Laura Mouro, a los 40 ya se comió la cancha

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Laura Mouro Ya nos comimos la cancha


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Con su aire incorruptible logró incrustarse en el último reducto masculino que le quedaba a la medicina, convirtiéndose en la primera uróloga uruguaya. A los 43 años Laura Mouro conoce a los hombres como pocas. Sabe sus debilidades, les adivina el pensamiento y ha acopiado un decálogo del género, cuya primera máxima dice: hagámosle caso a la biología.


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No buscaba ser “la primera”. Pero su vocación quiso que así fuera. Testeó con método científico todas las posibilidades. Debía ser una especialidad que combinara la clínica con la cirugía, para tener más acción y practicar maniobras. Prefería que no fuera una con sobrecarga de guardias. Asumía que no podía lidiar con pacientes en estado crítico, como suele pasar en oncología. Cuando en el pregrado y luego en el internado se codeó con la urología, en la práctica y los libros, supo que estaba en su salsa. El detalle era que hasta ese momento la especialidad no había recibido a estudiantes mujeres. “No fue una decisión difícil porque sabía que me gustaba, pero fue una decisión dura porque sabía que no tenía todas las de ganar”. Era 1996 y comprobó que todavía quedaban batallas que dar. Ya cuando comentó en el internado que planeaba seguir urología “quedaron todos medio descolocados”. Luego de la primera impresión, que invariablemente es de asombro, hubo a quienes les pareció una idea loca y quienes la apoyaron. Por un lado existe la fantasía de que los urólogos reciben únicamente pacientes masculinos, pero no es así, pues además del sistema genital masculino se


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ocupan del aparato urinario de hombres y mujeres. Lo que opera de fondo es un asunto ancestral, confirmó después. “Cuando en un servicio (médico) hay un solo sexo se forma como una especie de mentalidad que reza: ‘si somos todos varones y estamos bien, una mujer va a venir a incomodar’”. Estaba claro que la estudiante iba a ingresar al club de Toby y ella era la pequeña Lulú. Discreta, contenida, con voz aniñada, se zambulló en ese mundo masculino en el que aprendió más de lo que padeció, aunque no faltaron segregación y lágrimas de rabia. “Más allá del esfuerzo académico que hagas, que te digan o te hagan sentir que no podés hacer algo por tu género… ¡porque sos mujer!”, se crispa. En verdad, se trataba de “una realidad muy masculina. De a ratos te podías sentir muy sola hasta para hablar. Por más que tuvieras compañeros que te apoyaban, los diálogos que vos podés tener con las mujeres no son los mismos que con los varones”. Por momentos se resignó a permanecer apartada, también porque se puso como objetivo preservar esa fina línea que divide la camaradería y la intimidad. Si iba a un congreso se limitaba mucho en las salidas sociales con sus colegas, “me cuidaba”. En otros momentos optaba por plegarse a sus preferencias: nunca llegó a jugar un picadito pero terminaba hablando de autos, de fútbol o de mujeres. A fuego lento aprendió a mimetizarse. “Tengo un hemisferio que se masculinizó tanto que si me ponés ahora en un servicio (médico) donde solo hay mujeres no sé si podría manejarlo”. Sus amigas se lo echan en cara y ella llega a autocensurarse en algunas opiniones para preservar el


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buen clima. A su vez, su propio marido, también urólogo, le pregunta en chiste si no tendrá algún par de testículos escondidos por allí porque siente que se comprenden mutuamente, “contigo paso más tranquilo”. Se mira al espejo y se ríe con satisfacción. Bromas aparte, se mueve entre los hombres como pez en el agua porque aprendió a decodificarlos antes que a despotricarlos. A los resabios del machismo, que heredó su generación, no se los supera creando anticuerpos, entendió. Con 43 años, dos matrimonios e incontables horas de consultorio, ha sacado como primera conclusión que hombres y mujeres se conocen muy poco. HOMBRES AL DIVÁN

