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Reinas y no consortes El poder femenino y su imagen en el mundo antiguo

El presente artículo rescata a Salomé Alejandra, reina de Judea; Dido, reina de Cartago; Teuta de Iliria, y a tres reinas de Egipto muy diferentes: Hatshepsut, Berenice y Cleopatra VII, para mostrar cómo su retrato tradicional depende de los intereses de quienes narraron sus biografías. Al analizar su gobierno se descubre, sin embargo, su habilidad política y su deseo de garantizar la autonomía y la estabilidad de sus respectivos reinos.

Si en el mundo bíblico encontramos mujeres poderosas, ensalzadas por sus gestas, en el entorno mediterráneo contemporáneo, las reinas aparecen habitualmente tan solo como consortes. Convertidas en un instrumento al servicio de la diplomacia, las mujeres de la realeza eran ofrecidas en matrimonio para consolidar lazos con reinos vecinos y asegurar la descendencia y la sucesión real. Resulta difícil encontrar reinas que ejercieran el poder como gobernantes. Las fuentes suelen trasladar una imagen negativa de ellas. Son mujeres que, además de cumplir su tradicional papel de madres, desempeñan un rol tradicionalmente masculino. No es casual tampoco que la imagen ofrecida por las fuentes romanas de algunas de ellas sea negativa, pues se trata de reinas consideradas peligrosas enemigas de Roma. Su retrato depende, por tanto, de la mirada del autor y de sus intereses, pero, si analizamos su gobierno, descubrimos la habi- lidad política de estas reinas y su deseo de garantizar la autonomía y la estabilidad de su reino.

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SALOMÉ ALEJANDRA, REINA DE JUDEA

Un buen ejemplo de cómo el gobierno de una reina pudo ser percibido de modos opuestos es el de Salomé Alejandra. Fue la única reina aceptada como legítima gobernante de Judea (entre el 76 y el

67 a.C.), tan admirada que, en su honor, madres de generaciones posteriores, como, por ejemplo, Herodías, dieron su nombre a sus hijas. Su relevancia explica que fuera además la única mujer y una de las dieciocho personas que aparecen mencionadas en los rollos del mar Muerto. Es verdad que estas menciones destacan por su carácter vejatorio, pero, en cierto modo, es una buena prueba de la influencia de esta reina en el escenario político y la vida religiosa de su momento, y, por tanto, en ámbitos alejados del tradicional papel asignado a las mujeres. No sorprende, en este sentido, que se esgriman los tópicos habitualmente empleados para atacar a las mujeres que ocupan un papel impropio de su condición. Y así se la tacha de prostituta, de seductora amante y de hechicera que con sus malas artes fue capaz de engatusar a su pueblo.

La historia de Salomé y su trascendencia en la vida política de Judea solo puede entenderse si se recuerda el sorprendente protagonismo de las mujeres de la familia real. A pesar de que Hircano, el padre de su marido, tuvo cuatro hijos, designó como su sucesora a su esposa. Uno de los hijos de Hircano, Aristóbulo, se hizo proclamar rey y sumo sacerdote y encarceló a su madre. Los enfrentamientos entre los hermanos por alcanzar el trono se sucedieron, y uno de los afectados por las intrigas palaciegas fue el hijo póstumo de Hircano, Alejandro Janeo, futuro esposo de Salomé. Janeo fue llevado a Galilea siendo niño para alejarlo como pretendiente. A la muerte de Aristóbulo, su viuda, en un acto también inusitado en una mujer, libera a Janeo y es ella quien, en otra actuación también inédita, lo elige como nuevo rey y sumo sacerdote de Judea.

A la muerte de Janeo, su esposa Salomé ocupó el trono de Judea. Contaba entonces con 64 años y fue el propio rey el que designó a su esposa como sucesora, a pesar de tener ya dos hijos adultos, herederos naturales del trono. Su reinado se recuerda como el más próspero y pacífico de la historia de su pueblo, y en esta percepción también influyó sin duda el contraste con el gobierno de su marido, recordado como uno de los monarcas más despiadados de la historia de Judea.

