Recuerdos Perdurables (y breves divagues)

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RECUERDOS PERDURABLES (y breves divagues)

Julio César Porteiro

Recuerdos perdurables

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© de Julio César Porteiro, 2016 Las imágenes fueron proporcionadas por el autor para esta edición. Retrato de contratapa y textura de tapa: Osvaldo Leite Coordinación editorial: PalabraSanta Editorial Leyenda Patria 2892/5, 099685023 info@palabrasanta.com.uy www.palabrasanta.com.uy Diseño y armado: Serendipia Estudio www.serendipia.design Diciembre, 2016


Un libro no puede alimentar a una familia pero puede nutrir muchos corazones y mentes. A la alegrĂ­a del amor en nuestra familia.



Contenido

capítulo 1

MI BARRIO..................................................................................................9

capítulo 2

LA PIQUETA FATAL DEL PROGRESO.................................................... 27

capítulo 3

ESCUELA ITALIA...................................................................................... 41

capítulo 4

ERCILIA.................................................................................................... 67

capítulo 5

EL SUEÑO DEL PIBE............................................................................... 81

capítulo 6

EL PARTIDO CONTRA EL RANCAGUA.................................................. 93

capítulo 7

PURO CUENTO......................................................................................107

capítulo 8

MI LIBRO SOBRE EVALUACIÓN DE PROYECTOS..............................129

capítulo 9

BODAS DE ORO EN LA PROFESIÓN...................................................149

Nota: En todos los capítulos se encontrarán con este símbolo . Hagan click sobre él y podrán escuchar una canción alusiva. Si no se desconcentran pueden hacerlo mientras leen, en caso contrario, disfruten luego de terminar cada capítulo. Allí encontrarán también las letras de cada canción para poder acompañar en voz alta.



capĂ­tulo 1 MI BARRIO

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BARRIO POBRE

Toda mi vida de soltero transcurrió en Lorenzo Fernández 3253 bis, salvo los once primeros meses de existencia. Mi casa estaba en la planta alta de un edificio que, a nivel de calle, mostraba tres pequeños apartamentos construidos al fondo de un largo corredor más una segunda casa. Un detalle que cuando niño me llamaba la atención, era que los tres inmuebles tenían el mismo número de puerta de calle. Desde el cruce con Marcelino Sosa hasta su finalización en la avenida San Martín, Lorenzo Fernández tenía una extensión de alrededor de cien metros; esa era la cuadra de mi casa. Obviamente conocía a todos los vecinos, incluyendo las renovaciones, fruto de alguna mudanza que se dio durante el cuarto de siglo en que estuve afincado en ese lugar. Haciendo un rápido recorrido de este a oeste, en el punto de partida vivía la familia Ruibal en una casa de dos pisos, la más coqueta de la cuadra. El matrimonio tenía seis hijos que, por orden decreciente de edades eran: Cacho, Rubia, Negra, Juan, Raquel y Graciela. Cuando los Ruibal se trasladaron a El Prado, ocupó su espacio la familia Ribeiro: don Rodolfo, que era viudo y se había vuelto a casar con doña Élida, junto con sus dos hijos Cacho y Mirthita. Seguía la puerta de los apartamentos. En el fondo del corredor estaba el número tres; allí vivió primero mi tío Antonio con su esposa Zulma, que era maestra en la escuela de Las Acacias. Ella nos enseñó a fabricar títeres con mates, papel de diario y engrudo, además de tomar a su cargo la dirección de las obras que representábamos en nuestro artesanal teatro de títeres, con las que amenizábamos nuestros cumpleaños. Antonio falleció siendo muy joven y Zulma se mudó para ir a vivir junto con una prima que era soltera. Fue entonces que en el apartamento tres se instalaron don Manuel y María Rosa, un matrimonio de gallegos maduros, quienes no tenían hijos y también eran conocidos de mi abuelo Manuel. A María Rosa, Dios le había otorgado los dones de una voz aguda y de la palabra ininterrumpida; para mí son inolvidables las escenas interminables en que ella despedía a sus visitas en la puerta de calle, ubicada justo debajo de la ventana de mi dormitorio, que también oficiaba como mi lugar de estudios.


La puerta de casa

Con mi tío Antonio y mi hermana Betty

A María Rosa, Dios le había otorgado los dones de una voz aguda y de la palabra ininterrumpida; para mí son inolvidables las escenas interminables en que ella despedía a sus visitas en la puerta de calle, ubicada justo debajo de la ventana de mi dormitorio (…)

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Junto a mi hermana Élida y Eduardo

En la unidad dos, de un dormitorio, vivía sola doña Manuela, una gallega viuda venida desde el mismo pueblo que mis abuelos. Era un personaje de libro de cuentos: dulce, menuda, siempre sonriente y cariñosa, que me enseñó a jugar a la brisca, un juego de cartas. El apartamento uno era el más próximo a la calle. En él vivieron los Perrone hasta fines de la década de los cuarenta: Raúl (corredor de Trabucatti y Cia, a quien yo ayudaba con las sumas de la

Varios vecinos de la cuadra integraban las expediciones diarias a la escuela

libreta de sus ventas en el interior) junto con su esposa Zulma y sus hijos Shirley y Chucho, que también integraban las expediciones diarias hacia la Escuela Italia. Cuando se mudaron a la calle Florencio Escardó, los sucedieron Rodiño y China, con sus dos hijos pequeños. En la casa de bajos vivía la familia Prusky: Samuel y Sarita, junto con sus dos hijos varones, César y Leonel. Recuerdo que, cuando yo tenía menos de seis años, pues no había comenzado la escuela,


los botijas más grandes del barrio me mandaban a pedirles un “vintén pa´l judas” que, en todas las Nochebuenas, se quemaba frente a mi casa. A continuación estaban los Delistovich, un matrimonio mayor con quien vivía su hijo Ángel, estudiante de la facultad de Química. Nené – así lo llamábamos – jugaba en el equipo de primera división de básquetbol del Colón; era el armador del cuadro y goleaba con sus bombas de larga distancia. El máximo de su popularidad llegó cuando ganó el concurso de Martini pregunta por veinte mil pesos, una pequeña fortuna para la década de los cincuenta. El premio lo obtuvo contestando preguntas sobre cine mundial, tema en el que Nené era un erudito sin fallas ni discusión posibles. A mitad de cuadra vivía Luis Mata con su esposa Lilí y su hija Mabel, dos años mayor que yo, cuyo cumpleaños era el 25 de noviembre, o sea, al día siguiente del mío. Esta casualidad era motivo de regocijo renovado anualmente, pues servía de ocasión para que disfrutáramos de sándwiches, masitas y refrescos, durante dos días consecutivos. Don Luis Mata había sido una auténtica gloria aurinegra y también se había destacado como entre ala derecho en Independiente, los Rojos de Avellaneda; con frecuencia nos enseñaba algunos secretos del fútbol, mientras desarrollábamos nuestros partidos callejeros. Recuerdo que siempre me llamó la atención el poco abrigo que usaba, aún en los días más fríos de invierno. Una vez le pregunté cómo hacía para andar tan desabrigado y su respuesta fue: “Es sencillo, Perucho, yo me sanforizo por dentro.” No alcancé a entender su explicación. Mi única asociación posible, en ese entonces, fue gracias a los alcanzapelotas del estadio, que lucían una letra grande sobre las espaldas de sus camperas. En los entretiempos de los partidos, se paraban en fila dentro del círculo central, formando la palabra SANFORIZADO y giraban en cuatro direcciones, para que la publicidad pudiera ser leída desde cada una de las tribunas. El sanforizado era una forma de acabado de las telas que evitaba que encogieran; don Luis decía que se sanforizaba por dentro en el sentido de que él tenía ese abrigo interior que le proporcionaban las bebidas alcohólicas. Los pibes sanforizados eran una especie de estática humana, que luego rompía fila y formaba dos equipos que disputaban un partido fuera de los límites del campo de juego. Recuerdo que uno de los dos niños que

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lucían la letra “O”, era un espectáculo aparte por su dominio y habilidad con la pelota; verdaderamente, la rompía y causaba mi admiración. Pasando la avenida San Martín, la calle Lorenzo Fernández cambiaba de nombre y pasaba a llamarse Fomento. Ese era un cruce de arterias señero en el barrio, ya que allí se levantaba la sede del Colón Football Club, institución social y deportiva que constituía el centro neurálgico de las actividades de la zona; además cohesionaba los sentimientos partidarios de quienes la habitábamos, a través de la práctica de tres deportes: fútbol, básquetbol y bochas. Frente a mi casa, la calle Marcelino Sosa se cruzaba con Lorenzo Férnández; hasta ellas llegaba el empedrado de Gualberto Méndez que moría justo en el lugar de encuentro de las dos anteriores. Entre las tres formaban un amplio lugar público y hormigonado que se cerraba contra un descampado de una cuadra de largo. Ese gran terreno empastado era para nosotros el campito y resultaba particularmente apto para la práctica deportiva. Durante el lapso en que el trazado de Lorenzo Fernández, desde Marcelino Sosa a Bulevar Artigas, dejó de ser un proyecto y se transformó en una obra ejecutada, vivimos el doloroso duelo que acompañó a la muerte de nuestro campito.1 El cambio urbanístico introdujo una notoria modificación en la fisonomía del espacio físico así como de las costumbres, especialmente las infantiles. No siempre organizábamos nuestras diversiones en el campito; en algunas oportunidades, los partidos de fútbol tenían lugar en el gran espacio que se generaba frente a mi casa por la confluencia de tres calles. El problema que planteaba ese escenario era que el Sapo y la Rana vivían frente a uno de sus costados, la calle Marcelino Sosa. Eran un matrimonio de veteranos, sin hijos, y que por lo tanto no tenían ningún vínculo directo con los chiquilines del barrio. Formaban una pareja de pocas pulgas y menos amigos. No salían casi nunca a la puerta; ni siquiera a tomar mate en las tardecitas, como lo hacía la mayoría de los vecinos.

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Véase el relato titulado La piqueta fatal del progreso.


El Colón Football Club era el centro neurálgico de las actividades de la zona a través de la práctica de tres deportes: fútbol, básquetbol y bochas.

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Con mis hermanas Betty y Élida

En fracción de segundos, aferrado a los brazos de mamá, mi mirada asustada se encontró con la cara atónita del comisario. Fue una escena memorable.

Debíamos evitar por todos los medios que la pelota cayera en el jardincito de la casa pues, con seguridad, era balón perdido. Con todo, como jugábamos con pelota de trapo, su reemplazo no era complicado ni costoso. Recién había cumplido seis años y, con tal motivo, mi madrina me regaló una pelota de fútbol N° 3, un tamaño apropiado para mi edad. Pero el estreno del esférico fue trágico; en cierto momento del juego la pelota cayó en la casa del Sapo y la Rana, que así se hicieron de un botín de valor, para mí, inusitado. En realidad pensábamos jugar en el campito pero, mientras llegábamos al quorum mínimo para armar dos cuadros y jugar a marcar, que era lo más lindo, empezamos a hacer jueguito en la calle. El minuto fatal llegó cuando levantaron un centro pasado, algo fuerte; la pelota voló por


sobre el tejido de alambre que limitaba el frente del jardín del Sapo y la Rana, y cayó sin tocar tierra, aterrizando entre las espinas de un rosal. Obviamente no la podía dar por perdida sin intentar su recuperación, pero no tuve suerte en mi gestión. Cuando le conté a mamá lo sucedido, después del rezongo por haber jugado al fútbol allí en lugar de hacerlo en el campito, cruzó para solicitar que le devolvieran la N° 3. Su empeño fue tan infructuoso como el mío y no me quedó otra alternativa que iniciar el duelo por la pérdida de una pelota de cuero, como nunca antes había tenido. Yo no lograba superar mi desconsuelo y no dejaba de cuestionarme por qué no habíamos hecho las cosas como decía mi madre. Esa misma tarde un policía tocó timbre en mi casa para entregar una citación. El propietario de la pelota debía concurrir a la Seccional 12ª porque había una denuncia presentada por unos vecinos; obviamente el Sapo y la Rana. A la mañana siguiente fui con mamá y nos acercamos a un mostrador, para mí gigantesco, donde un oficial estaba de guardia. Mamá exhibió la citación y le dijeron que esperara, pues el comisario vendría en un momento, ya que él era quien estaba a cargo del asunto. Cuando apareció, comenzó a explicarle a mamá los riesgos de que los niños jugaran en la calle y los problemas de molestar a los vecinos. Además, le dijo “Usted no puede hacer nada pues tiene que presentarse personalmente el dueño de la pelota”. —”Está aquí”, dijo mamá, al tiempo que giraba para auparme. —”¿Dónde?”, preguntó el comisario parándose en puntas de pie, para ver por sobre el mostrador la razón por la que mi madre se agachaba. En fracción de segundos, aferrado a los brazos de mamá, mi mirada asustada se encontró con la cara atónita del comisario. Fue una escena memorable. El trámite, que sólo demandó unos pocos minutos, culminó con una anotación de mi nombre y edad en uno de los enormes libros que reposaban sobre un escritorio. El detalle más importante fue que me retiré de allí con la N°3 que el propio comisario, satisfecho y sonriente, me entregó en mano propia. Regresé a casa abrazando la guinda y pensando que sólo jugaría con ella en el campito. Así el cuero se gastaría menos, pues el pasto evitaría

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los rasponazos (las raspaduras) que le infería el hormigón de la calle. Creo que superé el episodio de inmediato pues recuerdo que en el camino de regreso, mientras admiraba la pelota en sus más mínimos detalles, también reafirmaba la idea de que tenía que tener cuidado con el tiento, que provocaba dolor cuando se cabeceaba sobre él y dificultaba, a veces, la precisión en los pases y en los tiros al arco. El 24 de noviembre de 1953 cumplí quince años. Estaba previsto que la fiesta de cumpleaños fuera algo especial: además de mis amigos del barrio, también invité a algunos compañeros de clase en el colegio. Comenzaría con un partido de fútbol a las cuatro de la tarde en lo que para nosotros era el campo de juego de la Coca-Cola, un baldío próximo a esa fábrica de refrescos. La segunda parte del evento sería en mi casa donde nos reuniríamos con la familia a las ocho de la noche. Tendríamos comida casera: pizza, pascualina y pebetes de jamón y queso, complementados por el surtido de sándwiches y masas provistos por la confitería Lion d´Or2 que, en esta ocasión, incluiría ¡torta de cumpleaños con velitas! Poco después de las cuatro comenzó el partido de fútbol. Justo al terminar el primer tiempo apareció un policía que se acercó a mi tío, único espectador del encuentro, y le explicó que había un problema con un vecino que había llamado a la seccional y había denunciado la invasión de su propiedad. No entendíamos qué estaba pasando hasta que nos dimos cuenta de que, en una incidencia del juego, la pelota había caído detrás del muro bajo que limitaba el jardín de la casa y señalaba el comienzo del espacio público o vereda. El golero del cuadro empujó el portoncito de entrada que estaba sin tranca, dio tres pasos, recogió la pelota, cruzó la calle y reinició el juego. Le explicamos al policía lo ocurrido y su respuesta fue que realmente era una tontería pero que alguno de nosotros debería acompañarlo para hacer la misma aclaración en la seccional. Decidimos suspender el partido y acordamos que a las ocho nos reencontraríamos en mi casa. Junto

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Aunque yo no lo sabía, mi familia en ese entonces era clienta de mi futuro suegro, pues Don Manuel era dueño de la confitería.


con un par de amigos y acompañados por mi tío, enfilamos con el policía hacia la comisaría que estaba a pocas cuadras del lugar. El trámite fue sencillo pero extremadamente lento. Labraron un acta dando cuenta de lo acontecido y dado que mi tío explicó su parentesco conmigo, afirmó que los tres muchachos estábamos a su cargo y que se hacía responsable por nosotros, nos liberaron sin cumplir el requerimiento de que fueran nuestros propios padres quienes se encargaran de ir a buscarnos, dada nuestra condición de menores de edad. Fue la segunda vez que mi nombre quedó registrado en los documentos policiales, duplicando mi prontuario delictivo. En mi cuadra y alrededores próximos vivían unos cuantos niños. Nos juntábamos todos los días y teníamos un amplísimo repertorio de juegos; a veces utilizábamos la vereda, otras la calle pero, por sobre todo, el campito. La mayoría de las actividades callejeras se organizaba en base a competencias individuales o por equipo, por ejemplo: las habilidades de surplace en bicicleta que requerían lograr quedarse parado en los pedales en equilibrio y sin avanzar, las carreras en monopatines con ruedas de rulemanes o las vueltas pedestres alrededor de la manzana, en las que los niños corrían llevando el andador detrás de los aros que rodaban velozmente. El deporte para el cual el campito era el espacio ideal, era el fútbol con pelota de cuero. También nos reuníamos allí para remontar barriletes, luceros, estrellas y rombos; habida cuenta de la ausencia de cables de luz y de árboles, el lugar planteaba menores riesgos de que las cometas quedaran enredadas en su vuelo. La demostración de habilidades incluía el corte del hilo de otra cometa “haciendo tajito” con la gillette asegurada en la punta de la cola de la nuestra. Un desafío menos agresivo consistía en enviar una carta que, en realidad, era una hoja de papel con un agujero en el centro a cuyo través la misiva se deslizaba por el hilo, cumpliendo el recorrido que iba desde la punta del ovillo que el niño sujetaba en sus manos, hasta los tiros de la cometa. Mi padre fue un gran aficionado al ciclismo. Desde siempre lo recuerdo saliendo en su bicicleta de carrera a hacer kilómetros hacia las afueras

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Recorría las cuatro cuadras parado en los pedales porque no llegaba al asiento, aunque se le colocara en la altura mínima; para mí era como manejar un Mercedes Benz. de Montevideo. Tenía varios circuitos (costa de Montevideo y Canelones, Melilla, Camino Mendoza, Barra de Santa Lucía). Sólo podía practicar el deporte los domingos por la mañana pues trabajaba de lunes a sábado al mediodía; cuando se jubiló, acortó los recorridos y agregó alguna frecuencia entre semana. Recuerdo su bicicleta Legnano (con dos platos y cinco velocidades); si bien a todas las que tuvo las cuidaba con mucho esmero, ésta recibió siempre un tratamiento muy especial. Quedaba guardada en la casa de mi abuela Josefa y, los sábados de tarde, yo acompañaba a papá para dar los últimos toques que la dejaran pronta para el paseo de la mañana siguiente: controlar la presión de aire de los tubos, revisar el funcionamiento de los frenos y de los cambios, la grasa en la cadena y las correas de las punteras. Antes de aprobar el ajuste realizado, papá daba unas vueltas por el barrio para estar seguro de que todo estaba en orden. En ocasiones me permitía dar una vuelta a la manzana; era un premio extraordinario pero con alguna limitación: por ejemplo, no podía cambiar la trasmisión que él ponía, combinando plato y piñón, que era la adecuada para la fuerza que yo tenía. Recorría las cuatro cuadras parado en los pedales, porque no llegaba al asiento aunque se le colocara en la altura mínima; para mí era como manejar un Mercedes Benz. Vaya uno a saber por qué designio del destino, papá falleció a causa de un accidente que sufrió en la que fue su última salida en bicicleta.


Era una mañana soleada y había elegido recorrer el circuito de la costa. Retornaba después de haber pedaleado la rambla desde el puente de Carrasco hasta bulevar Artigas, justo en la puerta de mi casa (donde yo vivía desde un año atrás). Allí giró por el bulevar que recorrería en buena parte de su extensión, pues la casa de mis abuelos, que era el punto de destino, estaba próxima a bulevar Artigas y San Martín. Cuando transitaba a la altura del cruce con Ibiray, cerca del Parque Rodó, un auto que atravesó el bulevar lo embistió; quedó tendido en el piso, inconsciente, con politraumatismos y heridas varias. De allí, alguien lo trasladó al Sanatorio de la Asociación Española, donde quedó internado en el CTI. Varios días de cuidados intensivos que incluyeron operación de cráneo y todos los intentos posibles para recuperarlo, no fueron suficientes. Así murió el 7 de febrero de 1975; tenía 69 años y, a pesar de las recriminaciones del cirujano porque no le habíamos prohibido la bicicleta, hasta hoy sigo pensando que estaba en plena posesión de sus facultades físicas y mentales para hacer el tipo de ejercicio que había elegido. Como en todo lo que hacía, cuando andaba en bicicleta era muy ordenado y prudente. Estoy seguro de que el accidente que le costó la vida, por las circunstancias en que se produjo, no lo habría evitado un joven de 23 años. No supimos quién lo había atropellado. Días después del sepelio volví al lugar, fui al bar que estaba en la esquina. Recordaban el accidente pero no los detalles. No logré ni un solo dato que me permitiera obtener pistas para iniciar una investigación e identificar al culpable. Fue un verdadero atropello, en el sentido más amplio y completo del término. Recuerdo, como si lo estuviera viviendo en este mismo momento, la confusión de ideas y emociones que me conmovió durante aquellos tristes días: dolor, impotencia, rabia e incredulidad. A mí también me gustaba andar en chiva; bueno, en realidad, creo que yo me anotaba (no le hacía asco) en cuanto deporte pudiera practicar, desde la bolita al vóleibol. Salvo en la pelota de mano, que jugábamos durante los recreos en el colegio, lograba buenos desempeños en lo que practicara; no había nada como el fútbol (mi primera opción).

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Aprendí a andar en bicicleta siendo pequeño y con frecuencia me daban permiso para alquilar una en el taller del Club Las Palmas. Siempre que estaba disponible, elegía la número 10, una máquina rara y simpática; su cuadro era chico pues estaba diseñado para niños, pero tenía la peculiaridad de que su manubrio era de carrera y no de paseo, lo que se sumaba a la extravagancia de sus llantas ¡de madera! liviana como una pluma, que me permitía competir con ventaja en las carreras del barrio. Pero yo quería tener mi propia bici; así que decidí pedírsela a los Reyes; aunque no lo recuerdo con precisión, creo que por aquel entonces yo había cumplido siete años. Pero mis solicitudes fueron desatendidas una y otra vez, antes y después que yo, aumentando mis aspiraciones, les planteaba a los Reyes que – si era posible – me trajeran una bicicleta con timbre. Las esperanzas y expectativas se renovaban cada año, pero quedaban sepultadas cuando los 6 de enero encontraba regalos, pero nunca mi querida bicicleta. Con mis hermanas nos levantábamos subrepticiamente de madrugada, antes de que saliera el sol, e íbamos a hacer una primera revisión de paquetes, sin despertar a nuestros padres. Cumplida la exploración, cada uno volvía a su cama hasta que llegara la hora de levantarse. Un año me ilusioné mucho porque al lado de mis zapatos había una caja enorme y especulamos con la posibilidad de que los Reyes hubieran dejado la bicicleta desarmada. Como no podíamos hacer ruido, volví a la cama intrigado, pero con un hálito de esperanza. Más tarde, la dura realidad se encargó de enfrentarme con una nueva frustración: la caja contenía todas las piezas imaginables en un enorme y complejo Meccano; pero de la bici, ni noticias. En diciembre de 1950 ya estaba preparando mentalmente mi enésimo pedido de una bicicleta a “mis queridos Reyes Magos”. Había superado el desafiante examen de ingreso, que los alumnos de los colegios privados debían aprobar para iniciar sus estudios secundarios; el año siguiente comenzaría mi primer año de liceo en el colegio y liceo de la Sagrada Familia. Un sábado como otros, cuando fuimos con papá a lo de abuela para dejar a punto la bicicleta para su salida dominguera, hubo un cambio de


¡Había una impactante Peugeot roja brillante, de media carrera! ¡Y era mía! rutina. Ingresamos a la casona de Bella Vista 1779 pero, en lugar de seguir hasta el galpón del fondo, papá entró (y yo tras él) en el cuarto de la costura. ¡Había una impactante Peugeot roja brillante, de media carrera! ¡Y era mía! Manubrio de competición, cambios con tres velocidades y cubiertas angostas, imitación tubos. ¡No lo podía creer! No importaba que no tuviera timbre. Con esa flor de máquina, el premio de la montaña en el repecho de Mariano Soler sería pan comido y los recorridos de resistencia hasta el barrio Colón, sobre avenida Garzón, se transformarían en verdaderos paseos. Hasta quizás, en una próxima edición de la Vuelta Ciclista del Uruguay, junto con papá, podríamos formar parte de la caravana multicolor que la acompaña en cada Semana Santa.