Constata día a día que hombres y mujeres son totalmente distintos, tanto en las principales trazas psicológicas como en los comportamientos cotidianos. “Si entendiéramos lo distintos que somos habría menos divorcios en este país”, señala con convicción. A su entender, como “la mayoría de las exigencias que tenemos la mayoría de las mujeres en relación a nuestras parejas están basadas en un pensamiento femenino, nunca logramos colocarnos en la óptica de un varón” y viceversa. Si lo lograran, comprobarían que aspectos que para las féminas son importantísimos a ellos ni se les pasan por la cabeza. “Hay cosas que no le podés pedir a un varón porque no las va a entender”. El ejemplo clásico es cuando la mujer llega al hogar toda


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producida de peluquería y el varón, salvo excepciones, ni se percata. “No lo hacen por mal, no lo perciben”, insiste Mouro. Tampoco los varones están “programados” para ser románticos, advierte, por más que las mujeres deseen que sea así. El sexo es biológico en tanto el género es cultural, coinciden los expertos. Por eso la educación y las costumbres pueden hacer variar las reglas innatas. Por ejemplo, es un hecho que hay hombres románticos “porque tuvieron madres que lo fomentaron”, pero no es la programación natural del varón, apunta la uróloga. Recordar que la biología corre por nuestras venas –señala– podría ayudar a comprender algunas conductas, a evitar frustraciones, incluso a perdonar. “Somos animales, muy biológicos, con funciones básicas distintas por las hormonas distintas, con ciclos diferentes. Las mujeres tenemos un ciclo marcado, mientras los hombres siempre están iguales. La testosterona es para ser agresivo, fuerte y, aunque suene horrible, en la reproducción, para poder servir a más de una hembra”. Las condicionantes propias de la biología se traducen en algunas conductas cotidianas. Las mujeres son “más complicadas” en tanto el hombre en general va al grano: es “más sencillo y lineal”. Sin embargo, “el hombre se pone complicado cuando le empieza a jugar el poder, aspecto especialmente relacionado con la parte biológica”. Pero a la hora del compañerismo, descubre, “son solidarios, no fastidian, son como son”. También en los ciclos de la pareja hay desajustes. Si tuviera que señalar un motivo de sufrimiento para los


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hombres, la uróloga señala la “falta de afecto”. Lejos del sobreentendido de que a los hombres no les importa mucho, comprueba en el relato de sus pacientes que por momentos se sienten desplazados en su hogar. “Las mujeres cuando recién iniciamos una relación nos dedicamos mucho a ese varón. Ahí ellos están fantásticos. No es como la madre, pero están mimados. Con el advenimiento de los hijos, veo que el varón sufre mucho, más allá de que los quieran, porque es un desplazamiento importante, sobre todo en el primer año. En general, las mujeres cuanto más jóvenes menos nos damos cuenta de eso. Es difícil. Yo veo que muchos matrimonios empiezan a tener problemas en esa etapa”. Por momentos, la camilla se transforma en diván y la receta en un consejo. Los hombres quieren hablar. Si hay algo que los desvela es la falta de interés sexual de su pareja. Aquí se conjugan aspectos biológicos y culturales. “Ellos para empezar tienen una sexualidad mucho más permitida socialmente. Si vos (mujer) tuviste 15 compañeros sexuales ya te van a mirar como diciendo ´esta muchacha… es liberal´. Ahora menos, pero igual pasa. Pero si un varón tuvo 15 o 20 parejas sexuales, como mucho, dirán: ´es medio bandido´, pero nadie lo va a censurar. Además, la sexualidad femenina en general es mucho más compleja. Porque nosotras la basamos mucho en nuestro estado afectivo. Si afectivamente no estamos bien, generalmente no estamos sexualmente bien. En el varón no es tan así, tienen una sexualidad mucho más sencilla. Para ellos la sexualidad es buscar el placer y listo. Obviamente, ellos te dicen