El historiador Flavio Josefo también resalta la firmeza con la que tomó las riendas del gobierno, a pesar de la tradicional fragilidad asignada a las mujeres. De hecho, a la muerte del rey, Salomé continuó la campaña militar iniciada por su marido antes de regresar a Jerusalén como reina. Además, logra mantener la paz en las fronteras oriental y septentrional de

Judea, que durante el gobierno de su marido habían sido escenarios de continuos conflictos militares. Para evitar que las potencias vecinas pretendieran anexionarse Judea, más aún cuando las riendas del Estado estaban en manos de una mujer –lo que podía ser considerado como signo de debilidad–, formó un ejército fuerte, reclutando un gran número de mercenarios. Logró así duplicar sus tropas e infundió el terror entre los gobernantes locales que rodeaban su reino. Se trataba de usar la amenaza de violencia para prevenir conflictos y garantizar la paz y la estabilidad de la región. La eficacia de la estrategia queda ilustrada con la retirada del rey armenio Tigranes, que abandonó su plan de invadir Judea.

Salomé no solo logró contener a los enemigos exteriores, sino que mantuvo la paz interna entre las distintas corrientes judías, fuertemente enfrentadas. El conflicto había tenido uno de sus momentos críticos en tiempos de Hircano. Como saduceo, persiguió con dureza a los que observaban la interpretación farisaica de la Ley. En este contexto, el judaísmo farisaico contó con el patrocinio de Salomé Alejandra, consciente de la gran impopularidad de los saduceos en la población y de que la paz interna pasaba por respetar a los fariseos.

DIDO, REINA DE CARTAGO

Con este nombre, el más extendido en la literatura romana, conocemos a la reina de Cartago de origen tirio llamada realmente Elisa.

La vida de Elisa en la metrópoli la conocemos gracias al historiador Justino (siglos II-III d.C.), que ofrece un relato en el que se reconoce el destino habitual de las mujeres pertenecientes a una casa real. Al morir el rey de Tiro, dejó el gobierno de la ciudad a su hijo Pigmalión, y su hija Elisa fue entonces desposada con su tío Acerbas, sumo sacerdote del templo de Melqart, la divinidad protectora de la ciudad que pronto fue asimilada con el Heracles griego. Según las fuentes, al llegar a oídos de Pigmalión que Acerbas poseía un buen número de tesoros ocultos, ordenó dar muerte a su tío. Engañó a su hermana fingiendo una ceremonia para honrar a su difunto esposo y se lanzó a la mar en busca de un nuevo hogar junto a otros nobles tirios. Una vez que arribaron a tierra africana, el rey Hiarbas ofreció a Elisa tanta tierra como pudiera cubrir con la piel de un toro. En esta anécdota, la reina queda descrita con las cualidades atribuidas tradicionalmente a los fenicios: negociantes astutos y taimados. Elisa ordenó cortar la piel en tiras finísimas y con ellas consiguió delimitar una parcela que llamó Byrsa, que significa “piel de toro”.

Tras la fundación, a finales del siglo IX a.C., de esta colonia dedicada al comercio, con el consentimiento de los libios y tras la promesa de pagar un tributo anual, la reina fundó Cartago. Cuando la prosperidad que lo instruyera a él y a su pueblo en las maneras civilizadas de los fenicios. Tras mostrarse reticente a esa petición, Dido les recriminó, esgrimiendo que cada ciudadano debería estar dispuesto a sacrificar cualquier cosa, incluso su propia vida, si con ello hacía un servicio a la patria. Los enviados no dudaron entonces en informar de la petición de mano a la reina, ahora presa de su propia decisión. Dido se tomó tres meses para realizar de Cartago despertó la ambición de Hiarbas, este solicitó a una delegación de diez cartagineses la mano de Dido, amenazando con la guerra si su petición era rechazada.

A su regreso a Cartago y antes de dar noticias a la reina, la embajada le adelantó el interés de Hiarbas por encontrar a alguien los preparativos de su boda, construyó una pira a las afueras de la ciudad, con la excusa de realizar un sacrificio y satisfacer así el espíritu de su marido difunto antes de celebrar nuevos esponsales. Ascendió a la pira anunciando a la multitud que marchaba con su esposo. Tras su suicido fue adorada como una divinidad.

