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La resurrección de Baco. Antonio Nacarino Jiménez

Aciago día este en que tengo que revelar el secreto que llevo almacenando algún tiempo ya, secreto del que a lo mejor no soy el único portador y hay otros involucrados en ello que han sido más fuertes que yo o más audaces o que simplemente están aún en esa fase por la que yo pasé de sentir el vértigo de adivinarse dueño de un inmenso tesoro. Decisión que no ha sido fruto de un impulso sino meditada y milimetrada, y muchas veces abandonada por simples cambios del sentido de los vientos. Algunas veces llegué a pensar que la luz que irradiaba constituía un hechizo que me nublaba los sentidos y que el fruto de ese embrujo era mantenerlo en secreto, preservado de otras miradas quizá más abiertas, más cultas, más conocedoras de su valor, con criterios más científicos para su conservación que el simple devenir cíclico del clima de la vega y una capa de terruño.

La Resurrección de Baco

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Antonio Nacarino Jiménez

Decisión donde el egoísmo de saberse en posesión de algo sublime ha vencido a la lógica. Donde la lógica de haber permanecido protegido de la avaricia humana durante siglos ha vencido al deber de todo ciudadano de preservar y dar a conocer el patrimonio de nuestros antepasados. Donde el temor a que otros lo descubran y lo diezmen, expolien o dañen ha vencido a verlo conducido a frías salas donde será auscultado por miradas ajenas, lejanas para el sentido por el que fue creado.

Alguien dijo alguna vez que escribir historias era aprisionarlas para siempre en nuestros recuerdos, eso pretendo yo, dejarlo para siempre junto a mí para que cada vez que cierre los ojos y necesite ver su luz la encuentre en algún rincón y me traslade a sus colores, su tersura y a la magia de lo eterno en un reflejo de bienestar. Si lo escribo seguro que podré seguir iluminando cada uno de sus calculados y simétricos ajedrezados. ...

No a una legua de aquí existe un tesoro enterrado bajo dedos de terruños y olvido, donde el barbecho de siglos no ha tocado ni un ápice su piel, donde el viento no ha malogrado su tersura, donde la luz del sol no ha sido capaz de difuminar sus añiles y verdes esmeraldas, sus ámbares y rojos de reflejos dorados. Es un lugar oculto, solitario y frío pero es su lugar en el mundo.

Cuando los malvas de la amanecida aún no han despertado a los estorninos y el camino de los Tinahones se nos muestra aún invisible, el caminar se nos hace lento por las frías piedras de la vereda y por el chapoteo del rocío caído durante la noche. A su mano izquierda, pasado el arroyo de Morón aparecen los restos de un antiguo puente, en otros tiempos quizá de carruaje y estado regular, pero que ahora se adivinaba sólo por las arcadas de los extremos sobre un badén repleto de verdolagas. Una vez superado, a la izquierda del camino, aparece un árbol que desentona con el paisaje, un castaño de indias que actúa como torre vigía de un camino rectilíneo azotado por jaramagos y avena loca que probablemente fue calzada romana a una hacienda de algún patricio y cuyas piedras fueron arrancadas y ubicadas en argamasa de algún caserío cercano. A unos doscientos metros entre dos campos de labor, ahora sembrados de girasoles,el terreno se vuelve pedregoso y estéril pero oculto entre tierra mil veces removida aparece un mosaico romano.

"No a una legua de aquí existe un tesoro enterrado bajo dedos de terruños y olvido"

Hoy, una simple sacudida con la palma de la mano levanta del suelo a un Baco joven, casi adolescente, acompañado de los atributos de hoja de parra, racimos de uvas y recipientes de vino. Los tonos sonrosados de sus mejillas que denotan la alegría que proporciona el vino como una manera de relación, una forma de vida, un medio de alcanzar un placer o un modo de honrar a los dioses, nos hablan de la juventud con una única preocupación, la de vivir intensamente e l m o m e n t o . B a c o j u g u e t e a despreocupado con los campesinos y bromea con la brisa y con el paso de los ciclos, como es un dios, el tiempo es su aliado y la eternidad su compañera. Su ligera túnica, escasa, sólo ocupada de tapar las pudendas, es de tonos suaves, empleándose los verdes y los amarillos, sin contrastes.

