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Retroceda, mire y recuerde

Nosotros, los de entonces, nos aferrábamos a todo lo que pudiera representar una brecha, una esperanza. Ciertas cosas, ciertos lugares, ciertos sonidos fueron a la vez tabla de salvación y botella lanzada al mar; mensaje para ver si alguien más... para ver si éramos más. Para ver si éramos muchos.

Y lo éramos.

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Sobre todo si escuchábamos juntos a Schwenke y Nilo, al Santiago, a Moraga, a Gatti, al grupo Abril... Mirando esos años a la distancia, me vuelvo a sentir envuelta no solo por los sonidos, sino por esa atmósfera mezcla de temor, complicidad, ansiedad y alegría por compartir unas horas que parecían hacernos estar en otro país. En esa atmósfera que se vivía en el Café del Cerro pasé tardes y noches reporteando y ejerciendo la amistad.

Este libro, con esta memoria y esta historia, fue pensado hace ya varios años. En un auto y en un infausto momento. Con Mario Navarro y Maggie Kusch -sus creadores, dueños, gestores y alma- íbamos camino a Concón, a despedir en su forma física a Nelson Schwenke. Y entonces pensamos que la mejor manera de honrarlo era plasmar en un libro la historia del Café. Ese lugar que nació del empuje de ellos, entonces una pareja extremadamente joven que enfrentó la crisis económica y la censura, el temor y las amenazas, venciéndolas, y que se transformó en un espacio legendario donde tantos, como Schwenke y Nilo, encontraron una casa.

Se sabe que la memoria es subjetiva. Que guarda y desecha al igual que hacemos cuando ordenamos cajones.

Con esa idea comencé este libro. Las más de cien entrevistas realizadas entre parte de los que vivimos esos años arrimados a la calidez del Café, ayudaron a que se despejara esa nebulosa en

“El juego de la luz y la sombra, la sensación del o la paseante que pasa por ahí haciendo revivir la obra. Todo este libro es eso: un revisitar desde el presente, con las luces y sombras del recuerdo”. MEM

que los recuerdos se confunden. Aferrándonos a lo bueno de una época, dejando de lado lo que atentaba contra nuestras vidas. El recuerdo falla, a veces, en los datos, las fechas. Ahí entró a tallar la prensa, que siguió al Café desde sus primeros días y que ayudó a despejar posibles errores. En lo que no falla es en la emocionalidad y la reflexión asociada a los hechos. Y esa densa capa es la que da sustento a esta investigación.

Mirar hacia atrás implica escudriñar un pasado iluminado por el presente. Es un ejercicio de espejos que, en este caso, tomó mucho tiempo, mucho más que el pensado en un inicio, dada la vastedad de fuentes -documentales y vivas- que implicó la investigación. Como de una caja encantada, la reconstrucción de la cartelera anual entre septiembre de 1982 y enero de 1992 fue haciendo emerger cientos de personajes que aportaron con sus múltiples talentos. La obligada frase antes de la palabra fin no es en este caso cierre definitivo, porque es bien posible continuar ensanchando la banda de los recuerdos por la vía de entrevistar a quienes, pese a todos los esfuerzos, no pudieron ser encontrados.

Las entrevistas tomaron un largo tiempo y, dada la pandemia, los formatos para realizarlas fueron muchos: presenciales, vía telefónica, por zoom, por correos electrónicos, whatsapp, messenger. Comenzaron en 2012 y finalizaron mientras escribía, porque aspectos que originalmente eran menciones, pasaron a adquirir mayor importancia y nuevos personajes requirieron ser contactados. Esa distancia temporal hizo que el país, los entrevistados y entrevistadas y quien escribe transitaran desde un momento en que primaba la desorientación y el desencanto -donde ningún espacio de confluencia se vislumbraba equiparable a los que ayudaron a sobrellevar los 17 años de dictadura- hacia el estallido social, el Plebiscito por una Nueva Constitución, en plena pandemia por el Covid-19, la instalación de una Convención Constitucional y la elección de Gabriel Boric Font como el presidente electo de la República más joven de la historia de Chile, que llenó de esperanzas a un 55,87% de los votantes. Es decir, en un tiempo donde -por más dificultades que existan, por más que presenciemos el despertar de fuerzas que pensábamos conjuradas por el empuje de la verdad-, es posible avizorar un mejor Chile.

Justamente por eso, porque esperamos estar construyendo un nuevo y mejor país, resulta clave volver al pasado, para rescatar parte de la memoria cotidiana y de la lucha cultural.

Esta investigación interroga la memoria de quienes vivimos el Café del Cerro desde esquinas muy diversas, partiendo de la hipótesis de que, sin este espacio, el arte que allí se expresó no habría existido de la misma manera. Su objetivo fue buscar respuestas en el pasado de Chile. Entendiendo, a la vez, que dar sentido desde el ahora a ese pasado al que me dirigí no puede sino ser en función del presente, tanto mío como de quienes entrevisté.