MARCHA DE LA VUELTA CICLISTA

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Para cantar en voz alta BARRIO POBRE

En este barrio que es reliquia del pasado, por esta calle, tan humilde tuve ayer, detrás de aquella ventanita que han cerrado, la clavelina perfumada de un querer... Aquellas fiestas que en tus patios celebraban algún suceso venturoso del lugar, con mi guitarra entre la rueda me contaban y en versos tiernos entonaba mi cantar... Barrio... de mis sueños más ardientes, pobre...cual las ropas de tus gentes. Para mí guardabas toda la riqueza y lloviznaba la tristeza cuando te di mi último adiós... ¡Barrio... barrio pobre, estoy contigo!... ¡Vuelvo a cantarte, viejo amigo! Perdoná los desencantos de mi canto, pues desde entonces, lloré tanto, que se ha quebrado ya mi voz... Por esta calle iba en pálidas auroras con paso firme a la jornada de labor; cordial y simple era la ronda de mis horas; amor de madre, amor de novia...¡siempre amor! Por esta calle en una noche huraña y fría salí del mundo bueno y puro del ayer, doblé la esquina sin pensar lo que perdía, me fui sin rumbo, para nunca más volver....


MARCHA DE LA VUELTA CICLISTA

Desde un extremo al otro de la Patria, El pueblo vibra en un clamor triunfal Al desfilar la airosa caravana, Que forman los campeones del pedal. Una canción de acentos jubilosos que habla de fe, tesón, ardor y rectitud Canta la gloria del Sport, Grato ideal Que llena el corazón de la juventud. (SILBADO) Una canción de acentos jubilosos que habla de fe, tesón, ardor y rectitud Canta la gloria del Sport, Grato ideal Que llena el corazón de la juventud.

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capítulo 2 LA PIQUETA FATAL DEL PROGRESO


Transcurría el año 1939. Como ya mencioné, yo no había cumplido todavía mi primer año cuando, junto con mis padres y mi hermana mayor, pasamos a vivir en la casa identificada con el número 3253 bis de la calle Lorenzo Fernández, a escasos metros de su encuentro con Marcelino Sosa. Desde muy joven papá sostenía - y así nos lo inculcó – que el techo propio era el primer objetivo a lograr para comenzar un camino de tranquilidad en el cuidado de la economía familiar. En base a dicha convicción, tan pronto como a él le fue posible, la familia Porteiro Dobal pasó a vivir en su vivienda propia. Era una casa de altos y formaba parte de un inmueble en un solo padrón, que se integraba con otra casa en la planta baja y tres apartamentos, cuyas puertas se abrían sobre un largo corredor parcialmente cubierto. Una escalera con diecinueve peldaños nos llevaba desde la puerta de calle a la planta superior, donde un portoncito de hierro con tranca de seguridad cerraba el acceso desde el patio a la escalera, resguardando a los niños pequeños de posibles rodadas por los escalones. Allí viví durante un cuarto de siglo y sólo abandoné mi hogar de soltero en marzo de 1965 cuando, ya casado, comencé la formación de mi familia sucesora. Ocho años más tarde, poniendo en práctica las lecciones aprendidas de nuestros padres, Gladys y yo – junto con nuestras dos hijas – cumplimos el sueño de instalarnos en nuestra propia vivienda, en el apartamento en el que sigo viviendo hasta el presente. A pocos metros de mi casa, la calle Lorenzo Fernández moría en un descampado: una manzana triangular no urbanizada, delimitada por el bulevar Artigas y las calles Marcelino Sosa y Lorenzo Fernández. El trazado de esta última, desde Marcelino Sosa hasta el bulevar, estaba definido pero no construido. En su lugar, los vecinos habían formado un sendero sobre la tierra, a fuerza de transitar siempre por el mismo camino. Para asegurar el mantenimiento de la arteria de tránsito construida por el hábito humano, cada tanto habían colocado grandes cascotes que formaban un límite lateral moderador de eventuales intentos innovadores de los transeúntes.


El sueĂąo del techo propio en aquella casa de altos que albergĂł casi toda mi vida de soltero.

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Con mi tía Zulma y dos amigos en el legendario campito del barrio

A ese gran triángulo empastado de cien metros de base por otros tantos de altura, en el barrio lo llamábamos “el campito”. Más allá de la presencia de algunos desniveles y yuyos periféricos, su piso verde y plano lo convertía en el centro ideal para que los chiquilines del barrio jugáramos durante horas partidos de fútbol, remontáramos cometas – incluyendo el peligroso juego de hacer tajito con una gillette colgada del extremo de la cola – jugáramos a la bolita, a la troya con trompos, disputáramos carreras con y sin vallas y organizáramos todos los demás juegos incluidos en el protocolo de la diversión infantil de la época.


CHIQUILLADA

Para las madres del barrio, era una zona de seguridad en la que sus hijos podían jugar sin correr riesgos, ya que había una buena distancia entre la zona de diversión y las vías de tránsito circundantes. Cruzando el bulevar, orgullosa de su pasado, Lorenzo Fernández renacía en dirección a General Flores,luciendo un suelo empedrado que denunciaba su linaje secular. Los partidos en el campito se podían organizar mejor que los de la calle; también eran mucho más entretenidos porque se parecían al fútbol de verdad. El pasto aportaba un color fresco y una flexibilidad que contrastaban con el calor y la rigidez del hormigón, o aún peor, del empedrado de la cercana Gualberto Méndez. Además, podíamos usar pelota de fútbol ya que el piso no la estropeaba y no existía el riesgo de romper vidrios de puertas o ventanas. Soñábamos que en nuestra cancha algún día podríamos pintar las líneas de cal e instalar arcos de madera, como los del estadio, y así realzar las espectaculares palomas de los goleros cuando volaban y atrapaban, para usar el florido lenguaje que años después impuso Heber Pinto3, popular periodista deportivo y posterior diputado por el partido colorado. Por sobre todo, los partidos tenían continuidad ya que no se interrumpían por el tránsito vehicular como ocurría en los enfrentamientos callejeros; si bien la circulación no era intensa, las interrupciones del juego solían ocurrir en medio de una jugada de peligro y generaban discusiones de todo tipo sobre la forma de reiniciar el partido.Tampoco existía el riesgo de que nos llevaran presos; en el campito estaba permitido jugar al fútbol y, por lo tanto, desaparecía el alarido de ¡guambia la cana!, para advertir lo antes posible que un policía se acercaba. Ese grito perentorio era una suerte del ¡aura y se fue! del pericón nacional; al igual que en el baile, esa voz era inmediatamente obedecida, sustituyendo el recitado de las relaciones por la estampida de la botijada, huyendo en todas las direcciones posibles.

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Conocido como el relator que televisaba con la palabra, desde CX12 Radio Oriental desafió el reinado de Carlos Solé quien en CX 8, Radio Sarandí, hizo posible que los uruguayos compartiéramos la gesta heroica de Maracaná del 16 de julio de 1950 y cuatro años después nos emocionáramos con el transitorio empate ante Hungría, oportunidad en que, según Don Carlos,el viejo león sacudió su melena.

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Sobre fines de los cuarenta, en alguna fecha de cuyo año no quiero acordarme, el campito fue repentinamente invadido por camiones, equipamiento vial y obreros. Sin que pudiera intentar la menor resistencia, sucumbió víctima de la ocupación que llevaron a cabo vehículos, gente y máquinas, que desplegaban una incesante actividad creativa. El sonido potente de los motores se imponía por sobre los gritos de los trabajadores, generando un estruendo permanente que aniquilaba la tranquilidad del barrio. Día tras día veíamos con dolor cómo se agrandaba la herida abierta en aquel pedazo de tierra; la sentíamos como si hubiera sido inferida en nuestros propios corazones. No podíamos entender los motivos por los cuales éramos tan cruelmente despojados de nuestro tesoro más valioso: el campito era el centro vital de nuestras actividades más felices. ¿Cuántas pelotas de fútbol, cuántos trompos, cuántas bicicletas, cuántos monopatines, cuántas cometas, cuántas bolitas habríamos dado, para que no nos quitaran nuestro mundo? Aunque en aquella época no lo sabíamos, pues los niños no iban a los velorios, cada vez que nos acercábamos apesadumbrados a mirar las obras, dábamos forma a un rito mortuorio; en cada ocasión asistíamos a un velatorio prolongado en el tiempo, que tenía lugar en un enorme espacio abierto bajo el cielo. Todo nos parecía raro, extraño: el verde pasto era reemplazado por una lengua de tierra de una cuadra de largo; las flores que antes coronaban las plantas silvestres del campo desaparecían inexorablemente, sin que ninguna otra ocupara sus lugares. Pero no había posibilidad alguna de resistir al progreso; nuestro mal no tenía remedio. Sin prisa, como era característico en el Montevideo de aquella época, pero sin pausa, como también ocurría en la ciudad que crecía, el piso de tierra fue dejando paso a la calzada de hormigón, que finalmente emergió en toda su blancura. Tampoco faltaron las prolijas veredas que coronaban ambos lados de la calzada, dando espacio al tránsito seguro de los peatones. Finalmente, corte de cintas mediante, la calle Lorenzo Fernández alcanzó gallardamente su integridad, con la unión de sus dos brazos hasta entonces cercenados.


ADIÓS MI BARRIO

La zona ganó una nueva arteria que de inmediato cobró vida con la circulación de autos, camiones, barrenderas, motos, bicicletas, carros tirados por caballos y todo tipo de vehículos. Nosotros, los chiquilines, que éramos los dueños del campito, tuvimos que resignarnos a presenciar con impotente tristeza, cómo la piqueta fatal del progreso arrancaba y se llevaba nuestros recuerdos más queridos. Y, abatidos por el peso de un profundo dolor que sólo podíamos mitigar compartiéndolo, dimos nuestro último adiós a nuestro viejo y querido barrio, que se iba.

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Para cantar en voz alta CHIQUILLADA

Chiquillada, chiquillada, chiquillada. Pantalón cortito, bolsita de los recuerdos, pantalón cortito con un solo tirador. Con cinco medias hicimos la pelota, y aquella siesta perdimos por un gol. Una perrita que andaba abandonada pasó a ser la mascota del cuadro que ganó. Dice el abuelo que los días de brisa los ángeles chiquitos se vienen desde el sol, y bailotean, prendido’ a las cometas flores del primer cielo, caña y papel color. Media galleta rompiendo los bolsillos, palitosmojarreros, saltitos de gorrión, losgurisitos de toda la manzana cuando el sol pica en pila, se van pa’l cañadón. Yo ya no entiendo qué quieren los vecinos, uno nunca hace nada y a cuál más rezongón. La calle es libre, si queremos pasarlo (2) corriendo atrás del aro, llevando el andador.


Bochón de a medio, patrón de la vereda, te juro, no te pago aunque gane el matón. Dos diente’e leche me costaste, gordito, la soba de la vieja, ¡pero te tengo yo! Fiesta en los charcos cuando para la lluvia, caracoles y ranas y niños, a jugar. El viento empuja botecitos de astraza, ¡lindo haberlo vivido pa’ poderlo cantar! Chiquillada, chiquillada, chiquillada.

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ADIÓS MI BARRIO

Viejo barrio que te vas te doy mi último adiós ya no te veré más. Con tu negro murallón, desaparecerá toda una tradición. Mi viejo Barrio Sur, triste y sentimental, la civilización te clava su puñal. En tu costa de ilusón fue donde se acunó el tango compadrón. Ya se fue tu famosa muralla, cuyas sombras sirvieron mil veces de testigo a los guapos de laya que morían por un corazón. Y en las noches de luna febriles, al compás rezongón de las olas, los muchachos con sus tamboriles ya no entonan su alegre canción. El boliche ha cerrado su puerta, ya no hay risas, ni luz, ni alegría y en la calle ruinosa y desierta sopla un viento de desolación. La piqueta fatal del progreso arrancó mil recuerdos queridos y parece que el mar en un rezo, demostrara también su emoción.


(Recitado) Barrio Sur... Viejo barrio querido que te van arrancando a pedazos perfumao con olor de leyenda, para vos es mi canto. Para vos Barrio Sur de mis sueños que me has visto jugar de muchacho yguardás en tus calles estrechas mil recuerdos sagrados. Para vos viejo barrio compadre, de pañuelo y chambergo ladeado, quetenés mansedumbre de niño y arrogancia de macho. Para vos viejo Barrio Sur de mi vida que engendraste el tango con pasiones, tragedias y risas para vos es mi canto. Viejo barrio que te vas te doy mi último adiós ya no te veré más.

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… ADIOS MI BARRIO - Víctor Soliño y Ramón Collazo Desde mi punto de vista, la canción es una oda al Barrio Sur de Montevideo, que ha sido condenado a desaparecer y está siendo arrancado a pedazos. Expresa el dolor del últimos adiós, que para el autor se torna insoportable ante la certidumbre de que nunca más volverá a verlo; destila la tristeza propia de la despedida de un ser querido que desaparece, sin dejar abierta la esperanza de un reencuentro futuro. El progreso de la civilización, que se ve representado por el nuevo perfil del barrio, reemplaza a la tradición que es su historia y su leyenda. En ambas se confunden varios hitos que se mantendrán como recuerdos imperecederos en la memoria de sus habitantes: a) el nacimiento del tango compadrón, triste y sentimental; b) las comparsas lubolas que en las noches de luna, al compás de las olas y al son de sus tamboriles, entonaban alegres canciones; c) las postales trágicas de los guapos de laya que morían por un corazón; d) el boliche, que ahora ha cerrado sus puertas; y e) el negro murallón que será derrumbado. Y es la piqueta fatal del progreso la responsable de tanta mutilación;sin embargo, ella no podrá poner fin a rasgos y recuerdos del barrio que permanecerán vívidos e inmutables.


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capítulo 3 ESCUELA ITALIA


HIMNO ITALIANO En Burgues y San Martín, todavía hoy se mantiene enhiesta la enorme casona que en la década de los 40 del siglo pasado, durante el turno matutino, albergaba a la Escuela Italia de Segundo Grado N° 22. En el lapso comprendido entre los años 1945 y 1949, fue mi escuela. En el horario vespertino, los mismos espacios e instalaciones habilitaban el funcionamiento de la Escuela N° 86 José Enrique Rodó. Mi escuela era un centro educativo de avanzada en aquella época, por el simple hecho de que admitía una concurrencia mixta. Según la llamaban, con error y mucha mala intención, algunos de los chiquilines del barrio que asistían a la vecina Escuela Alemania, exclusivamente habilitada para la concurrencia de varones, era la escuela de mujeres. Una distancia de siete cuadras, que recorríamos sin falta de lunes a viernes, dos veces al día, la separaba de mi casa. La guía responsable de los paseos cotidianos era mi hermana Beatriz, a la que todos seguimos llamando Betty, dos años mayor que yo. En 1945, con ocho y seis años de edad respectivamente, salíamos a las ocho menos cuarto de la mañana para dirigirnos a la escuela; al año siguiente se agregó Élida, mi hermana menor, y formamos el trío de niños caminantes. Cuando relato esto, no puedo evitar preguntarme si mis padres eran irresponsables al promover esa costumbre. Y la respuesta es enfáticamente: ¡NO! Por numerosas razones: a) la inseguridad ciudadana no existía, b) el parque automotor era incipiente y prácticamente no había riesgos en el tránsito, c) los vecinos eran amigos que conocían a los niños, dialogaban con ellos y les tendían sus manos fraternas, d) otros pequeños, que también vivían en nuestra cuadra, ampliaban nuestro terceto de partida, e) nuevos integrantes se iban incorporando al pelotón en el camino, hasta formar un grupo de quince o veinte escolares que llegábamos juntos a nuestro destino. La nostalgia frente a estas circunstancias, propias de aquella época, es una expresión mínima de sinceridad que debo reclamarme. No porque a mi parecer todo tiempo pasado fue mejor, sino por sobradas razones de las cuales, las antes enumeradas, solo son parte de una lista que podría ampliarse notoriamente.


Mi escuela aún sigue allí, en Burgues y San Martín

El viaje de ida lo realizábamos tempranito en la mañana, con un paso siempre apresurado, pues debíamos llegar antes de las ocho en punto, hora en que la Señorita Directora hacía sonar con estridencia la campanilla que marcaba el comienzo de las actividades. Este era uno de los dos momentos tristes de sus mensajes sonoros; el otro ocurría cuando nos avisaba que había terminado el recreo. Sus voces alegres se producían a las diez de la mañana, cuando la campana avisaba que se podía salir al recreo y al mediodía, cuando daba cuenta del fin de la jornada de trabajos en el aula. Mojones señalados de las expediciones cotidianas que se organizaban para ir a y volver de la escuela eran: la farmacia Lucián (en cuya balanza de vez en cuando nos pesábamos aprovechando ese servicio gratuito), el club Dryco (cuyo deporte principal era el patín), la agencia de quinielas de don Juan Nocetti, el bar Colón, el tablado de Enrique Martínez (en los años en que el carnaval se extendía), la colchonería Arijón, la fábrica de fósforos Victoria (con su interminable chimenea), la fábrica de chocolates Águila (y sus cautivantes fragancias cuya compañía atesorábamos por el resto

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Fábrica de fósforos Victoria

Fábrica de chocolates Águila

de la mañana), la panadería La Balear (el aroma irresistible con que los bizcochos recién horneados invadían la vereda: ¿hay olor más exquisito que el de las panaderías?) Nos deteníamos unos segundos y aguzábamos el olfato hasta distinguir el halo inconfundible de su producto estrella: los panes de leche, una masa suave, robusta y esponjosa con forma en espiral ascendente y horneada de modo que se creara una finísima capa exterior crocante, la que era recubierta con azúcar impalpable), el cine Ocean (que nos aportaba el recuerdo de las matinées de los jueves o las doble funciones de los sábados por la noche, a las que frecuentemente asistíamos en familia para ocupar cinco asientos en la fila 9 del sector ubicado a la izquierda del pasillo central y disfrutar, además de la función de cine, de los caramelos masticables toffees o tofis y los maníes con chocolate Águila); la librería Visconti (proveedor monopólico de nuestros útiles escolares: lápices de grafo y de colores Eberhard Faber, gomas de pan que al borrar no ensuciaban el papel, plumas cucharita, hojas Tabaré o Centenario, carpetas para archivar los deberes, papel secante, goma de pegar y tantos otros artículos). El retorno tenía lugar apenas pasado el mediodía. El grupo de partida lo componía un nutrido pelotón que salía de la escuela y recorría la avenida San Martín hacia el norte. Un ritmo más distendido permitía algunas paradas: la obligatoria de los jueves, para leer el programa de las películas que se ofrecían en la matiné de la tarde y la eventual, que tenía


lugar cualquier día de marzo, en los años en que el carnaval más largo del mundo se extendía hasta alcanzar ese mes. El objetivo era el tablado de Enrique Martínez y San Martín; nuestra curiosidad nos llevaba primero a observar la estructura del escenario, armado sobre tanques de metal, con capacidad de 50 litros. Quedaban al descubierto a través de los desgarros sufridos por la tela de arpillera que los arropaba y que caía como cortinas desde el borde perimetral del proscenio de momo hasta el hormigón de la calle. Esos cilindros eran hermanos de los que se usaban para construir los mediotanques junto a los cuales, durante las noches carnavaleras, comíamos el chorizo a las brasas dentro de un pan porteño y aderezado generosamente con chimichurri. Algo similar a lo que casi cincuenta años después, según Jaime Roos, haría en las noches de ensayo el futuro murguista, parado como “una sombra junto al mediotanque/sin un mango en el bolso/ con el buzo en los hombros/bien peinado p´atrás/estudiando el ensayo/apurando las brasas/codiciando callado la pintura y el disfraz”.

LOS FUTUROS MURGUISTAS Luego trepábamos por la escalerilla de madera y correteábamos sobre los tablones para mirar de cerca a los muñecos y emular las piruetas, mímicas y voces de los murguistas que habíamos escuchado con embeleso y admiración el fin de semana anterior, pues en los días hábiles, desde el comienzo de las clases, se suspendía nuestra concurrencia al tablado. ¿Cómo se aprendía el lenguaje murguero? Nuestro curso de idioma, que era elemental y empírico, tenía lugar en el club La Granja, donde ensayaban los Patos Cabreros con la muy particular dirección de José Ministeri (Pepino), gloria del carnaval de todos los tiempos. El aprendizaje no resultaba tan difícil: algunas palabras y frases las entendíamos de entrada; adicionalmente, la asistencia cotidiana a los ensayos, noche tras noche, mejoraba la comprensión por vía de la repetición, dado que escuchábamos al conjunto cantar, una y otra vez, sus picarescos cuplés de actualidad y la emocionante retirada que dejaban como mensaje permanente a la barriada anfitriona.

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Nuestras maestras fueron personas queridas, si se quiere, veneradas por la mayoría de los alumnos de la escuela y absolutamente respetadas por los padres.

La inteligencia completa de la actuación la lográbamos en los tablados oficiales, ayudados por el libro de versos que la murga vendía apenas bajaba del camión, al grito de: “A vintén, lo que cantan Los Patos”. Su lectura nos confirmaba que habíamos aprobado el examen final de idioma sin observaciones, o nos permitía incorporar los pequeños ajustes que aún fueran necesarios. Aquella etapa de redondeo era un bollo: la lectura de las letras, en simultánea con la interpretación de la murga, nos acercaba a la perfección interpretativa. En esos momentos sentíamos que estábamos por dentro de la murga y que éramos parte de ella; la alegría carnavalera de los actores sobre el tablado también brotaba de nuestro cuerpo y alma, como si ellos y nosotros fuéramos un único sentimiento y un solo coro. Hasta llegábamos a convencernos de que, cuando presenciábamos la actuación de Los Patos, la murga sonaba en estéreo. En el aire de la noche se escuchaba la vocalización fuerte, afinada y bullanguera que los murguistas enviaban desde el tablado, iluminado por guirnaldas multicolores que se entrecruzaban mucho an-


tes de que nuestra mirada llegara al cielo. En un rincón, alejado del auditorio, se escuchaba la misma interpretación en el sonido prudente de las gargantas de la barra, que entonaba el repertorio a media voz.

