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ENTROPÍA

Revista bimestral de relatos cortos ilustrados para el fomento de la lectura

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ENTROPÍA

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Desenlace pros谩ico

El rinc贸n de Xurxo

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Entropía núm 5

SUMARIO

07 UN duende escurridizo… Xurxo 08

Caida (1ª PARTE) Alejandro Ruiz

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Nos estamos volviendo gilipollas Kikás

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Corazón de águila Volarela

18 Amor ciego Laura López Alfranca 20 Conejo Armando Arjona 24 DOnde vive adit María Segui 27 el enterrador (1ª PARTE) Ximo Raga

PÁgina 16: Corazón de águila

32 EL fotógrafo Óscar Vílchez Navarro 36 LA NOSTALGIA CONFORME (y 2ª PARTE) Sergio Alonso 40

en busca del tabaco perdido Aurea López

42 esa marca en el cuello Igor Rodtem 46 espléndida realidad Ana Morán Infiesta 49 LA luna y el mendigo Marcos Ley González 51 el clavo Daniel Seseña

PÁgina 32: EL Fotógrafo

52 ib101 Ramón Zarragotia 56 las danzas del amor

Salvador Granados González

58 martine en viena Antonio Burillo 60 Nos mean y la tele dice que llueve (1ª parte) 82 Fran Barrera 64 soldado de guardia Mayte Ollés 68 sombras chinescas La Gárgola Impasible

PÁgina 80: ¡que miedo da!

74 too late blues Pablo Rodríguez Canfranc 78 un mundo de fantasía Parapecas 80 ¡que miedo da! L.Torrente 82 ¿Se convierten las rubias en inteligente, 82

con un tinte castaño claro? Briton Blondy

86 Perfil Katherine Mansfield 88

LA mosca Katherine Mansfield

94 MICROENTROPÍAS

PÁgina 92: La mosca


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Corazón de águila Volarela

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l viento fue puliendo día a día su mirada. No podía bajar. No sabía volar. Pero allí estaba, alimentada por las águilas. Cómo llegó hasta allí arriba, no podía recordarlo. Tan solo era consciente de haber estado sobre el paisaje, entre riscos, desde siempre. Su mundo era aquel: dos picos feroces que para ella eran la máxima expresión de la devoción paterna; dos miradas soberbias, mostrando los profundos matices del relámpago. Y es posible, sí, que en aquella estrecha cima comprendiera, de un modo ciego y sin palabras, que la vida era sencilla: era valor, era fuerza, era ternura. Valentía de las alas sobre la incertidumbre del abismo; fuerza neta y viva de la roca en que dormía; ternura de musgo hecha de plumas, que velaban junto a ella. Todo eso era vivir: tormentas, guiños solares, gritos desnudos contra el azul del cielo,

silencio, y nada más. No había más lágrimas que las perdidas por la lluvia, ni más lamentos que el del viento hiriéndose entre las grietas. Pero los piececitos sin garras querían explorar el mundo. Y así fue que una mañana las águilas permitieron su marcha. La agarraron del cabello, y en un vuelo que nunca olvidaría, por doloroso y maravilloso, aterrizó en la misma plaza de un pueblo. Los habitantes, al descubrir a aquella fierecilla, quisieron adoptarla, más por piedad y curiosidad que por amor. Llegaron a enseñarle el lenguaje de los hombres. Pero ella, muy dentro de sí, no lograba entenderlo: era confuso y escondía no pocas dagas entre sus palabras. Las palabras hermosas, que por supuesto las había, llegaban a sus oídos y luego huían en pos de otros sueños, como hechizadas por otra luz, más allá de las avariciosas bocas humanas.

