Mario Tomás Rodríguez/ Un tipo raro y otros cuentos

UN TIPO RARO Y OTROS CUENTOS

de Mario Tomás Rodríguez fue impreso en la nobilísima ciudad de Buenos Aires, año veintiuno del siglo.

TOLLE, LEGE.

Y OTROS CUENTOS

Rodríguez, Mario Tomás Un tipo raro y otros cuentos/ Mario Tomás Rodríguez - 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Barnacle, 2021.

126 p.; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-4044-76-1 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A 863

Editor General: Alberto Cisnero Diseño de tapa: Azúcar Ramón y Merlina H. Cisnero

Primera edición: Octubre de 2021 (c) 2021, Mario Tomás Rodríguez Buenos Aires- Argentina ISBN 978-987-4044-76-1 BARNACLE

Libros homogéneos y comerciales barnacle.cia @gmail.com www.barnacle.com.ar

Impreso en la Argentina Printed in Argentina Queda hecho el depósito que previene la ley 11723

Un tipo raro

A

lguno creerá que es un tipo raro porque al renguito que atiende el mostrador del bar nunca le gustaron los animales domésticos y no se cansa de decirlo.

Por eso resulta difícil que esta historia que voy a relatarles suene verosímil.

Fue por allí, a mediados de los sesenta, en un barrio de casa bajas y cómodas de clase media urbana en el norte de la ciudad, donde una decena de chicos de distintos orígenes, pero con un común sentido de afecto hacia los perros callejeros que allí abundaban, fueron los autores de esta travesura.

Los consejos de los padres, con respecto a la presunta peligrosidad de aquellos animales, eran vanos. Flacos, desvalidos y siempre propensos a recibir alguna caricia, esos perros despertaban en aquellos muchachitos un especial sentimiento de afecto.

Estaban convencidos de que el principal enemigo que tenían era el servicio de sanidad animal de la municipalidad, que con un enorme carro jaula con barrotes inexpugnables, recorrían las calles.

Lo arrastraban unos matungos percherones conducidos por dos odiosos personajes que, con puntería y buenos lazos, se encargaban de atrapar a los perros que vagabundeaban.

Volvamos hacia atrás y recordemos que todo el pueblo le exigía al Intendente que pusieran fin a los inconvenientes que producían esos animales. Rompían las bolsas de basura, desparramaban los desperdicios por todos lados y daban un espectáculo circense en tiempos de celo cuando alguno de ellos quedaba abotonado por horas.

No se había dicho aún como llamaban los muchachitos del barrio a ese servicio de sanidad animal. Le decían la perrera, siempre con tono despectivo y burlón.

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Había un solo carro para todo el vecindario, así que las pasadas por las calles eran poco frecuentes, pero los observadores del grupo habían llegado a la conclusión de que el ritmo se reducía a un miércoles cada dos semanas.

Los encargados de la tarea de llevarse a los animales eran uno de gran porte y panzón, que manejaba las riendas de los percherones y el lazo para cazar las presas que circularan a su izquierda y el otro, el del pescante, un hombre flaco, desgarbado, de barba a medio afeitar, pelos desordenados y hábil con el lazo que colgaba a su derecha, con los que capturaba los perros que se mantenían de ese lado del carromato.

Además de la inquina que despertaban entre los muchachitos del barrio, la presencia del dúo, era por demás desagradable.

Perseguir y cazar a esos animales vagabundos se asociaba más a la tarea cruel de un verdugo, que al trabajo de dos simples empleados del municipio.

Habían sucedido algunos casos de rabia animal, y se decía entre los vecinos que los responsables habían sido esos perros hambrientos y casi silvestres.

Olvidé contar que estos dos odiados energúmenos tenían la costumbre de detenerse en el bar de la esquina del barrio, descendían de la jaula, y durante una hora se pegaban al pico de la botella de caña que les ofrecía el encargado del negocio.

Los aullidos y lamentos de la jauría encerrada se hacían escuchar con fuerza y era el llamador para que los pibes se agolparan en torno de la perrera.

Uno de esos miércoles nació la idea.

La jaula de la perrera quedaba estacionada sin freno y los matungos, que con sed bebían el agua que corría por la zanja daban pequeños pasitos.

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Se iban acercando a las matas de la gramilla que los pibes les ofrecían para hacerlos avanzar lentamente y que quedaran lejos de la vista del dúo. En un rato nomás, ya pasados unos cuantos tragos, los dos comenzaban a sentir la beodez en su sangre.

Ha llegado el momento de hablar de Lucho, uno de los pibes. Tenía catorce años, era el más flaco y petiso de todo el grupo, también el más decidido y para colmo rengo y no muy amante de estos animales.

Había sido elegido para realizar la tarea, porque cuando hicieron el sorteo para designar al que la llevaría a cabo, él sacó de una media rota convertida en bolsa el palo más corto.

No lo pensó mucho, y a pesar de su condición dio un salto de atleta, se encaramó en la jaula, tiró con fuerza de la puerta trampa trasera y el resto de la banda arremetió a los gritos para excitar a los enjaulados.

La perrada enseguida recuperó su instinto natural de libertad, y lanzándose de su cautiverio se desparramó a los ladridos por el asfalto. Solo dos, maltrechos y rengueando, quedaron apresados.

No tardaron mucho los ebrios verdugos en tomar debida cuenta del suceso. A los empellones y con insultos de toda laya, subieron a la rastra al carromato.

A medio acomodar, con medio traste al aire, el panzón dio rienda suelta al caballar, los lazos de tiento convertidos en enormes látigos chasquearon en el aire, y buscaron la espalda de los precoces vándalos que habían liberado a la perruna.

El desbande fue fenomenal. Tanto los perros como los niños huyeron en retirada y no ofrecieron la posibilidad de ser recuperados y vueltos a la jaula, como tampoco castigados los que alentaron la huida.

Solo uno, el renguito que vivía al frente del bar, que no se sabe si por su pobre andar o por confiarse demasiado

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en que vivía cerca, se rezagó. El latigazo del que ocupaba el pescante le rasgó la camisa y labró una profunda y sangrante herida en su espalda.

Cuando llegó el tercer miércoles del mes, reaparecieron los verdugos.

Esta vez no se detuvieron en el bar.

La perrera no era una jaula ni la tiraban percherones indolentes.

Un pequeño camioncito blanco, hermético, servía de prisión y de muerte instantánea con el gas que producía el motor del vehículo.

Del lado del acompañante, sin puerta y a horcajadas de un cojín sucio, enarbolando el lazo de tiento deslucido, viajaba el flaco desgarbado, con la barba a medio afeitar y el pelo desaliñado, diestro para el lazo y más para el látigo.

El piberío sonriente jugaba a la rayuela en medio de la calle y se abrazaban, inocentes cuando llegaban al cielo.

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Índice Sin adjetivos/ 11 Sofía y Alejandro/ 15 Último encuentro/ 21 En los otros/ 27 Desencuentro/ 33 Un tipo raro/ 41 Teodolina, la renguita/ 47 Que salga el alma/ 57 La última flor/ 65 Las ga inas de la abuela/ 73 Cerrá la puerta, no te caigas/ 79 La hoja canson número cuatro/ 87 Venite ya al diario/ 93 La carta/ 99 El niño Alberto/ 103 El contrera/ 111 Don Lucio/ 115 Menú jeroglífo/ 121

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de Mario Tomás Rodríguez fue impreso en la nobilísima ciudad de Buenos Aires, año veintiuno del siglo.

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de Mario Tomás Rodríguez fue impreso en la nobilísima ciudad de Buenos Aires, año veintiuno del siglo.

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