RETIRADA DE LOS PATOS CABREROS (1953) Nuestras maestras fueron personas queridas, si se quiere, veneradas por la mayoría de los alumnos de la escuela y absolutamente respetadas por los padres. El binomio maestras – padres constituía una unidad de consistencia monolítica, puesta al servicio de nuestra educación. En la época en que contribuyeron a mi formación, seguramente esas mujeres eran jóvenes, aunque yo las veía mayores desde mi perspectiva infantil. Sobre esta relatividad, recuerdo que papá usaba una estimación que cuantificaba el período de tiempo relevante y necesario para que una persona categorizara a otra como vieja: él afirmaba que los seres humanos tendemos a calificar como viejos, a todos aquellos que tienen quince años más que uno. Esta apreciación no aspira a constituir una regla aritmética y mecánica, de resultado rigurosamente correcto; no obstante, la considero una aproximación que encuentra buena validación a través de la corroboración que ofrece la prueba fáctica. Mis cuatro maestras, sus nombres y figuras, están muy presentes en mi memoria: Elina Manco de Cardozo (1945 y 1946, en 1° y 2° grado); Celia Lolo de Devita (1947, en 3er. año); María Luisa Vista Spinelli de Pesce (1948, en 4°) y María Mercedes Verdier de Arce (1949, en 5° grado). Cuatro mujeres casadas que eran señoritas todos los días durante su horario de trabajo en la escuela, en el cual demostraban ser señoras maestras. Los salones de clase: pizarrón al frente y las filas de bancos dobles, unidos al asiento formando una sola pieza de madera, con un agujero al centro –en la parte superior de una línea imaginaria que dividía el pupitre en dos partes iguales –que albergaba a los tinteros donde mojábamos nuestras plumas cucharita cuando trabajábamos con tinta. Los alumnos más prolijos arropaban a los tinteros con coquetos vestidos de fieltro, imprescindibles para eliminar el exceso de tinta cargado en la pluma, que podía transformarse en un borrón sobre la hoja de escritura.

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Completaban el mobiliario los armarios de madera con puertas vidriadas, ubicados al costado y al fondo del salón. En ellos se guardaban libros de lectura, el planisferio y los cuadernos de clase; los deberes viajaban a casa todos los días y volvían completados a la mañana siguiente. En un costado del jardín que adornaba la mayor parte del piso superior del patio de recreo, se ubicaba lo que llamábamos La Copa de Leche. Era un espacio amplio en donde varias cocinas, a carbón o querosén, se encendían en un rito diario que precedía el hervido de la leche en grandes ollas, para luego trasvasarla a recipientes de menor capacidad. Allí concurrían los monitores de cada clase a retirar las jarras con la leche recién hervida, más los pancitos porteños necesarios para entregar uno a cada alumno. Durante la colación, que tenía lugar en el salón de clase, los jarros de aluminio uniformizaban los envases de la poción, aunque se anotaban unas pocas presencias diferentes constituidas por jarros esmaltados que eran propiedad de algunos niños. Pocos alumnos se preparaban versiones mejoradas de la leche sola, incorporando agregados que traían de sus casas: ellos eran casi exclusivamente la cocoa y el azúcar, pues el café soluble y el chocolate en polvo no existían, como tampoco los edulcorantes artificiales. Los niños más pudientes sustituían el pan por un par de bizcochos, adquiridos a un vintén. Un panadero, que recorría los salones de clase ataviado con saco blanco, ofrecía sus productos en un enorme canasto de mimbre y los entregaba sobre los pupitres de los eventuales clientes, depositándolos sobre un trozo de papel de panadería. Un capítulo aparte entre las instalaciones de la escuela, lo constituía la licencia. Para mí no era más que una hilera de puertas verdes de vaivén, que algunas veces se veían entreabiertas y, otras, trancadas con pasador por dentro. Yo la definía como un lugar inhóspito al que sólo se accedía con el permiso de la maestra durante el horario de clases, o esperando turno en las colas que se formaban en el tiempo de recreo. Creo que no ingresé a los baños ni una sola vez en el quinquenio de mi concurrencia a la Escuela Italia. Nunca traspuse esas puertas, incompletas a mi criterio, pues permitían deducir desde afuera y en todo momento, el servicio que estaba prestando el gabinete higiénico en ese preciso ins-


tante. Bastaba, simplemente, con observar la posición de los pies y las prendas que había dejado caer sobre el piso, el ocasional usuario del baño. Desde chico tuve inhibiciones para utilizar esos espacios públicos. Pero en este caso concreto, además de mi aversión apriorística, existía un esfuerzo personal, consciente o no, que organizaba mi funcionamiento fisiológico con el fin de poder prescindir del servicio durante toda la jornada matinal. El penetrante olor que inundaba el entorno, constituía una fuerte motivación para no acercarse; debido a ello, mi imaginación había colocado a la entrada del pasilllo que permitía el acceso a la licencia, un cartel grande y llamativo que ordenaba: Prohibido el paso. El lugar contrapuesto en mi consideración era el patio del recreo. Yo lo veía enorme y su forma era casi perfectamente rectangular; ocupaba la parte central del predio escolar y sobre sus paredes laterales se abrían las puertas de los salones de clase. Estaba desarrollado en dos niveles: el más bajo, al que se accedía a poco de trasponer la puerta de entrada a la escuela, tenía piso de baldosas y constituía el lugar de juegos propiamente dicho. Durante la media hora de recreo el patio se cubría de túnicas blancas y moñas azules que saltaban a la cuerda, jugaban a la mancha, a la rueda-rueda de pan y canela, a la arrimadita, cambiaban figuritas, comían bizcochos, o simplemente se reunían en grupos pequeños para charlar animadamente. Unos pocos escalones conducían al nivel superior enjardinado, bordeado por dos prolongadas balaustradas que se extendían a un lado y otro de la pequeña escalera central, cual si fueran sus brazos abiertos y protectores de las plantas y flores que adornaban los canteros. La escuela contaba con un servicio de primeros auxilios. Las raspaduras en la piel se superaban con alcohol y una curita.Los dolores de cabeza o los malestares estomacales eran menos frecuentes, quizás por timidez infantil para denunciarlos o porque la mayoría de los alumnos estaban convencidos de que era peor el remedio que la enfermedad; como consecuencia, la prestación de ese servicio era poco común. El centro de atención funcionaba en el salón de clase de 4° año, lugar al que eran trasladados los enfermos por sus respectivas maestras.

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Aunque no recopilé datos estadísticos, los casos que ocurrieron durante 1948 los pude relevar mediante el método de observación directa. La señorita Luisa practicaba sus artes médicas prodigiosas y suministraba a los indispuestos, terrones de azúcar Rausa, humedecidos con gotas de un líquido tan desconocido como milagroso. Las curas, en ocasiones, eran casi inmediatas; en otras oportunidades, los vómitos constituían la única manifestación visible de la ingesta medicinal, junto con las desagradables vivencias posteriores. La pócima era siempre la misma y sólo variaban sus dosis: uno o dos terrones de azúcar en pancitos Rausa, humedecidos por un líquido farmacéutico tan desconocido como maravilloso, que con un cuentagotas la maestra dejaba caer sobre ellos en cantidades muy reducidas. Mantengo un recuerdo especial de los compañeros de clase del año 1948, pero no ubico una razón específica y cierta para que esto ocurra. Quizás sea porque el cuarto grado tenía fama de ser el curso más difícil en el ciclo escolar; se le conocía como el puente de los burros y había una especie de regla no escrita que los niños aceptábamos: todo aquel que

La señorita Luisa practicaba sus artes médicas prodigiosas y suministraba a los indispuestos, terrones de azúcar Rausa, humedecidos con gotas de un líquido tan desconocido como milagroso


superara cuarto año, no tendría dificultades para ingresar a secundaria. Algunos agregaban que la justificación de dicha norma radicaba en las dificultades que planteaba el aprendizaje de las medidas de superficie. Esta hipótesis no me luce como una fundamentación atendible. Me inclino a aceptar un motivo más simple: mi memoria más precisa obedece a que conservo la foto que nos sacaron en el patio de recreos, que ilustra el presente texto. Como se puede apreciar, el grupo está formado por treinta y tres niños; el mismo número que tradicionalmente se acepta para los hombres que integraron la Cruzada Libertadora, tal como lo recoge en La Leyenda Patria don Juan Zorrilla de San Martín: Y entre la luz, los cantos, los latidos, roja, intensa mirada Que por el campo de la patria hermoso paseó la libertad, pisan la frente del húmedo arenal treinta y tres hombres. Treinta y Tres hombres que mi mente adora, encarnación, viviente melodía, diana triunfal, leyenda redentora del alma heroica de la patria mía.

La integración del conjunto mostraba un claro predominio femenino, como naturalmente se debía esperar de una escuela de mujeres: veintiuna niñas y doce varones. En la imagen aparezco ubicado en la primera fila, sentado en el suelo por integrar el grupo de los pequeños de la clase; ocupo el tercer lugar, recorriendo la imagen desde la derecha hacia la izquierda. Al repasar la foto, muchos nombres vienen a mi memoria. Yo mismo me he sorprendido al ver que puedo recuperar todos los de la primera fila, quizás porque al formar el conjunto de los “locos bajitos” de la clase, eran los que se sentaban en los bancos más próximos al mío. Recorriendo la foto de izquierda a derecha aparecemos: Néstor López, Iris Capri, Hugo Pisa, Jorge Villanueva, Angel Chuhurra, Clara Friedman…

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ESOS LOCOS BAJITOS

Con mi grupo de 4to año, soy el séptimo de la primera fila, contando desde la izquierda

En el año 1949 cursé quinto año, el último de mi asistencia a la Escuela Italia. Viví una experiencia inolvidable, que hasta el presente perdura en mi memoria como uno de los gestos más genuinos de generosidad que recibí en mi vida. En forma sucinta, así es la historia. Las imágenes que acompañaban a los chocolatines Águila eran un clásico infaltable de figuritas coleccionables, que acumulaba

una larga tradición de presencia en el mercado gracias a su regular y sostenida presencia. Periódicamente surgían otras ofertas ocasionales, que aparecían en oportunidad de algún acontecimiento deportivo especial; recuerdo, por ejemplo, el álbum Goles y Dobles de don Nobel Valentini, árbitro uruguayo de fútbol durante la década de los 40. Mi pasión futbolera me impulsaba a juntar esas figuritas; eran


iniciativas esporádicas que aprovechaban una zafra o coyuntura de encendido entusiasmo infantil para efectuar las ventas. Habitualmente se formaban con las imágenes de los rostros de los jugadores de fútbol y básquetbol de nuestro medio, que se podían adquirir en lotes de tres figuritas agrupadas dentro de un sobre; esto implica que el producto carecía del agregado de una golosina que pudiera constituir una motivación adicional para el interés de los niños. Por las razones expuestas, las colecciones anuales de figuritas Águila contaban con un mayor respaldo familiar. Es inolvidable el chocolatín en barritas que permitían fraccionar de manera prolija el consumo y prolongar el disfrute gustativo; no hacía falta masticar, sólo había que esperar a que el contacto entre la lengua y el paladar fuera derritiendo lentamente el chocolate. La tableta venía recubierta con papel aluminio, para asegurar la asepsia del exquisito cacao; entre el aluminio y la faja de papel colorido que servía de envoltorio exterior, se ocultaba una figurita. Los coleccionistas sabíamos que, en las rarísimas ocasiones en que el producto contenía una figurita sellada, se la ubicaba entre el aluminio y el chocolate. Por esa razón, la expectación que rodeaba la apertura del chocolatín era enorme y no desaparecía hasta llegar a la visión misma de la tableta. Es que las expectativas infantiles son firmes, porfiadas y no se dejan vencer fácilmente. Por ello es que la esperanza de sacar una figurita difícil, en el paroxismo de la felicidad la sellada, se renovaba cada vez que mamá hacía el gasto o, más frecuentemente, siempre que la tía Sara regresaba de su trabajo en la cooperativa Magisterial, con el preciado tesoro de los chocolatines como regalo para sus sobrinos . El álbum para pegar las figuritas estaba organizado en series temáticas independientes entre sí, con el criterio de que si el coleccionista completaba una de ellas ganaba un premio, sin necesidad de completar todo el álbum. La dificultad casi insalvable era que cada serie tenía una figurita sellada, que prácticamente no se conseguía nunca, al extremo que la experiencia acumulada había dado nacimiento a un dicho de uso extendido en la sociedad y que se aplicaba a cualquier cosa difícil de obtener: “Es más difícil que las selladas de las Águila”.

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A pesar de no alcanzar nunca la satisfacción de completar una serie y obtener la recompensa material correspondiente, manteníamos cada año la perseverancia de reunir la colección Águila pues sus figuritas servían a menudo como elementos útiles para ilustrar los deberes escolares. No todas las figuritas se obtenían mediante la compra de chocolatines; ese rubro en mi casa tenía inflexibles limitaciones presupuestales, que no se trasgredían bajo ningún concepto. El trueque de las figuritas repetidas generaba todo un mercado secundario, en el cual las figuritas se intercambiaban según su valor relativo: a vía de ejemplo una figu-

rita difícil se podía cambiar hasta por cinco fáciles. Los juegos infantiles eran otra vía posible de acumulación. Sus manifestaciones eran diversas: a La Banca se jugaba con barajas españolas; un jugador oficiaba como banquero y los demás apostaban sobre montones de cartas puestas boca abajo. La banca debía pagar a todos los apostadores que, al dar vuelta sus montones, mostraban números de carta más altos que el de la banca. A La Arrimadita se competía con las propias figuritas, lanzándolas con la mano desde el cordón de la vereda hacia la pared de alguna casa; ganaba quien efectuaba el disparo que aterrizaba más próximo a la


pared. El juego de La Montadita era similar en cuanto al procedimiento, pero el éxito se lograba cuando la figurita arrojada por el jugador se depositaba total o parcialmente sobre otra figurita que yacía sobre la vereda lanzada previamente por otro participante que no había logrado cumplir con el desafío de montarla sobre otra. El que lograba el montaje de una figurita sobre otra, recogía para sí todas las que hasta ese momento hubieran sido lanzadas por los participantes. Una vez más, en el año 1949, ya había completado las series del álbum, salvo la figurita N° 81, que era la tradicional sellada. Durante un recreo, un compañero de clase y amigo – Lisardo Carlos Arijón – me comentó que el día anterior había comprado un chocolatín que traía una figurita Águila con un sello. “Pero, vos no juntás”, le dije. “Pero me gusta mucho el chocolate”, me respondió. “Me compré un chocolatín y me saqué una figurita que me llamó la atención porque tenía un número adelante, cosa que no me había pasado nunca, a pesar de que compro muchos chocolatines” “¿Sabés cuál es el número que la figurita tiene atrás?, le pregunté, “porque capaz que a mí me falta,” agregué, imaginando que tenía que ser algo especial. “No tengo ni idea”, me respondió, “pero mañana te la traigo”. Al día siguiente Carlos (el “Lisardo” no lo usaba) me regaló la número 81, una estrella de mar roja; la sellada de las Águilas que me faltaba para completar la segunda serie. La enorme generosidad y solidaridad de mi amigo, el hijo del dueño de la colchonería del barrio, me permitió completar la serie y ganar el premio: una reducida biblioteca hecha con dos estantes de madera que guardaba doce pequeños libros que narraban las aventuras de los personajes de Walt Disney: Mickey, Minnie, Pluto, Donald y sus tres sobrinos (Huguito, Paquito y Luisito que se complementaban en el habla), Blancanieves, Bambi, La Cenicienta, Dumbo y Tribilín. Eran parte de nuestra literatura preferida y los tres hermanos Porteiro los devoramos en pocos días, hecho que permitió que rápidamente también los pudieran disfrutar compañeros de clase y varios amigos del barrio. En el transcurso del mismo año, no sé por cuáles razones, mis padres decidieron que culminaría mi enseñanza primaria en el colegio y liceo de la Sagrada Familia. Quizás fue porque había sido la escuela de mi padre

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y él le estaba muy reconocido; a la Sagrada le debía su formación comercial y administrativa, así como el acceso al primer y único trabajo que tuvo durante toda su vida: la Barraca Santos M. Arbiza – Consignatarios de lana. También puede haber incidido el logro de una situación económica que permitía hacer frente al pago de los costos que suponía ingresar a la educación privada. Cuando mamá hizo los primeros contactos para mi inscripción, surgió un escollo: por política del colegio, los alumnos provenientes de la enseñanza pública, al ingresar debían repetir el último año cursado en la escuela de origen. Mi maestra de quinto año, la señorita Mercedes, le había insistido a mamá para que yo terminara el 6° año en la Escuela Italia; estaba segura que sería el abanderado. Un año más tarde, contando con el pase otorgado para la Enseñanza Secundaria, podría inscribirme sin dificultades en el primer año de liceo de la Sagrada; era una sugerencia bien razonable. Precisamente eso fue lo que argumentó mi madre en el colegio cuando le indicaron que yo debería repetir 5° año. Frente a dicho planteo accedieron a evaluar mis condiciones de entrada y tuve que rendir una prueba para determinar si estaba habilitado para cursar el 6° año del colegio. Había otra dificultad a superar, referida a mi total desconocimiento del idioma francés, lengua con la que los alumnos del colegio se familiarizaban durante todos los cursos de primaria. El Hermano Roque, maestro del curso de Ingreso, me tomó el examen. Ni la ortografía, ni los quebrados, tampoco la historia ni la geografía, fueron obstáculo para impedir que en 1950 iniciara mi experiencia en la Sagrada Familia, inscripto en el Curso de Ingreso, nombre con que se identificaba el sexto año dado que, a su término, los alumnos de los colegios privados debían aprobar un examen que los habilitaba para ingresar en los estudios secundarios. En cuanto al escollo del idioma francés, asumí el compromiso de estudiar durante las vacaciones para no comenzar en gran desventaja respecto al resto del grupo. Entre diciembre de 1949 y febrero de 1950 tomé mi primer curso de francés, dictado por mi padre. Mi hermana Betty, que acababa de aprobar su primer año en el liceo Héctor Miranda, disponía del libro con que se comenzaba el estudio del idioma en la enseñanza Secundaria.


Papá lo estudió durante algunos días para rememorar sus tiempos pasados en la Sagrada, que era famosa por su exigencia en el idioma francés. Con su acervo actualizado, comenzamos el proceso de enseñanzaaprendizaje y, al finalizar las vacaciones, podía transitar con solvencia por los temas incluidos hasta la lección once del libro inicial. Papá entendió que ese nivel era suficiente, pues me había planteado exigencias de primero de liceo, aunque yo iba a comenzar con sexto año de Primaria. Y fue así; no tuve dificultades durante el año 1950 ni en los años siguientes, incluido el examen que rendí en 1955, considerado junto con el de matemáticas como los dos más difíciles de primer año de Preparatorios, en la apertura del segundo ciclo de la enseñanza Secundaria. La mudanza de casa de estudios fue mi primera experiencia importante de desprendimiento. La conciencia de que la fiesta de fin de año marcaba el momento de alejarme de tantos compañeros queridos, le dio a mi celebración de 1949 una connotación sentimental como nunca la había tenido. Yo sabía que eso iba a atravesar por esa situación al año siguiente, pero mi traslado estaba anticipando un año mi enfrentamiento con acontecimientos no deseados. Todo cambio genera dificultades y suele ser resistido. Además de los costos ya expresados, tenía que computar entre los inconvenientes dos hechos significativos; por una parte, mis vacaciones se verían afectadas por el necesario estudio de francés y, por otra, había abdicado a la posibilidad de ser abanderado de la Escuela Italia durante 1950. Un antiguo refrán futbolero expresa que el fútbol siempre da revancha. Muchos aseguran, sin titubear, que la realidad confirma ampliamente dicha aseveración; otros entienden que es una afirmación usada para edulcorar momentos amargos que se suele vivir en el campo deportivo. Parafraseando el proverbio podría decirse que, cuando se persevera en el esfuerzo, también el estudio siempre da revancha. En mi caso, la distinción a la que no accedí en el año 1950 en la Escuela Italia, la obtuve cuatro años después cuando fui abanderado y medalla de oro en el colegio y liceo Sagrada Familia.

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Para cantar en voz alta HIMNO ITALIANO

Fratellid’Italia L’Italias’èdesta, Dell’elmo di Scipio S’è cinta la testa. Dov’è la Vittoria? Le porga la chioma, Chéschiava di Roma Iddio la creò. Stringiamci a coorte Siam prontiallamorte L’Italiachiamò. Noisiamo da secoli Calpesti, derisi, Perché non siampopolo, Perché siamdivisi. Raccolgaciun’unica Bandiera, una speme: Di fonderciinsieme Giàl’orasuonò. Stringiamci a coorte Siam prontiallamorte L’Italiachiamò. Uniamoci, amiamoci, l’Unione, e l’amore RivelanoaiPopoli Le vie del Signore; Giuriamofar libero Ilsuolonatìo: Uniti per Dio Chi vincer si può?


Stringiamci a coorte Siam prontiallamorte L’Italiachiamò. Dall’Alpi a Sicilia Dovunque è Legnano, Ogn’uom di Ferruccio Ha ilcore, ha la mano, I bimbid’Italia Si chiaman Balilla, Ilsuond’ognisquilla I Vesprisuonò. Stringiamci a coorte Siam prontiallamorte L’Italiachiamò. Son giunchi che piegano Le spadevendute: Giàl’Aquilad’Austria Le penne ha perdute. Ilsangued’Italia, IlsanguePolacco, Bevé, col cosacco, Ma ilcor le bruciò. Stringiamci a coorte Siam prontiallamorte L’Italiachiamò.

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LOS FUTUROS MURGUISTAS

Una sombra junto al medio tanque Sin un mango en el bolso Con el buzo en los hombros Bien peinado p’atrás Estudiando el ensayo Apurando las brasas Codiciando callado La pintura y el disfráz Relojeando a las pibas De una noche de enero Calibrando las copas De los del mostrador El futuro murguista Garronea un cigarro Mientras tanto le aclaran No salís si sos menor Les hablará de su infancia Cuando llegue el momento Sin decirlo en palabras Sin nombrar al dolor Bastará con su acento En la noche estrellada En la cuerda de primos Con un pueblo alrededor De donde vienen De dónde salen Los herederos de La tradición Escuchen otra voz De quién será La murga vive


Nadie la enseña en ningún lugar Los botijas se la saben Y después quieren cantar Iluminando el pasado Desafiando al futuro Renunciando el presente Con un simple ritual Los futuros murguistas Van a ver cada noche A la murga ensayando El futuro carnaval Hay tradiciones Que están más muertas Que un faraón Quien baila el Pericón Quien pide que le den La comunión Hay otras vivas En las esquinas de la ciudad Los botijas las aprenden Aunque los quieran parar Iluminando el pasado Desafiando al futuro Renunciando el presente Con un simple ritual Los futuros murguistas Van a ver cada noche A la murga ensayando El futuro carnaval..

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RETIRADA DE LOS PATOS CABREROS 1953

Buenas noches auditorio con satisfacción lograda ya se marchan los Patitos a alegrar otra barriada . La comisión nos dijo que la bronca tiraron porque muchos vecinos no ponen pal’ tablado cuando colecta hicieron y fueron a golpear dijeron que perdonen nosotros nunca vamos y están todos acá . Deben de cooperar que si es grande el haber podrá el barrio tener un lindo carnaval y si es que usted no quiere un manguito tirar la comisión tampoco que venga a garronear . Junto a Momo, bullicioso dejamos como una ofrenda nuestros versos más jocosos en estas carnestolendas . Muchas de las parejas que vienen al tablado se están volviendo viejas y aún no se han casado sólo tomando mate


programan su ilusión y la vieja les chilla porque calientan sillas y ella está de plantón . Que se casen muy bien ese es nuestro desear y pronto la cigüeña los venga a visitar y el carnaval que viene de ese nido de amor podrán tener los Patos un nuevo espectador .