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Relatos Cortos

Creció con el murmullo de las gentes. Nunca fue aceptada; nunca entendida. Ese toque salvaje en sus ojos despertaba desconfianza, y sus cabellos, erizados de vientos, siempre fueron reacios al peine de la civilización. Un día en que la lluvia azotaba los cristales con insistencia, ella salió a recibirla en su rostro. Sintió, de pronto, frenéticos deseos de andar, de mezclarse entre las locuaces melenas de los árboles, agitadas por el temporal; de pisar el barro blando hasta sentir la libertad tibia modelando sus pies. Avanzó durante mucho tiempo, montaña arriba. Empapada, ligera y feliz, se tumbó en la cima, entre dos grandes piedras compañeras, repletas de hiedra verde, similar a la frescura de sus ojos. Y durmió. En sueños sintió un dolor vago, indeterminado pero punzante, con forma de desprecio. Venía del pueblo. Parecía que voces, agresivas como puños, la expulsaban; la iban hundiendo, poco a poco, en un pozo seco y oscuro, profundísimo, donde sus gritos no llegaban a alcanzar jamás oído alguno.

A continuación, se encontró sobre una pequeñísima isla rodeada de mar, donde solo cabía su cuerpo. Algunos delfines se acercaron, y alrededor suyo volaban cormoranes; pero se veía a sí misma de pie sobre la roca, como un signo de exclamación. Lo sabía. De un modo u otro tenía que escapar de allí: saltaría, nadaría, volaría…o moriría. Una ráfaga cálida y blanca sobre sus párpados comenzaba a despertarla. Era el saludo del sol del nuevo día. Nada más levantarse notó un ligero dolor. Tocó con su mano en la parte alta de su espalda, entre los omóplatos, y notó dos pequeños bultitos, de tacto plumoso. Luego miró al cielo, donde planeaban las águilas, ligeras, magníficas y soberbias. Y sonrió; sonrió durante tanto tiempo que se le hizo de noche. Tras seguir sonriendo durante semanas, descubrió que ya no necesitaba comer; y al cabo de dos años sonriendo, comprobó que sus pies se despegaban del suelo sin esfuerzo.

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Conejo Armando Arjona

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l calentador despertó de forma automática cuando el hombre abrió la llave del agua caliente de la ducha. Y mientras se enjabonaba, maldecía a toda su familia. “¿Tenía que ser hoy la dichosa comida?” No le apetecía aguantar a tíos, primos, abuelos y sobrinos. Ese era su único día libre después de dos semanas de trabajo y solo quería tirarse en el sofá, ver una película y comer hasta reventar.

el espejo, era un conejo. Un conejo gigante y marrón. Sus ojos eran, ahora, como dos bolas negras, sus dientes, largos y afilados, y su nariz, pequeña e inquieta. Incluso tenía bigotes y cola: un pequeño pompón que se movía en la parte de atrás de forma graciosa. El hombre estampó el espejo contra una pared mientras gritaba desesperado. Corrió al salón y cogió el móvil para llamar a un médico, pero sus pequeñas patas delanteras se lo impidieron. Salió al balcón para pedir ayuda. Inútil. Demasiado alto para que alguien le oyese. “¡No puede ser! ¡No puede ser!” Pensó el hombre y corrió hacia el espejo que tenía en la entrada para comprobar lo que ya sabía: era un conejo. Un conejo gigante y marrón. De pronto, advirtió que se veía más pequeño. Cuando se miraba en ese espejo, siempre tenía que agacharse para ver cómo le había quedado el peinado y ahora se veía desde la mitad de su gorda panza, hasta los últimos pelos que habitaban en las puntas de sus ore-

Con todo el cuerpo lleno de espuma, empezó a aclararse la cabeza. Pero, ahora su pelo era más espeso y duro y sus orejas miraban hacía el techo, largas y puntiagudas. Confuso y extrañado, se miró las manos y en su lugar había unas patas cubiertas de pelo marrón. El hombre, empezó a gritar palabras entrecortadas mientras el agua iba arrancando el jabón del resto del cuerpo, dejaba ver una gran panza y unas patas enormes. Aterrado, saltó de la ducha y se miró en

