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Mentira del Hombre
from MENTIRA DEL HOMBRE
by bibliosabon
M E N T I R A D E L H O M B R E
Aldo estaba cansado. De la vida. Entró en la habitación y se sorprendió de la tranquilidad pocas veces conocida por aquella estancia, más acostumbrada al jaleo provocado por la panda de imberbes maleducados que en ella descansaban. Se sorprendió de que ninguno de sus compañeros estuviera allí, lo que le produjo una leve sensación de felicidad. Pensó que sería un buen momento para sacar uno de los libros que prudentemente escondía en el hueco que quedaba entre el suelo y su mesilla de noche. No era la primera vez que le destrozaban algo. Se tiró directamente sobre la colcha que recubría la cama y se puso a leer. Sin haber siquiera alcanzado la mitad del poema que ya conocía de memoria, se quedó dormido.
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¿Pero este tío tiene quince años o solo cinco? Un fuerte estruendo y un vocerío que cada vez se escuchaba con más fuerza hicieron que Aldo se despertase sobresaltado. Algo sucedía. Antes incluso de que alcanzara a incorporarse, un peso enorme cayó sobre sus piernas. A Gordo, uno de sus compañeros, no se le había ocurrido mejor idea que tirarse en plancha encima de Aldo, con el único objetivo de molestarle.
—Buenos días, princesita. Aquí está tu príncipe azul —dijo el chaval dirigiéndose a Aldo con los labios en posición de besar, mientras el resto de integrantes del grupo se reían a carcajadas. ¿Qué narices les había hecho él para que la tomaran consigo? —Aparta de ahí, zopenco —le espetó Aldo al otro, a la vez que lo empujaba para que se quitase de encima y librara de una vez sus piernas—, ya os podíais haber quedado perdidos un rato más… O para siempre. —Sí, hombre, sí. Si quieres nos presentamos delante de nuestros padres después de tres meses en ropa deportiva y sudados —respondió uno de los compañeros que se encontraba al fondo del amplio cuarto, preparando las cosas para ir a ducharse. —Como él no tiene que prepararse porque nunca juega al fútbol, lo único que hace es leer y no relacionarse con nadie —dijo otro, intentando continuar con la gracia, aunque ya nadie le hizo caso, pues tenían prisa por arreglarse.
Tampoco Aldo alcanzó a escuchar el último intento de ofensa hacia él. ¿Cómo era posible que se hubiera olvidado?, si era el día que más odiaba de todo año. Se puso de rodillas sobre la cama y se giró para mirar por la ventana. No pudo ver nada, la oscuridad de esa tarde hibernal inundaba ya todo el ambiente, y los árboles de los bosques que rodeaban los terrenos del internado se movían con total 1
libertad, solo supeditados a la naturaleza. ¡Cuánto le gustaría a él poder sentirse así! Empezó a notar que los primeros de sus colegas estaban ya preparados y empezaron a salir de la habitación. Decidió, muy a su pesar, que él también debía darse una ducha y bajar a cenar, pues el hambre que tenía era superior a la congoja que sentía en esas fechas de tan infausto recuerdo para él.
En cuanto se situó en el último tramo de escaleras que daba al vestíbulo de la escuela, Aldo no pudo reprimir un gruñido al encontrarse, como cada año, con el ambiente festivo de los cientos de alumnos reencontrándose con sus parientes tras meses sin mantener ningún contacto. Todo eran besos, abrazos… Alegría desbordante por todas partes. Para él no. ¿Cómo iba a ser feliz si se cumplían dos años ya?