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ESOS LOCOS BAJITOS

A menudo los hijos se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción; ésos que se menean con nuestros gestos, echando mano a cuanto hay a su alrededor. Esos locos bajitos que se incorporan con los ojos abiertos de par en par, sin respeto al horario ni a las costumbres y a los que, por su bien, (dicen) que hay que domesticar. Niño, deja ya de joder con la pelota. Niño, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca. Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, con nuestros rencores y nuestro porvenir. Por eso nos parece que son de goma y que les bastan nuestros cuentos para dormir. Nos empeñamos en dirigir sus vidas sin saber el oficio y sin vocación. Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones con la leche templada y en cada canción.


Nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un dĂ­a nos digan adiĂłs.

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capítulo 4 ERCILIA


NEGRA MARÍA Ercilia y yo éramos buenos amigos; incluso, a veces, la ayudaba en sus tareas. Su nombre siempre me había llamado la atención; era la única persona que yo conocía llamada así, pero nunca me animé a preguntarle si sabía por qué lo habían elegido sus padres. La palabra no figuraba en el diccionario que había en casa, ni por la E ni por la H. Especialmente cuando enceraba los pisos de tablas del comedor y de los dormitorios, era yo quien oficiaba como su colaborador. Arrodillada, Ercilia esparcía la cera con sumo cuidado, sin omitir ninguno de los rincones. Según me explicaba, la distribución debía ser absolutamente pareja, hasta dejar todas las maderas cubiertas por una fina y uniforme capa de color caoba, según lo indicaba la lata de cera El Hogar. Pasaban varios minutos antes de que Ercilia me indicara que había llegado el momento para que yo iniciara mi exhibición de patinaje artístico, usando trapos de fieltro que me permitían avanzar sobre las largas tablas, todas iguales, para dar vida a un lustre reluciente y perfecto. Era una lucha titánica entre mi empeño y la tozudez de la cera por mantenerse en el lugar. Los primeros pasos eran toscos y demandaban un gran esfuerzo a mis piernas; debía ser muy cuidadoso para no darme de frente contra el piso ya que, en ocasiones, los patines se detenían bruscamente sobre la capa de cera seca que seguía oponiendo resistencia antes de aceptar la derrota. Poco a poco, ese freno invisible iba desapareciendo y mis piernas cobraban ritmo y agilidad; así, recorría una y otra vez el circuito formado por mi dormitorio, el comedor, el cuarto de Betty y Élida, para finalizar en el dormitorio de mis padres. Idas y vueltas que se repetían hasta que los pisos quedaban brillantes. Cuando la coreografía llegaba a su fin, el remate daba paso a la colocación de un par de patines hechos con lana, a la entrada de cada una de las habitaciones. No era razonable que los propios habitantes de la casa ensuciaran los pisos, sin respetar un esfuerzo de tanta significación y un resultado tan bien logrado. Transcurría la primera quincena de diciembre de 1948 y recién habían comenzado las vacaciones escolares. Yo todavía saboreaba la


satisfacción de haber sorteado el puente de los burros, pues así se llamaba al cuarto año de primaria que – entre sus muchas dificultades – planteaba el desafío de trabajar con las medidas de superficie: el metro cuadrado y todos sus compinches, mayores y menores. También estaba fresca la fiesta de fin de año en la Escuela Italia que se había realizado la semana anterior, con todos sus ritos y pompas: la entrega a los padres de los carnés de calificaciones de sus hijos, así como los trabajos realizados por los niños durante todo el año escolar. Cuadernos y carpetas con las hojas Tabaré, en las que hacíamos los deberes, ordenados en una pila y envueltos con papel de celofán rojo y moñita al tono, lucían elegantes y coloridos sobre las mesas de trabajo de los alumnos. Mientras los padres y demás familiares se ubicaban en el patio de recreo en que se habría de desarrollar la fiesta de fin de cursos, reunidos en sus respectivos salones de clase, los grupos de alumnos escuchaban las palabras finales de sus maestras. En ese año, la señorita Luisa se despidió de nosotros con mucho cariño, recordando algunas anécdotas del curso compartido y manifestando sus buenos augurios para nuestros futuros. Ramos de flores y pequeños obsequios fueron los símbolos que recibió de sus alumnos, en manifestaciones que deseaban brindar testimonio de nuestro agradecimiento por lo mucho que nos había enseñado y protegido. Terminada la reunión en el aula, se daba inicio la celebración artística. Convergiendo desde los distintos costados y ordenados por altura- muy elegantes en sus túnicas blancas almidonadas y moñas azules recién planchadas - disciplinadas filas de niños, con paso marcial, ingresaban al patio del recreo. Abrían la marcha los alumnos distinguidos como abanderados de la escuela. Una vez organizada la formación, la ceremonia comenzaba con la entonación del himno nacional, ensayado durante meses bajo la batuta de la señorita Zulma, nuestra coqueta y maquillada profesora de canto. No faltó la tradicional representación teatral, pero el punto alto del evento fue el baile del Pericón con relaciones. Bailé en pareja con Clarita Friedman, quien lucía unas prolijas y relucientes trenzas rubias.

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Él (propuesta) Cuando coseche boniatos pa pasar un buen invierno, le preguntaré a tu tata si no le hace falta un yerno. Ella (respuesta) No precisa que te avise poné manos a la obra, mirá que cualquier canario tiene boniatos de sobra.

EL PERICÓN

No faltó la tradicional representación teatral, pero el punto alto del evento fue el Pericón.


Finalizado el acto los grupos emprendían su retirada respetando un orden programado y bajo los acordes de la marcha Mi Bandera, a la que insuflábamos mayores bríos marcando el paso mientras la entonábamos con el mayor entusiasmo:

MARCHA MI BANDERA Cual retazo de los cielos, de los cielos Do jamás se pone el sol, se pone el sol Es la enseña de mi Patria La bandera bicolor

Aquella recordada mañana sabatina de diciembre, recién me había levantado y mamá ya tenía pronto mi desayuno: café con leche reforzado con “sopas”, hechas con pan del día anterior. Ella tenía que salir a hacer mandados y me dijo que, durante su ausencia, me podía entretener leyendo el Billiken que José el diariero, al que todos conocíamos por el apodo de Miseria, había traído más temprano. Apenas mamá terminó de bajar la escalera, desde la cocina comencé a escuchar las voces de amigos que se estaban reuniendo en la vereda para armar un partido de fútbol. Engullí todo el café sin dejar nada en la taza, como correspondía; quería llegar a tiempo para la pisadita, que determinaría la integración de los equipos. Atravesé el patio-living corriendo. Cuando me estaba agarrando del posamanos para saltar los primeros dos escalones, tuve que frenar en seco: arrodillada, Ercilia fregaba con cepillo y jabón Bao los escalones cinco y seis, chanfleados por la curva de la escalera. Le pedí que me dejara pasar y me contestó que tendría que esperar, pues si caminaba sobre el piso húmedo mis championes ensuciarían los escalones ya lavados, obligándola a repetir el trabajo. “No me podés hacer esto; todavía te faltan trece escalones,” le dije. Y apelando a mi ágil manía de bajar saltando los escalones de dos en dos y de tres en tres, sorteé los escasos obstáculos que me separaban del zaguán y de la puerta de calle.

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19 peldaños que recorrí una y otra vez durante casi toda mi vida de soltero.

Ella se puso a rezongar, diciéndome que yo era un chiquilín atrevido, que sólo pensaba en vagabundear todo el día, que vivía en la calle y que “ya vas a ver cuando vuelva tu madre”. Apenas terminada su reprimenda y antes de abrir la puerta de calle, me di vuelta y le respondí: —“Y vos sos una negra trompuda”. Cerré la puerta y llegué corriendo hasta el grupo de mis amigos, justo a tiempo para que me eligieran en la pisadita. Creo que no había pasado media hora de juego, cuando sentí la voz de Doña Manuela, mi madre, que desde la ventana del comedor me llamaba con tono enérgico: “¡Julio César!” Cuando empleaba los dos nombres era porque la bocha venía complicada; yo sentía como si, al usarlos conjuntamente, la exigencia del retorno se hacía más imperiosa y conminatoria.


Dejé a mi equipo en inferioridad numérica y subí a casa a toda velocidad; cuando atravesé el patio me pareció que Ercilia, mientras limpiaba con una franela el jarrón chino, me miraba de reojo. ¿Había algún dejo de satisfacción en su mirada? ¿Acaso me susurró al pasar: “ahora vas a ver”? ¿Fueron sólo imaginaciones mías? Mamá me esperaba en la cocina. “¿Qué le dijiste a Ercilia?”, me espetó sin preámbulos. No tuve tiempo de contestar, pero no hacía falta, ella ya lo sabía perfectamente. “Andá a pedirle perdón y después vení a ayudarme a lavar la fruta. ¡Hoy no vas a salir a la calle en todo el día!” Fui hasta donde estaba Ercilia y susurré, compungido, un pedido de disculpas. No recibí respuesta y retorné a la cocina con la cabeza gacha. Ercilia, que había seguido mis pasos, desde la puerta y con una mueca que quería ser sonrisa, musitó su respetuoso pedido: “No lo castigue, Señora”. Si es que la había ofendido, su enojo conmigo ya estaba superado y sentía lástima por la penitencia que me había ligado. Por mi parte, yo estaba verdaderamente arrepentido. Pero la sanción estaba impuesta y era irrevocable; la falta de respeto en que yo había incurrido era muy grave y merecía un correctivo que me dejara enseñanzas perdurables. Un sollozo sofocado, que no pude reprimir del todo, cerró ese capítulo y, arrodillado sobre un banquito, empecé a lavar las manzanas en el agua que mamá había puesto en el latón, dentro de la pileta. Como ocurría de lunes a sábado, Ercilia terminó su tarea después de lavar los platos del almuerzo, guardar todo en los armarios y lavar el piso de la cocina. El altercado había sido breve y nuestra desavenencia también; éramos dos buenos amigos que, una vez más, habían sellado su reconciliación. Es que Ercilia era una mujer única y, por esa razón, su nombre no figuraba en el diccionario. Me pareció que esa tarde, al marcharse, su beso de despedida fue más protector y cariñoso que de costumbre.

YA COMIENZA (YACUMENZA)

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Para cantar en voz alta NEGRA MARÍA

Bruna, bruna nació María y está en la cuna. Nació de día, tendrá fortuna. Bordará la madre su vestido blanco y entrará a la fiesta con un traje largo y será la reina cuando María cumpla quince años. Te llamaremos Negra María... Negra María que abriste los ojos en Carnaval. Ojos grandes tendrá María, dientes de nácar, color moreno. ¡Ay qué rojos serán tus labios, ay qué cadencia tendrá tu cuerpo! Vas para el baile, Negra María, negra la madre, negra la niña. ¡Negra!... Cantarán para vos las guitarras y los violines y los rezongos del bandoneón. Te llamaremos Negra María... Negra María que abriste los ojos en Carnaval. Bruna, bruna murió María y está en la cuna. Se fue de día sin ver la luna. Cubrirán tu sueño con un paño blanco. Y te irás del mundo con un traje largo


y jamás ya nunca, Negra María tendrás quince años. Te lloraremos Negra María... Negra María cerraste los ojos en Carnaval. ¡Ay qué triste fue tu destino, ángel de mota, clavel moreno! ¡Ay qué oscuro será tu lecho! ¡Ay qué silencio tendrá tu sueño! Vas para el cielo, Negra María... Llora la madre, duerme la niña. Negra... sangrarán para vos las guitarras y los violines y los rezongos del bandoneón. Te lloraremos Negra María... Negra María cerraste los ojos en Carnaval. Te lloraremos Negra María...

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MI BANDERA

Cual retazo de los cielos, de los cielos, do jamás se pone el sol, se pone el sol; es la enseña de mi patria, la bandera bicolor. Si el pampero la acaricia, la acaricia, o la anima el batallar el batallar, son canciones de victoria las que entona al tremolar Es muy bella mi bandera, mi bandera; nada iguala su lucir, su lucir. Y es su sombra la que buscan los valientes al morir. Y es su sombra la que buscan los valientes al morir. No ambiciono otra fortuna, otra fortuna; ni reclamo más honor, más honor; que morir por mi bandera, la bandera bicolor. Que morir por mi bandera, la bandera bicolor.


YA COMIENZA (YACUMENZA) Callecitas de adoquines, te harán vibrar con su canto los negros de roncas voces, los negros de duras manos, tan duras como la vida de ese Sur montevideano con sus rotos conventillos, piezas de cuatro por cuatro, donde se amontonan hijos y sueños casi castrados. Al paso de las comparsas se vuelve un infierno el barrio. De los gastados pretiles saluda el palomo macho la danza de Rosa Luna sobre el antiguo empedrado. Tiritar de escobilleros, las lonjas vienen llamando el enjambre de negritos, * que son gorrioncitos pardos. De las vías de Palermo saltan recuerdos de antaño, cuando la diosa Gularte plumereaba su reinado en los calientes febreros con tamboriles quemados. Las noches de yacumenza de vino se están pintando y en el Convento del Medio serpentean los volados.

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Revolotear de abanicos en las abuelas de barro, quebrando los almidones el parche de tantos aĂąos. Cuando levanta el repique, se eriza el inquilinato y es el grito de esta raza que se trepa a los tejados para cantar sus cantares tan libre como los pĂĄjaros.


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capítulo 5 EL SUEÑO DEL PIBE


El hábito deportivo consistía en ir al Estadio a ver jugar a Peñarol - sábado o domingo, según lo estableciera el fixtureacompañados por mi tío Mauricio

Don Ricardo Faccio era un excelente vecino, muy admirado por los botijas del barrio; es que había sido un extraordinario jugador, que en el año 1933 integró La Máquina Blanca del Club Nacional de Football. Siempre nos observaba cuando corríamos en la calle disputando con pelota de trapo esos partidos que parecían de todos contra todos, en los que había que eludir a veinte adversarios para acercarse al arco contrario, delimitado con dos cascotes separados por tres pasos de distancia y, obviamente, sin travesaño. Una mañana, mientras estábamos armando el infaltable encuentro, me llamó y me preguntó: “Perucho, ¿no te gustaría ir a probarte en la cuarta de Nacional?” Yo tenía catorce años; era chico para empezar la cuarta, porque lo habitual era que se presentaran aspirantes con dieciséis años; pero a mí, eso no me importaba y, además, Don Ricardo me tenía fe. En el barrio todos me conocían por Perucho, sobrenombre debido a mi tío Héctor. El apodo surgió como muestra de su gran cariño y, probablemente, por un eventual parecido que mi tío imaginaba entre mi fútbol y el del enorme


Pedro Perucho Petrone, quien alrededor de los años 40 supo jugar en La Granja, uno de los cuadros del barrio cuya sede estaba a tres cuadras de mi casa. La cuarta era la divisional de inicio; en aquella época no existían la séptima, la sexta ni la quinta. Los muchachos que después de dos años ascendían, jugaban en la tercera hasta que, como ocurría en la mayoría de los casos, el futuro crack abandonaba la aspiración de hacer una carrera futbolística. De manera menos frecuente, los promisorios jugadores que se destacaban ascendían a la reserva, divisional que actuaba en los encuentros preliminares, que servían de proemio al partido de primera división o match de fondo. Le contesté, entre sorprendido y emocionado: “Mire don Ricardo, que soy hincha y socio de Peñarol”. Don Ricardo ya lo sabía, entre otras cosas, porque siempre me veía practicar frente a casa las habilidades de mis ídolos Juan Alberto Schiaffino, Oscar Míguez o Juan Eduardo Hohberg. Yo aprendía de ellos todos los fines de semana, mirándolos desde la tribuna Olímpica a la que concurría junto con mi papá, quien también era un infaltable hincha aurinegro. Aunque pareciera inverosímil, mis únicas inasistencias en el año coincidían con los partidos clásicos; papá las justificaba con el argumento de que yo era muy chico, que iban multitudes y que, si se armaba tumulto, nos veríamos en problemas. Mi padre era muy metódico, incluso en los paseos de la familia. Teníamos dos ritos bien consolidados: uno, sentarnos los cinco – agregadas mamá y mis dos hermanas -en la fila 9 sobre el sector izquierdo de la platea del cine Ocean. Éramos infaltables, los sábados por la noche, para presenciar la doble función y compartir las infaltables cajas de caramelos Tofees y de maní con chocolate Aguila. El hábito deportivo consistía en ir al Estadio a ver jugar a Peñarol – sábado o domingo, según lo estableciera el fixture – acompañados por mi tío Mauricio. Mamá no asistía al fútbol y mis hermanas eran asiduas espectadoras, aunque no registraban cero falta como los tres varones. Por lo general tomábamos el tranvía número 18 en la esquina de General Flores con Garibaldi y nos bajábamos en el destino de la línea próximo al Parque de los Aliados - donde la avenida Garibaldi se encuentra con avenida Italia. Durante el recorrido me fascinaba pararme contra

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la puerta corrediza que separaba a los pasajeros de la cabina abierta del motorman para observar, a través de las ventanitas ovales vidriadas, los detalles de la conducción: mover las manivelas en uno u otro sentido, girar las ruedas dentadas adheridas al piso de tablas, descolgar la enorme palanca de hierro para realizar las operaciones del desvío para luego volverla a su lugar y, lo más importante, usar con destreza la pierna derecha para pisar repetidamente el pequeño círculo metálico, haciendo sonar la campana que anunciaba a todos el avance y la proximidad del tren. En el camino hacia la tribuna Olímpica, papá me compraba rigurosamente tres caramelos candes por un medio; en algún momento que no sé precisar, un golpe inflacionario llevó el precio a un vintén por cande. Pero, gracias a Dios, el viejo mantuve firme su costumbre: me siguió comprando tres aunque tenía que desembolsar tres vintenes y soportar un 20% de incremento en el gasto. Entrábamos por la puerta de la Olímpica que está más próxima a la tribuna Amsterdam; religiosamente llegábamos cuando estaba por comenzar el segundo tiempo de la reserva y nos instalábamos en el tramo intermedio, próximos a la escalera que conectaba con la bandeja inferior. ¿Acaso no valía la pena ir más temprano para darse el lujo de ver el despliegue de calidad de grandes jugadores como fueron, por ejemplo, Juan Antonio Schiaffino, Hugo Villamide, Antonio Sacco y el argentino Juan Manuel Romay? Se trataba de un rito de cadencia semanal, que compartíamos con otros hinchas de Peñarol que estaban siempre en los lugares vecinos; entre ellos, llamaba mi atención la que nosotros llamábamos la mujer de las uñas. Era una señora muy bien vestida, maquillada para fiesta y que cuando alzaba sus brazos en un grito, mostraba unas cuidadas uñas desmedidamente largas y pintadas de un rojo intenso. La finalización del primer tiempo del partido de fondo marcaba el momento indicado para saborear un helado Conaprole: la opción era siempre entre una barrita o un helado mixto de crema y chocolate. Cinco minutos antes de terminar el partido abandonábamos la tribuna para llegar con tiempo de conseguir un asiento en el tranvía que nos llevaría de regreso; si la incertidumbre del resultado nos retenía hasta el final del partido, lo más probable era que regresáramos a pie. Cami-


En el camino hacia la tribuna Olímpica, papá me compraba rigurosamente tres caramelos candes por un medio

nar entre cuarenta y cincuenta cuadras no planteaba exigencias desmedidas; lo que sí lamentábamos, era que la mayor demora para llegar a casa seguramente nos impediría escuchar por radio la parte final de los comentarios de don Luis Víctor Semino o del Dr. Carlos Alberto Reyes Lerena. Don Ricardo Faccio opinó que ninguna de mis dos objeciones constituía un verdadero problema. Si me gustaba la rayada, no había razón para dejar de ser hincha de Peñarol; lo que importaba realmente era que yo tuviera claros mis sentimientos para poder separarlos de las obligaciones de mi profesión como futbolista. Afirmó que cuando estuviera dentro de los tricolores, me daría cuenta de que las cosas no eran malas, como yo las imaginaba: “te lo digo por experiencia propia”, agregó, “mirá que yo viví varios años jugando en Nacional”. Aunque no estaba plenamente convencido, acepté que si mi papá estaba de acuerdo, yo empezaría a practicar fútbol en serio. También le dije a don Ricardo que yo no me animaba a pedirle permiso a mi padre; me respondió que no me preocupara pues él se haría cargo de solicitar la autorización.

EL SUEÑO DEL PIBE

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Su jugar es cerebral! / Su dribling es ligerito / Mezcla de Pepe y Julio / Es Perucho colosal

Durante los dos días siguientes, mis evoluciones recorriendo la galaxia de los sueños por cumplir, eran cada vez más ambiciosas y optimistas: ¿en qué puesto jugaría en la selección? ¿tendría que viajar mucho con La Celeste? ¿jugaría en Europa como los campeones olímpicos de 1924 y1928? Con poca demora, mis dudas se disiparon. Don Ricardo habló con mi papá, quien le agradeció mucho su opinión de que yo podría abrirme paso en la competencia profesional. En cambio, él estaba convencido


de que mi futuro recorrería otro derrotero: me imaginaba estudiando responsablemente y obteniendo un título universitario, como quizás lo podía anticipar mi buen desempeño liceal. Le dijo que, en este último camino, me ayudaría en todo cuanto estuviera a su alcance. El pensamiento de mi padre no era original y tampoco exclusivo. Como muchos otros uruguayos de clase media-baja, tenía presente la trama del drama de Florencio Sánchez, M´hijo el dotor. Y en nuestro caso, hasta existía una cierta homonimia, dada la coincidencia entre mi nombre y el del hijo de Don Olegario. Nadie ni nada lo haría abandonar sus convicciones: el estudio, el título y mi posterior trabajo intenso y honrado, eran las palancas adecuadas para materializar la movilidad social en la que él soñaba para su familia. No había inconsistencia en sus posiciones: mi abuelo Jesús había llegado de su Galicia natal a Uruguay para ser peón en el puerto de Montevideo; papá había estudiado en los cursos comerciales del colegio Sagrada Familia y era el encargado de administrar la Barraca Santos M. Arbiza, consignatarios de lana. Yo sería un profesional universitario. Papá sabía que la vida no discurría tan linealmente como yo la había dibujado al soñar mi carrera deportiva. Con la sabiduría y la experiencia que dan los años, cada vez que en casa sonaba Carlos Gardel cantando Giuseppe el Zapatero, nos invitaba a escucharlo con nuestra mayor atención.

GIUSEPPE EL ZAPATERO No alcancé mi consagración como futbolista; para ser más justo conmigo mismo, es más preciso decir que mi carrera en el campo profesional terminó antes de comenzar. Los compases de El sueño del pibe, que yo había asociado a mis expectativas, por un tiempo continuaron resonando en mi interior, aunque cada vez más apagados y desplazados por nuevas músicas y otras ilusiones. Cuando hoy radio Clarín me acerca los compases de ese tango, no puedo evitar un leve dejo de nostalgia por lo que pudo haber sido; sentimiento que es inmediatamente eclipsado por la satisfacción que me produce la confirmación de que la vida, muy generosa conmigo, me regaló muchos otros caminos de felicidad.