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Relatos Cortos jas. Estaba encogiendo por momentos. Salió del piso y corrió escaleras abajo. Una mujer que salía de su casa en ese instante, gritó y cayó desmayada ante la imagen de un conejo de metro y medio. Mientras descendía, intentaba imaginar cuál sería el mejor camino para llegar a la consulta del médico sin provocar un escándalo en las calles. Los escalones se hacían cada vez más grandes, y él más pequeño. En el último peldaño tropezó, pero sus patas traseras se activaron inconscientemente y le impulsaron elevándole unos centímetros del suelo, para luego caer justo delante de la puerta que daba a la calle. Ya no era aquel conejo monstruoso. Ahora, era un pequeño roedor de campo. Tras esperar unos minutos, la puerta se abrió dejando entrar al cartero. El hombre pudo salir al exterior. Los pies de la gente iban de un lado a otro. Zapatos negros, marrones, planos, con tacones. Debía tener mucho cuidado si no quería ser pisoteado por las cientos de personas que pasaban ante sus pequeños ojos. Salió rápidamente del portal y permaneció pegado a la pared mientras corría a pequeños saltos en dirección al callejón que se encontraba a la derecha. Misión cumplida.

El sucio callejón estaba desierto, solo le acompañaban un par de contenedores y un coche abandonado. Ahora podía respirar tranquilo. Ningún peligro le acechaba. De repente, escuchó unos ladridos a su espalda. Un perro callejero, bastante más grande que él, le atravesaba con unos ojos que destilaban rabia. Las grandes bolsas de saliva que caían de su boca parecían gritar que ese día probarían la carne de conejo. Aterrorizado, el hombre se escondió debajo del coche justo antes de que los dientes del perro le alcanzasen. Con la espalda contra la pared, observaba las enormes mandíbulas que intentaban atraparle y, mientras temblaba, pensó que si todavía fuese una persona, cogería un palo y echaría a aquella bestia del callejón. Pero solo era un conejo asustado. El perro seguía en su intento de cazar a su presa a cualquier precio, ladrando y gruñendo, mientras intentaba meter la cabeza debajo del coche abandonado. Por suerte, un gato despistado sirvió para que el animal rabioso le olvidase y comenzase una nueva cacería. El hombre se quedó allí debajo, pensando durante un rato que ya no era una persona y, seguramente, ya no volvería a serlo. No podía pedir ayuda médica. ¿Cómo iba a hacerlo? No podía hablar. No podía contar lo que le había sucedido. Pensó que la ciudad


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El Fotógrafo Óscar Vílchez Navarro

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a apertura del diafragma era la adecuada, la velocidad del obturador tenía que calcularla casi por instinto, teniendo en cuenta la distancia del motivo y la tenue luz que viajaría a través de su objetivo hasta incrustarse en la eternidad del negativo de una película AGFA blanco y negro de alta sensibilidad. Buscaba el retrato perfecto. El motivo podía destacar en composiciones tanto equilibradas como desequilibradas. Lo sublime era alcanzar la nitidez plena, no solo del motivo central sino también de cada detalle, tanto en los planos anteriores como en los posteriores; era la búsqueda de la nitidez del uno dentro del todo, como en un cuadro gótico flamenco. Era un clásico. José Luis Córdoba se implicaba al máximo en cada una de sus instantáneas. Cada vez que presionaba el disparador estaba seguro del resultado y del proceso de revelado a seguir. No tenía horarios. En sus “días de caza”, como él denominaba sus ciclos de búsqueda de motivos, solía levantarse de madrugada para aprovechar los primeros haces de luz que se asoman en el horizonte, o salía por la tarde a buscar los úl-

