6 minute read

La casa del pueblo, de Mari Moliné

un bote de la cocina. Cuando aparezca, rematamos el plan y desaparecemos.

Comieron y bebieron como si fuera la última fiesta y, de hecho, lo fue. Tras los últimos tragos de brandy y presos del sopor por el alcohol mezclado con arsénico, el telón de sus vidas cayó para siempre cuando sus párpados descendieron empujados con suavidad por las alas de la muerte.

Advertisement

La portezuela del armario chirrió cuando una dulce abuelita salió de su interior. Estiró de su delantal, se ajustó su moño blanco y miró con desprecio a los dos cadáveres.

—¡Par de idiotas! Un lobato ignorante y una choni de discoteca con una capa roja me iban a robar, ¡a mí, que pasé toda una posguerra! Estoy hasta el papo de este puto bosque y de tanto cuento. En fin… Me voy a Benidorm que hay un abuelo con pasta que me interesa, y todavía tiene ganas de darle marcha a este cuerpo serrano…

Imagen de Sabinevanerp en Pixabay

La casa del pueblo

Mari Moliné

«Todas las casas en las que los hombres han vivido y muerto son casas encantadas», dijo un escritor de cuyo nombre no logro acordarme. Aunque algo parecido decía mi abuela cada vez que íbamos a visitarla a la casa del pueblo.

Mis primos Roberto y Andrea y yo solíamos compartir la última quincena de agosto en Villanueva de los Naranjos, en una casa de tres plantas, de las cuales solo ocupábamos dos. La buhardilla nos estaba vedada. «Hay una viga medio podrida y las tejas están sueltas», decía mi tío Enrique. «Hay fantasmas que quieren visitarnos», decía mi abuela Catalina. «Si abrís la puerta, vendrán a por nosotros». Enrique la miraba fastidiado y nos hacía gestos para indicar que la abuela no estaba bien de la cabeza. Según ella, el espíritu de su hermana muerta en la adolescencia se había quedado atrapado en el piso superior de la casa, a la espera de que alguien lo liberara.

Nº 3 Página 13

A nosotros nos producía curiosidad, pero casi nunca estábamos solos, así que subir por la angosta escalera era una hazaña imposible. O bien el tío Enrique, la abuela o mi madre andaban trajinando de un lado a otro, como nosotros, pero con cosas de mayores.

Con motivo de la tarde de vacas, mi tío estaba ocupado; la abuela cocinaba en varias ollas a la vez, venían los de la peña taurina de Enrique a cenar; mi madre había tenido que ir a la ciudad y no volvería hasta tarde, pues las calles estaban cerradas por el festejo. Era la ocasión ideal para subir a la buhardilla y descubrir lo que ocultaban allí nuestra abuela y tío.

Despacio, con cuidado, uno a uno, accedimos a la habitación prohibida a través de una trampilla de madera que nos costó abrir con una llave herrumbrosa. Una vez dentro, Roberto tosió y estornudó.

—Perdonad, es la alergia —se disculpó, ante nuestras miradas asesinas que imploraban silencio.

Echamos un vistazo alrededor mientras oíamos los aplausos de la gente en la calle que disfrutaba de las vaquillas. No encontramos nada de interés: la viga medio podrida que nos decía Enrique, varias cajas apiladas al fondo de la estancia con lo que parecía ropa antigua, una ventana mugrienta que nadie había limpiado en años… —¡Mirad ahí! —dijo Andrea, señalando un espejo sucio al lado de la ventana—. ¡He visto un reflejo de alguien que no éramos nosotros!

—Venga ya, Andrea. Te pareces a la abuela —dijo Roberto—. ¿Cómo vas a ver el reflejo de nadie en ese espejo cochambroso?

—Era a ver si caíais. Venga, chicos, vamos a ver a las vacas, que creo que es lo único interesante en este pueblo —dijo ella.

Yo sentía curiosidad, me acerqué al espejo. Y vi la imagen de una chica que me hacía gestos para que me acercara. Sentí un vértigo que no puedo describir, una desazón en mi interior, y me mareé durante unos segundos. Vi cómo bajaban Roberto y Andrea y alguien con mi cara me saludaba, con un halo de triunfo, unos instantes antes de cerrar la trampilla de la buhardilla y echar la llave.

Xodos — Foto de Valencia Bonita

Página 14 Revista digital de Valencia Escribe Revista digital de Valencia Escribe

Capacidad de aguante

Amelia Jiménez Graña

Arde la arena al sol del poniente. Cuerpos semidesnudos se amontonan en hileras imaginarias, sobre toallas de colores variados, protegidas aquí y allá por sombrillas también de distintas tonalidades. Se han hecho frecuentes las bolsas de plástico de supermercado para acarrear los trastos playeros. Varios niños juegan en la orilla con cubos y palas de plástico. Unos adolescentes ríen a carcajadas mientras ensayan movimientos de boxeo o capoeira. Dos ancianas intentan refrescarse en un agua cada vez más templada por culpa del cambio climático. Una mujer hace toples sentada junto a un radio en la que suena la canción del verano con su ritmo machacón. Más allá, una pareja lee sentada en su tumbona: ella, una novela de ciencia ficción; él, la última de Megan Maxwell.

Odio la playa. No sé qué hago aquí, tirada en la arena, dejando que dos chavales me entierren las piernas y me tiren agua para «mejorar el cemento».

Bueno, sí que sé qué hago: estoy intentando gustarle a su padre, ese tío de casi dos metros, espalda ancha con tatuaje incluido (las fechas de nacimiento de sus hijos, cómo no) y brazos que te hacen perder la noción del tiempo.

No me gustan los tatuados: según mi padre, solo los presidiarios se tatuaban y ahora se ha convertido en una moda reflejar en tu cuerpo una frase llena de sentimientos profundos o un dibujo referente a tu familia o a tus amigos.

Mi madre siempre me ha dicho que no me junte con divorciados, que solo traen desgracias (léase: sus hijos), pero Juan no es mal tipo. Le gusta pasearse en pelotas por casa cuando no están Max y Noah y le chifla la playa: esos son sus únicos defectos.

Para cualquier otra mujer, que su chico se pasee desnudo por el pasillo es una gloria bendita, pero no puedo evitar ruborizarme ante el tamaño de su...

Imagen de Croisy en Pixabay

Nº 3 Página 15

Lo llamo mi chico, pero solo llevamos dos meses juntos. Lo conocí justo en el mes de julio, sin saber que en agosto le tocaría estar con estas dos fierecillas que ahora decoran mis piernas enterradas con conchas rotas que han encontrado por ahí.

Al principio todo fue bien: cenas, noches de sexo sin fin, una escapada a un festival de música… Con la llegada de los niños, todo cambió. Playa por la mañana, piscina por la tarde, cenas con cuñados los sábados, comidas con los abuelos los domingos.

No sé si aguantaré.

Juan sale del agua y me da un beso húmedo en la boca. No soporto la sal, hago una mueca, se ríe de mí. Vuelve a por mi boca, aprovechando que sus hijos recogen agua en la orilla y no nos miran.

—Besas como si fueses a comerme —le digo, recordando un poema de Blas de Otero.

—Beso besos de mar, a dentelladas —continúa, mordiéndome ligeramente el labio inferior.

Si conoce a Blas de Otero, puedo soportar reuniones familiares, hijos gritones o días sin fin en la playa.

Creo que aguantaré.

Página 16 Revista digital de Valencia Escribe Revista digital de Valencia Escribe