ENTROPÍA N1

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ENTROPÍA

No hay monstruos Tomás E. Mirayo

P

ero a la mañana siguiente, cuando se despertó, encontró al perro, aun bajo la cama, con la cabeza cortada. En la pared de enfrente, escrito con la sangre del pobre animal, había un cartel que decía: “Los locos también sabemos chupar” –dijo Javier con una mortal seriedad. Su hermano, apenas dos años menor, estaba sentado en la camita de enfrente. Las paredes estaban cubiertas de pósters con los personajes de sus series de televisión favoritas. Tenía la cara pálida y los brazos erizados por la piel de gallina. —Javi… – dijo Adrián con voz trémula. – Eso es mentira. Su hermano le miró sonriendo enigmático. —Es verdad. Me lo contó mi amigo Luis –dijo como si ese hecho diese por zanjada la veracidad de la historia. —Sucedió el verano pasado en el pueblo de sus padres. Tiene fotos de la casa y me las va a traer un día de estos.

—¿Me lo juras? –insistió Adrián. —Te lo juro –asintió. —¿Y si no que te mueras? –insistió Adrián. Aquella era la formula más solemne que ambos conocían en lo que a promesas se refería. —Y sino que me muera –dijo y besó la cruz que había formado con los dedos pulgar e índice de la mano derecha. —¿Qué es lo que pasa? –dijo Julia desde la puerta. Los dos chicos, enfrascados como estaban en la conversación, no habían oído llegar a su madre. Cargaba en los brazos la ropa sucia que los dos habían dejado desparramada por el suelo del cuarto de baño después de la ducha. —Nada, mami— dijeron los chicos al mismo tiempo, como si lo hubiesen estado ensayando durante toda la tarde. La contestación fue tan contundente y escueta, que Julia no tuvo la menor duda de que sus hijos la estaban ocultando algo.

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