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ENTROPÍA Revista bimestral de relatos cortos ilustrados para el fomento de la lectura

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ribe, ue esc q o l es por orges lo que leído”. s e Luis B o n e a g h o r e n o J qu “U or lo sino p Escribir es como mostrar una huella digital del alma”. Mario Bellatín

s an an lo ¿Sueñ ? tricas

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Haz lo que yo digo...

El rinc贸n de Xurxo

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Entropía núm 2

SUMARIO

05 EDITORIAL 07 HAZ LO QUE YO DIGO… Xurxo 08 Vacaciones en Sagrillas Fernando Solera 10 Singular Araceli Otamendi 13 Singular Carles Sans 18

Aeropuertos y calorías. UN VIAJE INOLVIDABLE Kikás

21 ¡GOOL! Aleix Gordo Hostau

Pàgina 20: REBELIÓN EN LA GRANJA

22 REBELIÓN EN LA GRANJA Oscar Sipán Sanz 24 ECOS DEL RUISEÑOR Pablo Martínez Burkett 30 DELICIAS DE JUVENTUD Francisco Javier Muñoz 34 ELÍAS ESTUVO AQUÍ Alejandro Martínez 39 ¡ILUSIONES! R. C. de Interés 40

AFERRÁNDOSE A LA VIDA José Carlos López Martín

42 EL VAGÓN José Martín 46 LA HUIDA Carlos Morcillo

Pàgina 28: DELICIAS DE JUVENTUD

50 UN MAR EN SOLEDAD María Ángela Bernardo Álvarez 54 DE ARENA Y AGUA Javier Alonso 56 EYES Daniel Santana 60 EL VETERANO DE LAS GUERRAS PSÍQUICAS C. Rosa Signes 62 DESAYUNO INCLUIDO Inés González 64 ORIGEN Gonzalo Muro 68 LA ALDEA DE PERO NUÑO El Rey Peste 71 BILLARES Francisco Navarro Navarro

Pàgina 56: eyes

73 DE NESSIE A UN CIENTÍFICO Giulia Cavagliato 74 NO SIEMPRE HAY FINAL

Bel del Valle

80 EXTRANJERO (1ª parte) Javier Fernández Jiménez 86 Perfil. Guy de Maupassant 88 HISTORIA DE UN PERRO Guy de Maupassant 92 MICROENTROPÍAS 96 SUSCRIPCIÓN

Pàgina 80: EXTRANJERO (1ª parte)


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El hijo de… Carles Sans

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iempre da tres toques a la puerta. Toc-totoc y me chilla con su voz de bruja “¡Levántese, mi amor!” Es la voz de Rosimar, la portorriqueña que mis padres contrataron hace un par de años para que se haga cargo de mi, mientras ellos viajan de aquí para allá ocupados en escribir sobre las guerras que hay a miles de kilómetros de mi casa. Mis padres son reporteros de guerra, mi madre es corresponsal de un periódico y mi padre informa desde el noticiario de la televisión nacional de los tiroteos, las guerrillas y los atentados que hay en el mundo. Eso en el Instituto me ha hecho un tipo importante. A mi padre lo tienen como por un héroe porque cuenta las guerras desde el mismísimo campo de batalla, o desde donde parece que lo es, que de tonto no tiene un pelo y ya procura no arriesgar más de la cuenta. De todos modos su trabajo le

da una fama de héroe que me gusta y a mis “amiguetes” también. Cuando hace las crónicas, le pone tanto énfasis que parece que, de repente, en cualquier momento, le pudiera pasar algo muy grave. Fuerza la respiración como si acabara de escapar de una tragedia, pone una voz temblorosa, y mira a derecha e izquierda como si alguien estuviese a punto de dispararle. Me siento muy orgulloso de él, y aprovecho su fama de valiente para lucirme entre mis compañeros del Instituto, a los que, para engordar el mito, les cuento falsas aventuras sobre él. Me lo invento todo. Eso me convierte en el líder de la clase y me da ciertos privilegios. Mi padre está fuera de casa durante la mayor parte del año y mi madre, a veces, se queda algunos días conmigo, pero en general, los tres casi nunca estamos juntos. No me importa, más bien al contrario, gracias a su trabajo soy famoso y envidiado en el Instituto.