El último viernes dos semanas antes de Navidad, era habitual en el internado que los padres de los alumnos matriculados cenaran con ellos para transmitirles ánimo de cara a los últimos exámenes que debían realizar. El joven Aldo, que llevaba ya dos años internado en esa escuela, no podía disimular las ganas que tenía de volver a reunirse con ellos. O al menos con su padre, ya que su madre ocupaba un importante puesto de una gran empresa y pasaba gran parte del año viajando. No sabía si iba a aparecer. Las clases se le hacían interminables aquella mañana, incluso la de Literatura, que era su asignatura favorita. Cuando llegó la noche, sus padres le esperaban ya en una de las mesas que los trabajadores de servicios de la escuela habían preparado meticulosamente. Los abrazó, todo el mundo lo hacía; esa vergüenza típica de los adolescentes desaparecía en cada uno de los alumnos del internado. Cenaron juntos y entablaron una conversación. Hablaron de todo.
—Bueno, hijo, tu padre y yo tenemos una buena noticia que darte —dijo Clara en un momento dado de la cena—. En la empresa me han ascendido y, a partir del año que viene, no voy a tener que viajar. —Además de que te suben mucho el sueldo —interrumpió Roberto, aunque Aldo no prestó atención a ese comentario de su padre empresario, porque los sueldos de sus casas, como los de todas las personas que se encontraban allí reunidas, eran muy elevados. —Jo, mamá, ¡qué bien! La verdad que hoy estuve dudando si podrías llegar o no… Así no tendré que estar preocupado por si estás de viaje—. Los tres se echaron a reír. —Pues eso no es lo mejor de todo —dijo Clara—, como voy a vivir siempre en casa hemos decidido que tu regalo de este año sea un perro. Siempre lo has estado pidiendo.
Aldo se puso contentísimo, estaba rebosante de felicidad. En ese instante, Gordo, uno de sus mejores amigos, apareció en la mesa y le dijo que tenían que ir a la habitación. El hermano de Mateo había conseguido pasar una consola portátil. Estaban prohibidas. En cuanto acabó la cena, Aldo se despidió rápidamente de sus padres. Ya los vería dos semanas después. ¡Qué bien lo pasaron con los videojuegos! Estuvieron hasta altas horas de la madrugada jugando. En un momento dado, escucharon que alguien subía. Se metieron en las camas y se hicieron los dormidos. La puerta de la habitación se abrió y Aldo notó como alguien se paraba a su lado. El director de la escuela le despertó, aunque ya lo estaba. Le pidió que se vistiera y saliera con él. ¿Qué querría? Notó como sus compañeros estaban atentos a lo que ocurría. Aldo no volvió a la escuela hasta una semana después de aquella noche. Cuando regresaban del colegio, sus padres habían fallecido en un accidente de tráfico al chocar contra un muro. La versión oficial: ninguna. La carretera estaba mojada, estaba completamente oscuro… Fueron los servicios 2
sociales los que se hicieron cargo de Aldo. No tenía ningún familiar cercano. No tenía abuelos y sus padres eran hijos únicos. Un juez decidió que debía vivir internado en el mismo colegio hasta que tuviera la edad suficiente para decidir su futuro y la fortuna de sus padres se utilizaría para saldar las cuentas pendientes que tenían con Hacienda y los empleados de la empresa de su padre, además de para pagar los gastos de estar internado en el colegio. Todo había cambiado: sus amigos, a mandato de sus padres, empezaron a darle la espalda, porque no podía tener en su pandilla a un huérfano y, más importante, pobre. No se lo podía creer. ¡Así que así eran los ricos! Aldo se había quedado solo con trece años. No volvería a ser feliz nunca más.
Aldo se abrió paso entre todas las personas que se amontonaban en el comedor. Dos años atrás estaba buscando la mesa donde estaban sus padres. Ahora buscaba una libre, donde no le molestaran y poder marcharse lo antes posible. Encontró una libre y se sentó. Algunos ya habían empezado a cenar, otros simplemente charlaban y los menos todavía buscaban un sitio donde acomodarse. Vio pasar a Guillermo agarrado del brazo de su madre. ¡Eran los dos igual de idiotas! Si la situación ya no era lo suficientemente difícil para él, ver a esos falsos creyéndose superiores al mundo le producía unas ganas inmensas de ponerse a llorar de impotencia. Fue entonces cuando en la mesa de enfrente la vio a ella, Marta, una chica algo menos de dos años menor que él y que le gustaba desde que había ingresado en el internado. Era guapísima, y, de las pocas veces que había estado cerca de ella, se había dado cuenta de que le encantaba su manera de ser. A su lado estaba una mujer que le pareció muy guapa también, sin duda debía ser la madre Marta. Al padre no le podía ver la cara, debido a que le daba la espalda. Por un momento había olvidado todo el dolor y la rabia que sentía. En cuanto acabó de cenar, se levantó de la mesa y se marchó. No tenía ganas de escuchar el sermón del director diciendo felicitando las fiestas, dando ánimos y recordando lo mucho que vale la pena el dineral que cada mes pagaban los allí presentes.