timos, que se van marchando crepusculando en esos maravillosos tonos anaranjados. La fotografía es luz. Photós (luz) y grápho (escribir), es decir “la escritura de la luz”. Luz que atraviesa la retina ocular y nos permite distinguir una serie de tonos y claroscuros que nuestro cerebro descodifica y reconstruye creando imágenes a su manera, a través de colores y formas que el conjunto de la humanidad damos por válidos y verdaderos. —Mantén los brazos en tensión pero sin apretar los puños, deja caer el peso del cuerpo en la pierna derecha y levanta ligeramente el talón del pie de atrás. Ha de parecer que andas pero en un eterno paso. Fija la mirada al horizonte, abstráete, imagina el perfecto equilibrio cuerpo/alma, refleja el resultado en tu rostro. Templanza, serenidad, el justo medio... El modelo desnudo, cual atleta griego retornado de Olimpia, seguía las instrucciones con naturalidad. Era bello, perfectamente proporcionado con dos ojos grandes de largas pestañas y nariz recta. El pelo rizado y abundante le hacía dueño de cierta reminiscencia adolescente a pesar de no serlo. El fotógrafo disparaba seguro, el

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modelo tenía experiencia y eso simplificaba las cosas. José Luis estaba preparando una serie de fotografías en la que pretendía fusionar la escultura clásica griega de hace unos dos mil quinientos años con la fotografía de gran formato para crear así una exposición helénica de imágenes a tamaño natural. —¡Suficiente! Eso es todo, tengo lo que necesito. Gracias.— Se despidió satisfecho de los asistentes de iluminación, de Isabella, la maquilladora y de Nicola, el modelo italiano que respondió desnudo aún, con una sonrisa impecable al apretón de manos del fotógrafo. Al atardecer, empezó a preparar los productos en la habitación oscura. Colocó las películas en los tanques de revelado, y preparó las distintas bandejas con los líquidos veladores correspondientes. Después, preparó la ampliadora. Empezó a sacar las primeras ampliaciones de prueba y satisfecho las colgó para comenzar el proceso de secado. Después de colgar las últimas ampliaciones, volvió bajo la difusa luz roja. Hacía las primeras para comprobar el estado de secado y estupefacto observó cómo en la primera serie aparecía una mancha que arruinaba las fotos. Rápidamente intentó limpiarlas con un paño y gel, pero la mancha permanecía. Nunca le había pasado algo así. Enfurecido, volvió a repetir todos los pasos de revelado con papel y líquidos nuevos.

En vano, las manchas volvieron a aparecer. En un momento de furia, arrancó toda la hilera de ampliaciones al suelo y cuando se disponía a abandonar la habitación lleno de ira, pisó una de ellas e, instintivamente, la tomó para observarla con detenimiento. Se trataba de la serie de fotos de Nicola. En cada una de las ampliaciones, las manchas aparecían en diferentes partes de la superficie fotográfica, pero curiosamente en el mismo lugar de la atlética fisionomía del modelo italiano: en el centro del pecho, es decir, en el corazón. Como quien se despierta de una pesadilla, José Luis se despertó temprano, bebió una café e intentando olvidar el contratiempo de ayer, que probablemente fue culpa de un objetivo defectuoso, empezó a preparar la siguiente serie de fotos que empezaría en un par de horas y que esperaba con ilusión: El Hermafrodita dormido. La sesión la iba a preparar con Raquel Solís, una cotizada modelo argentina que contaba, sin ser hermafrodita, con las medidas perfectas para encarnar la famosa escultura griega que reposa en el Louvre. Sonó el teléfono. Era Isabella, la maquilladora. La noticia dejó a José Luis sin habla. Apuró la taza de café y después de una larga pausa, agradeció la llamada y colgó. Nicola había sido asesinado esa noche. Al parecer un crimen pasional, su pareja, un conocido actor de cine, en un ataque de celos le clavó un cuchillo de cocina. En el mismísimo corazón. El fotógrafo se sentó en el sofá y confuso intentó reordenar sus pensamientos, no podía creer lo que estaba pensando... Dos horas más tarde volvió a sonar el teléfono. Era de nuevo Isabella; Raquel Solís había

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IB101 Ramón Zarragoitia, 2011