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Singular Para que mi popularidad y la de mi padre no decaigan, es imprescindible que en el mundo haya conflictos, porque en tiempos de calma, mi protagonismo cae en picado y mi influencia sobre los colegas se desmorona enseguida. Hubo un tiempo en que no los hubo y mi padre estuvo durante varias semanas sin aparecer en las noticias. En poco tiempo, perdí algunas posibilidades, especialmente con Irene, que está buenísima, y que el capullo de Yagüe, siempre a la que salta, aprovechó para llevársela al huerto. Fueron días difíciles en los que tuve que inventar noticias con argumentos que parecían del mismísimo Tarantino. Eso sí, las contaba con tanto morro y convicción que se lo tragaban palabra por palabra. Menos Yagüe. Que, dispuesto a tocar las pelotas, a veces me pregunta: ¿Y tú por qué lo sabes…? Yagüe me envidia. No tiene una familia como la mía, con una vida emocionante y llena de peligros. Sus padres tienen una tienda de quesos. ¿Quién piensa en tener un día una tienda de quesos...? Entre los profesores también tengo muchos adeptos, con ellos no me invento nada, no me atrevo. Siempre que me cruzo con Germán, el director, me da una palmada cariñosa y añade: Ayer vi a tu padre en las noticias… Cuando me lo dice me hincho como un pavo y enseguida miro a ver si algún compañero lo ha oído. Últimamente he notado que de tanto inventarme historias cada vez más enrevesadas, los colegas han empezado a perder interés, y mi popularidad va perdiendo puntos, así que no he tenido más remedio que inventarme “la madre de todas las mentiras” para no perder la atención general.

Hace un par de días, a la desesperada, les dije que, desde el gobierno, a mi padre le habían encargado una misión, y él me había pedido que le ayudase. Todos me preguntaron enseguida de que se trataba, a lo que respondí, arqueando las cejas y abriendo todo lo que pude los ojos, que podía contar muy poco porque mi vida peligraba si lo hacía. Eso les atrapó del todo. Ahí vi el momento perfecto para desvelarles parte del asunto. Una secta muy peligrosa de portorriqueños traficaba con drogas y utilizaba menores para hacer las transacciones de cocaína con otras bandas. Mi papel, les dije, era hacer de correo entre una banda y otra. Mi padre, se encargaría de pasar al Gobierno la información que yo le iría dando. Todos quedaron en silencio, como atrapados por mi cuento, menos Yagüe, que el muy imbécil, no se creyó ni una palabra. Pero si algo bueno he heredado de mi padre es la fuerza y el convencimiento con que hay que contar las historias, incluso las falsas, así que, más que nunca, me esforcé en que todo pareciera creíble. Les di muchos detalles y algunos nombres impactantes como el de Pérez Rubalcaba, el cual, les dije, seguía mis investigaciones al minuto… Mi interpretación fue sublime y se lo tragaron de principio a fin, tanto, que ahora no puedo dar marcha atrás y he de seguir urdien-

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Rebelión en la granja Oscar Sipán Sanz,

Ganador VII Concurso Relatos Cortos Para Leer en Tres Minutos “Luís del Val”

“Liebre: corredor que participa en las carreras de Medio-fondo para imprimir un ritmo vivo capaz de permitir a otros corredores un buen tiempo”.

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esde hace años pago las facturas marcando tiempos de record y abandonando en las últimas vueltas: me derramo en el tartán para que otros alcancen la gloria. Poco antes de la maldición de los despertadores, salgo a entrenar. Me gusta escuchar el fuelle de mi respiración desafiando al repartidor de periódicos montado en su bicicleta, mientras la ciudad duerme. Al regresar a casa, recibo como premio el ademán despectivo del portero, que no me conoce oficio ni beneficio, y una ducha. De-

sayuno formulando preguntas al retrato que le hice a Marta el día que se marchó. En el vestuario, las estrellas del mediofondo revisan ante el espejo su nuevo corte de pelo y sus tatuajes tribales, y luego realizan estiramientos con sus iPods de última generación, concentrados, supersticiosos y egocéntricos. Ni siquiera se percatan de mi presencia: yo no me alojo en hoteles de cinco estrellas, sino en pensiones de trabajadores que roncan hasta el alba, no entreno en centros de alto rendimiento, no aparezco en la publicidad de las grandes

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marcas deportivas y no soy una amenaza en la pista. Como hijo de minero, sufro la invisibilidad de los microbios. Tras el disparo inicial, me coloco en cabeza, con el zumbido del público como paisaje de fondo, forzando la marcha hasta que, hiperventilando y medio desmayado, siento la amenaza de los calambres. Apenas me queda un resquicio de aire en los pulmones, así que trato de buscarlo en los recuerdos. Mis amigos me lanzaban en las discotecas para que entablara conversación con chicas que siempre lloraban en mi hombro y terminaban en sus brazos. Soy una liebre sentimental.

