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Juan Carlos García Codron

Juan Carlos García Codron

Profesor Titular de Geografía Física Universidad de Cantabria

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Al rememorar el trabajo realizado con José María Ureña de cara a la preparación de este escrito, mi primera reacción ha sido de asombro. Los recuerdos que se agolpan en mi cabeza son incontables, muchas de las vivencias de aquella época han marcado toda mi trayectoria profesional y personal ulterior y hoy me maravilla comprobar que todas esas cosas pudieran ocurrir en un periodo tan corto de tiempo como el que compartimos trabajando codo a codo entre 1991 y 1992. El Departamento de Geografía, Urbanismo y Ordenación del Territorio se acababa de conformar uniendo bajo un mismo techo a geógrafos y urbanistas y yo prácticamente no había tenido ocasión de tratar con José María, que en aquel momento era rector de la Universidad de Cantabria. Por eso, todo empezó de golpe con una breve charla, cualquiera diría que casual, que entablamos al cruzarnos por el pasillo del departamento y en la que me propuso ocupar el cargo de coordinador de relaciones internacionales y de los programas Erasmus de la Universidad. Tras desmontar todas mis objeciones sin perder la sonrisa y desvelándome un primer rasgo de su carácter, la testarudez, me concedió unas horas para consultarlo en casa y yo terminé aceptando. Lo cierto es que el puesto era muy atractivo. La CEE acababa de lanzar el Plan de Acción de la Comunidad Europea para la Movilidad de Estudiantes Universitarios, más conocido por su acrónimo ERASMUS, y todas las universidades se vieron en la necesidad de crear servicios u oficinas de relaciones internacionales para poner en marcha, y luego gestionar, los nuevos programas de intercambio. Entusiasta europeísta, José María Ureña ambicionaba colocar a la de Cantabria en una posición destacada dentro del mapa de las universidades europeas. Pero, al tiempo, era consciente de que a las instituciones más jóvenes, pequeñas y menos conocidas les iba a resultar muy difícil ser tenidas en cuenta en las iniciativas que se estaban gestando y que, en consecuencia, estaban condenadas a competir en inferioridad de condiciones con las más grandes o reconocidas.

Para contrarrestar esta desventaja, promovió la creación de una red de universidades europeas que, de puertas adentro, permitiera la creación y el mantenimiento de programas propios de intercambio en cualquier materia al tiempo que, de puertas afuera, formara un bloque con suficiente peso como para merecer un puesto en los grandes foros y tomas de decisiones a escala comunitaria. De este modo, nació en 1988 el “Grupo Santander” de universidades que, durante sus primeros diez años, estuvo presidido desde Cantabria por José María Ureña. El Grupo Santander cristalizó enseguida y en 1992 contaba con 29 universidades de 14 países distintos convirtiéndose, tal como se perseguía, en un eficaz instrumento de cooperación interuniversitaria y en interlocutor de peso ante la Comisión Europea. Sus objetivos fundacionales, puesto que el grupo sigue activo y no ha dejado de evolucionar, giraban en torno a cuatro grandes ejes: la colaboración académica, la movilidad de estudiantes y del personal, el diseño y puesta en común de estrategias de internacionalización y la transferencia del conocimiento. En la actualidad todas esas cosas nos parecen normales -si no consustanciales a la universidad- y podemos pensar que llevan ahí “desde siempre”. Sin embargo, en el