Cualquiera que lo hubiera visto salir debería haberlo parado. Nadie podía estar en otro lugar que en el comedor durante la cena. Sin embargo, nadie lo frenó. Aldo, en lugar de subir a la habitación, se dispuso a salir por la puerta principal del colegio. Recorrió todo el jardín y se paró frente a un tramo de la valla que delimitaba el perímetro de la escuela. El ambiente era tal como se lo había imaginado cuando había estado mirando por la ventana: hacía frío, soplaba el viento y la humedad no era semejante a la que estaba acostumbrado a encontrarse. Le gustaba. No dudó en salir de la escuela. No era la primera vez que lo hacía; desde la muerte de sus padres había cogido por costumbre saltarse las normas. Al principio lo hacía por el día, simplemente por alejarse del internado. Pero cuando descubrió que le encantaba pasarse el día recorriendo el bosque, empezó a escaparse incluso las noches que se sentía más agobiado. A eso iba en ese momento, se incorporó a la carretera que tenía como fin el portalón del internado y anduvo en sentido contrario hasta que lo encontró: el camino que se adentraba entre los árboles. Cuando estaba a punto de cogerlo, Aldo escuchó una voz a sus espaldas. No se lo podía creer. Era Marta. Y sabía su nombre.
—Hola. Perdona el susto —dijo la muchacha con una voz que a Aldo le pareció preciosa. Se dio cuenta de que nunca la había escuchado hablar. —Hola —fue lo único que atisbó a decir el chico. —He visto que salías y te he seguido. Necesitaba librarme un rato de mis padres. Para una vez que los veo, no paran de darme la tabarra. ¿Adónde ibas?
—A dar una vuelta. ¿Quieres venir? —¿Por el medio del bosque de noche? ¿Y si hay animales peligrosos? —Ya lo he hecho más veces. Sígueme y ya vamos para el colegio.
Aldo no había sido tan feliz en mucho tiempo como lo estaba siendo en ese paseo. Descubrió, hablando con Marta, que tenían multitud de gustos en común. Se le hizo cortísimo. Sin haberse dado cuenta, habían alcanzado el camino que les devolvía a la carretera. ¿Cómo era posible? Si ni siquiera había prestado atención al camino. Justo antes de saltar de nuevo la valla, la muchacha cogió a Aldo del brazo.
—¿Sabes lo que significa tu nombre? —No —la verdad es que nunca lo había pensado—, ¿qué significa? —«Aquel que tiene experiencia» —explicó Marta. —No sé entonces si me pega muy bien. —Tal y como te has controlado por el sendero solo con la luz de una linterna, ya te digo yo que sí.
Entonces, ella también lo había notado. Sí que debía haberlo hecho bien.
—Cuando no tienes amigos, intentas matar el tiempo y… —no pudo acabar. Marta lo interrumpió. —No entiendo por qué se meten contigo. Me has caído genial.
