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ENTROPÍA

Revista bimestral de relatos cortos ilustrados para el fomento de la lectura

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ENTROPÍA

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Las cosas inanimadas

El rinc贸n de Xurxo

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SUMARIO

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Las cosas inanimadas Xurxo El XVI de París Kikas

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Caida (y 2ª parte) Alejandro Ruiz

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Apareció del abismo Al de Molina

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Casandra Olga Lunera

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El juego Camilyam

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De madrugada Emi Caro

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Los escondidos Ignacio Orlando Olaso

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El enterrador (y 2ª Parte) Javier Fernández Jiménez

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Despertares Michèle Rodríguez

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Como un flash Irene Comendador

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58 Escalones Abel Espil

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El jugador desconocido Raúl Mateos Barrena

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El origen de los unicornios Purificación Menaya Moreno

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Antínoo Mercedes Ocaña

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Exhausto Gabriel Frau

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El día en que murió el general Ernesto Langer Moreno

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El rey y el laberinto Eduardo Santiago Ruiz

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Entropía núm 6

PÁgina 16: APARECiÓ EN EL ABISMO

PÁgina 30: DESPERTARES

El secreto de mi padre: San Francisco de Macorís (1ª Parte) Onintza Otamendi Iza

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Gaueko Azahara Olmeda

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Nos mean y la tele dice que llueve (y 2ª Parte) Fran Barrera

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Grullas de papel Laura López Alfranca

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La estructura Carlos Dopico

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La pasarela se desdibuja en el sueño Esther Asencio

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La vieja casa Juan José Tena

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Un buen tipo Xavier Peralta

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No me llames soledad Blanca Martín

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Como hermanos Jesús Cano

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Un viaje diferente Laura Gómez

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El WhatsApp Ricardo Balaguer

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PERFIL Margarita de Angulema

PÁgina 44: EXAUSTO

PÁgina 54 GAUEKO


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Caida

(y 2ª Parte)

Alejandro Ruiz

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so sí que le gustaría, abandonar la habitación, casi a oscuras ya. Todas las superficies tienen un tono grisáceo que les da una apariencia aséptica, neutra, como si fueran prototipos o espectros tal vez. Tumbada dentro de la cama gris, cubierta con una sábana gris y vestida con un camisón hospitalario también gris está ella. Le ha reclamado por dos veces que le devuelva a su hijo, al que ya hecha en falta después de esos escasos instantes, porque durante nueve meses lo ha tenido dentro. No lo extraña en realidad, lo que sí le gustaría es que él se alejase de una vez de la ventana y se sentase junto a ella en la cama, que mantuviese a la criatura entre sus brazos si quería, pero que al menos pudieran estar un rato los tres juntos, como desea que pase durante los próximos años. Solo había un asomo de inquietud en su voz, no está preocupada, pero cierto instinto ha hecho que alargue los brazos hacía la ventana y quien la contempla, en un gesto más bien infantil, pues ni aunque sus brazos le crecieran súbitamente hasta triplicar su longitud tampoco quedarían lo sufi-

ciente cerca como para retornar la criatura a su regazo. Él sabe sin girarse que los dos brazos de ella le apuntan, le amenazan. O no lo hacen, pero sí que le asustan y sabe que es inminente, que no podrá soportar más. Imagina, es verdad, aunque también sabe que si los dos brazos de la nueva madre no se retraen va a arrojar, a tirar contra el suelo al niño. No quiere que eso suceda. No lo quiere porque no se imagina seguir viviendo lo mucho o lo poco que le quede de vida dentro de la piel de semejante hijo de puta. Piensa: si abro los ojos veré lo que hay al otro lado de la ventana y tendré que tirarlo. Si dejo de esforzarme en alejar ese pensamiento de la cabeza tendré que tirarlo y si no dejo de controlarme me estallará la cabeza y lo tiraré. Si sigo notando en la nuca que me mira y que extiende sus brazos hacia mi tendré que tirarlo. Y si dice algo, por el amor de dios, sí me dice algo entonces sí... —Ven conmigo. Ha oído su voz perfectamente. El sonido le ha llegado cortante a los oídos, igual que

