “El Teatro Angelopolitano”, de 1746, la primera edición. Pero esa es una histo- ria menor). las, como precisan los historiadores helénicos: “Pasajero, vé a decir a Esparta que hemos muerto aquí por obedecer sus leyes”. Por ello, concluye nuestro autor afirmando que la ley fue siempre santa en la antigüedad; reina de las leyes en tiempos de la monarquía, reina de los pueblos en tiempos de la república.

De buen pensamiento, inteligencia relativa, pero con bonita caligrafía, Melchor López de Mendiz ábal enamoró a Magdalena con sus poemas tan lentos y malos, como cautivantes.

Tan oscuramente iluminados como la tinta que se desliza sobre una blanca carta.

Pero, bueno, así, la Magdalena cayó en un desliz.

Cual partir de un caballero sin caballo, la conquistó.

Melchor deslizó su pensamiento y ansias sobre el cuerpo de Magdalena cada noche, cada mañana iluminada por un ventanal que sorprendía a la antigua calle poblana de las Ventanas, o “Calle de las ventanas y la puerta reglar del convento de La Merced”.

Un desliz de Magdalena que sabe a poesía irreflexiva.

Y a extensos pensamientos con aliento a perfume de amor.

Amor a la poblana del siglo XVII.

Falta mucho por señalar, pero atendiendo a los escasos tiempo y espacio empezamos a concluir:

Que deben aceptarse las transformaciones en las sociedades, sus nuevas reglas y sus nuevas leyes; que se acepte también que la sociedad o la persona que no acepta los cambios perecerá y los cambios se establecerán y, en su oportunidad, también esos nuevos cambios se modificarán frente a la llegada de otros cambios. Las leyes, a pesar de su inmortalidad, dice el autor, fueron cambiando para progresar.

La ciudad antigua constituye una elección de un autor, que no solamente profundiz ó en el pasado, sino que contribuyó con signos positivos en el mundo del futuro.

Por eso debemos conocer los sustentos sociales de los pueblos antiguo tanto de Grecia como Roma, en especial en su culto, el Derecho y todas sus instituciones. De todo ello aprenderemos prin- cipios básicos.

Ahora bien, debemos aceptar que todo en la sociedad es producto de cambios, mismos que generan los cambios de los seres humanos.

Gandhi dec í a que aquellas personas que no están dispuestas a pequeñas reformas no estarán nunca en las filas de quienes apuestan a cambios trascendentales en beneficio de los seres humanos.

Buda, gran pensador del Himalaya, decía que siendo reconocido que las cosas han de transformarse, todavía hay quien se aferra a ellas.

Hay que entender que por esencia y naturaleza, es necesario cambiar en el desarrollo del ser humano y la consecuente sociedad.

Las filosofías señalan, y dicen bien, que lo que no se puede cambiar son los valores humanos, si acaso, solo mejorarlos para aclararlos.

Así pues, leer a Fustel de Coulanges, nos llevará a nuevos descubrimientos en la historia, la sociología y el Derecho y su vínculo con la ética, la moral y la ley.

(*) Concepto citado por Daniel Moreno en el estudio preliminar del libro La ciudad antigua de Fustel de Coulanges, libro que debería leer todo mundo. Es un estudio sobre el culto , el derecho y las instituciones de Grecia y Roma (Editorial Porrúa).

“... siempre que Enriqueta pensaba en Jorge Waring, revivía el suave y tibio olor de vino de las flores de saúco, y siempre que olía flores de saúco reveía a Jorge con su bella y noble cara como de artista y sus ojos de azul negro.” (Donde el fuego nunca se acaba, de May Sinclair).

Carente de lectores de sus crónicas, un tal M. Alzate describe en una de ellas (1895), la incierta personalidad de Melchor López

Mendizábal, casi un siglo después de su amorío con Magdalena:

“(Melchor) describió a Puebla como una ciudad fea, encerrada entre paredones, sin ninguna simetría. Una ciudad lúgubre y sombría, una ciudad tan rica, y tan triste como una prisión de su propia riqueza.”

Pocas veces he leído en una crónica –exhalada de las historias de la “historia” de Puebla–, tan pocos recuerdos, pero con muchos chismes que son reflexiones, hechos poesía.

Pensamiento convertido en poesía. Por dos amantes andantes, encubiertos por el siglo XVII.

Magdalena y Melchor.

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