Como telón de fondo de mis búsquedas y entrevistas estuvieron presentes algunas lecturas sobre lo cotidiano en la historiografía y las memorias sociales. De ellas tomo la idea de considerar ambas como procesos subjetivos y colectivos, fuertemente relacionados con las identidades sociales de los grupos que las sostienen y con sus proyectos de cambio, aunque siempre vividas desde la individualidad, donde se mezclan recuerdo, olvido y silencios. Sobre todo, anclé en lo que expusieron el politólogo Norbert Lechner y el sociólogo Pedro Güell (Lechner, Güell, 1999) cuando anotaron que la “memoria es la herramienta con la cual la sociedad se representa los materiales, a veces fructíferos, a veces estériles, que el pasado aporta para construir el futuro”. Escudriñar un pasado iluminado por el presente. Ejercicio de espejos que, en este caso, busca rescatar parte de la memoria cotidiana y de la lucha cultural de casi una década. Volver a iluminar el escenario en que ciertas propuestas alternativas emergieron o se consolidaron, logrando instalarse, pese a la violencia de Estado, quizá porque fueron como esos artilugios que en las ollas a presión permiten al vapor ir escapándose de a poco.

Siguiendo esa lógica, el Café del Cerro constituye ese material fructífero, porque desarrolló un modelo de gestión y de construcción de un espacio muy diferente a lo que había en la época, y ciertamente no reeditado. Hoy, que analizamos la cultura desde las políticas públicas y las estrategias individuales y colectivas, podría resultar eficaz mirar cómo se fue levantando este centro donde confluyeron vertientes incluso antagónicas, como se pensó por entonces (Canto Nuevo/ Rock&Pop), y cómo las decisiones tomadas a pulso e intuitivamente conformaron un modelo.

Esos lugares y lo que ocurrió tras sus murallas, la música que allí tuvo su apogeo, forman parte de la historia de Chile. La afirmación anterior está respaldada por la historiografía y las ciencias sociales, que han revalorizado las fuentes no tradicionales, planteando la significancia de lugares, objetos y vida cotidiana, e indicado que las aparentes pequeñas cosas, como la música, los espacios y acontecimientos que la rodean, también integran la Historia, esa con mayúsculas.

Reafirman esta idea Juan Pablo González, musicólogo, y Claudio Rolle, historiador, en su artículo Escuchando el pasado: hacia una historia social de la música popular (González y Rolle, 2007):

“(...) los últimos decenios, los historiadores han descubierto las ricas posibilidades que ofrecen las fuentes musicales para la mejor comprensión de la historia y, en el caso de la música popular, se nos abre una atractiva ventana para conocer las formas de reaccionar de una sociedad frente a procesos y circunstancias históricas de cambios profundos y porfiadas continuidades. De este modo, los cambios políticos y económicos mundiales, los nuevos medios de comunicación, las trasformaciones en las prácticas musicales, y los cambios de esfera de influencia cultural, nos dan claves de interpretación de y desde un patrimonio musical que ahora se propone como objeto de estudio”.

También gravitó en esta búsqueda la noción de lugares de memoria; es decir, aquellos espacios donde esta se cristaliza y refugia. Como señala el historiador francés Pierre Nora, quien acuñó el concepto, “la memoria es la vida, con grupos vivos y en evolución permanente y con deformaciones sucesivas; está abierta a la dialéctica del recuerdo y la amnesia, por lo que es vulnerable a las utilizaciones y manipulaciones. Es tanto afectiva como mágica y como depende de los grupos, hay tantas memorias como grupos, por lo que es múltiple, colectiva, plural e individualizada” (Allier Montaño, 2010). En el mismo sentido, el filósofo y antropólogo también francés Paul Ricoeur, en su libro La memoria, la historia, el olvido, establece la existencia de “una especie de fenomenología de los fragmentos, no necesariamente dispersos, de la memoria propiamente dicha. Será justamente a propósito del último punto que se llama la atención del lector sobre el par compuesto por lo que con frecuencia llamamos la memoria única, singular, especial y quizá organizativa respecto de lo que, en el extremo opuesto, reconocemos como los recuerdos, siempre plurales, cambiantes e inaprensibles” (Ricoeur, 2003). Valga lo anterior para explicar la presencia de recuerdos contrarios, opiniones encontradas, a lo largo de este trabajo.

Junto con la memoria oral, ocupó un rol importante en esta investigación el archivo de prensa atesorado por Mario y Maggie a lo largo de los años, los cambios de casa, de ciudad. Cómo no valorar esos textos, desde la humilde cartelera diaria a las elaboradas críticas y reportajes, pasando por entrevistas y notas de diverso tamaño. Esas publicaciones me permitieron armar una suerte de radiografía de la música de los 80, amén de recuperar intenciones y objetivos de creadores, creadoras y productores. Y, de paso, dieron cuenta de la relevancia de los archivos periodísticos, así como de los fotográficos, ya sea de personas o de instituciones. En este último caso, agradezco la agilidad y acuciosidad de las y los profesionales del Archivo Nacional Administrativo, que conserva el fondo fotográfico del diario Fortín Mapocho, así como del Centro de Documentación e Informaciones (CDI) de Copesa y de la Biblioteca Nacional que recibiera el legado del sello Alerce.

Para no cansar con la reiteración de las referencias, solo las declaraciones aparecidas en medios o las citas de libros irán con su correspondiente identificación. No así las que correspondan a entrevistas realizadas directamente por mí. Para dejar este tema zanjado, al final aparecerá la lista de ellas con la fecha y el formato usado para llevarlas a cabo.

Las voces de quienes gestionaron este espacio acotado -y a la vez inmenso y casi inabarcable- que fue el Café del Cerro, así como las de quienes lo habitaron, jugando diferentes roles dentro y fuera del escenario, es el material central de este libro. A todos y todas quienes aceptaron recorrer el camino de vuelta a esos años extraños, contradictoriamente brillantes y oscuros, les agradezco el tiempo y la emoción que permitieron que hoy usted retroceda y recuerde.

María Eugenia Meza Basaure Ñuñoa, 2021.

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