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que cuando el sexo se acompaña de afecto es maravilloso, pero si tienen sexo sin afecto, pasan bárbaro. Mientras que las mujeres que logran eso no son la mayoría. De ahí muchas de las quejas que tengo de los varones por la falta de interés sexual de quien tienen al lado”. Aunque la pareja no se niegue, ellos se dan cuenta de que están más pasivas, y lo perciben como desinterés. A menudo concurren al consultorio por un problema disfuncional, pero su cabeza está centrada en la cama helada. Pasados los cuarenta esta sensación se intensifica. “¿Sabe qué me pasa? Desde que tuvo la menopausia mi mujer no quiere tener relaciones, se nota que perdió interés”, dicen afligidos. Mouro tiene claro que el período en torno a la menopausia genera problemas hormonales que en ocasiones “te hacen sentir tan mal que ya no estás bien para nada. Te levantás y hay días que no querés nada con la vida”. Pero igualmente claro es que “ellos se afectan”. Su decálogo dice que “es mentira que al varón no le importa lo que pase con su pareja. Realmente no es así, a ellos les importa mucho. Sobre todo desde los 55 años, cuando tienen una sexualidad más pensada porque la testosterona los empieza a dejar un poco tranquilos, para los varones es casi tan importante ver que su mujer disfrutó, como que disfrutaron ellos. Se sienten muy afectados y son bastante infelices”. De allí a la infidelidad no necesariamente hay un paso, apunta Laura. Muchos de los pacientes que llegan al consultorio acuciados por la pasividad de sus parejas, se animan a contarle que se han visto tentados pero que son fieles. “Es


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mentira que muchos varones engañan”, ataja. Es consciente de que cuando habla de este tema despierta polémica y sus amigas directamente la endilgan de “marciana”. Llegado el caso, cuando los varones engañan “solos no se acuestan”, esgrime. Pasando raya, “el varón es más franco en su infidelidad y las mujeres más solapadas”. Mouro parte de la base de que hombres y mujeres interpretan distinto la sexualidad fuera del matrimonio. En tanto ellas le ponen una fuerte connotación emocional, para ellos “es un tema de atracción sexual, pura y seca”. Pero invariablemente las mujeres le atribuyen un “mambo afectivo” muy fuerte y el infaltable: “no me quiere”. No obstante, Mouro aclara que “muchos varones son infieles porque no son felices en sus relaciones y buscan afectivamente cosas que no tienen en la casa”. Más allá de los géneros, recuerda que la monogamia es un aspecto cultural –no natural– y “muy difícil de llevar”. Otro aspecto a desmitificar en relación al género masculino es el deseo de formar una familia. Así como para las mujeres la infertilidad suele ser un drama existencial, los hombres “sufren no tener hijos”. Se someten a tratamientos intensos y cirugías en un proceso de espera en el que “lo pasan muy mal”, porque “los hombres quieren ser padres”, subraya. Del mismo modo, no comparte la clásica frase: “no hay hombres”. Las cuatro paredes de la consulta le dicen que “en realidad ellas cierran completamente la cortina”.


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SOBRECARGA SEXUAL

El señor quedó petrificado frente a la puerta del consultorio. No sabía si dar media vuelta e irse o tomar coraje y pasar. Cuando pidió cita con un urólogo no reparó en que cabía la posibilidad de que fuera mujer. La doctora Mouro se apiadó y lo sacó del apuro ofreciéndole conseguir hora con un varón. Son casos excepcionales pero los hay. Por lo general, los más tímidos o prejuiciosos son los de entre 45 y 60, da fe. El temor es al examen físico pero también a exponer sus problemas ante una mujer, infiere Mouro. Por la contraria, también hay quienes pagan una consulta privada con ella para no tener que expresarle a un “igual”, por ejemplo, una disfunción eréctil. A los varones mayores, cercanos a los 70, les importa poco si quien los va a atender es hombre o mujer. “Pasaron esa barrera”, asegura Mouro, “lo que más les importa es el trato”. En tanto los más jóvenes tienen prejuicio cero, “¡no les importa nada!”. Pesa la educación que cada cual ha recibido, insiste la doctora. Pero también la sobredosis de mensajes vinculados con connotaciones sexuales que todos recibimos a diario. Más o menos al límite, lo cierto es que hay instalada en la sociedad una dimensión exagerada de la sexualidad, alerta Mouro,“¡y mal!”. En la preocupación por el desempeño sexual, el sildenafil y el tadalafil –Viagra en una de las denominaciones comerciales más populares– han logrado calmar los ánimos de no pocos pacientes con deficiencias de erección


