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así DeBían mirar a Los Leprosos Sebastián Castro T

Así debían mirar a los leprosos

Sebastián Castro T.

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Medellín

Lugar de nacimiento: Clínica León XIII de Medellín. Escenario de crecimiento: una calle de la Comuna 13 a finales de los 90. Lugar de encierro pandémico: una habitación en un morro con vista al Valle de Aburrá. Oficios durante la Pandemia: pensar qué hacer y no saber, editar y corregir –cuando ha habido trabajo–, tratar de escribir, bandear la convivencia, hacer filas en el D1, sufrir el desgobierno nacional y el neoliberalismo mundial, ver pasar aguaceros y evocar bares muertos.

No podía aguantar más. Por fortuna, él era de sueño pesado. Entredormido, le dijo que dejara la bulla. Ella balbuceó que tenía hambre y ya iba a hacer el desayuno, que la perdonara y siguiera durmiendo. Empacó lo que pudo y no encontró plata, tendría que llamar a su mamá. Se puso las botas y salió de la habitación. Cogió un cuchillo de la cocina y antes de ponerse en marcha le chuzó las llantas a la moto, luego se fue. Al principio, caminando con cuidado, haciendo callar a los perros con sus caricias, pidiéndole a las gallinas que no cacarearan y a las vacas que mugieran pasito. Le pareció que hasta la hierba seca quería delatarla, pues crujía ruidosamente bajo sus pies. Cuando la cabaña empezó a verse pequeña y el sol a rayar, echó a correr despavorida montaña abajo, temiendo que él se despertara y saliera, furioso, a buscarla. No me puede encontrar, se repetía. Algo se le abría entre las costillas y el aire le faltaba, pero igual corría. Tenía que poner toda la distancia del mundo entre ellos.

No, mijita, no le puedo ayudar, váyase más bien, qué pena, le dijo la anciana desde la puerta, reteniendo al perro. Veía el chocolate en el fogón y a los niños en las ventanas.

SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO

Venga, señora, deme aunque sea un vasito de agua. ¿No me puede regalar un minuto a celular? No, mijita, no, váyase, vea como está este animal. Era la única casa que había entre la cabaña de él y la carretera que bajaba al pueblo, a dos horas de camino. ¿Cómo me metí por acá? Se preguntaba al sentir en el rechazo lo lejos que había vivido de cualquier otro durante los últimos meses y contemplar con angustia la idea que antes le había parecido maravillosa: estaban solos en esas montañas.

Siguió caminando y miró con rabia su celular, que no encendía. Necesito llamar a mi mamá, era el pensamiento que le obsesionaba ahora. Volvió la vista a la casa de la vieja y vio a los tres niños que la seguían por trechos, espiándola. Cuchicheaban entre ellos y había un miedo morboso en sus ojos; así debían mirar a los leprosos, se le ocurrió.

Salió de la trocha de la vereda a la carretera destapada del pueblo. Arrastraba los pies por el cansancio y el polvo se levantaba tras ella. No había un alma. Al llegar a una curva pronunciada, distinguió el pueblo encajonado en un vallecito de la cordillera y vio en la otra curva a dos policías custodiando unas vallas que cortaban el camino. Aligeró el paso queriendo encontrarlos, pero le pesaron las piernas al sentir esa mirada.

—No pase de ahí. ¿De dónde viene y para dónde va?

—De la vereda de arriba, voy para el pueblo. Necesito coger un bus, irme hoy. ¿Ustedes tendrán un minuto a celular que me puedan regalar?

—Ramírez, ¿le podemos regalar un minutico a la niña?

ASÍ DEBÍAN MIRAR A LOS LEPROSOS

—No, mi cabo, ni tapabocas tiene. Nos contagia y a todo el pueblo y ahí sí, jodidos.

—Ya ve, niña, ni el minuto ni menos la podemos dejar pasar. ¿Y para dónde se tiene que ir? No tiene acento de por aquí, ¿de dónde será, Ramírez?

—Soy de Bogotá.

—En un bosque de la China, la chinita se perdió.

—Necesito que me ayuden, no puedo volver por allá arriba.

—Pues no hay nada que hacer, ¿se registró por internet para viajar?

—No.

—Haga eso primero y entonces viene, y no deje el tapabocas. Devuélvase ya para que no la coja la noche. Maluco que le pasara algo.

Vio que los ojos les brillaban; ya no era una leprosa. Tuvo el impulso de pelear, de quedarse ahí hasta que la dejaran pasar, pero ¿y si le hacían algo? Pensó en él y le ardieron de antemano los golpes. No podía quedarse ni seguir. Tenía la garganta seca, el sol quemaba. Pronto sería mediodía y no había desayunado. Se llevó la mano al pecho. Giró sobre sí y anduvo.

—Hágale, mi amor, que caminando por ahí llega la otra semana a Bogotá.

Sintió las risas cayéndole como pedradas.