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Relatos Cortos

hacer algo así no es un detalle que le importe mucho. Su mano derecha se queda helada. Eso me exime, se dice, podré alegar ante el juez que los brazos se me durmieron y después ya podré ahorcarme en mi celda. No es un pensamiento propio, ni mucho menos habitual, en él. Pero no se encuentra bien. Tiembla visiblemente, y si no fuera por la falta de luz su temblor sería perceptible desde un par de metros, lo mismo que los labios contraídos y torcidos y el sudor de la frente que le va a gotear por la punta de la nariz de un momento a otro. Podría estar sufriendo un colapso o un ataque de pánico, de hecho habría caído él mismo al suelo de no ser por esa palma fría de su mujer que cubrió la suya mientras lo abrazaba por la espalda. —¿Qué es lo que miras? La pregunta, el contacto de su piel suave y fría, que reconoce sin duda aunque haya tardado un poco más de lo habitual, el calor del aliento de ella por debajo de su nuca y su olor. Ese olor inequívocamente suyo y del que hay un eco claro en la piel del niño que ahora gime suavemente, como a cámara lenta, le ha devuelto la cordura y el contacto con la realidad, y también ha hecho esfumarse el deseo. Ese deseo que quiere alejar del todo de si. La madre le sustrae el recién nacido con la

una piedra que cruza el aire limpiamente rompiendo un cristal en su trayecto, y cree que lo va hacer. No lo cree, lo sabe, lo ve, o cuando menos lo imagina. Eleva los brazos unos centímetros hasta colocar el bulto a la altura de sus hombros. El olor a piel de recién nacido le golpea en la nariz como una bocanada de metano o de azufre. Con ese movimiento ya ha adquirido la inercia suficiente, ya solo tiene que acompañar la caída para aumentar la aceleración, rematándola con un ligero giro de muñeca. El niño se estampará contra el frío suelo gris. Quizás no muera, pero después de

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Apareció del abismo Al de Molina

Nazario Bernal se estaba muriendo. Agonizaba en su lecho a causa de una cirrosis galopante. El dipsómano, de 60 años de edad, ingería líquido etílico desde los veinte, había sido un bebedor insaciable... Ese día reunió a los componentes de su familia para confesar una historia secreta que siempre ocultó. Alrededor de su cama le acompañaban un hijo con su novia, y su hermano menor. Extrañados ante la incipiente narración, ninguno de los presentes habló mientras el moribundo exhalaba aire para empezar.

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l rostro de Nazario cambió de tono cuando les rogó que no le interrumpieran. Necesitaba desahogar y eliminar un lastre de encima que le perturbaba desde el pretérito... “Os contaré lo que en verdad le ocurrió a Elías, mi hermano mayor, quien fue dado por desaparecido durante el servicio militar. Todo el mundo creyó que se había convertido en un prófugo, un desertor... Nada de eso.

Elías murió y solo yo fui testigo de tal desgracia... En el transcurso de uno de sus permisos, ambos habíamos planeado adentrarnos de excursión en unas minas abandonadas en la serranía gaditana. Unos enormes riscos en medio del frondoso lugar daban acceso por unas grietas en la pared, al interior de unas insondables catacumbas. Portábamos linternas para poder explorar bien la oscura caverna. Os puedo asegurar que para lograr

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penetrar en ella, tuvimos que sesgar y separar excesiva maleza. Para nosotros correr una aventura de aquel calibre resultaba lo máximo. La sensación de riesgo y de misterio nos producía una exaltación inenarrable... Los primeros metros por la inmensa cueva nos impresionó. Soplaba un viento gélido que presagiaba algún tipo de amenaza... Paulatinamente comenzamos a investigar el antro estremecidos por lo incógnito. A medida que avanzábamos, siempre en descenso, la curiosidad nos invadía más. He de añadir que durante el tiempo que permanecimos allí, no observamos, animal o bicho alguno. Pasaban los minutos y el suelo cada vez se precipitaba más hacia los confines del infierno. El camino por momentos se estrechaba entre pasillos alongados y húmedos. Además, se perpetuaba un hedor nauseabundo por tramos. Aquella bajada parecía no tener fin... Yo pensé que las entrañas de la tierra se encontraban en el infinito abismo. Estábamos asombrados por el descubrimiento de las negras galerías subterráneas. Ignoro los metros que recorrimos y el tiempo empleado en hacerlo, lo cierto es que llegado a un punto del camino, Elías y yo escuchamos un chillido preterna-