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o pérdida de rigidez. Pero sobre todo ha sido un “alivio enorme” para los urólogos, subraya Mouro, porque “no teníamos nada para darles”, más que “psicoterapia”. Las nuevas presentaciones cubren por más horas, para bien de la pareja porque “hacen que la sexualidad sea más natural”, corrigen deficiencias pero no crean “supermachos”. Paradójicamente, su condición de mujer uróloga le ha abierto a Mouro la puerta de realidades inexploradas, como la de los transexuales que se quieren someter a una cirugía de cambio de sexo. Recuerda que un buen día “me mandaron a esa policlínica porque era la única mujer en ese momento y el profesor consideraba que seguramente un transexual se iba a sentir más cómodo conmigo. Y en realidad tenía un poco de razón. No sé si los comprendés más, pero los respetás más porque es una realidad muy complicada la del transexual varón que cambia a mujer. Los varones del servicio no lo terminaban de entender”. Además de la cirugía, debía hacer un seguimiento previo y posterior del paciente: “realmente después que se operan las ves felices”, dice ahora usando el femenino, “pueden unir lo que sienten que son, con lo que ven en el espejo”. TESTIGO DEL CAMBIO

Desde sus 40 y pico Laura mira con aprobación a las nuevas generaciones. En su mirada, la sociedad uruguaya ha cambiado mucho y eso se refleja en el comportamiento cotidiano de los géneros. Así como los varones jóvenes


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cambian pañales a la par de las mujeres, en el posgrado de urología ya hay nueve doctoras a punto de graduarse y nadie pone cara de sorpresa. Ella pertenece a una generación que tomaba su carrera profesional como un noviciado, con lo que si un profesor la llamaba para ayudar se sentía una “elegida” y si le pagaban o no era asunto secundario. En la generalidad laboral, pero en la medicina en particular, han cambiado esas prácticas. Los jóvenes “seleccionan el trabajo y si no les pagan bien, no van”. En un sentido los aplaude porque privilegian el cómo van a vivir, son más inteligentes, o al menos más hábiles, razona, si bien considera que han perdido el valor del compromiso. En la otra cara de la moneda, ella literalmente se casó con la medicina. El punto no es menor porque supone un modelo de vida que cuando se promedia el trayecto, uno cae en la cuenta de que trazó su esquema de vínculos para siempre. En su concepción (y la de su generación) “la medicina te condiciona toda tu vida. Es la medicina y después, el resto. Tenés que armar tu vida familiar en torno a ello. Creo que es un estilo de vida en el cual arrastrás a un montón de gente”. No se arrepiente, porque al mismo tiempo siente la tranquilidad de haberse entregado a lo que más le gustaba en la vida. Pero su vida no era solo su profesión. En su proyecto estaba forjar una familia y tejió cuanto pudo para acoplarlas. Comenzó por casarse. Fue de las primeras en su generación en pasar por el altar y en su mira estaba no postergar la maternidad, a sabiendas de que sería difí-


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cil. Pero no quería verse como sus colegas –mayormente de especialidades quirúrgicas– que relegan su maternidad hasta los 40. Cuando estaba en el segundo año de posgrado, con 27 años, tuvo a su primera hija, Julieta. Todo estaba programado. Pero aprendió con una cachetada que la vida no es poner play. Un accidente fatal la dejó viuda a los 30. Fue sin dudas una situación muy dura pero a la distancia destaca los aspectos positivos. “No soy dócil. Lo único que hizo toda esta situación fue ponerme un poco más firme en el carácter. Quedar sola con una niña chica y ver que a pesar de todo podés seguir adelante, llevar tu casa y pagar tus cuentas también te fortalece, te da mucha confianza”. Hoy puede decir que se siente “distendida”, fruto de su trajín pero también de la etapa que transita. Siente que los 40 le trajeron “un montón de ventajas” que se concentran mayormente en haber pasado la etapa reproductiva. Supone sobre todo una menor cuota de estrés, porque para ella la maternidad implica necesariamente mucha responsabilidad, y con mayúsculas: “Te lo tomás en serio”. Todavía recuerda cuando en la sala de partos le acercaron por primera vez a Julieta: “¿Yo me podré hacer cargo de otra persona?”, se preguntaba con susto; “¡Va a depender de mí por años!” Laura es ahora madre de tres. A los dos años de enviudar se casó con su profesor, quien ya contaba con varios hijos fruto de sucesivos enlaces. Pronto tuvieron a Josefina, y aunque ya no pensaban en reincidir vino Santiago, cuando Laura cumplía 38. Hoy encarnan una típica familia