Llega la hora de las medallas. Suena la campana que indica que debo retirarme y dar paso a los verdaderos protagonistas. Y no dejo de pensar en la soledad de los entrenamientos pisando la escarcha o soportando la lluvia, en el dolor de las lesiones, en la ausencia definitiva de Marta. En un acto de rebelión, decido competir, incrementando el ritmo ante la sorpresa y la ira de atletas, entrenadores y patrocinadores que me dan de comer y que nunca volverán a contratarme. Un último esfuerzo, ya casi llego. A veces las liebres no son cazadas. A veces las liebres escapan.

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El vagón José Martín

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l pequeño Aaron abrió los ojos, la oscuridad que inundaba el habitáculo no le dejaba ver nada, el balanceo y el traqueteo le recordó de pronto donde se encontraba, giro la cabeza de un lado a otro buscando un pequeño haz de luz que lo reconfortara, pero su búsqueda le resultaba infructífera, el sonido de las ruedas desplazándose por los carriles empezaba a ser ahogado por los quejidos y toses de sus “compañeros de viaje”, el hedor del vagón provocó que le sobreviniera una arcada. El olor era una mezcla entre la madera húmeda y mohosa del vagón y los desechos orgánicos que se esparcían por su interior, Aaron apenas podía moverse sin rozarse con los cuerpos tirados a su alrededor, no sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero lo que si sabía era que estaba solo, pero su padre debía estar en algún lugar de ese tren.

Una mano lo agarró fuertemente por el brazo, la presión que le provocaba en su antebrazo le hizo dar un respingo, forcejeó intentando liberarse, pero fue inútil. —¿Jacob eres tú? — le pregunto una voz ronca y ahogada —¿Qué? — contestó Aaron asustado —Jacob te he buscado por todas partes— dijo la voz, la cual ahora estaba más cerca de él. —No, no soy Jacob— contesto mientras seguía tratando de liberarse, pero la persona que lo agarraba parecía no querer escucharlo. —Jacob hijo mío no volveré a dejarte…— cada vez se acercaba más a Aaron, quien en un último esfuerzo logró soltarse y arrastrarse de espaldas tratando de huir hasta que su espalda choco con la dura y fría pared del vagón.

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—¡¡¡Jacob!!! ¡¿Dónde estás!? ¡¡¡Jacob hijo mío!!! — Gritaba la voz —¡¡¡No quiero volver a perderte!!! Sus gritos eran desgarradores y llenaron el compartimento en pocos segundos. Aaron se hizo un ovillo llevando sus rodillas hasta la barbilla y tapándose los oídos con las manos, rompió a llorar y una voz interior le gritaba que no quería estar allí. Un fuerte frenazo sacudió el interior del vagón, el pequeño Aaron se golpeó la cabeza contra los tablones, los lamentos inundaron el interior. Poco a poco los ocupantes del siniestro convoy se fueron incorporando y acercándose temerosamente a la puerta, sus miradas escudriñaban a través de las rendijas de la madera lo que les esperaba al otro lado. Desde el exterior se oían las voces de los soldados mientras se agrupaban frente al destartalado tren. Muchos de los ocupantes del vagón retrocedieron, todo lo posible que les permita la afinación que reinaba en él, al ver los uniformes de las SS y los fusiles de asalto modelo MP40, muchos comenzaron a temblar y otros a llorar, en esos momentos les vinieron a la memoria aquellas historias que circulaban por los Guetos, las cuales decían que los alemanes estaban exterminado a los judíos, lo cierto es que muchos no creían, o no querían creer, que esas historias fueran ciertas. El pequeño Aaron avanzó a duras penas a través de un bosque de piernas hasta llegar a