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Para cantar en voz alta EL SUEÑO DEL PIBE

Golpearon la puerta de la humilde casa, la voz del cartero muy clara se oyó, y el pibe corriendo con todas sus ansias al perrito blanco sin querer pisó. “Mamita, mamita” se acercó gritando; la madre extrañada dejó el piletón y el pibe le dijo riendo y llorando: “El club me ha mandado hoy la citación.” Mamita querida, ganaré dinero, seré un Baldonedo, un Martino, un Boyé; dicen los muchachos de Oeste Argentino que tengo más tiro que el gran Bernabé. Vas a ver qué lindo cuando allá en la cancha mis goles aplaudan; seré un triunfador. Jugaré en la quinta después en primera, yo sé que me espera la consagración


Dormía el muchacho y tuvo esa noche el sueño más lindo que pudo tener; El estadio lleno, glorioso domingo por fin en primera lo iban a ver. Faltando un minuto están cero a cero; tomó la pelota, sereno en su acción, gambeteando a todos se enfrentó al arquero y con fuerte tiro quebró el marcador.

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GIUSEPPE EL ZAPATERO

Que tique, tuque, taque, se pasa todo el día Giuseppe el zapatero, alegre remendón. Masticando el toscano per far la economía, pues quiere que su hijo estudie de doctor. El hombre en su alegría no teme al sacrificio, así pasa la vida contento y bonachón. ¡Ay, si estuviera, hijo, tu madrecita buena!, el recuerdo lo apena y rueda un lagrimón. Tarareando la violeta Don Giuseppe está contento; ha dejado la trincheta, el hijo se recibió. Con el dinero juntado ha puesto chapa en la puerta, el vestíbulo arreglado, consultorio con confort. Que tique, tuque, taque, Don Giuseppe trabaja. Hace ya una semana el hijo se casó;


la novia tiene estancia y dicen que es muy rica, el hijo necesita hacerse posiciĂłn. He tique, tuque, taque, ha vuelto Don Giuseppe, otra vez todo el dĂ­a trabaja sin parar. Y dicen los paisanos vecinos de su tierra: Giuseppe tiene pena y la quiere ocultar.

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capítulo 6 EL PARTIDO CONTRA EL RANCAGUA


Era miércoles y todavía no habíamos conseguido rival para el fin de semana; a esa altura, era de cajón que sería un domingo sin fútbol. Al día siguiente, en forma sorpresiva, el Ñanga apareció con la noticia de que un compañero de la fábrica le había ofrecido un partido contra el Rancagua, aguerrido representante del Cerrito de la Victoria. Afortunadamente, “ellos tienen cancha”, pensamos ingenuamente; “así se solucionan los problemas de conseguir dónde jugar”, tema difícil de resolver cuando las tratativas comenzaban tan cerca del fin de semana. Sabíamos que la cancha del Boston River4 ya estaba alquilada en doble horario; la otra alternativa era la cancha del manicomio pero, a pesar de que jugábamos allí con relativa frecuencia, era impensable que en dos días pudiéramos completar los trámites requeridos por el hospital para obtener el permiso de acceso. El baluarte del Rancagua se ubicaba en las proximidades de avenida San Martín y camino Corrales y no era, precisamente, el escenario que hubiéramos elegido. Yo vivía a una cuadra de San Martín; sabía que desde Propios hacia el norte había que estar muy precavido a la hora de internarse por la avenida. Como siempre, teníamos muchas ganas de mostrar nuestras habilidades futbolísticas y, además, no deseábamos cortar la racha ganadora que mostraba el invicto de los últimos cinco partidos, en los que habíamos derrotado sucesivamente a El Colorado, La Figurita, Reducto, Uruguay San Martín y La Leonera. Aceptamos la invitación. El partido sería el domingo a las diez de la mañana y aunque no sabíamos nada respecto al adversario, supusimos que las condiciones del partido no podían ser más difíciles que las que habíamos superado en nuestro último triunfo. A las nueve en punto nos encontramos en la sede de Las Palmas. Algunos mal dormidos, porque en el baile del Colón de la noche anterior había tocado Aníbal Troilo y los que integrábamos los planteles del club entrábamos gratis. ¡Qué espectáculo ofreció Pichuco! ¡ Y la dupla del Tata Ruiz y Fiorentino! ¡Qué voces y qué interpretaciones! 4

Estaba ubicada en el predio en que la dictadura construyó un edificio destinado al Ministerio de Defensa pero que, con el retorno a la democracia en 1985 fue utilizado como sede de las oficinas de la Presidencia de la República, incluida las Oficinas de Planeamiento y de Servicio Civil.


La táctica sería la de siempre: jugaríamos para ganar

El glorioso Las Palmas

TINTA ROJA

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Troilo era, por lejos, la mejor orquesta típica del Río de la Plata a la que se agregaban dos cantores que interpretaban el tango como pocos. Pensar que algunos seguían repitiendo “Pichucopa´ escuchar y D´Arienzopa’ bailar”. ¡Qué giles! ¡¡¡Pichucopa´ todo el mundo, nomáaa!!! Fuimos subiendo a la caja del camioncito del tío del Masa, quien se había ofrecido para llevarnos. Arrancamos; avanzábamos por la avenida San Martín, camino al Cementerio del Norte. Aunque viajábamos apretados como pedo de visita, contar con el vehículo era una gran ventaja;nos trasladábamos todos juntos y, además, proporcionaba un lugar de fácil custodia para dejar todas nuestras pertenencias durante el partido. Durante el recorrido todo era alegría y el coro murguero surgió espontáneo; no hacía falta ensayo para cantar retiradas de los Asaltantes con Patente y de los Patos Cabreros, la murga del barrio.

RETIRADA ASALTANTES CON PATENTE (1932)

Parte del dream team


Llegamos con media hora de anticipación, nos cambiamos de ropa, hicimos el reconocimiento de la cancha y los peloteos previos. La táctica sería la de siempre: jugaríamos para ganar. Teníamos un cuadrazo: al arco el Yerba Sara, sobrenombre recibido a partir de su pérdida de pigmentación en la piel y que hoy se apodaría el Viti (ligo); Rubito y Carlos, la pareja de backs; el Vaca, el Gallego Darío y el Ñanga, en la línea media el Vitu, el Perucho, el Pichón, el Masa y Spinelli en la delantera. De entrada nos dimos cuenta de que el Rancagua tenía arrastre en el barrio. Estimamos que su hinchada (esa que los periodistas titulan “parcialidad”, como canta el Canario Luna en Que el letrista no se olvide) estaba integrada por no menos de cien personas estratégicamente ubicadas alrededor de la cancha, la mayoría cerca de las líneas de cal laterales y unos pocos detrás de los arcos. Después del sorteo de vallas entre los capitanes – el Gallego, por nosotros y el Ciruja, por el Rancagua – el árbitro dio comienzo al partido. Jugábamos mejor y a los veinticinco minutos ganábamos 1 a 0, con gol de cabeza de Pichón, anticipándose en un centro levantado por el Masa desde la punta izquierda. Ante nuestra superioridad, los rivales apelaban cada vez con mayor frecuencia e intensidad a las ventajas del locatario: pegaban patadas, chamuyaban al juez para presionarlo y nos ventajeaban tanto cuanto podían. En resumen, nos trabajaban de pesado, para ver si de esa manera conseguían, por las malas o por las peores, lo que no lograban jugando al fútbol. Faltaban cinco minutos para finalizar el primer tiempo; una llovizna que había comenzado poco antes estaba humedeciendo el piso mal empastado. Un pase largo y me corté solo en el área del Rancagua; un tremendo patadón de atrás - bruto penal - impidió mi definición. El juez, que no había seguido la jugada de cerca, corrió en dirección al área y pitó. —¿Qué cobrás, juez? ¿No ves que se refaló solito?, le gritó el Ciruja, al tiempo que se le iba encima y lo pechereaba. Esa vehemente intervención permitió al árbitro pensar su fallo dos veces y, como fruto de ello, amonestó al Indio, el back que me había talado, pero… ¡cobró la infracción fuera del área! Un afane descarado que

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casi no protestamos, habida cuenta del clima caldeado que se había ido creando en el entorno, con los jugadores y la parcialidad rival. Aceptamos el argumento del árbitro, de que había decretado tiro libre y no la pena máxima “por razones de fuerza mayor, ya que a él también lo alcanzaban las generales de la ley, léase la hinchada del Rancagua”. Íntimamente, estábamos de acuerdo con él; el juez había obrado en aras de la paz y protegiendo la integridad suya y también la nuestra. El Gallego ubicó la pelota donde marcó el juez. Colocó hacia arriba los dos gajos que estaban descosidos y desnudaban el incipiente globo que insinuaba la cámara del deformado esférico. Le pegó como los dioses: un chanfle perfecto que pasó por el costado de la barrera y clavó la guinda en el ángulo, justo en el rincón donde hacen el nido las arañas. El golero voló y se estiró todo lo que pudo, pero no fue suficiente. Golazo y pelota al medio, mientras el Ciruja meaba de arriba abajo al impotente cuidavallas que permanecía tirado en el piso. Ni lo gritamos. Apenas hubo algunos afectuosos y poco aparatosos saludos a nuestro centro half, que había demostrado por qué jugaba en la tercera de River. Terminó el primer tiempo y llegó el descanso de 15 minutos. Después de comentar las incidencias de la primera etapa establecimos nuestra táctica para la segunda. La consigna era no regalarnos: jugar limpio y no reaccionar frente al rival, como si tuviéramos que ganar el trofeo del fairplay. Transcurrían cinco minutos de juego cuando le metí un pase profundo y milimétrico al Vitu; era medio gol. El flaco era rapidísimo: en el barrio clavaba el cronómetro en doce segundos para los cien metros; pero en la pista barrosa del Rancagua era diferente y, en ese guarismo, todavía iba corriendo a mitad de camino. Está bien, pensé; dijimos que no había que regalarse. El meta llegó antes y se quedó con la pelota. Yo había continuado mi carrera esperando una eventual devolución en pared y, por más que abría los ojos no podía dar crédito lo que estaba viendo: el Vitu continuó en su impulso y pechó al golero, que se tiró al suelo, abrazado a la pelota y en medio de gestos de dolor, buscando provocar la expulsión del no tan veloz puntero derecho.


Pero antes de que el juez insinuara nada, llegó el Indio – que también había seguido la jugada sin poder intervenir – y le pegó un tremendo empujón a nuestro número siete, quien voló y aterrizó próximo a la línea de toque, peligrosamente cerca de hinchas del Rancagua. El Indio se le fue encima y comenzó a insultarlo: “¿Qué hacés, cagón?” Y después continuó con un rosario crecientemente obsceno, largo como puteada de tartamudo, haciendo gala del dominio de un frondoso vocabulario. Daba la impresión de que el Indio creía que la sinonimia en los insultos hacía crecer en progresión geométrica la fuerza y provocación de su agresión verbal. Como fuera, después de todo lo que había escuchado, al Vitu sólo le quedaba una: levantarse y embocar al Indio de una piña. Pero si eso ocurría, sería el principio del fin. Llegué justo a tiempo para separar al Indio, mientras que otros compañeros rodeaban y protegían al Vitu. Alguna escaramuza más, el cobro del fau y la expulsión del Vitu: ¡tendríamos que jugar con diez durante cuarenta minutos!

Le pegó como los dioses: un chanfle perfecto que pasó por el costado de la barrera y clavó la guinda en el ángulo, justo en el rincón donde hacen nido las arañas

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Casi enseguida, el Vaca trancó muy fuerte una pelota disputada con el corpulento nueve del Rancagua: el sonido indicó que algo se rompía. ¿Qué había pasado? ¿Alguno se había quebrado? Ninguno de los dos jugadores dio muestras de estar lesionado; ambos eran muy potentes y habían ido con todo, pero sin mala leche. Por suerte, nadie estaba lastimado. Lo que realmente ocurrió fue que, el incipiente globo que mostraba la cámara al final del primer tiempo, había crecido y zafado entre los gajos del cuero descosido. La violencia del golpe que sufrió la pelota, aprisionada entre los dos zapatos y castigada sin piedad por ellos, determinó la explosión de la cámara y el balón quedó inutilizado. El incidente tuvo una derivación imprevista pues puso fin abrupto a la vida de la guinda. Cuando supimos que para peor (¿o para mejor?), los locatarios no tenían pelota de repuesto, comenzaron los cabildeos buscando una solución. ¿Cómo podíamos continuar el partido? Además (y esto sí, seguramente para peor), la garúa con que terminó el primer tiempo se había convertido en una lluvia mansa aunque persistente. La simultaneidad de ambas condiciones justificaba sobradamente la propuesta de nuestro capitán, que sugería suspender el partido y jugar el pico otro día. El Ciruja afirmó que en pocos minutos conseguirían otro balón y que no valía la pena postergar el pico para otra oportunidad, pues sólo faltaba media hora para terminar el partido. Ante esas objeciones no tuvimos más remedio que comenzar una tensa espera. Pero en pocos segundos de comunicaciones disimuladas, todos compartíamos el perentorio santo y seña: había que tomárselas de apuro. Algunos comenzamos a trotar como para no enfriarnos, pero el circuito de calentamiento apuntaba inexorablemente hacia la caja del camión; otros revolvían los bolsos que estaban en el mismo lugar, como buscando algo que los protegiera de la lluvia; el tío del Masa dejó de revisar la rueda delantera izquierda y se sentó al volante. Al grito de “¡vamo´arriba!” nos trepamos como pudimos sobre el vehículo; el conductor arrancó, metió primera, pisó el acelerador a fondo y salimos rajando hacia el sur. Algunos de los jugadores del Rancagua habían adivinado nuestras intenciones y también merodeaban en las proximidades; uno de ellos se prendió del buzo de golero del Yerba Sara, sentado contra la baranda del mionca, y cuando él se dio vuelta para zafar, el agresor le metió flor de mano.


Las puteadas de la gente local fueron más breves que la lluvia de pedradas que cayó sobre nosotros; daba la sensación de que el motor de nuestra esperanza no lograba levantar velocidad. Sin embargo, para nuestra tranquilidad y alegría, en breves instantes vimos que nos alejábamos de los perseguidores: algunos abandonaban el esfuerzo y la silueta de los que continuaban corriendo, se empequeñecía rápidamente. Nuestras respuestas a los insultos que nos perpetraron habían sido blandas, tímidas, hasta balbuceantes. Es que, por encima de nuestra bronca por la salvaje agresión, se blandía el temor que habíamos vivido; en algún momento, cada uno de nosotros pensó que nos iban a pasar para la cueva. “¡Maricones de mierda!”, se animó, casi con respeto, uno de nosotros. “¡Patoteros cagones!”, secundó otro. El improperio más soez lo lanzó un tercero, acompañando su grito con el consabido gesto obsceno: “¡Chupen giles, se la dimos por el culo!” Unos cuantos metros más adelante, no tengo idea de cuántos, cuando avanzábamos con la seguridad de ser inalcanzables, alguien murmuró: “¡chau pinela!” Esa sentencia, que cerró el incidente, abrió paso a un silencio que nos acompañó durante algunos minutos, como prueba evidente de que nos costaba superar el tremendo jabón que nos habíamos pegado. Después comenzó el repaso de algunas incidencias del encuentro y una valoración de los daños sufridos que, en realidad, se reducían al buzo hecho jirones y el labio partido, todo en perjuicio del pobre Yerba Sara. Una de las anécdotas más pintorescas la contó el Ñanga, organizador del partido. Confesó que los comentarios entre la gente que bordeaba la cancha por su lateral, lo tenían sumamente preocupado. Como si no fuera suficiente la retahíla casi continua de insultos que los hinchas dispensaban al árbitro y a nuestro equipo, los breves paréntesis sin gritos le permitían escuchar diálogos intimidantes. Llegó un momento en que su atención estaba más pendiente de lo que ocurría a su costado, fuera de la cancha que del desarrollo del juego. Progresivamente se fue apartando de la línea de cal como si su posición de marca priorizara la eventual diagonal del puntero, pero descuidando los piques que pudiera ensayar pegado a la raya, para llegar hasta la línea de fondo y levantar el centro de la muerte. Es que, cuanto

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más aguzaba el oído para escuchar aquellas charlas espeluznantes, en la única muerte que pensaba el Ñanga, era en la suya. El cuento que lo impresionó entretenía a dos gurises que tendrían alrededor de quince años. El Chato, que parecía el mayor, le contaba su reciente hazaña al Pelusa, un melenudo flaquito,con mocos que palpitaban al compás de su respiración. “Cuando venía p´acá, en la esquina de San Martín y Propios, me encontré con el Estufa;me dijo que hacía un rato que relojeaba a una vieja que esperaba un bondi.” Según él, en ese momento había quedado sola, pues un tipo que también estaba en la parada se había tomado el 156 hacía un par de minutos. “Chato, si querés ganar experiencia, ahí tenés papita pa´l loro”, me dijo el Estufa. “Pero ¡atenti! ¡que no se te quemen los pelpas!; pensá que es una jugada de pizarrón, facilonga y para resolver sin problemas”. El Chato continuó con su historia: “Jalbié pa todos lados y no vi un alma: está de Dios que le tengo que hacer la boleta, pensé. Di vuelta en la esquina y crucé la calle bajo la atenta mirada del Estufa, que vigilaba mis movimientos. Me arrimé a la parada y me di cuenta de que el vejestorio era casi ciego: tenía unos lentes gruesos como culo de botella”. “La vi chiquita y mansa como gato´ e boliche en mañana dominguera; esta va pa´ la misa del Cerrito”, pensé. Encaré y le pregunté: “¿Hace rato que no pasa el 156?” “Apenas empezó a contestarme, le di un boleo al bastón que la sostenía y la abuela se reventó de jeta contra la vereda. Los lentes aterrizaron en la calle, cerca del cordón y frente a la boca de tormenta. Aunque quedó aturdida, seguía agarrando la cartera como abrazada a un rencor; trató de darse vuelta en el piso, sin conseguirlo, mientras gritaba y lloraba”. “Después, todo fue un juego de niños”, siguió diciendo.“Le arranqué la cartera de un tirón – hasta me pareció escuchar que le crujían los huesitos del hombro – y rajé. A todo pique di vuelta la esquina, pero el Estufa ya no estaba. Después de correr media cuadra, encanuté la cartera abajo del buzo y me vine pa´ estos lados, caminando de apuro”. Cerrando el cuento remató: “Recién cuando llegué a la rinconada, me metí entre los yuyos y revisé la bolsa. ¡Era una vieja de mierda! La cartera estaba gastada y no valía dos cobres; lo peor es que adentro, aparte de la


cédula, sólo había un pañuelito, un librito de Iglesia y un monedero; pero ¡la guita no daba ni pa´ pagar un boleto! ¡Ni un tellebi, sólo moneditas!” Al Ñanga no sólo lo había impactado la narración, sino la satisfacción con que el Chato contaba la hazaña: los gestos de su cara mostraban una mezcla de orgullo y diversión, aunque también denotaban bronca por el magro resultado obtenido. Después de un viaje sin inconvenientes, recorriendo con el camión calles poco transitadas, llegamos al barrio, sanos y salvos. Todos coincidimos en que,a futuro, no debíamos jugar de visitantes en cualquier lado y sin tener información sobre los rivales a enfrentar. El camioncito se detuvo en la sede de Las Palmas. Bajamos; nos abrazamos reconfortados, por haber superado la aventura sin sufrir mayores daños y por el triunfo.Cargamos nuestros respectivos bolsos y nos dispersamos, cada uno en dirección a su casa; llegaríamos justo a tiempo para darnos una ducha y compartir la raviolada familiar. El susto que vivimos y los horrores que imaginamos como inevitables, fueron una experiencia que nos marcó. De tanto en tanto y por un largo tiempo, nuestra epopeya en la cancha del Rancagua fue un tema siempre presente cuando abríamos nuestras bolsitas de los recuerdos. Ahora, cuando ya cumplí mis bodas de diamante con la vida, rescato de mi memoria los detalles de esta peripecia vivida hace casi sesenta años y disfruto tarareando los versos del Sabalero, cuando desde su nostálgica Chiquillada nos dice: Pantalón cortito, bolsita de los recuerdos Pantalón cortito, con un solo tirador Fiesta en los charcos cuando para la lluvia Caracoles y ranas y niños a jugar El viento empuja botecitos de astraza ¡Lindo haberlo vivido pa´ poderlo contar!

CHIQUILLADA (ver letra completa en capítulo 2)

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Para cantar en voz alta TINTA ROJA

Paredón, tinta roja en el gris del ayer... Tu emoción de ladrillo feliz sobre mi callejón con un borrón pintó la esquina... Y al botón que en el ancho de la noche puso el filo de la ronda como un broche... Y aquel buzón carmín, y aquel fondín donde lloraba el tano su rubio amor lejano que mojaba con bon vin. ¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez? ¿En qué rincón, luna mía, volcás como entonces tu clara alegría? Veredas que yo pisé, malevos que ya no son, bajo tu cielo de raso trasnocha un pedazo de mi corazón.


RETIRADA A saltantes con patente (1932)

Como el día más glorioso hoy queremos festejar la alegría bulliciosa que nos brinda el Carnaval entre aplauso y serpentina se despide con dolor la murga que siempre ha dado a la fiesta un buen color Un saludo cordial lanzan los Asaltantes y en su paso triunfal de Caballero andante y en las hora más tristes que recuerda la orgía pensarás en los días que gozoso reías y era todo alegría .

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capĂ­tulo 7 PURO CUENTO

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Transcurría el mes de enero de 2014; plenas vacaciones de verano en Luylá. La velada de la noche anterior, en La Parva, había finalizado como tantas otras veces: Tato, con su guitarra, tratando que el resto de la familia entonara siquiera una estrofa de alguna canción e interpretando sus éxitos personales que, como siempre, habían culminado con Vieja Viola y El Malevo, doloroso recitado de Argentino Luna.

EL MALEVO A la mañana siguiente, temprano, me levanté y salí de la casa por la puerta de la cocina para sumergirme en el silencio del parque. Recorrer con la vista su césped siempre joven, verde, mullido y prolijo, me provoca encontradas y gratificantes sensaciones: acción y dinamismo, si pienso en los peloteos infantiles que con frecuencia lo invaden; quietud y reposo cuando recuerdo a mis nietos acostados sobre él y aprovechando la fresca sombra que nace bajo los pinos del fondo. Lo primero que escuché fue el canto intermitente de los pájaros que lo habitan más otros que se suman en sus visitas cotidianas: horneros, colibríes, gorriones, ratoneras, cotorras, teros y otras tantas especies, ninguna de las cuales se destaca por su gorjeo armonioso. Imaginaba que el concierto de trinos, ya fueran distantes o próximos, eran diálogos


Uno de los tantos atardeceres en la playa Mansa

simultáneos que las aves mantenían en lenguajes distintos pero entendibles para todos ellos; por momentos, la conversación canora se confundía y era apagada por el chirrido intermitente de una sierra lejana talando pinos; esa baraúnda de sonidos no hacía más que potenciar el mutismo atronador de las primeras horas del día. Me pareció que, a pesar del sol brillante, el aire era fresco. “Será por el cambio de huso horario”, pensé, “pero este clima es típico de primavera, o, como la

llamaría Gabriela Mistral, de Doña Primavera.” Mientras sobre la hornalla grande de la cocina se calentaba el agua para el mate, en una rápida recorrida aspiré el aroma exquisito del jazmín, conté los pimpollos recién nacidos y palpé la fortaleza creciente de nuestro roble, monarca del parque cuyo reino se oculta detrás de la sala de juegos, rodeado por cuatro pinos que ofician de humildes cortesanos. Al primero, Gladys y yo lo llamamos el jazmín de nuestro amor.