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a pasado una semana y aún guardo el recuerdo de aquel sujeto faltón, bastante desaseado y grosero por completo. «Menudo personaje», susurró mi vecina de asiento al pisar la Terminal 4 de Barajas, «Yo creí que ese tipo de cavernícolas habría desaparecido con la Democracia...»; lo dijo con un marcado tono de tristeza. Entonces me di la vuelta y comprobé asqueada que el mamarracho seguía allí, persiguiendo nuestros traseros con la vista, casi babeando... Pero será mejor que regresemos al principio:

sastre y zapatos con bastante tacón. Todos, absolutamente todos, provistos de teléfonos móviles de última generación y minúsculos ordenadores portátiles con conexión inalámbrica a internet. Silencio general. Aprovecharemos el comienzo del viaje para repasar nuestras agendas y retocar los últimos informes. En el sur el tiempo es bueno. No obstante, uno de los pilotos se apresura a comunicarnos que, tanto en altura como en la aproximación final, soplarán fuertes rachas de viento africano, y en consecuencia, nos prepara para soportar el embate de severas turbulencias. Comienza a caldearse el ambiente: a nadie le apetece volar en condiciones meteorológicas adversas y es casi seguro que todos hemos sufrido antes alguna mala experiencia por tal motivo. Un par de minutos más tarde, cuando el aparato culmina la rodadura y el mismo piloto nos anuncia la entrada en pista para ejecutar un despegue inmediato, una de las azafatas debe desplazarse hasta la sexta fila para pedir a aquel tipo

Interior de un Airbus 320 de la compañía Iberia. Lunes, 07:00 Zulú. “IB101”: vuelo regular entre los aeropuertos de Sevilla-San Pablo y Madrid-Barajas. Una hora de cómodo trayecto que nos permitirá cumplir con nuestras obligaciones laborales en la capital. La cabina de pasaje va prácticamente repleta de ejecutivos. Ellos, con chaqueta y corbata; ellas, con traje

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desagradable que, por favor, deje de solicitar una bebida casi a gritos y se abroche de una vez el cinturón de seguridad. Como buena profesional: responsable, serena y educada, no le importará arriesgar su integridad física; pues está regresando a su asiento en el galley delantero cuando las turbinas comienzan a rugir. Pocas novedades durante el ascenso. Bueno, quizás un aumento progresivo de los bandazos y de las vibraciones. De nuevo, los ánimos se encrespan en silencio. Alcanzamos el nivel de crucero sin que se apaguen los indicadores luminosos de los cinturones de seguridad. Esa misma situación persiste a lo largo de todo el trayecto y no significará otra cosa sino que el viaje podría complicarse en cualquier momento. No obstante, el imbécil calvo de la cazadora de cuero — no se ha desprendido de ella a pesar de la perfecta climatización del Airbus— se empeña en liquidar al menos tres güisquis de un solo trago, dirigirse a gritos a las

auxiliares de vuelo y resto del pasaje, e incluso deleitarnos con canciones típicas de su pueblo. La aproximación final, la toma y la carrera de frenado resultarán de auténtica pesadilla. El avión cayendo a cada paso por efecto de las fuertes rachas de viento con cizalladura; los motores atronando cada dos por tres para hacer frente a las pérdidas de sustentación; y el cielo despejado que nos permitirá comprobar la urgencia con la que nos acercamos a los terrenos baldíos (primero) y a las áreas urbanas (después) que rodean el noroeste de Barajas. Los pasajeros reprimimos el pánico como podemos. Bromeamos con cada sacudida o imitamos con la voz las oscilaciones de los motores. Como remate, algunos comentarios en alta voz a cargo del impresentable. En concreto, el relato en sepia de sus años de servicio militar en el aeródromo burgalés de Villafría: «En aquellos trastos sí que se pasaba miedo... ¡Me cago en mis cojones!, la cantidad

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Sombras Chinescas La Gárgola Impasible