la primera línea. Lo cierto era que él no comprendía muy bien lo que estaba sucediendo. Desde su posición logró observar a un hombre vestido con una larga gabardina negra hasta los píes, este mandó firmes y los soldados obedecieron inmediatamente, se quedó unos segundo escrutando el viejo convoy, mientras repasaba con la mole de metal y madera su mirada se detuvo unos instante en el vagón que tenía frente a él, el pequeño Aaron sintió un escalofrío al cruzar su mirada con aquel hombre. — Öffnen die Türen!!!(1) —ordenó. Los soldados obedecieron y en pocos segundos las ocho puertas de los vagones fueron abiertas, permitiendo así que la luz inundara el interior de los mismos. Los prisioneros recibieron la bocanada de aire impregnado en un denso olor de lo que parecía ser carne quemada, obligados por los soldados comenzaron a descender, Aaron cayó de rodillas sobre el barro, un joven que descendía detrás de él lo ayudó a incorporarse, el pequeño se sacudió el pantalón y trato de mantener la compostura mientras trataba de localizar a su padre entre la muchedumbre aterrorizada. Los soldados comenzaron a separar a los ancianos de los jóvenes, estos no dudaban en

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De arena y agua Javier Alonso.

Concurso de Cuentacuentos “La Ciudad de las Mil Culturas” SOS Racismo. El Premio del Jurado 2011

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poyada en la barandilla veo discurrir las aguas grises de este rio encajonado entre bloques de cemento. Hay algunos árboles pequeños y bancos muy nuevos. Me asomo a ver este rio porque a veces pienso que al mirar su corriente estoy más cerca de mi tierra. Es como cuando miras un fuego. El fuego es igual en todas partes y allí donde está, por un momento, puedes considerarte como en casa. Sólo que en esta ciudad es imposible hacer una fogata, reunirse en torno a ella y dejar tu mente mecerse entre el movimiento de las llamas. Entonces, sólo me queda la corriente de este rio. Pueden creer que mi país está lejos, pero no, tan sólo unas pocas horas de vuelo bastan. Uno puede hojear una revista, leer un libro, dormir un breve sueño y sin darse cuenta ya está allí. Sin embargo mi camino desde allí fue mucho más largo y en él perdí casi todo. Pero a pesar de penurias, amenazas y humillaciones, mantuve en mi corazón como en un cofre hermético la mejor herencia de mis mayores: la dignidad.

Me recuerdo a mí misma mirando otro río mucho más ancho, de un caudal enorme. Un rio que atraviesa selvas, que recoge el agua de lluvias torrenciales y riega países enteros. Es el rio Senegal y en su desembocadura se forma una lengua de tierra de varios kilómetros. La arena que la forma es finísima y forma una barrera que separa la corriente del agua dulce del batir de las olas del atlántico. Y se estrecha hasta llegar a unos pocos metros y al final con sólo unos pasos puedes pasar de bañarte en el agua del rio a adentrarte en el mar. Unos cangrejos tan grandes como puños recorren la arena y avanzan a tu paso sin perderte ojo. Entre los cañizales viven muchísimos pájaros Y los pelicanos y cormoranes menudean en la orilla a la búsqueda de algún alimento arrojado por las olas. Allí, en una pequeña aldea de adobe nací yo, entre otras seis hermanas. Un universo femenino en que mi padre habitaba con orgullo, cariño y humor. Me gustaba, de niña, sentarme en el extremo de aquella lengua, de aquella barrera de tierra y ver confluir la corriente poderosa del

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río con el agua del mar. Allí, en algún punto, el agua no era ni rio, ni océano. Me gustaba pensar en ese confluir de las aguas, en esa unión. Porque las aguas no luchaban sino que se mezclaban mansamente. Y si veía en aquel punto, el saltar en el aire de un pez plateado, me preguntaba qué sentiría, si sabría, antes de caer, cual era ya su casa, su agua, su mundo. Un día lejano, mientras mi hermana mayor me trenzaba el pelo en un complicado arreglo, descubrió en mi brazo derecho tres pequeños lunares blancos y me dijo riendo: “mira, hay en ti un poquito de blanca”. Eran muy chicos y a nadie llamaban la atención y terminé por olvidarlos como se olvida una cicatriz o una pequeña huella en la piel. Miro el rio gris sentada en un banco recién instalado y en sus aguas no veo saltar peces que duden de cuál es su agua, sólo un agua mansa que se arrastra sin rebeldía. Y recuerdo mis primeros días aquí y el frío, no tanto en el aire como en la mirada de la gente, en su prisa e indiferencia. Y mi aldea, diminuta, mi casa de adobe, dónde tendíamos nuestras esterillas en la noche, dónde reíamos, nos contábamos historias, o cantábamos, junto a mi madre, viejas canciones, me parecía un paraíso muy lejano. Y encontré mucha gente que no parecía te-

