-¿Y el hombre no se enojó? -Quise saber, mientras miraba absorto a los ojos de mi compañero. -Y qué sé yo. La verdad que yo al tipo, ni lo conocía. Un amigo había tirado su nombre de las páginas amarillas de la guía del teléfono y me lo recomendó, así que a mí poco me importaba lo que carajo pensase -me respondió Ed, ojos brillantes y con una leve sonrisa en los labios. -Por lo que usted me cuenta, deduzco que abandonó el tratamiento -manifesté con apremio, al percibir que Ed hacía una mueca de desprecio. -Está engañado, mi amigo, -expresó, ahora con una sonrisa más amplia-. Es que algunos días después de haberlo visitado en su consultorio, yo conocí al cantinero de un bar que me curó en una sola sesión por tan sólo diez dólares. -Pero escúcheme, hombre, -interpelé aturdido-, ¿cómo es posible que un simple cantinero de bar le pueda llegar darle una solución para su problema hipocondríaco y neurasténico? -Eso no importa, lo que sé, es que yo me curé de vez, y le digo más, don Herculano, estaba tan contento con el dinero que ahorré, que al final me compré un coche nuevo. Logogrifos en el Vagón del “The Ghan”
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