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levaba tiempo esforzándome en acabar de escribir la novela. Solo los más allegados sabían que me había impuesto aquel reto, pero todos desconocían de qué iba la historia y aunque me moría de ganas de conocer su opinión sobre el relato, no dejaría que leyeran ni un renglón hasta que estuviese acabada. Entonces sería el momento de la verdad, de saber si el esfuerzo estaba compensado, o por el contrario lo que había escrito era un auténtico bodrio. Por las circunstancias de mi trabajo, disponía de poco tiempo libre y los momentos que podía dedicar a la familia y a la vida social se

llevaban las horas necesarias para concretar la trama que quería plasmar en el libro. Soy una persona que se dispersa con facilidad y para escribir necesito intimidad y silencio. En ese entorno solitario, los personajes pueden poseerme y explicarse, los paisajes se dibujan y los acontecimientos se entrelazan. Todo adquiere sentido si me entrego por entero a la narración, sin condicionantes externos que me distraigan. Decidí que necesitaba aislarme, alejarme unos días de la ciudad, recluyéndome en un pequeño balneario que conocía de oídas. Era un establecimiento reformado, de principios

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del s. XIX, con un toque modernista y de pocas habitaciones. Los tratamientos termales que ofrecían estaban algo desfasados, pero era lo que menos me importaba. Conservaba un espléndido jardín donde disfrutar del aroma a madreselvas y lirios y reinaba un silencio que solo había encontrado en los claustros de algún monasterio. La habitación que reservé, aunque pequeña, se encontraba en un extremo del edificio, lejos del barullo de la cocina y los salones que podían distraerme. La verdad es que era el entorno ideal para enfrentarme a los personajes que se desarrollaban en la novela. Solo llevaba hospedado un día, cuando todo se complicó. Era la hora del almuerzo y yo ya estaba instalado en una mesa individual junto a un ventanal que daba al jardín. Como estaba en el fondo del comedor, tenía una visión completa de la estancia y me entretenía observando a los escasos parroquianos que iban tomando asiento para la comida. Estábamos fuera de temporada y los dueños del balneario atendían relajados a sus clientes con trato familiar y desenfadado, obsequiando sonrisas y atenciones. El metre acompañó a una anciana hasta su mesa. La mujer no paraba de farfullar mientras se sostenía del brazo del jefe de sala y lanzaba miradas altivas al resto de los comensales. Llevaba un vestido más apropiado para una gala de noche que para un simple almuerzo,

aunque el bajo de la falda estaba descosido en una esquina y los colores del estampado habían perdido intensidad. Por su porte, supuse que en su juventud fue una mujer bella y segura de sí misma. Ahora, interpretaba el papel de diva bajo una capa de maquillaje estrafalario, que le quitaba toda la dignidad. Como colofón a este atuendo, se adornaba con joyas exageradas, lustradas con bicarbonato. Apenas se valía por sí misma y las piernas le temblaban a cada paso, lo que no impidió que exigiera con vehemencia una mesa distinta a la que le habían asignado. Cuando estuvo satisfecha, pidió champan al camarero y dijo, que el menú del día no le gustaba y que prefería tomar lenguado con compota de manzana, ensalada sin cebolla y una ración de almejas al vino blanco. Ni el lenguado, ni los moluscos estaban en la carta pero el metre asintió con resignación y tomó nota del pedido. En la mesa de al lado, una mujer delgada, de pelo largo y lacio, se ocultaba tras la carpeta del menú. Se la veía nerviosa, algo asustada. Parecía como si una tristeza infinita la envolviese. Pensé que si se sacudía aquel aura, cenicienta resultaría atractiva. Tenía los hombros pecosos y angulados y su vestido de tirantes con escote cuadrado revelaba un pecho atlético y senos pequeños. Me recordaba a alguien pero no descubrí a quién. La sorprendí mientras, furtivamente, me miraba. Se ruborizó protegiéndose con la carpeta. Desvié la vista para no incomodarla, simulando leer mi propia carta, aunque, por el rabillo del ojo, seguía observándola. Aquella mañana me encontré con ella en la recepción del balneario. Yo subía de las termas, de un baño matinal, en el momen-

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