momento de la creación del grupo viajar por Europa exigía pasar continuos controles de pasaporte y hacer otros tantos cambios de moneda, no existían internet ni el correo electrónico, lo único que conocíamos de la telefonía móvil eran los “zapatófonos” de Mortadelo y Filemón, volar en avión era una cara experiencia que muy poca gente se podía permitir y éramos muy pocos los que habíamos estado en alguna universidad “de fuera”. Todo estaba por hacer. Y había que hacerlo recurriendo a un lentísimo correo postal, a cabinas telefónicas “de monedas” y a continuas reuniones que podían tener lugar en cualquiera de las universidades del grupo. Además, había que convencer a la comunidad universitaria, a la clase política y a la ciudadanía en general de que todo ello era importante porque no todos lo veían así. Aquella fue una época irrepetible para las universidades y para el proyecto europeo. Había mucho por hacer y tras cada avance emergía una nueva dificultad, pero existía el sentimiento generalizado de que esa comunidad académica sin fronteras que durante mucho tiempo pareció utópica estaba al alcance de la mano. Fueron años trepidantes y el carácter hiperactivo de José María, nuevo rasgo que no tardé en descubrir, no concedía treguas. De ahí que, contemplado desde una distancia de tres décadas, evoque ese recorrido compartido como el argumento de una auténtica “road movie”. De acuerdo con las convenciones del género, hicimos un largo viaje en el que cada etapa nos enfrentaba a un nuevo desafío al tiempo que me permitía ir descubriendo distintas facetas humanas de mi compañero de viaje y actor principal. Pero además, y sin ser muy consciente de ello, el recorrido fue modificando mi visión de la Universidad y de nuestro papel dentro de ella y al terminar la aventura, tal como ocurre a los protagonistas de este tipo de películas, ya no me fue posible volver al punto de partida. En cierto modo, el cascarón se había roto para siempre. La película empezó a los pocos días de aceptar el cargo. Era de noche y rodaba por la autopista que conduce de París a Bruselas adelantando a los cientos de camiones que cada día forman una hilera ininterrumpida en el carril derecho de toda esa carretera. Todavía los estoy viendo. Horas antes habíamos salido los dos con la intención de volar, haciendo escala en Madrid, hasta Bruselas para trasladarnos luego a Gante, lugar en el que se había convocado una reunión del Steering Committee del Grupo Santander. Sin embargo, al llegar a Barajas nos comunicaron que nuestro segundo vuelo, como la mayoría de los que sobrevolaban Francia, había sido cancelado por una huelga y acabé viajando yo sólo hacia Paris en la única plaza que quedó disponible durante ese día. Y ahí estaba al volante de un coche alquilado adelantando camiones sin saber exactamente a dónde iba ni para qué -puesto que todo eso me lo iba a explicar José María durante el viaje-. Lo cierto es que la reunión se celebró con relativa normalidad pese a la ausencia de la persona que debería haberla presidido -a la que intenté representar con más pena que gloria- y aunque en mi fuero interno no dejé de maldecir a José María, quedé impresionado por la admiración y el cariño que todos los participantes demostraron profesarle. De este modo constaté otra de sus cualidades: su capacidad de seducción. Día a día, la Oficina de Relaciones Internacionales, que durante tiempo no dispuso más que de un cuartucho en el Pabellón de Gobierno, fue consolidándose gracias al apoyo del equipo rectoral, al buen hacer de Gemma Castro y a una buena dosis de voluntarismo de todos los que pasamos por ella. Pero día a día se fue incrementando también la implicación de la Universidad de Cantabria en los programas internacionales y, con ello, la diversidad de los compromisos que había que atender. Seguimos viajando para estimular la creación de redes temáticas, que rápidamente proliferaron por casi todos los centros de nuestra universidad a la sombra del Grupo Santander, o para atender a los compromisos derivados del propio funcionamiento del grupo. Ello nos permitió hablar durante muchas horas mientras nos desplazábamos en

el coche oficial de la universidad, esperando la hora de embarque de algún vuelo o malcomiendo cualquier cosa a horas intempestivas. José María mostró siempre tanta curiosidad por cualquier asunto que le resultara novedoso como desinterés por la comida cuando estábamos de viaje. De este modo, entre los despachos de la Comisión Europea en Bruselas, una reunión en Bristol para crear redes de Geografía y Ordenación del Territorio, la visita el Director General de la UNESCO -Federico Mayor Zaragoza- en Paris, un acto en Murcia para promover las Cátedras UNESCO, otra reunión de coordinación en Rotterdam, una feria del Estudiante en Bélgica o una conferencia ante los estudiantes de Oporto, se fueron colando el oso pardo cantábrico, los paisajes de Cintruénigo y de las Bardenas, recurrentes cuestionamientos sobre la política nacional o internacional o los ecos de una exposición de arte. Todo parecía interesarle.

Reunión en Rotterdam de los enlaces del Grupo Santander, 1992.

El Grupo Santander obtuvo un merecido reconocimiento y algunas de sus universidades recibieron galardones europeos por sus actuaciones en el campo de la internacionalización. José María Ureña también lo fue a través de sendos nombramientos como doctor honoris causa por las universidades de Bristol y de Gante. Su capacidad para cumplir a la perfección las rancias y estrictas normas protocolarias británicas sin renunciar a la sencillez en medio de tantos ujieres, chorreras, títulos altisonantes y engolados brindis por la Reina conseguía, una y otra vez, admirar a todos los que le acompañábamos. De hecho, José María tenía una capacidad innata para meterse -e implicarnos- en todo tipo de fregados y fueron muchas las ocasiones en las que me pregunté qué demonios hacía yo ahí. Pero en esos momentos aparecía con su mirada tranquila y bajando la voz empezaba con un “¿oye, y tu podrías…? que tenía la capacidad de disipar inmediatamente las dudas.

Pero todas las películas tienen un final y ésta no podía ser una excepción. Ureña concluyó su segundo mandato, dio paso a otra persona al frente del rectorado y se alejó de nosotros

el tiempo de un año sabático en Berkeley. Allí tuvimos la ocasión de coincidir con nuestras respectivas familias, pero fue un encuentro muy breve ya que a nuestra llegada ellos estaban a punto de abandonar su casa californiana y emprender el viaje de vuelta. Fieles a su estilo, no lo hicieron de la manera normal volando desde San Francisco y prefirieron atravesar por tierra todos los Estados Unidos en un viejo coche de segunda mano que revenderían al llegar a la Costa Este.

Noticia en el Diario Montañés de la Asamblea de rectores del grupo Santander en noviembre de 1992.

Ya sé que este final resulta muy manido para una “road movie”, pero no creo que a un ingeniero de caminos como José María Ureña le disguste cerrar la película rodando por una larga carretera en busca de nuevos horizontes -que, por supuesto, los hubo-. Sólo me falta la música.

Después de aquello volveríamos a trabajar juntos en la dirección del Departamento, en el diseño de un nuevo plan de estudios, compartiendo docencia o en varios proyectos, pero no es el momento de hablar de todas esas cosas porque, en el cine, las segundas partes nunca tienen la intensidad de la primera. Disfrutar de tu confianza fue un privilegio y un estímulo. Gracias José Marí.