Son cinco vendimiadores los que estrujan la tierra con su sudor; dos de ellos llevan cestos colmados de fruta en el hombro derecho y a la espalda, hacia el centro, se hallan otros tres pisando uva en el lagar. Los vendimiadores de los lados van vestidos con una túnica de color grisáceo moteado en negro que les cuelga del hombro izquierdo apoyándose en garrotes finos y nudosos. El del centro, barbado, coge las manos de sus compañeros para generar más fuerza en la pisada. A ambos lados aparecen racimos de uvas rodeados de sarmientos, de pámpanos, hojas y zarcillos en complicados dibujos.

No es posible saber con seguridad si son esclavos o libres; unos y otros labriegos, portando o pisando la uva, van semidesnudos o con apenas una mala y sucia túnica corta, ceñida o no a la cintura eso sí de colores intensos porque los mosaicos pretendían dar belleza y brillo a la vida con escenas amables, frescas.

La escena de la vendimia, la sagrada vendimia para los romanos, trasciende la realidad campesina. El cultivo de la viña y la elaboración del vino es un signo de desarrollo cultural. Las vides tienen el carácter alegórico de ser atributos vegetales del otoño de un vasto alcance festivo, simbólico, protector, de fecundidad, de renovación, de anhelo de inmortalidad. Y Baco regía todo esto como dios de la vegetación, de la fecundidad animal y vegetal, director de los ciclos de la Naturaleza, de la vida y de la muerte. El vino nuevo simboliza la resurrección en los días de las calendas de septiembre cuando debe hacerse la vendimia,” al ocaso de las Pléyades”, como reza en la Ilíada.

Mientras los baldes de mosto rebosan bajo los pies de los vendimiadores, Baco festeja la fruta travieso, rodeado de erotes. El esfuerzo de todo un año queda reflejado en el lento fluir del mosto hacia unas vasijas panzudas con asas donde fermentarán. Los erotes desnudos, alados por la lógica de su condición intrínseca supraterrena van con cestillos y trepan por los troncos de las vides o ascienden en escaleras por los vástagos cortos, retorcidos y leñosos de las parras. Entre pámpanos, pimpollos, zarcillos, racimos, unos vendimian con pequeñas hoces encaramados en vides emparradas, otros acarrean los racimos en cestillas de mimbre. No denotan esfuerzo, para ellos todo es un juego, un entretenimiento por su condición de semidioses; deidades aliadas de Eros y encargados de tareas afines al amor.

Las cepas conservan aún la hoja que va tornando gamas de tintes de dorados a granates embelleciendo la vida hasta su final, que es el caer, y mullir el suelo para que el fruto tardío que queda sin recoger no tenga muerte dolorosa. En el extremo derecho, reinando en el cielo del mosaico, permanece para siempre la luna en cuarto menguante; cualquier plantación o recogida de frutos para que tenga el mejor de los augurios ha de realizarse cuando ella es la reina del cielo de medianoche. En el extremo opuesto, compartiendo escenario, el astro rey con su cetro de calor en desmesura y sus rayos que tamizan la cosecha, dorando las hojas y azucarando el jugo de la uva.

Los baldes de mosto rebosan bajo los morados pies mientras Baco entra en éxtasis, el círculo se ha completado, la vida vuelve a fluir. Los honcetes caen al suelo ya desocupados, es el momento del reposo en barrica, de la sedentación, el vino nuevo nos avisa que el ciclo de la vida continúa su curso, todo sigue igual, vides y vendimias como anhelo de inmortalidad.

La fruta espera en canastas de mimbre a ser prensada, junto a ella reposa el tirso forrado de vid o de hiedra rematado por una piña de pino, símbolo fálico que representa la fuerza vital. Es como si fuera la vara mágica de los conjuros de los dioses que representa el eje del mundo, el enfrentamiento de los contrarios.

El crepúsculo anima el baile de las sombras. Debo irme. El hechizo vuelve a consumarse y baldes y uvas y labriegos y erotes duermen ya bajo un cielo de terruño. Baco no resucitará hoy. Quizá mañana.