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Captura y muerte de los insurgentes

La noche del domingo 21 de marzo de 1811, en Acatita de Baján, se velaba el cuerpo de Indalecio Allende, víctima de una descarga hecha al carruaje en que viajaba al lado de su padre Ignacio, ordenada por Ignacio Elizondo, autor de la emboscada que, unas horas antes, había terminado con la captura de los principales jefes Insurgentes y más de mil prisioneros.

Dos días después de la llegada de los reos, Salcedo procedió a nombrar una junta militar a la cual debía pasar el instructor las declaraciones de los prisioneros, de tres en tres, para que en el mismo orden fueran sentenciados, recomendándoles la mayor brevedad posible. El 6 de mayo se comisionó a Ángel Abella, administrador de correos, para que formara los procesos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez. Sin más diligencias que tomar la declaración de los presos, el Consejo de Guerra pronunció las sentencias: “ser pasados por las armas del modo más ignominioso, con la confiscación de sus bienes y trascendencia de infamia a sus hijos varones, si los tuvieren, y demás que de ella resulta conforme a las leyes de la materia”. A las seis de la mañana del día 25 de junio, Abella se presentó en el calabozo de Allende, y haciéndolo poner de rodillas le leyó la sentencia, llamó a un confesor para que lo preparara, y minutos después hizo lo mismo con Juan Aldama, Mariano Jiménez y Manuel Santa María.

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El miércoles 26 de junio de 1811, a la misma hora de la mañana, llegó el momento de cumplir la sentencia, “se oyeron toques de clarines, el redoblar de los tambores y las voces de mando que indicaban un gran movimiento de tropas, mientras las campanas de los templos con sus lúgubres tañidos anunciaban al vecindario de Chihuahua que los caudillos serían fusilados”. Sin quitarles los grilletes y las esposas, fueron conducidos a la plaza de San Felipe donde ya se encontraban listos los pelotones de ejecución, formados a sólo tres pasos de los banquillos en que serían sacrificados.