Para esta muerte voluntaria de Elisa se ha sugerido, entre otros motivos, la fidelidad a su esposo. Esta y otras cualidades que fueron percibidas como virtudes que debían adornar a una mujer romana, como la lealtad, el deber hacia la patria y la devoción por su marido, ofrecían un retrato ideal que no resulta extraño que atrajera la atención de los primeros autores cristianos. Pero, más allá de estas virtudes que forman parte del estereotipo femenino imperante en la sociedad grecorromana, que es la que nos transmite el mito, la vida de Elisa esconde elementos asombrosos. El propio hecho de que la expedición colonial fuera liderada por una mujer y el rechazo al matrimonio con Hiarbas constituyen toda una declaración de intenciones de la proyección política que Elisa anhelaba para su colonia y reflejan indirectamente sus dotes de gobierno. En realidad, la propuesta de Hiarbas se encuadra en los usos habituales en entornos coloniales, en los que, con frecuencia, las relaciones entre indígenas y colonos se consolidaban mediante matrimonios mixtos entre miembros de la élite de la colonia y de las comunidades autóctonas vecinas. Al rechazar la oferta de Hiarbas, Elisa reivindica una posición indepen- diente y autónoma para Cartago. Esta perspectiva dista mucho de la imagen ofrecida por la versión latina de la leyenda de Dido. Virgilio hace a la reina contemporánea de Eneas, el fundador de Roma; ella, locamente enamorada de él y presa de la desesperación por un amor no correspondido, se lanza a la pira. Una vez más, el retrato que finalmente se transmite de Elisa es el de una mujer que actúa como tal, es decir, guiada por las debilidades propias de su sexo, movida por la pasión, y desaparece toda huella de una reina que asumió el gobierno de una de las ciudades más destacadas del Mediterráneo occidental y cuna de una gran potencia como será Cartago.

Teuta De Iliria

Teuta fue la segunda esposa del rey de Iliria, Agron. Una vez viuda, reinó como regente entre el 231228/227 a.C., durante la minoría de edad de Pinnes, su hijastro y sucesor legítimo del rey.

Todas las fuentes datan en su reinado la muerte de un embajador romano convertida en el casus belli de la primera guerra iliria librada dos años después. Según Apiano, la petición de ayuda de Issa –la actual Vis, en Croacia–, asediada por Teuta, fue respondida por Roma con el envío de una embajada para comprobar la situación real de la ciudad. Uno de los embajadores fue muerto en un ataque de piratas ilirios a su barco y, por tanto, sin intervención directa de la reina.

Sin embargo, según Polibio, la responsable directa del homicidio fue la propia reina, a la que describe de manera profundamente crítica. En sus escritos, ella aparece como irascible y agresiva, lo cual se interpreta como un defecto de carácter alejado del ideal de actitud femenina, dulce, complaciente y subordinada, un tipo de intervención que, en una autoridad masculina, habría sido descrita como ambición o audacia política.

El relato que ofrece Polibio sobre la anécdota que causó la guerra recoge todos los elementos necesarios para demostrar que la respuesta de Roma fue la única posible ante una agresión injustificable, más aún por ser una mujer la responsable. Se legitima la intervención armada con el único propósito de trasladar la paz, la seguridad y la prosperidad al territorio ilirio y asegurar así la actividad comercial de los agentes itálicos en la zona, convertida en foco de piratería del que habían sido víctimas mercaderes itálicos. Este es el motivo de la presencia de la embajada romana.

Polibio también recoge la entrevista mantenida con la reina como un momento de gran tensión y hace recaer en Teuta el fracaso del encuentro. La reina queda descrita no solo con descalificativos directos al recordar que escuchó a los legados romanos “con un aire arrogante y altanero”. También la propia réplica de los romanos –que exigen a la reina un mayor control sobre sus súbditos– deja en el aire una acción de gobierno nefasta. Polibio acude a los tópicos asignados al comportamiento femenino para debilitar aún más la autoridad de la regente. Y así la describe en un arrebato de ira irracional propiamente femenino, tras escuchar las palabras de los embajadores. Sería ella la que ordenaría la muerte de uno de ellos que causó la declaración de guerra. Un segundo autor romano, que también imputa a Teuta la responsabilidad del enfrentamiento, fue Floro, que considera el crimen como una acción terrible, más aún por haber sido una mujer la causante de una muerte, efectuada por decapitación mediante hacha. Para acentuar la atrocidad del crimen y reforzar de este modo la legitimidad de la declaración de guerra, señala que, además de los legados, fueron asesinados los comandantes de la flota romana.

En definitiva, la propaganda romana insiste en presentar a Teuta como la instigadora de un asesi- nato, movida por sus emociones. No resulta extraño ver todos estos tópicos, empleados tradicionalmente para demostrar la debilidad del sexo, aplicados a una adversaria de Roma descalificada por ser mujer. Se buscaba así justificar los cargos contra Teuta, cuando, en realidad, su réplica a los embajadores fue razonable.