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En una jornada ya lejana, disfrutábamos de un atardecer en la playa Mansa mientras esperábamos con ansias que llegara el momento culminante de la puesta de sol. De pronto, a unos cuantos metros de la orilla, vimos una flor de jazmín, pequeñita, que mostraba toda su inseguridad en el agua; a duras penas lograba superar, sin hundirse, el sube y baja que le imponían las olas. —“Lo — voy a buscar y te lo regalo”, afirmé. —“No — vayas que no haces pie y es peligroso”, dijo ella. En realidad, Gladys tenía razón; yo no era Mark Spitz ni Michael Phelps, como tampoco lo soy ahora. Pero, sin volver a pensarlo, me interné en el mar y volví con la flor en una mano. —“¿Quién — la habrá arrojado y por qué?” pregunté, mientras me secaba con la toalla para mitigar el frescor de la brisa casi nocturna. —“No — sé, pero ahora que lo rescataste, voy a tratar de prolongar su vida”, contestó Gladys con una sonrisa. A la mañana siguiente vi que el jazmín lucía su soledad en una maceta. Su cabo apenas emergía de la superficie de una tierra especial que Gladys usaba en ciertas ocasiones, cuando creía necesario proteger a alguna planta debilitada. —“Va — a tener corta vida”, pensé. “Mañana, mostrando el color amarillento de los jazmines secos, yacerá en el sepulcro del tacho de la basura”. Pero increíblemente no murió; y hoy es motivo de orgullo para Gladys y de admiración para mí. Se ha transformado en una planta vigorosa que nos da las gracias con sus flores blancas y su delicioso perfume, durante los dos meses de verano en que disfrutamos de su compañía. Es por eso que lo bautizamos como el jazmín del amor; de un amor correspondido que enlaza una trayectoria en doble vía: va y viene. De nosotros corre presuroso hacia él y, desde él, retorna con presteza hacia nosotros.


Nuestro roble también tiene su historia de vida En marzo del año 2003, compartimos con la familia y amigos una Misa en la que dimos gracias a Dios por haber superado con felicidad la dura prueba que nos planteó el año anterior, vinculada con el cáncer que agredió a Gladys, así como su tratamiento de quimio y radioterapia y recuperación posterior. Luego de la celebración nos reunimos en el Hotel del Prado para dar gracias también a todos quienes nos apoyaron y sostuvieron durante la peripecia vivida. Tiempo después Pedro Bayardo, querido amigo quien trabaja en nuestro estudio profesional, llegó temprano en la mañana a mi despacho y me dijo: —“Julio, — quiero regalarte esto” y depositó sobre la mesita de living de mi escritorio una maceta de la que sobresalía un plantín. —“Muchas — gracias, Pedro. ¿Pero, por qué? ¿Y qué es?”, le pregunté. —“Es — un roble”, me contestó con una sonrisa. “Nacido de una bellota que, con Mariana, recogimos en el Prado la noche del encuentro de acción de gracias que ofrecieron tú y Gladys. Nos pareció que sería un buen recuerdo tenerlo como compañero, en el fondo de Luylá”. Y ese pichón de árbol, de apariencia frágil, se transformó en un roble fuerte, de tronco sólido y amplia copa, que nos regala su sombra acogedora cuando llegan las tardes calurosas del verano esteño.

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Un hibisco en nuestro jardĂ­n


De pronto, el silbido agudo de la caldera me avisó que yo estaba demorando el indulto que la liberara de mi diaria condena al fuego. Retorné con paso rápido pero, a pesar de su quejido ininterrumpido, me detuve junto a la glicina, cubierta protectora de soles y rocíos, que con su frondosa enramada ofrece sombra y abrigo al parrillero. Mi pensamiento se encontró con el recuerdo de Teresa Santamarina. La conocí a comienzo de los años sesenta cuando, como novio de Gladys, comencé a frecuentar martes, jueves y sábado, la casa de Duvimioso Terra, hoy Mario Cassinoni. Ella estaba empleada en la casa de mis suegros desde que era una adolescente. En acuerdo con Teresa y con el consentimiento de doña Nieves, desde que nos casamos el 3 de marzo de 1965, Teresa vino a colaborar con nosotros. A partir de ese momento, nos acompañó hasta su muerte en el año 2007. Era un integrante más de nuestra familia; nos conocía a todos y nosotros a ella y los suyos. Fue una mujer de trabajo y lucha permanente que ayudó al bienestar de sus padres; casada con Cacho, construyó con él una familia y su propia casa, donde vivieron y educaron a sus dos hijas. Disponían de un terreno no muy grande, que habían convertido enproveedor de alimentos varios. Aquí, la huerta con canteros de tomates, frutillas y lechugas; más allá los árboles frutales, donde lucían limoneros y moras. Junto a la casa, los parrales y las enredaderas de glicinas, a cuya sombra Teresa y Cacho disfrutaban sus mateadas mientras que Andrea y Gabriela hacían los deberes. En una ocasión, Teresa llegó a casa con un pequeño brote de glicina, enterrado dentro de una vieja lata de yerba. —“Esto — es para que lo planten en Luylá”, nos aclaró. “¡Van a ver qué linda es cuando se llena de flores y qué rico perfume tiene! Si la ponen cerca del parrillero, van a conseguir sombra fresca para almorzar, aunque canten las chicharras,” agregó con entusiasmo. Durante los tres primeros años la glicina parecía muerta. Nuestras especulaciones iban desde si el aire del mar la perjudicaba a si sería necesario aplicarle fertilizante; motivos variados sirvieron como hipótesis

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en nuestros intentos por explicar las razones de su parálisis. La planta continuaba sin dar pauta alguna sobre el inicio de un proceso de crecimiento. Teresa nos tranquilizaba: —“No — se preocupen; al principio demora, pero cuando arranque no sabrán cómo pararla”. Y tenía razón. A partir del momento en que la planta pegó el estirón y comenzó a crecer, no hubo con qué frenarla: saltó del subdesarrollo a ser una glicina del primer mundo. Fernando, el jardinero, luchaba continuamente para orientar y ordenar el crecimiento por encima de la elegante pérgola, tratando de evitar que sus ramas obstruyeran el tiraje de la chimenea de la parrilla. Su expansión era constante y amenazaba con invadir el techo de nuestra casa. —“Será — necesario cortarle algunas ramas”, pensé, viendo que la glicina parecía estirarse sin cesar, abrazándose y entrelazando las rojas tejas españolas que cubren las dos aguas de la cincuentenaria casa. Retorné a la cocina y durante los escasos minutos que me llevó armar el mate, volví a pensar en el clima primaveral. Rememoré el poema Doña Primavera, de Gabriela Mistral, que recitaba en la escuela y que aún vive en mi memoria como si estuviera esculpido sobre la roca:

DOÑA PRIMAVERA Doña Primavera viste que es primor viste en limonero y en naranjo en flor

Mate en mano y termo bajo el brazo, me senté en la reposera, cerca del parrillero. El canto rústico y entrecortado de los horneros, los gorriones y las ratoneras que me visitaban, asociado con el sonido de la sierra


continuaban agrediendo la tranquilidad matinal; la estela humeante que se levantaba desde la espuma verde de la yerba, anticipaba que mi disfrute estaba asegurado. Sabía que mis divagaciones tempraneras, que ya habían llegado en su habitual visita, se quedarían por un rato haciéndome compañía; como siempre caprichosas, en tropel, incoherentes y sin respetar tiempos ni lógica. Así ocurrió también esa mañana. Sin saber cómo ni por qué, me descubrí cuestionando si la fama puede merecer el respetuoso título de doña, como la primavera, y si es o no puro cuento. Mi ser racional me impulsaba a buscar una respuesta fundamentada y, para lograrlo, debía comenzar por precisar el significado de la palabra “doña”. Recuerdo que, hace ya muchos años, mi padre dedicaba largas horas a leer el diccionario Pequeño Larousse Ilustrado. Cuando yo le decía que no entendía su afición literaria y que esa lectura tenía que ser necesariamente aburrida, su respuesta era siempre la misma: “La gente no imagina cuánto se puede aprender con el mataburros, hasta que empieza a leerlo”. Sin alcanzar su disciplina, yo mantengo la costumbre de la consulta frecuente. Así que entré a casa sin hacer ruido, evitando perturbar el sueño de la familia que descansaba por unanimidad, y regresé con el primer tomo de la Real Academia Española. Según el diccionario, “doña” es un vocablo de origen hispano, de género femenino, que usado protocolarmente, antecede al nombre de pila de ciertas mujeres añosas y expresa un tratamiento de respeto, cortesía y/o distinción social. Seguí mi búsqueda y supe que el sentido y uso de la palabra ha evolucionado a lo largo del tiempo y sus varias acepciones han ensanchado, tanto el significado como el modo de empleo, según distintas áreas geográficas. En Uruguay, a veces, doña se utiliza en señal de respeto debido a la edad, la experiencia o los logros personales; en otros casos, con propósitos de afabilidad y buena voluntad hacia la persona a quien se aplica; en la mayoría de las ocasiones, evidencia un trato condescendiente con mujeres de avanzada edad.

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Nunca estuve en compañía de “doña fama”. Sí conocí, y quise mucho, a doña Manuela, mi madre. También a doña Encarnación y doña Josefa, mis abuelas. Las tres vivieron de tal suerte que el título se les aplica con total justicia.


Mi síntesis fue que la denominación “doña” convoca a unir dos ideas, ambas importantes. Se aplica a mujeres que han logrado un merecido respeto, por un lado, y que son notoriamente añosas, por otro. Basado en esta concepción bidimensional que pone de relieve las condiciones de respeto y longevidad, comencé a meditar sobre si la fama puede ingresar a la categoría de doña. Tengo claro que, si existe, nunca estuve en compañía de “doña fama”. Sí conocí, y quise mucho, a doña Manuela, mi madre. También a doña Encarnación y doña Josefa, mis abuelas. Las tres vivieron de tal suerte que el título se les aplica con total justicia. Pero, ¿en qué lugar recóndito se oculta “doña fama”, esa dama respetada y añosa a la que no he visto, a pesar de haber celebrado ya mis bodas de diamante con la vida? Con relación al componente de la consideración que debe generar quien aspira al título de “doña”, la pregunta que surge es si la notoriedad siempre va acompañada por el respeto. Desde mi punto de vista, la evidencia empírica demuestra sin lugar a dudas que el interrogante se responde de modo negativo. En respaldo de mi opinión, memoricé múltiples ejemplos y situaciones en que la fama de una persona se contrapone al respeto que ella genera. Sin preocuparme por mayores detalles acepté, resignadamente, que la fama y el respeto no siempre son convergentes; dicho de otro modo, la fama y el respeto no caminan siempre tomados de la mano. En cuanto a la segunda característica, o sea su duración o perdurabilidad, me atrevo a afirmar que, por lo general, la fama no es suficientemente longeva como para merecer la calificación de “doña”. Aunque ella nazca viable, como diría un jurista, su vida pocas veces es prolongada; por el contrario, su rasgo distintivo es casi siempre la brevedad: la fama es efímera, “dura lo que un lirio”, como solía decir mi tía Zulma. En efecto, con frecuencia la fama muere antes de completar su adolescencia. Como máximo, y en casos excepcionales, alcanza su mayoría de edad. Ese ciclo vital tan breve me induce a pensar que la fama es una tragedia pues, sin olvidar el sentido de trascendencia del ser humano, todos aceptamos que cuando las vidas son cortas, suelen ser trágicas. Y eso es así, irremediablemente, por la sola razón de su escasa duración:

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la muerte de un niño, de un adolescente o de un joven, siempre genera la desolación que produce una gran injusticia. En este punto fue que mi recuerdo regresó a la reunión en La Parva de la noche anterior; Tato apareció en mi mente tarareando, con voz suave y entonación precisa, los versos que nos hablan de la: Vieja viola garufera y vibradora, de mis años de parranda y copetín, de las tantas serenatas a la lora que hoy es dueña de mi cuore y la trompa del bulín

Y que se cierran con estas apreciaciones cargadas de dramático pesimismo: y es que la gola se va y la fama es puro cuento andando mal y sin vento todo, todo se acabó

La interpretación generalizada establece que la expresión puro cuento hace referencia a algo que no es cierto, es irreal; se trata de una cosa falsa, no auténtica. Y, seguramente, fue con ese sentido que Humberto Correa la empleó en su inolvidable poesía tanguera. Pero en la estrofa final, superando por un instante su estado depresivo, el guitarrero desafía su propio fatalismo y se atreve, aunque refiriéndose a un tiempo futuro y usando una preposición condicional, a introducir un hálito de postrera esperanza: “Si los años de la vida me componen y la suerte me rempuja a encarrilar yo te juro que te cambio las bordonas, me rechiflo del escabio y te vuelvo a hacer sonar.” Continué con mis divagaciones, pensando por un momento en asociar la palabra cuento con un género literario. Antes de descartar cualquier


vinculación, llegué a la rápida conclusión de que, si de literatura se tratara, la fama no podría ser considerada como un cuento; más bien, debería ser calificada dentro de la categoría de drama. En efecto, cuando el bichito de la notoriedad invade a la persona, en su interior se plantea una lucha entre la necesidad de ser famoso y la aspiración de mantener una vida libre, sin ataduras. Si la pugna se resuelve en favor de la primera, con frecuencia el enfrentamiento tiene un desenlace funesto; y en ello radica justamente la tragedia que acompaña a la fama: la popularidad social conlleva el sacrifico de la libertad, un derecho humano fundamental. La persona que no es libre carece de uno de los atributos fundamentales que definen al ser humano íntegro, completo. Por eso, cada vez que escucho Mi Vieja Viola, sin dejarme tentar por la reelaboración de estas disquisiciones, reafirmo mi convicción de que la fama no alcanza el rango de “doña” ni tampoco se trata de un cuento. Definitivamente, es puro cuento.

VIEJA VIOLA

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Adenda Para ayudar a una mejor comprensión del texto, a continuación se presenta la definición de los términos lunfardos cuyo significado puede ser menos conocido. La traducción de la mayor parte de las palabras proviene del Diccionario del Español del Uruguay (DEU), cuya autoría corresponde a la Academia Nacional de Letras de Uruguay, en su versión del año 2011, publicada por Ediciones de la Banda Oriental. Las restantes provienen de diccionarios del lunfardo consultados a través de Internet. Bordón (deu)

Cada una de las tres cuerdas más graves de la guitarra española

Bulín (deu)

Vivienda

Cuore

Corazón

Escabio (deu)

Porción de bebida alcohólica que se sirve en un vaso

Garufa (deu)

Farra, parranda, juerga, diversión trasnochada

Gola

Garganta, voz (del cantor)

Lora

Mujer rubia (antiguo); persona muy conversadora; mujer fea

Rechiflarse (deu)

Rayarse, enojarse, perder el tino, enloquecerse

Trompa (deu)

Patrón

Viola (deu)

Guitarra


Para cantar y recitar en voz alta EL MALEVO

Yo siempre quise tener un perro como la gente. Al fin el tiempo y la esperanza me dieron uno; pero bien mirao es hombre de pocas pulgas. Yo no atrancaba la puerta de mi rancho ni durmiendo..... para qué.. si al lao de ajuera por malo que juera el tiempo enrejaba de colmillos el coraje de mi perro. Cimarrón, medio atigrado lo hallé perdido en las sierras temblando de agusanao malo como manga é piedra. Tuve que echarlo enlazao para curarle las bicheras y ahí se quedó aquerenciao. Compañero de horas lerdas trotando bajo el estribo ni calculaba las leguas y donde aflojaba cincha, mire... se echaba a cuidar mis priendas. Eso sí,...... muy delicao manosearlo ni le cuento se ponía de ojo extraviao y se le erizaba el pelo. Con que tenía bien ganao su apelativo....... ”El Malevo”

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Qué animal capacitao pal trabajo en campo abierto había que verlo al Malevo trajinando en un rodeo. ¿Yo echar tropilla al corral? Le silbaba entre los dedos Y embretao en el silbido me los traía sobre el viento. y era un abrojo prendido a los garrones del trueno. De ser cristiano.......... clavao que era doctor ese perro. Una vez bandeando tropa con mucho agua en el Río Negro caíquebrao de un apretón entre un remolino é cuernos y me ganó la mollera la oscuridad y el silencio cuando volví a abrir los ojos cruzaba una nube el cielo gemidos y lambetazos llegaban como de lejos redepente comprendí medio me senté en el suelo para entregarle las gracias “hermano, de ésta te quedo debiendo” no me hace a mí el pan bendito si no me sacás “Malevo” y una inmensa gratitud se me ganó en el garguero. Bueno, la cosa pasó yodentrépa´l casamiento hice el horno, la cocina..


mi rancho estiró un alero y en su chúcara crinera charqueó el arroró y el beso A los dos años gateaba mi gurí sobre un peleo o andaba por el guarda patio prendido a la cruz del perro porque él me le sacó las cosquillas al Malevo lo habrá tomao por cachorro de su cría el pendenciero le soportaba imprudencias sepriestabapa´ sus juegos y ande amenazaba caerse se le echaba bajo el cuerpo. La cosa fue tan de golpe que hasta me parece cuento fue después de un mediodía comopa´ fines de enero yo me había echao en el catre pa´ descabezar un sueño mi patrona trajinaba proseando con el borrego redepente aquel grito como de terror ¡ROSENDOOO! Y ya me pelé pal patio Manotiando el caronero Ella estaba contra el horno Tartamudeando en silencio Tenía el gurisito alzao aprietao entre su pecho y avanzando agazapao como una fiera.......... mi perro asomaba unos colmillos como puñales

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los pelos se le habían parao de un modo que costaba conocerlo y en la brasa de sus ojos se habían quemao los recuerdos de un salto me le puse en frente le pegue el grito ¡MALEVO! Le vi saltar una baba ¡Está rabioso ROSENDO! No te me acerques hermano Echápa´tras... echápa´ tras ¡ Fuera perro !!! Redepente me saltó ladiépa´ un costao el cuerpo y senti como la daga le topaba contra el pecho y cayó, casi sin ruido, como una jerga en el suelo. Se arrastró ....lamió mis pies movió la cola una vez, dos veces .... y quedó muerto. No tenía pa´ elegir Hermano, tabas enfermo fue por el cachorro ¿sabés ? si no, ¡¡no lo hubiera hecho !! Por eso es que desde entonces no me gusta tener perro y cuando voy de a caballo me parece que lo veo seguir abajo el estribo trote y trote por el tiempo.


DOÑA PRIMAVERA

Doña Primavera viste que es primor, viste en limonero y en naranjo en flor. Lleva por sandalias unas anchas hojas, y por caravanas unas fucsias rojas. Salid a encontrarla por esos caminos. ¡Va loca de soles y loca de trinos! Doña Primavera de aliento fecundo, se ríe de todas las penas del mundo... No cree al que le habla de las vidas ruines. ¿Cómo va a toparlas entre los jazmines? ¿Cómo va a encontrarlas junto de las fuentes de espejos dorados y cantos ardientes? De la tierra enferma en las pardas grietas, enciende rosales de rojas piruetas. Pone sus encajes, prende sus verduras, en la piedra triste de las sepulturas...

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Doña Primavera de manos gloriosas, haz que por la vida derramemos rosas: Rosas de alegría, rosas de perdón, rosas de cariño, y de exultación.


VIEJA VIOLA

Vieja viola garufera y vibradora de mis años de parranda y copetín, de las tantas serenatas a la lora que fue dueña de mi cuore y hoy es reina del bulín; como estás de abandonada y silenciosa, después que fuiste mi sueño de cantor! Quien te ha oído sonar papa y melodiosa no dice que sos la diosa de mi pobre corazón. Es que la gola se va y la fama es puro cuento... Andando mal y sin vento todo, todo se acabó. Hoy sólo queda el recuerdo de pasadas alegrías pero estás vos, viola mía, hasta que me vaya yo. Cuantas veces con el brazo de la zurda cubriéndote del rocío te llevé, y por más que me encontraste bien en curda conservándome en la línea de otros curdas te cuide. Si los años de la vida me componen y la suerte me rempuja a encarrilar, yo te juro que te cambio los bordones, me rechiflo del escabio y te vuelvo a hacer sonar.

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capítulo 8 MI LIBRO SOBRE EVALUACIÓN DE PROYECTOS

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El profesor Federico Slinger, uno de mis docentes en Costos Industriales durante el año 1958, me propuso ingresar como su colaborador directo en el Banco Territorial del Uruguay. Di una respuesta afirmativa, aunque mi padre insistía en la inconveniencia de que empezara a trabajar, pues podía poner en riesgo la culminación de mis estudios universitarios. A su pesar, en agosto de 1959 comencé mi primer trabajo formal como auxiliar bancario. Cuando cobré mi primer sueldo, llegué muy contento con el dinero a casa. Papá me felicitó y me informó que, puesto que había empezado a generar ingresos debía contribuir con el sostenimiento del presupuesto familiar y que, obviamente, ya que había logrado mi independencia económica, dejaría de percibir la mensualidad que me entregaba puntualmente para atender mis gastos personales. Entonces estimé que, desde el punto de vista de mis finanzas individuales, mi decisión de trabajar en el banco había sido decididamente equivocada. Había contraído una obligación laboral rigurosa de cumplimiento diario y, en contrapartida, el ingreso neto remanente por tal concepto, luego de honrar la detracción paterna, no alcanzaba a la cifra que hasta ese entonces recibía de mis padres. En mi deformado lenguaje actual, diría que ¡el ingreso incremental mensual resultaba negativo!

(…) papá no tomó en cuenta el flagelo inflacionario y mantuvo invariable el diezmo que me impuso


Afortunadamente para mis intereses, papá no tomó en cuenta el flagelo inflacionario y mantuvo invariable el diezmo que me impuso. En cambio, el sueldo del banco se ajustó semestralmente por inflación y, en un brevísimo lapso, el ingreso neto mensual se tornó positivo. Esta anécdota marcó mi primer trabajo pero, por sobre todo, fue la primera parte de una lección de vida para mí inolvidable, porque el episodio narrado tuvo un segundo acto que desembocó en un epilogo absolutamente sorpresivo. A dos días de mi casamiento, papá me entregó una libreta de caja de ahorros en pesos, correspondiente a una cuenta abierta a mi nombre sobre fines de agosto de 1959. En ella constaban depósitos mensuales por importes idénticos a la partida de mi contribución al mantenimiento de la familia. En una cadencia perfecta, aparecían los créditos a fin de cada mes, a los que se agregaban semestralmente los intereses pagados por el banco. Se podría argumentar que, tampoco en este caso mis padres habían considerado el aumento sostenido en los precios, registrado en Uruguay entre 1959 y 1965. De ningún modo aplica ese razonamiento; un acto de esta naturaleza, un mensaje con tal contenido, bajo ningún concepto puede ser impactado por la inflación o por cualquier otro fenómeno económico. Esta acción de papá y mamá discurría por caminos que se construyen muy por fuera de los vericuetos de la economía, pues lo verdaderamente importante no era el regalo en efectivo. Lo realmente admirable y trascendente, lo que sí permanecía cuidadosamente guardado en aquella libreta de ahorros, era una maravillosa actitud que mostraba con elocuencia el amor de los padres hacia su hijo. El inconmensurable valor de aquel gesto, radicó para mí en la revelación de cómo se vivían ciertos valores en nuestra familia. Reitero que constituyó una lección de vida, cuyas enseñanzas me acompañan hasta el presente. Me ennovié con Gladys en octubre de 1961 y, en mayo del año siguiente, partí hacia Europa como integrante del Grupo de Viaje CECEA 1962; regresé a Montevideo a fines de noviembre del mismo año.