ner un corazón en el pecho, que hablaban un idioma como de metal, que miraban pero sin ver, que nunca reían de verdad. Y fue ése un tiempo tan duro que sólo la dignidad, que como en un cofre hermético guardaba, me sostuvo en pie y me hizo seguir día a día. Pero al cabo de un tiempo en que me pareció que la vida tenía sólo el color gris de este mismo rio que ahora miro, encontré también gentes con un alma distinta, soleada y con la mano abierta. No, no fue enseguida. Fue sólo muy poco a poco. Un día alguien que sonreía, o un niño que me observaba, o una mujer que no me miraba como si fuera transparente, y de repente, unos oídos que parecían escucharme y unas palabras que no eran ya de duro metal, sino como de arena y agua y que en lugar de separar, unían. Así, hasta que un día, vi, por azar, en el brazo derecho de una persona amiga, tres lunares oscuros y recordé los míos, casi olvidados, y le dije, con palabras que quizás no comprendió, “mira, hay en ti también un poquito de negro”. Y pienso ahora en el pez plateado que allá, en la desembocadura del rio Senegal, donde confluyen la corriente dulce y el océano, salta en el aire y siente que en el agua en que caiga podrá encontrar siempre su casa, su mundo.

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Origen Gonzalo Muro

EL PRIMER DÍA La noche se hizo con la luz del día mientras subíamos a los tejados y rellenábamos el vacío colocando planetas con los dedos; allí Marte, más lejos, la constelación de Piscis y de Orión, Venus brillante y Saturno con sus anillos. Así, nuestras manos dibujaban el Universo, creando formas y colores, la luz y los astros que la reflejaran, mientras nuestros padres, asustados, se retiraban del mundo, bajo sus mantas, recitando plegarias y esperando que acabáramos. Entonces, casi bostezando y con los ojos enrojecidos, aupamos el sol sobre nuestras cabezas bajando a dormir. Y así, estando Dios en huelga, pasó el Primer Día.

EL SEGUNDO DÍA Caminábamos por la llanura desierta, adivinando sombras en las nubes. De una de ellas caía, lentamente, como un soplo de vida, una inmensa caja. Corrimos hacia ella; justo cuando tocaba suelo nos asomamos a su interior y allí estaba todo, las piedras y los cantos, los árboles y los ríos. Los repartimos por la llanura, primero cuidadosamente, una garganta y su desfiladero, un abeto y su sombra, luego con más confianza, las grandes montañas, los desiertos y los mares. Cuando acabamos de jugar, volvimos a casa olvidando recoger todo. Y así fue el final del Segundo Día.

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EL TERCER DÍA Jugábamos a escondernos entre los árboles, gritando nuestros nombres a la Nada. La luz aún nos sorprendía, así que confundimos con sombras las figuras que agitaban sus contornos ante nuestros ojos. Poco a poco reconocimos, desde algún lugar del recuerdo, las formas y sonidos que veíamos. El polvo levantado por los bisontes y las formas elegantes de los impalas; por detrás, la manada de cebras y, a un lado, emboscado, apenas visible, el leopardo. Nuestros padres, aturdidos por el estruendo, trataban de alejarse, pero les tomamos de la mano hasta hacerles acariciar la cabeza de un chimpancé. El sol brillaba bajo al final del Tercer Día.

EL CUARTO DÍA Los relinchos de la yegua nos atrajeron desde el vado del río. Inquietos, nos asomamos a la oscuridad del establo. El olor a paja y heno envolvía la escena de nuestros padres golpeándose la cabeza lamentando su suerte. La única yegua yacía desplomada. Con sigilo nos adelantamos al centro del establo, pidiendo silencio. Nuestras manos, sabias repentinamente, rebuscaron entre las patas de la yegua hasta encontrar una pequeña cabeza de la que tiramos sin atender los gritos de nuestro alrededor. A la cabeza le siguió un cuello, dos pequeñas patas dobladas, un cuerpo y otras dos patas temblonas. La Vida nos había sido revelada en el Cuarto Día.

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