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agravio

Diana Vela

Pereira

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Ganadora segundo puesto

Estudió Comunicación en la Universidad de Lima. Obtuvo una beca para realizar una maestría y doctorado en Literatura Hispanoamericana en University at Buffalo, Nueva York. Vive en Colombia desde el año 2009 y en la actualidad es profesora en la Universidad Tecnológica de Pereira.

Cuando la conocí me pareció arrogante. Abrí la puerta y la encontré, revista en mano, en un sillón de la sala. “Te presento a Priscila”, expresó doña Gloria, la casera de la pensión donde me alojaba. Sin descargar el morral, me acerqué a saludarla. No respondió a mi saludo, tampoco me devolvió la mirada. Sus ojos permanecieron anclados en la distancia.

La madre de Priscila es una mujer de nariz diminuta y gestos moderados. El padre, un sujeto de brazos largos y carraspera desagradable. Priscila tiene dos hermanas menores, mellizas. Doña Gloria vive al frente, y recibe un dinero por cuidarla. Ella me cuenta que cuando Priscila iba con su madre a mercar, incomodaba a los muchachos de su edad con quienes se cruzaba porque se les quedaba mirando sin pena y por largo rato. Me cuenta además que en misa, rompía a llorar durante la liturgia, y no permitía comulgar en paz.

Por las mañanas, las mellizas llevaban a su hermana a casa de doña Gloria. Priscila se acomodaba en el sillón, recibía de la casera una revista abierta y empezaba a ondear una hoja con parsimonia. El vaivén de aquella página, que era siempre la misma página, acompañaba el paso de las horas. Al regresar de la universidad la encontraba sumergida en aquel rito, sosteniendo una esquina del papel brillante con el índice y el pulgar.

SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO

Priscila aprendió a reconocerme, e incluso a pronunciar mi nombre; y yo me acostumbré, de algún modo, a su discreta compañía. En ocasiones sin embargo, padecía el malestar de aquellos adolescentes tomados por sorpresa en el supermercado: cuando los ojos de Priscila se clavan en ti no tienen piedad.

Cada año, la madre de Priscila visita a unos familiares fuera de la ciudad y deja a su hija al cuidado de doña Gloria por más tiempo. Una noche advertí en Priscila un matiz inusual: un trazo oscuro delineaba sus párpados, un extraño fulgor decoraba sus labios. “Sus hermanas la pusieron bonita”, bromeó la casera. De repente, timbraron. Eran las mellizas, y al verlas, Priscila gritó. Me volví con todo el cuerpo. La revista yacía en el piso, lágrimas negras surcaban sus pómulos. Flanqueada por sus custodias, fue dirigida hacia la puerta. “Es una crisis por los fármacos”, minimizó la casera. Pero yo no pude olvidar que cuando se la llevaban, Priscila apretaba los puños. Recogí la revista y me fui a mi habitación.

Días después, doña Gloria me hizo una confidencia. Esa mañana, al notar que las muchachas demoraban, se asomó por la puerta y sufrió un sobresalto: vio a Priscila, con el torso descubierto, en el ventanal de su casa. Doña Gloria se abalanzó a la calle como si fuese a contener un incendio, pero se detuvo en seco: unos brazos largos surgieron detrás de la cortina y apartaron a la joven con fuerza.

AGRAVIO

Yo había escuchado que las personas como Priscila al experimentar la tormenta hormonal de la adolescencia exhibían comportamientos inusitados como bajarse los pantalones en público. Y aunque intentaba no pensar en ello, me descubría imaginando cómo habría transcurrido esa mañana en la casa vecina. El padre desayunaría indiferente al trajín que ocupaba a sus hijas: una alistaría la bañera para Priscila, otra correría a escogerle el atuendo. Mientras tanto, Priscila se escabullía detrás de la cortina y se quitaba la ropa de cara al ventanal.

Una noche me quedé hasta tarde estudiando en la universidad. Estaba acostumbrada a que nadie se ofreciera a acompañarme; por fortuna, la pensión quedaba solo a unas cuadras. Con las llaves en la mano tomé el único andén iluminado, aceleré el paso por el parque y atravesé corriendo la curva final. Cuando estaba por abrir la cerradura volteé a mirar la casa de enfrente. Las luces apagadas, las cortinas cerradas, la atmósfera de calma que envuelve a un hogar cuando todos descansan. Crucé la calle y escuché, desde el cuarto de Priscila, un gemido femenino, familiar. Alcancé a ruborizarme cuando de repente, el sonido de la carraspera me turbó. Hacía tiempo que no recordaba el espanto: la penumbra de mi habitación infantil, el crujir de la litera, el cuerpo de mi padre aplastándome. Entonces se me vinieron las arcadas.