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SAPO CANCIONERO Retorné a la actividad bancaria pero, en agosto de 1963, renuncié al banco en una decisión analizada y consensuada con los dos maestros que me habían ofrecido la posibilidad del ingreso. Los tres coincidimos que la perspectiva de la carrera bancaria en la institución no era muy atractiva, especialmente luego de acordada la fusión entre el Banco Territorial y el Español del Uruguay. El paso que di fue difícil de entender para algunos de los que me rodeaban. Dejaba mi empleo bancario para comenzar una carrera como profesor universitario, ingresando a una posición interina con un contrato trimestral; me desempeñaría como Ayudante de Investigación en el Instituto de Administración de la Facultad, ubicado en el Grado 1, o sea, en el nivel más bajo del escalafón docente. Tenía muy claro que en la nueva ocupación bajarían mis ingresos, pero también dispondría de más tiempo para estudiar. Luego de haber paseado por Europa durante seis meses y medio, había llegado la época de encarar decididamente la finalización de mi carrera. La idea de contar con una mayor holgura temporal para la academia desapareció a principios de 1964, pues me incorporé como Ayudante de Contador, con horario de ocho horas, en la administración de un grupo de inversores extranjeros; en contrapartida, mi remuneración se tornó suficiente para encarar mi casamiento y el inicio de la experiencia, compartida con Gladys, de construir nuestra familia. A pesar del cambio radical en mi situación laboral, no modifiqué la decisión de acelerar los estudios. Junto con Eduardo Gruder formé un binomio de altísima productividad y de destacada eficacia, capaz de dedicar una gran cantidad de horas al estudio durante los fines de semana y, en los días hábiles, después de completar nuestras respectivas jornadas laborales. Alcanzamos la meta de llegar a las puertas de nuestra graduación y, en dicha situación, prioricé el inicio de mi vida en pareja. Fue así que el 3 de marzo de 1965 contraje matrimonio con Gladys, mi compañera para toda la vida.


EU SEI QUE EU VOU TE AMAR A fines del mismo año me gradué de Contador Público. Para completar la trascendencia de este período en mi vida, el 13 de enero de 1966 experimentamos la enorme felicidad del nacimiento de María Gabriela, nuestra primera hija. Durante el segundo semestre gané una beca de la Fundación Fullbright; dicho apoyo me permitió realizar un curso de posgrado sobre Formulación, Evaluación y Gestión de Proyectos de Inversión en la Escuela de Graduados de la Universidad de Pittsburgh, en Estados Unidos. Gracias al nivel del aprendizaje alcanzado en la especialidad, esa experiencia internacional, poco común hace cincuenta años, fue una plataforma de conocimientos absolutamente relevantes para mi formación académica y, también, definitoria en cuanto a la orientación de mi ejercicio profesional a partir de entonces. En lo que hace a mi producción académica, mi inicio a nivel local fue seguido por publicaciones en la Revista de

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Administración de Empresas de Argentina, que se editaba en Buenos Aires. Los temas seleccionados en el área de mi especialidad fueron: Distribución de costos comunes en proyectos de propósitos múltiples y Financiamiento de proyectos en contextos inflacionarios, trabajo realizado en colaboración. En el año 1986 formé parte del equipo de especialistas en proyectos del Instituto Interamericano de Cooperación Agrícola (IICA), organismo de la OEA, que tuvo a su cargo la elaboración de la Guía para la Formulación de Proyectos de Desarrollo Agropecuario. El grupo redactor se integró con los docentes que habíamos dictado en América Latina los cursos de Proyectos Agrícolas en la década anterior. En 1992 la Fundación de Cultura Universitaria, que conocía mis trabajos anteriores, me propuso que escribiera un texto para uso docente en los cursos universitarios que se dictaban en Montevideo. Acepté el desafío y comencé a trabajar sobre Formulación de Proyectos de Inversión cuyos contenidos formaban la primera parte de mi curso en la facultad. El trabajo fue exigente. Por una parte, mi intensa actividad profesional de la época me obligaba a trabajar en el libro en forma entrecortada; por otra, cada vez que llevaba a cabo una revisión de mis escritos, encontraba elementos a modificar. El avance era lento. El administrador de la fundación acompañaba mi esfuerzo y estaba preocupado por mi falta de concreción. Cada vez que me consultaba sobre mis avances recibía una misma respuesta: estoy revisando el borrador; es cierto que al principio yo hablaba de un borrador preliminar y posteriormente me refería a un borrador mejorado. En determinado momento, argumentando que era mi primera publicación de un texto de enseñanza, me pidió que le entregara los escritos para que los conociera el editor de la fundación; me pareció que el planteo era muy razonable, ya que desde su perspectiva me podría sugerir ajustes que mejoraran el trabajo; fue así que le acerqué mis borradores. Pasaron alrededor de tres semanas y recibí un llamado de la Fundación de Cultura. Era el administrador quien me informó que el libro estaría disponible para su venta en quince días, pues no habían encontrado necesidad de hacer revisiones ulteriores.


“Y sí, Porteiro… le soy sincero: me pareció que con su grado de autocrítica, el libro no iba a estar nunca pronto para ser editado. No se preocupe, no va a haber ningún problema.” Fue así que en agosto de 1992 mi libro Proyectos de Inversión: Tomo I – Formulación, llegó a las librerías de Montevideo. En los dos años siguientes completé la trilogía y, sucesivamente, la Fundación publicó en 1993 Proyectos de Inversión: Tomo II – Evaluación y en 1994 Proyectos de Inversión: Tomo III – Administración. En el transcurso del año 2001 el Ingeniero Fernando Bracco, por entonces presidente de ANTEL, impulsó el Plan Mercurio. Se proponía, en el largo plazo, universalizar el acceso de la población a Internet mediante una baja generalizada en los costos de los servicios de comunicaciones, para lo cual era necesario ampliar el ancho de banda. Para ofrecer una demostración de la potencialidad del plan, el Ing. Bracco resolvió poner en práctica una experiencia piloto basada en un programa de educación a distancia. Para ello firmó un convenio con el ingeniero Rafael Guarga, rector de la UDELAR, para instalar un sitio educativo en Internet. Mi iniciativa de elaborar un curso sobre Decisiones de Inversión fue ubicada en el primer lugar entre las propuestas que se presentaron en nuestra facultad y posteriormente elegida por las autoridades de la Universidad entre la decena de proyectos que se envió a ANTEL. También fue seleccionada en la etapa final del proceso y quedó incluida en la terna definitiva que el directorio del Ente resolvió poner en práctica. Por diferencias políticas, el 8 de abril de 2002 presentó renuncia a su cargo el Ing. Fernando Bracco; su dimisión fue aceptada por el Dr. Jorge Batlle, presidente de la República en esa fecha. El Plan Mercurio perdió prioridad y, como consecuencia, se abortó la implementación de su plan piloto. Mi esfuerzo se vio interrumpido, dejando un trabajo inconcluso iniciado con el propósito de disponer de un material que apoyara el autoaprendizaje de las decisiones de inversión en las empresas. Las diez plagas, que según el Antiguo Testamento azotaron al pueblo de Egipto, cayeron sobre nuestra familia durante el año 2002. Fue entonces que se registró la peor crisis económico-social de la que exista

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memoria en la historia del Uruguay, la que en nuestro caso se agravó con dificultades personales de salud. A principios de marzo, tuve una operación de próstata. El análisis anátomo-patológico reveló la existencia de un microcarcinoma, afortunadamente encapsulado; no obstante, la presencia de células cancerígenas generó una gran preocupación inicial, que se superó posteriormente. Casi tres más tarde, a Gladys le diagnosticaron un cáncer de mama con metástasis ganglionar; fue operada en los primeros días de julio y sometida luego a tratamiento de quimioterapia más radiación posterior. En este caso, las células malignas se habían extendido y, como consecuencia, el riesgo de complicaciones adicionales era mucho mayor. Vivimos un período de ocho meses signados por la angustia y el dolor, en el que Gladys luchó con mucha entereza contra la enfermedad; yo entendí que mi lugar estaba junto a ella y prácticamente abandoné mi actividad profesional. Sólo atendí el proyecto de completar la elaboración del texto que se había interrumpido el año anterior; era una tarea perfectamente compatible con mi decisión de acompañar a Gladys. Pese a las dificultades del camino, el matrimonio Porteiro-García avanzó positivamente hacia los objetivos planteados un año antes: Gladys recibió el alta transitoria en el primer trimestre de 2003; sólo restaba cumplir rigurosamente con los controles periódicos posteriores los que, afortunadamente, han seguido arrojando resultados favorables hasta el presente. Yo terminé de escribir mi libro sobre evaluación de proyectos y acordé su edición con la Fundación de Cultura Universitaria; las actividades profesionales y universitarias retomaron su dinamismo anterior. En ese contexto, en mayo de 2003 la facultad realizó un acto académico para la presentación de mi libro titulado Evaluación de Proyectos de Inversión – Perspectiva Empresarial. Las ideas y sentimientos que compartí con los asistentes al evento, dan cuenta del calvario que habíamos enfrentado y de la fortaleza que sentíamos luego de haberlo superado.


Pero en esta ocasión existen otros motivos, muy significativos desde mi perspectiva personal, que justifican el tono que me gustaría dar a la reunión de esta noche y que, para mí, definen el sentido que ella tiene. Me propongo compartir con Ustedes tres de esas razones, pidiendo disculpas por anticipado si mis disquisiciones tienen connotaciones exageradamente personales.

Entonces dije: “No es éste mi primer libro; sin embargo, es la primera vez que participo de la presentación en sociedad de una obra de mi autoría. Seguramente, cuando se logra culminar un desafío intelectual de esta naturaleza, el autor ha acumulado suficientes razones para informar sobre el esfuerzo realizado; adicionalmente, la compañía editora desea anunciar a terceros que es posible acceder al producto obtenido. Y estas razones suelen justificar la organización de un evento para dar a conocer la introducción del libro al mercado.

Primer motivo: El libro lo escribí durante el año 2002: fueron 365 días tétricos para los uruguayos en general y particularmente duros para nuestra familia, es decir, para Gladys, para mí y para los demás miembros de nuestra familia; también estuvieron con nosotros, en estas horas difíciles, los amigos más próximos. Tuvimos que enfrentar y superar, especialmente ella, las duras batallas que nos planteó un cáncer con tumor primario de mama y metástasis ganglionar. Y les hablo desde el nosotros, porque luego de 48 años de construcción de nuestra pareja, me resulta imposible reconocerme y pensarme en primera persona del singular. Frente a la adversidad que nos hostigó en el 2002, nació en mí la

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Con Agustín Canessa y su sra. Ivonne Clerc

Grupo de Escuela de Padres

idea de establecer un hito positivo entre tanta desolación. Tenía fe en que saldríamos adelante pero estaba convencido de que necesitábamos algún hecho que, en el futuro, nos permitiera recordar algo gratificante que hubiéramos vivido durante ese año. Y así se comenzó a gestar este texto. Además del significado propio de su elaboración, el tipo de trabajo a realizar me permitía mantenerme en casa y compartir el mayor tiempo posible con mi esposa. Esa compañía, el estar juntos, era la prioridad que, para mí, prácticamente excluía a todas las demás. Y así fui avanzando en la tarea. Por encima del esfuerzo intelectual que exigió, este libro lo escribí con el espíritu y desde mis sentimientos. Detrás de sus contenidos, probablemente áridos y carentes de interés para los lectores no preocupados por el estudio de los proyectos, pueden creerme que sus páginas contienen, escrito con tinta invisible pero indeleble, un mensaje de lucha y de amor de pareja. Y es curioso que esto, que estaba en mi subconsciente, adquirió plena nitidez para mí al leer los mensajes de dos amigos respondiendo a mi invitación para participar en el encuentro de hoy. Gastón Rico, querido amigo, me escribió: “Julio no se rinde. Estaremos contigo”; e Ivonne, esposa de Agustín Canessa – entrañable compañero de todas las épocas – me dijo por teléfono: “Te felicito por tu fortaleza”. Ellos, que como muchos otros amigos nos han alentado desde muy cerca durante los últimos tiempos, vieron claramente, antes que yo, el esfuerzo y la voluntad que dieron sustento a la tarea cumplida.


Sentados de izquierda a derecha Danilo Astori y Ricardo Zerbino. Yo estoy parado atrás y Gladys parada a la derecha

Segunda razón: Me pareció importante que se organizara esta reunión, porque me abre la posibilidad de expresar mi reconocimiento a tres personas que me son muy queridas y que, seguramente sin proponérselo, en épocas lejanas me ayudaron a ingresar en el sendero de la docencia. Ese camino de solidaridad, que he recorrido con entusiasmo renovado y que me condujo, muchos años más tarde, a escribir este libro sobre evaluación de proyectos. Por una parte, quiero agradecer a Danilo Astori y a Ricardo Zerbino. Ellos fueron mis primeros maestros, pero al mismo tiempo mis primeros alumnos. Este es el doble rol que los tres desempeñamos alternativamente cuando, en nuestros años de bachillerato primero y de universidad después, pasamos largas jornadas de concentración en las que el estudio se convertía, casi, en una obsesión. Ese trío, ese grupo de estudio, fue para mí un verdadero taller de enseñanzas y de aprendizajes. En él, la duda de uno de nosotros incitaba la reflexión y las respuestas de los otros dos, generando una dinámica en la que los tres enseñábamos y aprendíamos. Y bien, hoy Danilo está aquí como en muchas otras ocasiones importantes para mí y a Ricardo lo siento espiritualmente junto a mí, aunque no ha podido acompañarme personalmente. Por otra parte, quiero hacer público mi reconocimiento a Enrique Iglesias, mi profesor de Política Económica I. El gerente general del Banco Territorial, al cual ingresé como auxiliar contable en mi primer trabajo, allá por el año 1959. Lo recuerdo como un gran profesor; mejor aún,

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como el profesor: afable, jovial, ordenado para presentar los temas, con exposiciones meridianamente claras, siempre preocupado por aterrizar las propuestas teóricas a la realidad de nuestro país. Recuerdo que en el año 1959, luego de finalizar sus clases sobre política agropecuaria, llevó a su grupo de alumnos a visitar la Exposición Rural en el Prado, para que tuviéramos la oportunidad de intercambiar con productores y trabajadores del campo, con los dirigentes rurales y con los hombres del gobierno en ese sector. Insistía en que debíamos trasladarnos desde el plano de las ideas hasta el de la realidad concreta, no sólo para conocerla adecuadamente, sino, por sobre todo, para tratar de mejorarla. En aquellos tiempos todavía no se hablaba de benchmarking, pero puedo asegurarles que Enrique Iglesias es un referente docente, el benchmark para varios colegas que en nuestra generación de estudiantes, soñamos con ser profesores en la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración. Cuando pienso en sus aportes, me doy cuenta que él abrió mi mente a la posibilidad de la docencia y despertó mi vocación por la enseñanza. Asistiendo a sus clases tomé plena conciencia de cómo se puede ejercer la solidaridad a partir de la función docente. Y bien, Enrique Iglesias también nos acompaña esta noche desde el prefacio de mi libro. Después de mucho tiempo sin vernos, le envié un mail consultándole sobre la posibilidad de que prologara mi texto; su respuesta afirmativa me confirmó que conserva vivo el recuerdo de sus años en facultad y que mantiene intactos los afectos de aquellas lejanas épocas. Tercera causa: Ultima que voy a exponer, pero no por ello menos importante. Todo lo contrario. A esta altura de mi carrera universitaria, cuando la bandera a cuadros de la línea de llegada se va haciendo cada vez más grande, sentí la necesidad de agradecer públicamente a todos mis estudiantes por lo que han significado y han contribuido en mi actividad docente y, al mismo tiempo, de dar la bienvenida a las generaciones futuras que ingresarán al estudio y


a la práctica de la evaluación de los proyectos de inversión. Seguramente, en algunos años más, ya no los estaré acompañando en las aulas. Se me ocurrió que un modo adecuado de dar forma a ese agradecimiento y a ese saludo de bienvenida era entregar, de manera sistemática y ordenada, un conjunto de conocimientos y de experiencias que he venido acumulando a lo largo de muchos años de estudio y de ejercicio profesional en el área del análisis de los proyectos. Y este propósito me condujo a preparar este libro, el cual está concebido para facilitar el estudio de quienes participan en cursos presenciales o a distancia, pero también a quienes decidan avanzar en su conocimiento a través del autoaprendizaje. Y digo esto porque, si bien no es un texto de enseñanza programada, tiene una organización de contenidos que facilita el estudio individual. El libro no pretende realizar un tratamiento enciclopédico y completo de los temas de evaluación de proyectos. Sus objetivos son más modestos y centra sus análisis en los elementos esenciales de la especialidad, refiriéndose particularmente a aquellos aspectos que han generado mayores controversias entre los profesionales del área. Con estos contenidos, sumados a la orientación práctica antes que teórica de sus enfoques, el libro se convierte en una herramienta para los dirigentes de empresas que enfrentan la indelegable responsabilidad de adoptar decisiones de inversión. Por último, este libro es también un intento por mejorar la calidad de las comunicaciones entre los involucrados en el análisis de las inversiones y los responsables de adoptar las decisiones de invertir. Sería muy injusto, y además imperdonable, que terminara esta exposición sin dejar constancia de mis agradecimientos. La dificultad estriba en que seguramente incurriré en alguna omisión,dada la cantidad de personas a quienes debo gratitud. Aceptando asumir ese riesgo, voy a hacer ciertas menciones fundamentales: En primer lugar mi agradecimiento a mi querida facultad. Ha sido muy paciente y tolerante conmigo, pues ingresé en 1957 como estudiante y aún no he egresado. Y me resulta particularmente gratificante dar las gracias a la facultad en la persona del profesor Miguel Galmés, nuestro decano, por lo que él es como persona y por lo que él significa para los

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docentes, quienes recibimos su apoyo sin retaceos y la motivación imprescindible para tratar de ser mejores cada día en el cumplimiento de nuestras responsabilidades. En segundo lugar, mi gratitud a mis estudiantes. Sus expresos deseos de llegar al fundamento de las cosas, su afán inquisitivo, su espíritu crítico, han sido factores que me han obligado permanentemente a la reflexión, al cuestionamiento de las afirmaciones indiscutibles y a la búsqueda de nuevas fuentes de conocimiento. También mi agradecimiento a quienes colaboraron directamente conmigo en la preparación del libro. A María Gabriela, a Esteban y a Pedro; todos compañeros de nuestra firma consultora, quienes agregaron a sus horas de trabajo profesional el tiempo necesario para examinar y comentar borradores, así como para revisar ejercicios y preparar soluciones. Incluyo en este grupo a Fernando Saravia, el diseñador gráfico del texto, a quien conocí en oportunidad de este trabajo y a quien ahora valoro y aprecio como profesional pero, sobre todo, como ser humano. Por último, mi agradecimiento más emocionado: a mi familia, a todos y a cada uno de sus integrantes, tan queridos, y a mis amigos, ¡cuántos y qué buenos! En las especiales circunstancias en que escribí este libro, estuvieron más cerca de mí que nunca; los sentí siempre a mi lado, repitiéndome de manera permanente: “puedes contar con nosotros”. Ya en el final, permítanme volver al comienzo de mi exposición: no es éste mi primer libro; si Dios me ayuda, tampoco será el último. No obstante, me atrevo a realizar un vaticinio, quizás odioso porque es discriminatorio: por todo lo que acabo de compartir con ustedes, Evaluación de Proyectos de Inversión será mi libro más querido. Y ese sentimiento de cariño, de profundo amor, que impregna toda esta obra, es el que deseo compartir con ustedes. Les agradezco de corazón su compañía en esta noche. Vuestra presencia nos permite – a Gladys junto conmigo – iniciar ya el proceso gratificante de compartir con ustedes nuestros logros, nuestras luchas, nuestras alegrías y nuestras renovadas esperanzas. Una vez más: MUCHAS GRACIAS A TODOS”.

FIESTA


Con mi familia

Colofón La Editorial Fin de Siglo acaba de publicar la cuarta edición del libro Evaluación de Proyectos de Inversión – Perspectiva Empresarial. Por tratarse de un texto de estudio, creo que no es un hecho poco significativo. Cierto es que durante su vida el libro ha crecido y se ha actualizado; pero nada de lo esencial ha cambiado. Conservo la esperanza de que mi libro más querido, todavía pueda recibir la compañía de un hermano. Agosto de 2016

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Para cantar en voz alta SAPO CANCIONERO

Sapo de la noche, sapo cancionero, Que vives soñando junto a tu laguna. Tenor de los charcos, grotesco trovero, Estás embrujado de amor por la luna. Yo sé de tu vida sin gloria ninguna; Sé de las tragedias de tu alma inquieta. Y esa tu locura de amor a la luna Es locura eterna de todo poeta Sapo cancionero: Canta tu canción, Que la vida es triste, Si no la vivimos con una ilusión Tú te sabes feo, feo y contrahecho; Por eso de día tu fealdad ocultas Y de noche cantas tu melancolía Y suena tu canto como letanía. Repican tus voces en franca porfía; Tus coplas son vanas como son tan bellas ¿no sabes, acaso, que la luna es fría, Porque dió su sangre para las estrellas?


EU SEI QUE EU VOU TE AMAR

Eu sei que vou te amar Por toda a minha vida euvou te amar A cada despedida euvou te amar Desesperadamente Eu sei que euvou te amar E cada verso meu será pra te dizer Que eusei que vou te amar Por toda a minha vida Eu sei que vou chorar A cada ausênciatuaeuvou chorar Mas cada volta tuahá de apagar O que essaausênciatua me causou Eu sei que vousofrer A eterna desventura de viver A espera de viverao lado teu Por toda a minha vida

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FIESTA

Gloria a Dios en las alturas, recogieron las basuras de mi calle, ayer a oscuras y hoy sembrada de bombillas. Y colgaron de un cordel de esquina a esquina un cartel y banderas de papel verdes, rojas y amarillas. Y al darles el sol la espalda revolotean las faldas bajo un manto de guirnaldas para que el cielo no vea, en la noche de San Juan, cómo comparten su pan, su mujer y su gabán, gentes de cien mil raleas. Apurad que allí os espero si queréis venir pues cae la noche y ya se van nuestras miserias a dormir. Vamos subiendo la cuesta que arriba mi calle se vistió de fiesta.