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ensamblada de estos tiempos. Las peripecias de la vida van trayendo confianza, se vanagloria y entiende que ese es el principal atractivo que despiertan las mujeres en los 40. “Ni siquiera es por mostrarle seguridad al otro, es que vos ya te comiste la cancha”. Por eso está en la línea de aconsejar una maternidad temprana, para mejor disfrutar esta etapa. “Como todo en la vida”, lo sabe bien, “no hay blancos ni negros”. “Cuando sos joven tenés más temores y a veces te agobia la responsabilidad, porque tenés un montón de cosas que hacer aparte de cuidar a esa persona. Por otro lado, un hijo pequeño a los 43 te transmite mucha energía y juventud”. La biología, una vez más, tiene la palabra. Con 40 y pico contemplar las necesidades de un hijo de cuatro no es tan fácil, sobre todo cuando pide correr tras la pelota. En la actualidad la gente se siente más joven y en verdad la expectativa de vida es muy buena. “Pero a veces creo que hay cosas en las que uno debería hacer caso a la biología”, retoma. Los libros de medicina dicen que la edad óptima para tener hijos es entre los 18 y los 25 años, porque es cuando el cuerpo se haya en las mejores condiciones. También es cuando se tiene más energía para cumplir el doble rol de madre y trabajadora, a ritmos vertiginosos. En Uruguay, especialmente en la medicina, el multiempleo llega a niveles excesivos, admite. Mouro arranca su jornada alrededor de las 8 de la mañana y termina a las 19, en general sin tiempo para almorzar. A veces opera los sábados de mañana, cuando no está de guardia de fin de semana. El tiempo para los hijos nunca alcanza. En este sentido, “la


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culpa es una cosa que se me ha ido diluyendo con el tiempo. Me funciona más el sentido de la responsabilidad o de solidaridad”. La terapia le ha ayudado, y recurre a menudo a uno de sus consejos clásicos: “A los hijos tenés que escucharlos, y si tienen razón dársela” pero en el momento oportuno decirles: “A vos en la vida te tocó esto, tenés una madre que te quiere, te adora … y trabaja mucho”. Pero en la culpa no operan solo las horas compartidas. La biología mete de nuevo su cola, pues “las mujeres somos más de quedarnos, de estar cuidando a los hijos, porque estamos programadas biológicamente para eso”. Este sentimiento innato –además de la educación que muchas recibieron– coopera con la cuota de culpa cuando se falta a ese rol, sostiene. Fruto de esa “programación”, a la mujer “no le gusta saber que no puede quedarse a la fiesta de fin de cursos de sus hijos o acompañarlos al dentista. Sentís que tenés que estar con ellos”. Con el paso de los años la gente tiende a sentirse bien, a superar culpas y a alivianar mochilas y ella es una de esas afortunadas. Pero el espejo no miente. “Reconozcamos que asumir el envejecimiento no es una cosa muy grata”, se despacha. No se remite al aspecto físico sino al rendimiento. “Vos en el fondo te sentís con una potencia bárbara pero querés hacer cosas y comprobás que ya no podés. Te empiezan a doler las articulaciones y decís ‘¡opa! ¿Y esto?’” Aun así, en esta etapa la sensación de plenitud y autoconfianza suele ganarle a los achaques. No obstante, fruto de la experiencia con sus pacientes, Mouro advierte que no necesariamente es un sentimiento que se pueda com-


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partir con la pareja, sobre todo si ambos integrantes tienen edades similares. Es que las mujeres maduran antes, subraya, en casi todas las etapas de la vida. A los 40 en particular ellas sienten que han llegado a un estadio de conexión consigo mismas, pero no así los varones, “la mayoría todavía ocupados en las cosas que quieren hacer”. Del mismo modo, cuando la mujer llega a los 50 “pega el viejazo”, adelanta, en tanto al varón le llegará cerca de los 60. Por eso, si es cuestión de hacer números, no está de más considerar las ventajas de formar una pareja con hombres más grandes, para amortiguar ese desfasaje. “¡De la misma edad, jamás!”, aconseja a sus allegadas. Su primer marido le llevaba diez años, y el actual 22: “Quizá sea una exageración, pero la vida es así...”


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