RETAZOS DE LORA
La Resurrección de Baco Antonio Nacarino Jiménez
A
ciago día este en que tengo que revelar el secreto que llevo almacenando algún tiempo ya, secreto del que a lo mejor no soy el único portador y hay otros involucrados en ello que han sido más fuertes que yo o más audaces o que simplemente están aún en esa fase por la que yo pasé de sentir el vértigo de adivinarse dueño de un inmenso tesoro. Decisión que no ha sido fruto de un impulso sino meditada y milimetrada, y muchas veces abandonada por simples cambios del sentido de los vientos. Algunas veces llegué a pensar que la luz que irradiaba constituía un hechizo que me nublaba los sentidos y que el fruto de ese embrujo era mantenerlo en secreto, preservado de otras miradas quizá más abiertas, más cultas, más conocedoras de su valor, con criterios más científicos para su conservación que el simple devenir cíclico del clima de la vega y una capa de terruño.
Decisión donde el egoísmo de saberse en posesión de algo sublime ha vencido a la lógica. Donde la lógica de haber permanecido protegido de la avaricia humana durante siglos ha vencido al deber de todo ciudadano de preservar y dar a conocer el patrimonio de nuestros antepasados. Donde el temor a que otros lo descubran y lo diezmen, expolien o dañen ha vencido a verlo conducido a frías salas donde será auscultado por miradas ajenas, lejanas para el sentido por el que fue creado. Alguien dijo alguna vez que escribir historias era aprisionarlas para siempre en nuestros recuerdos, eso pretendo yo, dejarlo para siempre junto a mí para que cada vez que cierre los ojos y necesite ver su luz la encuentre en algún rincón y me traslade a sus colores, su tersura y a la magia de lo eterno en un reflejo de bienestar. Si lo escribo seguro que podré seguir iluminando cada uno de sus calculados y simétricos ajedrezados.
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REVISTA DE FERIA Y FIESTAS POPULARES 2020
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No a una legua de aquí existe un tesoro enterrado bajo dedos de terruños y olvido, donde el barbecho de siglos no ha tocado ni un ápice su piel, donde el viento no ha malogrado su tersura, donde la luz del sol no ha sido capaz de difuminar sus añiles y verdes esmeraldas, sus ámbares y rojos de reflejos dorados. Es un lugar oculto, solitario y frío pero es su lugar en el mundo. Cuando los malvas de la amanecida aún no han despertado a los estorninos y el camino de los Tinahones se nos muestra aún invisible, el caminar se nos hace lento por las frías piedras de la vereda y por el chapoteo del rocío caído durante la noche. A su mano izquierda, pasado el arroyo de Morón aparecen los restos de un antiguo puente, en otros tiempos quizá de carruaje y estado regular, pero que ahora se adivinaba sólo por las arcadas de los extremos sobre un badén repleto de verdolagas. Una vez superado, a la izquierda del camino, aparece un árbol que desentona con el paisaje, un castaño de indias que actúa como torre vigía de un camino rectilíneo azotado por jaramagos y avena loca que probablemente fue calzada romana a una hacienda de algún patricio y cuyas piedras fueron arrancadas y ubicadas en argamasa de algún caserío cercano. A unos doscientos metros entre dos campos de labor, ahora sembrados de girasoles,el terreno se vuelve pedregoso y estéril pero oculto entre tierra mil veces removida aparece un mosaico romano.