Y hoy el noble y el villano, el prohombre y el gusano bailan y se dan la mano sin importarles la facha. Juntos los encuentra el sol a la sombra de un farol empapados en alcohol abrazando (magreando) a una muchacha. Y con la resaca a cuestas vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas. Se despertó el bien y el mal la zorra pobre vuelve al portal, la zorra rica vuelve al rosal, y el avaro a las divisas. Se acabó, el sol nos dice que llegó el final, por una noche se olvidó que cada uno es cada cual. Vamos bajando la cuesta que arriba en mi calle se acabó la fiesta.

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capítulo 9 BODAS DE ORO EN LA PROFESIÓN

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Las exigencias laborales derivadas de mi presidencia en el BROU, mantuvieron su firme dinámica durante la estación veraniega 2014-2015. Aún peor, la miríada de asuntos simultáneos que fueron una constante durante mi gestión parecía aumentar, a pesar de que transcurría un período del año donde los requerimientos de los clientes disminuyen claramente. Llegué a la conclusión de que yo era el factor decisivo en la gestación de mi carga laboral. Al principio creí que las reuniones con clientes, que ocupaban buena parte de la jornada, estaban en el origen de mi capacidad desbordada. Luego constaté que no era así, pues verifiqué que si disminuía el número de entrevistas con los representantes de empresas vinculadas con el banco, se generaban las condiciones necesarias para atender temas internos de la organización. Y realmente, había sido tan fecunda mi creatividad, que disponía de una amplia gama de opciones entre las cuales seleccionar las actividades concretas a abordar; en resumen, siempre los tiempos requeridos por los asuntos a considerar excedían la duración de mis prolongadas jornadas. Si no eran los temas vinculados con la Visión BROU 2020, se trataba de las novedades de la ley de inclusión financiera, el seguimiento del proyecto Core, la abreviación de los procesos del crédito calificado, la inteligencia comercial necesaria para desarrollar una campaña de colocación de créditos entre microempresarios y otros muchos compromisos por el estilo. El elemento homogeinizador era que los cometidos eran siempre desafiantes; no había un solo tema trivial, que permitiera aflojar la atención requerida o reducir la tensión emergente de su consideración. En una conversación de fin de semana con mi hija María Gabriela, cuya fecha no recuerdo con exactitud pero que tuvo lugar después de que el país hubo cumplido con el ritual riguroso de su siesta anual, me preguntó si había tenido noticias del colegio de Contadores respecto al acto de entrega de las medallas a los colegas que cumplían sus bodas de plata y de oro en el ejercicio de la profesión. En la charla recordamos que, el año anterior, ella y Esteban habían celebrado sus 25 años como profesionales y que, en tal ocasión, el colegio me había distinguido invitándome a que les entregara las insignias


Fachada lateral del Colegio de Contadores

de plata que recibían como constancia del acontecimiento. Estuvimos de acuerdo en que todavía faltaba tiempo como para que la institución hubiera dado inicio a las tareas preparatorias del evento. Unos tres meses más tarde, María Gabriela me llamó al BROU para ponerme en conocimiento de que Walter Tejera –el Encargado de Eventos y Cursos del CCEAU – había telefoneado al estudio para hablar conmigo. Deseaba informarme respecto al acto que se estaba programando para homenajear a los socios que, en el correr del año 2015, cumplían las bodas de oro y de plata en la profesión. Mi hija se había comprometido a avisarme. Rápidamente respondí al mensaje que había dejado Walter, mediante el correo electrónico siguiente: De: Julio C. Porteiro Enviado el: sábado, 08 de agosto de 2015 07:39 a.m. Para: Walter Tejera Asunto: Bodas de Oro Estimado Walter: María Gabriela me comentó tu llamado en relación con la celebración de las Bodas de Oro y de Plata con la profesión. Será una distinción para mí participar representando a mis colegas homenajeados por cincuenta años de ejercicio profesional. Te pido el favor de que me envíes un breve informe con la fecha y el programa del evento, junto con la nómina de los colegas que están en mi misma situación.

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Una vez leída esa información, te llamaré por teléfono para ajustar los detalles. Mis teléfonos en el Banco son 18962714 y 18962715. Aguardo tus noticias. Cordial saludo Julio C. Porteiro Julio C. Porteiro & Asociados Mario Cassinoni 1383 bis 11200 - Montevideo - Uruguay Tel.: (+598) 2400 5944 (+598) 2401 9437 www.jcporteiro.com

Tampoco demoró el correo con la respuesta de Walter: De: Walter Tejera [wtejera@ccea.com.uy] Enviado el: lunes, 10 de agosto de 2015 11:51 a.m. Para: ‘Julio C. Porteiro’ Asunto: RE: Bodas de Oro Estimado Cr. Porteiro: En primer lugar Felicitaciones!!!!!!!!por cumplir sus Bodas de Oro en el ejercicio de la profesión. Será un placer y un honor que hable en el Acto Académico en representación de los socios que cumplen sus Bodas de Oro. Le informo que el mencionado Acto se realizará el: Miércoles 2 de setiembre, a partir de las 18:30 horas, en la sede del Colegio. A continuación envío programa, así como los socios que cumplen sus Bodas de Oro y de Plata. A la espera de sus comentarios a la brevedad, atentamente Walter Tejera Encargado de Cursos y Eventos CCEAU

HIMNO DEL COLEGIO DE CONTADORES


En la fecha establecida, quince minutos antes de la hora prevista para el comienzo de la ceremonia, llegué a la sede gremial. Ya en la puerta comenzaron los encuentros con directivos del colegio y otros colegas a quienes no veía desde hacía tiempo. Me detuve en el segundo piso para saludar a los funcionarios de la administración, que diez años antes me habían acompañado y apoyado durante mi ejercicio de la responsabilidad de presidente de la institución. Fue un reencuentro breve pero muy entrañable. Cerca de la hora señalada recorrí la escalera hasta el gran salón del tercer piso, donde se desarrollaría el evento. Renovados reencuentros con amigos y conocidos de varias épocas: mis coetáneos de graduación en 1965 y muchos recordados alumnos que celebraban sus bodas de plata. Es que mi permanencia durante medio siglo como profesor de la facultad, me ha permitido un contacto sin interrupciones con las sucesivas generaciones que han pasado por la facultad de Ciencias Económicas y de Administración. Con escasos minutos de tolerancia, dio comienzo el acto según la agenda prevista; a continuación transcribo las palabras que pronuncié cuando llegó mi turno de dirigirme a la audiencia. “Señor Presidente del CCEAU, Cr. Jorge Bergalli; demás autoridades del colegio; colegas, familiares, amigos; señoras y señores: Quienes me conocen saben que no utilizo pautas escritas cuando hago presentaciones públicas; sin embargo, esta noche será diferente pues el momento que estoy viviendo me hace vibrar de emoción y alegría. Por eso, para evitar el riesgo de omisiones imperdonables, he decidido escribir de antemano lo que deseo compartir con ustedes y apoyarme en su lectura si fuera necesario. Sucede que esta reunión, convocada por el Colegio y que cuenta con la presencia de todos ustedes, impulsa en mí el pensamiento – que me resulta difícil de aceptar - de que ya estoy finalizando el tránsito de cincuenta años de ejercicio profesional. Pero también me conmueve el hecho de que, junto conmigo, en primera fila, están los compañeros que son mis coetáneos en esta experiencia vital.

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Todos nosotros, durante el transcurso del año 1965, obtuvimos nuestro título de grado en la FCCEEA: Contador Público – Hacendista. En esta ocasión, por generosa delegación de mis colegas, asumo la representación de quienes – como colectivo – recibimos hoy el reconocimiento por nuestras bodas de oro con la profesión. Me propongo dejar a un lado mi peripecia personal, para responder en plural a los motivos que nos convocan. Pretendo compartir con ustedes algunos de los cambios y permanencias experimentados durante estos cincuenta años, así como los agradecimientos que hemos acumulado y que hoy deseamos entregar expresamente. En lo que sigue, voy a pensar en voz alta y poner en común con ustedes algunas ideas sobre los siguientes temas: cambios, permanencia, agradecimiento, cierre. Cambios:

TODO CAMBIA Abarcan el lapso que va desde el año 1965 hasta el 2015. ¡¡¡Cuánto tiempo transcurrido!!! Descorriendo los velos que los años han instalado en mi memoria y que desdibujan elpasado, recuerdo algunos acontecimientos de 1965 que, cotejados con el hoy, ofrecen evidencias de las alteraciones que se han producido. Veamos. En aquel año 1965: 1. Joan Manuel Serrat grababa su primer disco, cantado en catalán y titulado “Ahora que tengo 20 años”.

ARA QUE TYNC VINT ANIS 2. En Uruguay quebraron los bancos Transatlántico y Regional. 3. En nuestro país, la inflación alcanzó un guarismo del 88% anual. 4. Se discutía la reforma constitucional, que con el triunfo de la papeleta naranja en 1966 cambiaría el consejo de gobierno colegiado, por un


presidente electo directamente que ejercería su mandato durante cinco años y no por 4, como ocurría anteriormente. 5. En un atentado contra los depósitos del laboratorio Bayer, se encontró una proclama firmada por Tupamaros: fue la primera ocasión en que dicha denominación apareció públicamente. En homenaje a la brevedad no voy a mencionar noticias del 2015 que permitan dimensionar la magnitud de los cambios. Cada uno de nosotros puede elegirlas según sus preferencias, pero no me cabe ninguna duda que a todos nos será muy fácil encontrar las diferencias. Sólo a modo de ejercicio les pido que piensen en tres de las noticias consignadas y las comparen con la situación presente del país: a) Quiebre de bancos; b) Tasa de inflación; y c) Gobierno colegiado. Unánimemente podemos afirmar: sin ninguna duda, nuestro pasado pertenece a un país muy distinto al que vivimos hoy. Pasemos ahora a los cambios experimentados por quienes festejamos nuestro cincuentenario profesional. A comienzos de 1965 éramos jóvenes estudiantes universitarios; antes de finalizar el año nos habíamos convertido en profesionales recién egresados. Si me permiten una digresión personal, deseo compartir con ustedes que en 1965 fui un joven soltero en los dos primeros meses del año y

Antes de finalizar el año nos habíamos convertido en profesionales recién egresados

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un hombre felizmente casado durante los diez siguientes. Y esa primera decena de meses se multiplicó por muchos años, hasta llegar al día de hoy; ello implica que en este año también festejé mis bodas de oro matrimoniales y celebré con mi esposa 50 años de amor y construcción en pareja, junto con mis hijos y mis nietos. Pero volvamos a nuestro grupo homenajeado. ¿Se advierten cambios? La respuesta es obvia: si nos miramos en este momento, en 2015, ya no somos aquellos jóvenes de los 60; la biología ha hecho su obra. Pero al contrario de lo que se pudiera pensar en una mirada superficial, no somos viejos, ni veteranos, ni hombres grandes, ni en la tercera edad. Si se nos observa con más cuidado, más en profundidad, en nuestro espíritu, descubrirán que somos los miembros de un grupo que acumula juventudes. Y que trata de demostrar sus logros con su actitud de vida, sin que importe la apariencia física. Créanme que así somos y así lo sentimos. Con esta afirmación, que se podría tildar de temeraria, dejo la descripción de los cambios que se han constatado en este último medio siglo, para introducirme en la evocación de lo que es permanente. Permanencia: Me refiero a aquellas cosas que se han mantenido inalteradas, aunque han madurado y se han robustecido durante el cincuentenario que estamos celebrando. ¿Qué aspectos rescatar? Podría indicar varios, fundamentalmente en el plano de los valores vividos por nosotros. Permítanme, una vez más, apelar a la selección arbitraria para referirme a: —El — amor por nuestra facultad; ese sentimiento que hace que la sintamos siempre tan propia y tan cercana. En mi caso específico, y en el de otros compañeros que hoy también son homenajeados, ese sentido de amor y pertenencia es muy sólido y fuerte, porque hemos integrado durante años sus cuadros docentes, con un profundo espíritu de solidaridad y entrega personal. —La — vivencia de la ética profesional, concebida en el sentido más amplio de la expresión, esto es, incluyendo las cualidades de un trabajo honesto, digno y transparente, al tiempo de brindar un servicio respaldado por un conocimiento profesional responsable.


Facultad de Ciencias Económicas y Administración en la calle Gonzalo Ramírez

—También — forma parte de la ética profesional el actuar siempre respetando el principio de que no se debe aprovechar la asimetría –tanto de formación como de información - que existe entre los oferentes y los demandantes de nuestro asesoramiento. Esto se refiere a que no debemos sacar ventajas de la falta de capacidad para analizar críticamente nuestro trabajo, de muchos de los que piden nuestro asesoramiento. —El — sentido de la educación de por vida. Llamo así a nuestra vocación por estar capacitándonos siempre, aplicando un esfuerzo que trasciende y supera al concepto de educación continua. Nuestras metas deben ubicarse siempre en las proximidades de las fronteras del conocimiento y avanzar con ellas, siguiendo la constante evolución que experimentan la teoría y la práctica en nuestras áreas de actividad. Pero el desafío es todavía mayor: como seres humanos y profesionales universitarios, estamos obligados a alcanzar la excelencia. (aclaro que entiendo por excelencia el nivel más alto en la calificación profesional). Pero para lograrla no alcanza con participar periódicamente en instancias formales de capacitación; es bastante más que eso. Se trata de mantener una actitud de vida en la que el aprendizaje es continuo; en la que somos

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capaces de descubrir en cada uno de nuestros ocasionales interlocutores, un potencial maestro. En síntesis, tenemos que aprender en cuanta oportunidad se presente para, de ese modo, ser mejores cada día. —La — participación en el colegio, colaborando con generosidad en sus diversas actividades, ya sea en el área de su dirección o participando en sus múltiples comisiones especializadas. Aportar a la acción del colegio es un excelente mecanismo para contribuir a la dignificación de nuestra profesión. Y no me refiero sólo a la defensa de los derechos gremiales; pienso también en la actualización de los conocimientos y en los demás instrumentos que ayudan a alcanzar los más altos niveles de calidad profesional, sin olvidar – por supuesto – la importancia de la inserción internacional de nuestra profesión. Nuestros agradecimientos: No me refiero a los que cada uno de nosotros tiene para expresar y son de carácter personal; voy a mencionar los que, estoy seguro, son compartidos y corresponde transmitir en representación de nuestro grupo, el de las juventudes acumuladas.

GRACIAS A LA VIDA Todos hemos vivido intensamente nuestras responsabilidades en los cincuenta años transcurridos y, por esa razón, no es a uno solo que pertenece la recompensa por el esfuerzo desarrollado; hoy es el grupo en su conjunto que recibe este reconocimiento. Sin embargo, el privilegio de que me hayan encomendado usar esta tribuna, me ofrece la oportunidad de manifestar mi profunda satisfacción por haber ejercido responsablemente la profesión que elegí. He brindado lo mejor de mi esfuerzo y capacidad para superar los desafíos que tuve que enfrentar. —En — el primer agradecimiento quiero recordar a nuestra querida facultad. Deseo hacerlo desde mi lejana óptica estudiantil, para recordar, para rendir homenaje y para agradecer a los profesores que contribuyeron en nuestra formación profesional.


—Cito — en secuencia cronológica algunos nombres que con seguridad acuden a la memoria del grupo; obviamente no es una lista completa y cada uno de nosotros podría incorporar nuevos nombres: los profesores Vilizzio, Domínguez Nocetto (1er. Año), Slinger, Roca, Vales (2°), Rilla, Faroppa, Iglesias (3°), de Marco, Tisnés (4°), Omar Freire y su recordado examen final de Economía de la Hacienda (5°). En estos nombres deseo representar a todos los profesores que estuvieron al frente de las 31 asignaturas que daban forma a nuestro Plan de Estudios 1954; nada menos que ¡el Plan Nuevo! Hoy el Plan Nuevo corresponde al año 2012, hecho que también constituye un buen indicador del paso del tiempo. —En — segundo lugar, nuestro agradecimiento al Colegio de Contadores, Economistas y Administradores del Uruguay. Este acto constituye una hermosa tradición de nuestro colegio, que pone de relieve la dimensión humana del ejercicio profesional y que, este año, ha tenido como marco ideal vuestra invalorable presencia. —Y — el agradecimiento más profundo, amoroso y emocionado, es para nuestras familias. En ellas siempre tuvimos a nuestros compañeros de ruta, que supieron darnos cobijo cuando lo necesitamos; fueron nuestros primeros hinchas, capaces de celebrar nuestros logros y de alentarnos sin cesar para que no aflojáramos en nuestro esfuerzo; constituyeron, en resumen, la motivación principal para enfrentar cada amanecer dispuestos a dar lo mejor de nosotros. Cierre: Desde la plataforma que constituye nuestra experiencia, construida con el aporte delas múltiples juventudes que acumula nuestro grupo, permítanme compartir con humildad una reflexión y propuesta para los colegas que hoy celebran sus bodas de plata: —Continúen — su camino hacia las bodas de oro con entusiasmo creador y constructivo, impulsados por una sociedad que nos reclama acciones profesionales con un alto nivel de calidad. —Recuerden — que, en el quehacer profesional, siempre es tiempo de siembra y que la cosecha promete dar buenos frutos.

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—Desarrollen — su tarea profesional con vocación de servicio y con actitud solidaria. Sean empáticos; piensen siempre en los demás. Y por último: No perdamos nunca de vista lo que hace falta para dignificar nuestra profesión y, al mismo tiempo, parar ealizarnos como seres humanos. Propongo sólo tres máximas, tres principios básicos, que dan forma a una filosofía de vida; como ven, se trata de pocas pragmáticas, ¡pero que se cumplan! , como le recomendaba Don Quijote a su fiel escudero Sancho. AMEMOS lo que HACEMOS HAGAMOS lo que SABEMOS SEAMOS MEJORES CADA DIA Muchas gracias.” Terminado el acto protocolar, la reunión se extendió en el disfrute de la compañía de muchos amigos, con quienes estuvimos unidos en diversos grupos de pertenencia. Durante el encuentro y el recuerdo de tantos afectos, disfruté la ilusión de que la alegría que nos acompañaba y los positivos sentimientos que compartíamos, harían posible que la fiesta no llegara a su fin.


Para cantar en voz alta HIMNO DEL COLEGIO DE CONTADORES

Contar con el apoyo Contar con el respaldo Contar con el colegio El primero del país Del siglo diecinueve Al veinte construyendo Proyecta el veintiuno Y vuelve a renovar Su presencia cada Dieciocho de abril Brinda el Colegio de contadores Economistas y administradores Desde el pasado hacia el futuro El orgullo de estar La alegria de ser De esta gran profesión Consagrar la confianza Buscar la excelencia Sentir la pertenencia Honrar la profesión

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La ĂŠtica es bandera Pilar y compromiso Mejora permanente Al servicio estarĂĄ De un futuro mejor Para nuestro uruguay Brinda el Colegio de contadores Economistas y administradores Desde el pasado hacia el futuro El orgullo de estar La alegria de ser De esta gran profesiĂłn


TODO CAMBIA

Cambia lo superficial Cambia también lo profundo Cambia el modo de pensar Cambia todo en este mundo Cambia el clima con los años Cambia el pastor su rebaño Y así como todo cambia Que yo cambie no es extraño Cambia el más fino brillante De mano en mano su brillo Cambia el nido el pajarillo Cambia el sentir un amante Cambia el rumbo el caminante Aunque esto le cause daño Y así como todo cambia Que yo cambie no es extraño Cambia, todo cambia Cambia, todo cambia Cambia, todo cambia Cambia, todo cambia Cambia el sol en su carrera Cuando la noche subsiste Cambia la planta y se viste De verde en la primavera

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Cambia el pelaje la fiera Cambia el cabello el anciano Y así como todo cambia Que yo cambie no es extraño Pero no cambia mi amor Por más lejos que me encuentre Ni el recuerdo ni el dolor De mi pueblo y de mi gente Lo que cambió ayer Tendrá que cambiar mañana Así como cambio yo En esta tierra lejana Cambia, todo cambia Cambia, todo cambia Cambia, todo cambia Cambia, todo cambia Pero no cambia mi amor


ARA QUE TINC VINT ANYS

Ara que tincvintanys, ara que encara tincforça, que no tincl’ànimamorta, iemsento bullir la sang. Ara que emsentocapaç, de cantar si un altre canta. Avui que encara tincveu i encara puccreure en déus... Vull cantar a les pedres, la terra, l’aigua, alblat i al camí, que vaigtrepitjant. A la nit, al cel, a aquest mar tan nostre, i al vent que al matí ve a besar-me el rostre. Vullalçar la veu, per una tempesta, per un raig de sol; opelrossinyol, que ha de cantar al vespre.

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AHORA QUE TENGO VEINTE AÑOS

Ahora que tengo veinte años, ahora que aún tengo fuerzas, Cuando mi alma no está muerta, y me siento hervir la sangre. Ahora que me siento capaz de cantar si otro canta, también. Hoy que aún tengo voz, y aún puedo creer en dioses... Quiero cantar a las piedras, a la tierra, al agua, al trigo y al camino, que voy pisando. A la noche, al cielo, a este mar tan nuestro, y al viento que por la mañana viene a besarme el rostro. Quiero alzar la voz por una tempestad, por un rayo de sol, o por el ruiseñor, que ha de cantar al atardecer. Ahora que tengo veinte años, ahora que aún tengo fuerzas, que no tengo el alma muerta, y me siento hervir la sangre. Ahora que tengo veinte años, hoy que el corazón se me dispara, por un instante de amar, o al ver un niño llorar...


Quiero cantar al amor. Al primero. Al último. Al que te hace padecer. Al que vives un día. Quiero llorar con los que están solos, y pasar por el mundo sin amor alguno. Quiero alzar la voz, para cantar a los hombres que han nacido de pie, que viven de pie, y que de pie mueren. Quiero y quiero y quiero cantar. Hoy que aún tengo voz. Quién sabe si podré mañana. Pero hoy sólo tengo veinte años. Hoy aún tengo fuerzas, y no tengo el alma muerta, y me siento hervir la sangre...

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GRACIAS A LA VIDA

Gracias a la vida que me ha dado tanto Me dio dos luceros que cuando los abro Perfecto distingo lo negro del blanco Y en el alto cielo su fondo estrellado Y en las multitudes el hombre que yo amo. Gracias a la vida que me ha dado tanto Me ha dado el oído que en todo su ancho Cada noche y días Grillos y canarios, martillos, turbinas Ladridos, chubascos Y la voz tan tierna de mi bien amado. Gracias a la vida que me ha dado tanto Me ha dado el sonido y el abecedario Con el las palabras que pienso y declaro Madre, amigo, hermano y luz alumbrando, La ruta del alma del que estoy amando Gracias a la vida que me ha dado tanto Me ha dado la marcha de mis pies cansados Con ellos anduve ciudades y charcos Playas y desiertos, montañas y llanos Y la casa tuya, tu calle y tu patio. Gracias a la vida que me ha dado tanto Me dio el corazón que agita su marco Cuando miro el fruto del cerebro humano Cuando miro el bueno tan lejos del malo Cuando miro el fondo de tus ojos claros.


Gracias a la vida que me ha dado tanto Me ha dado la risa y me ha dado el llanto Así yo distingo dicha de quebranto Los dos materiales que forman mi canto Y el canto de ustedes que es el mismo canto Y el canto de todos que es mi propio canto. Gracias a la vida‌

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Estos recuerdos que perduran y divagues breves, recorren parte de la vida que Julio CĂŠsar Porteiro compartiĂł con familia, amigos y colegas. Recopilados en este libro digital llegan para celebrar la Navidad de 2016.


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