Este relato que sirvió para justificar la política expansiva de la República como guerra justa ha sido aceptado por parte de la historiografía moderna y, de hecho, es la fuente de inspiración de la imagen de la reina en representaciones artísticas, como el grabado de Augustyn Mirys, una de sus recreaciones más populares.

TRES REINAS EGIPCIAS, TRES RETRATOS DIFERENTES

Egipto nos proporciona un magnífico ejemplo del peso de la historiografía en la construcción de una imagen positiva o negativa de las reinas. En el caso de Hatshepsut, la historia no ha nacido como género literario aún y las fuentes documentales se reducen a inscripciones y a la iconografía real. No hay espacio para una interpretación de su gobierno. Las otras dos reinas ofrecen opiniones opuestas: Berenice, amante esposa y madre, es percibida de manera amable. En cambio, Roma nos ha trasladado de una adversaria peligrosa como Cleopatra una imagen

Templo de la reina Hatshepsut, en el Valle de las Reinas, Luxor construida con todos los tópicos de la mujer malvada.

La Regente Hatshepsut

Durante el Imperio Nuevo, uno de los períodos de mayor esplendor del Estado egipcio, se conservan noticias de una de las pocas mujeres que ejercieron como reinas y no consortes en Egipto. El ascenso al trono de la reina Hatshepsut fue consecuencia de la muerte de su esposo, el faraón, sin descendencia legítima. El hijo de su concubina, Tutmosis III, fue coronado siendo niño, y Hatshepsut, como esposa real, ejercerá la regencia durante los dos primeros años para pasar a adoptar la titulatura regia apoyada por el poderoso clero de Amón. De su reinado (hacia 1494 a.C.) quedan noticias como las expediciones para abrir la ruta al país de Punt –actual Somalia– tal y como queda reflejado en el templo de Deir el Bahari. A su muerte, su esposo e hijastro Tutmosis III procura borrar las huellas de su nombre y de su gobierno, pero, en algunos monumentos, Hatsehpsut aparece recibiendo del mismo dios Amón los atributos del poder real, la barba postiza y las coronas reales.

BERENICE, REINA DE EGIPTO

Berenice II (269-221 a.C.) fue la hija del rey Magas de Cirene y esposa de Ptolomeo III Evergetes. Encarna todos los ideales religiosos, políticos y artísticos clave del período ptolemaico. Fue fuente de inspiración de poetas como Calímaco, el más importante de su época, y de Catulo, quien tradujo al latín su famosa elegía

La cabellera de Berenice . Aparece como una mujer de gran fortaleza y capacidad de acción –de hecho, arregló el asesinato del marido, dispuesto por su madre, para casarse con Ptolomeo–, pero también como una mujer inocente, una ingenua llorona.

El retrato de Berenice responde a los estereotipos clásicos asociados al ideal femenino. Se presenta como una esposa virtuosa y amorosa, y la iconografía así lo refleja al retratarla rodeada de su esposo y sus seis hijos para reforzar su imagen de mujer fértil y madre ejemplar.

CLEOPATRA VII, ÚLTIMA REINA DE EGIPTO

No cabe duda de que la reina más famosa de la Antigüedad, hasta el punto de convertirse en el símbolo del poder femenino, es la egipcia Cleopatra (69-30 a.C.), última reina del Egipto ptolemaico antes de que pasara a ser una provincia del Imperio romano.

De ascendencia lágida y, por tanto, de origen griego, su poder queda legitimado por su naturaleza divina. En efecto, los lágidas mantuvieron el uso egipcio del incesto, pues el rey solo podía tomar como esposa a una mujer de su misma naturaleza divina. Así, Cleo- patra VII, con 18 años, se convirtió en esposa de su hermano Ptolomeo XIII, de 10 años, y legítimo heredero al trono.

El retrato que nos ofrecen las fuentes romanas se detiene con mayor detalle en su relación con los políticos más poderosos de la Roma del momento: Julio César, su previsto heredero Marco Antonio y su definitivo sucesor, Octavio Augusto. Conocemos, por tanto, su figura a partir de la mirada de sus enemigos políticos y, en consecuencia, aparece como una mujer peligrosa, ambiciosa, manipuladora, capaz de emplear su atractivo físico y su sensualidad para lograr sus objetivos. Su retrato de mujer fatal, entregada al placer, venía además avalado por su carácter de reina oriental y acompañado de anécdotas que demostraban su gusto por el lujo y el exceso. La propaganda romana no dudaba en descalificarla como meretriz, cortesana, la vergüenza del Nilo. No se conocen sus rasgos físicos, salvo el tamaño de su nariz y su pequeña estatura, tan reducida como para presentarse ante César oculta en una alfombra transportada por uno de sus sirvientes. No parece que su belleza fuera tan espectacular como recogen las fuentes, pero se resalta sobre todo para explicar el irresistible atractivo que ejerció sobre los líderes romanos, convertidos en amantes, como César y Marco Antonio. Esa preocupación por su apariencia externa tenía más de lenguaje político que de coquetería femenina, pues era la apropiada a una reina egipcia y servía para identificarla con la diosa