Dicho lo cual, ambos jóvenes decidieron regresar a sus habitaciones. Aldo estaba exultante, habían decidido retomar el paseo en otro momento. Ya nada podía bajarlo de la nube en la que se encontraba. Sus compañeros de cuarto ya estaban dormidos cuando él entró. Se desvistió y se metió en la cama. Notó, al apoyar su cabeza sobre la almohada, que el tacto no era el mismo de siempre. Al palpar, encontró una nota. Dado que la luz era ínfima, se dispuso a buscar la linterna que había portado durante su paseo con Marta. En cuanto la encontró, se cubrió el cuerpo completo con las sábanas y la encendió. No le apetecía aguantar a ninguno de sus compañeros si los despertaba. Leyó la nota. Lo que ponía en ella le estremeció: «Tus padres no murieron como tú piensas. Yo los maté. Tendrás noticias de mí». ¡Serían cabrones esos compañeros suyos! ¡Esta vez se han pasado! Pero el entusiasmo de Aldo por su encuentro con Marta no le permitió reaccionar como lo hubiera hecho en cualquier otra ocasión… Se durmió y olvidó la bromita.
Los días siguientes Aldo parecía una nueva persona. Su forma de ser tan arisca y borde había desaparecido y, aunque seguía sin relacionarse con nadie, los paseos con Marta se habían convertido casi en diarios, en los que habían comenzado a demostrarse ligeramente su amor. La semana de Navidad, el internado se quedaba prácticamente vacío. Gran parte de los alumnos viajaban a sus casas durante las vacaciones. Pero Aldo no tenía otro sitio al que ir, aunque debía reconocer que era su época favorita para estar en internado, porque tenía la habitación completamente libre.
El día de Navidad, Aldo recibía un regalo de la dirección de la escuela: material escolar, prendas
de ropa y, con suerte, algún libro. Meros detalles. Sin embargo, ese año al levantarse, el conserje lo recibió con un paquete más del que esperaba. ¡Marta le había enviado algo! Redujo a tiras el papel de regalo, para descubrir un cuaderno. Lo abrió y encontró escrito un enigmático mensaje: «esta noche, a las nueve. En el lugar en el que antaño protegían lo verde vigilando lo azul». ¿¡Dónde protegían lo verde vigilando lo azul!? Repentinamente se dio cuenta, casi sin pensarlo, del lugar al que se refería Marta: la antigua batería militar del pueblo, convertida ahora en un parque forestal. ¿Pero por qué lo había citado Marta expresándose de esa manera? Seguro que por si alguien revisaba el paquete. ¡Qué lista era! Lo que más intrigaba al muchacho era conocer el motivo por el que su novia. quería reunirse con él. ¿Y si había decidido ir un paso más en su relación y…? Esa misma noche lo sabría.
Una hora antes de la cita, Aldo ya estaba preparado para cruzar, una vez más, los amplios jardines del recinto y dejar atrás la valla de la escuela. Debía hacerlo con más cuidado que nunca, porque era de los pocos alumnos que quedaban en la escuela y podían echarle de menos con más facilidad. Lo consiguió. Cogió la carretera y se paró en un punto que lo adentraba en el bosque y que le serviría de atajo para alcanzar el monte. En cuanto lo hizo se quedó embelesado por las magníficas vistas nocturnas que le ofrecía aquel lugar: la inmensidad del Atlántico se veía a lo lejos. Recorrió varios lugares del parque sin coincidir con Marta. Fue entonces cuando se acordó que la planta subterránea del antiguo edificio militar era utilizada por jóvenes enamorados para reunirse en un lugar tranquilo. Aldo sintió miedo de tener que adentrarse en aquel lugar. Encendió la linterna y vio una estrechísima escalera de caracol. Las paredes de piedra estaban recubiertas por grafitis. Desde luego aquel no era un lugar precisamente romántico. Cuando acabó de bajar las escaleras, se topó con unos estrechos pasillos, repletos de basura y en condiciones deplorables. Llamó a Marta. La única respuesta que recibió fue el escalofrío que recorrió su cuerpo cuando notó que una mano se posaba sobre su hombro. Se giró sobresaltado y apuntó con la linterna. Allí no estaba Marta. Un hombre era el que le había tocado. Aldo comenzó a alejarse de aquel hombre caminando de espaldas, lo que hizo que cada vez se adentrara más en las ruinas.