Isis o con Afrodita, es decir, con los faraones y las divinidades griegas. Sus elecciones vitales nos permiten reconocer a una mujer que, lejos de ser frívola, caprichosa y casquivana, poseía grandes habilidades políticas y que empleó todos los instrumentos a su alcance en beneficio de su reino. Las relaciones amorosas formaron también parte de esas estrategias políticas encaminadas a preservar la independencia de Egipto frente a la expansión romana por el Mediterráneo.

La relación sentimental de Cleopatra con Julio César culminó con el nacimiento de Cesarión, al que el dictador nunca reconoció como hijo, pues las consecuencias políticas habrían sido terribles. Durante esta etapa, Cleopatra se trasladó incluso a vivir a Roma durante un año y medio, aunque tras el asesinato de César volvió a su reino.

La relación sentimental con Marco Antonio fue mucho más sólida y acontece en el seno de los enfrentamientos entre los sucesores de César. Cleopatra toma partido por él, y su unión también tuvo pronto como fruto el nacimiento de sus hijos gemelos, Ptolomeo Helio y Cleopatra Selene. Al margen de la relación sentimental, esta alianza buscaba preservar la independencia de Egipto y el reconocimiento de Cesarión como hijo del dictador asesinado. Marco Antonio, no obstante, no quiso transgredir los usos romanos y, una vez viudo, en lugar de contraer matrimonio con la reina, tomó como esposa a Octavia, la hermana de su enemigo, para sellar de este modo una alianza útil para su futuro político. La imagen de esa Cleopatra sensual y lasciva servía para realzar aún más la de Octavia, matrona no solo bella, sino virtuosa y esposa modélica, ejemplo de mujer romana frente a los vicios de la amante oriental.

A pesar de ello, Cleopatra mantuvo su apoyo al triunviro, y de este último encuentro nacería su tercer hijo, Ptolomeo Filadelfo. La campaña de descrédito en Roma hacia Marco Antonio fue cada vez mayor y culminó con la declaración de guerra, no contra el líder romano, sino contra la reina, a la que se acusó de ansiar el dominio de Oriente. El combate final entre ambos bandos, por un lado, Octavio Augusto, futuro emperador, y, por otro, Marco Antonio y Cleopatra, se libró en la batalla de Actium, al sur de Grecia, en septiembre del año 31 d.C. Cleopatra, derrotada, procuró poner a salvo a sus hijos y, tras el suicidio de su amante, murió con toda la dignidad de una reina lágida, exhibiendo los símbolos faraónicos y griegos. La muerte con mordedura de un áspid, en el año 30, tampoco parece una elec- ción casual, dado el simbolismo de la serpiente, atributo habitual en la corona real egipcia, a modo de protección contra los enemigos del faraón.

CONCLUSIONES:

REINAS VIRTUOSAS, REINAS MALVADAS

Este breve repaso por algunas de las reinas más famosas del mundo mediterráneo antiguo permite comprobar que la imagen que nos ofrecen las fuentes grecorromanas deriva del cumplimiento o no de los roles tradicionales femeninos. Aquellas reinas que mantuvieron un comportamiento discreto y dentro de la esfera privada, acompañando como consorte al varón, aparecen descritas como mujeres virtuosas. Aquellas otras que participaron activamente en el escenario político, en igualdad con los líderes varones, fueron perci-

La muerte de Cleopatra, de German von Bohn (1841). Musee des Beaux-Arts, Nantes, Francia bidas como mujeres que, en sus decisiones, muestran la debilidad connatural a su sexo. Al criticar su gobierno, también se confirmaba cuál era el papel adecuado para las mujeres y se contribuía así a perpetuar la función de las mujeres según los paradigmas patriarcales del mundo grecorromano.

Bibliograf A

> S. B. POMEROY, Diosas, rameras, esposas y esclavas: mujeres en la Antigüedad clásica, Akal, Madrid 1987.

> Women in Hellenistic Egypt: from Alexander to Cleopatra, New Publisher, Nueva York 1984.