—Aldo, Aldo… Así que has aparecido —comenzó a hablar el hombre—, pensé que serías un poco más comedido.
El joven se asustó todavía más. ¿Cómo sabía aquel extraño su nombre? ¿Qué quería de él?
—¡Te creíste que era Marta la que te había dejado el regalo! —prosiguió el hombre—, eres un iluso.
—¿Dónde está Marta? No le habrás hecho nada —dijo alterado Aldo. —En absoluto. Está perfectamente. Mejor que tus padres, seguro.
Aldo no entendía nada. El miedo que sentía se estaba convirtiendo en rabia. ¿Era ese hombre había dejado el regalo…? ¿La nota incluso? quien le
—Yo fui quien te dejó la nota el día de la cena en el colegio. Yo fui el que mandó al conserje que te diera mi regalo de Navidad. Y, lo más importante de todo, yo fui quien mató a tus padres. —¡Mis padres murieron en un accidente de tráfico! —respondió Aldo completamente enervado.
—¿Provocado por un despiste? ¿Porque la carretera estaba mojada quizá? No. Yo truqué los su coche para que ocurriera exactamente lo que pasó. frenos de
El muchacho no podía creer la situación que estaba viviendo. No tenía ninguna razón por la que aquello era mentira: ninguna persona en sus cabales se inventaría algo así. que creer
—Y la razón porque lo hice es muy sencilla —se puso a contar el desconocido —: Mi mujer y yo tuvimos un hijo y todo iba perfecto hasta que, después del parto, una enfermera del hospital nos dijo que nuestro hijo había muerto. Una nueva familia rica se mudó al pueblo justo en esas fechas, porque querían un lugar tranquilo para criar a su bebé. Había nacido el mismo día que el nuestro. La misma enfermera que nos dio la terrible noticia se presentó, ya jubilada, hace un par de años en nuestra casa y nos contó que esa nueva familia la había amenazado si no conseguía un bebé para ellos. Lo hizo. Ese bebé eras tú, Aldo.
A Aldo le temblaba todo el cuerpo, pero ya no por el miedo, sino porque la furia se había dominado de él. Sin pensarlo, se agachó y cogió una piedra bastante grande con la que se había tropezado antes. Se la lanzó al hombre a la cabeza. Un segundo después, se le cayó el mundo encima. ¡Había matado a ese hombre! A pesar de que no podía pensar, Aldo recordó los errores que habían cometido los asesinos de los libros que leía. Recogió la piedra que le había lanzado al hombre y se escapó. Corrió hacia el colegio como nunca antes lo había hecho. Nadie podía saber que había estado allí.
Los días siguientes, Aldo intentó seguir con su vida lo más tranquilamente posible. De momento no había llegado a sus oídos ninguna noticia sobre algún cadáver, esperaba que así siguiera siendo. Para desdicha de nuestro protagonista, unos días después había un gran revuelo en el internado, a pesar de la poca gente que había: un cadáver había aparecido en el parque forestal del pueblo. Se hizo con un periódico en cuanto pudo. En la imagen que ilustraba la noticia principal del diario estaban Marta y su madre, llorando la muerte del padre. Aldo comenzó a temblar como justo después de haber matado al extraño hombre. ¡A su padre! ¡Al padre de su novia, su hermana! Subió corriendo a la habitación, abrió la ventana y, justo antes de precipitarse por ella, pensó en que su vida era toda una mentira, en que no había conocido a las personas que más quería. Mientras caía, resonó en su cabeza aquel poema que tantas veces había leído:
Un poderoso pensamiento de una tristeza elegida entre piedras, alzada como brutal raíz que crece hacia los aires, que enreda sus tentáculos entre nubes, por sostener un tronco, un doloroso tronco que crece contra erra, como boca mordiente que chirría de vidrios y suelta sangre sucia, coagulada crujiendo. Todo, todo es men ra. Hombre que nunca existe. Sombra que nunca existe. Tierra o vago ves do que una mano abandona.