tural que nos heló la sangre. Fue algo imposible de explicar con palabras, pero aquel aullido nos hizo plantearnos la huida. A partir de ahí, se inició la maldita persecución. La estridencia de algo que ascendía en nuestra dirección nos puso nerviosos. Se arrastraba a gran velocidad por el pedregoso piso, y percibíamos su aliento en el cogote... Entonces Elías tropezó en su carrera y cayó dentro de un charco de limo. Me paré para intentar ayudarle. Alumbré a mi hermano y vi cómo se incorporaba con pesadez, su ropa estaba impregnada de barro. En aquel instante lancé un haz de luz al vacío y pude ver nítidamente al monstruo que nos acechaba. Fue espantosa la visión. Jamás imaginé un ser tan horroroso como la descomunal serpiente. Su cabeza era de una fealdad vomitiva y de su boca abierta destacaban unos incisivos chorreantes... Elías, asustado, se giró para mirar al engendro y se quedó petrificado. Fue incapaz de reaccionar porque sus piernas se paralizaron a causa de sus temblores. Yo grité, vociferé para advertirle, pero él se hallaba clavado igual que una estatua. Lo último que mis retinas gravaron, fueron las fauces del crótalo devorando a Elías. Sentí

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El enterrador

(y 2ª Parte)

Javier Fernández Jiménez —¡Que se jodan! —gritó con sorna mientras echaba un buen trago de vino añejo, con cierto regusto a coñac del bueno, una de las botellas que el Tío Grande reservaba para las grandes ocasiones. El líquido ardió en su garganta, rasgándola amablemente y logrando que carraspeara con el trago. Un repentino acceso de tos le dobló en dos y estuvo tentado de lanzar la botella medio llena a la tumba del viejo, pero se lo pensó mejor y la volvió a dejar junto al ciprés del que la acababa de recoger. La botella quedó una vez más medio enterrada en la minúscula montañita de arena revuelta, bajo la que estaría para siempre el pequeño Tadeo, el recién nacido que había enterrado hacía poco menos de un mes y que habían tenido que arrancar de las manos de una madre desquiciada… Aquello sí que le había revuelto las tripas y no los intestinos colgando del pobre Emilio, al que un tiro le desgarró el estómago y le mantuvo muriéndose durante una larga hora. La historia de Tadeo era desgraciada. Su madre era una de las últimas Maquis que quedaban en el pueblo, vivían en el cerro y hasta el momento habían sobrevivido a duras penas. Pero aquella misma noche, el alcalde, Dios le castigue con saña, había decidido ir de caza y sabiendo que ya no había por los alrededores ciervos o jabalíes que cazar, decidió irse a cazar personas, que había más. Aquella noche, los Maquis estaban celebran-

do el nacimiento de Tadeo cuando el alcalde y tres de sus amigotes más allegados irrumpieron dando tiros a diestro y siniestro, cazando personas cual perdices. En la carrera de huida, Matilde tropezó con una raíz de encina… o podría ser de pino, pocos podrían precisar aquel detalle, y se cayó sobre su pecho, sin tiempo de reacción, aplastando en su caída a su bebé… la mujer, fuera de sí, provocó que todo el grupo fuese cazado y enterrado al día siguiente, sin oponer resistencia. Algunos descansaban en el cementerio, pero otros… otros menos afortunados, como la Jacinta y la Paca, que antes de visitar a San Pedro habían tenido que pasar por la vergüenza de colmar a los indeseables cazadores… esas ni siquiera habían llegado al cementerio, se habían quedado para siempre en el bosque, debajo de un pino o una encina… convertidas para siempre en leyendas vestidas de blanco con las que asustar a los niños para mandarlos por las noches a la cama. A los pocos días, el alcalde y sus tres amigos habían contraído una enfermedad venérea muy contagiosa que los había hecho merecedores de una suite en el hotel de las cruces y las lápidas. —Por hijos de puta —sentenció con el ceño fruncido. Se santiguó antes de distanciarse de la pequeña tumba. Llevaba muchos años enterrando gente y estaba curado de espantos, había muerto medio pueblo desde que enterraba y a medio

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pueblo había enterrado, hasta al último mono de aquel tinglado. Pero aquel niño tan pequeño, tan bonito, tan entero, que parecía que dormía… se le antojó el cadáver más ingrato que nunca había enterrado, era una presa demasiado tierna y suculenta para su jefa, la de la guadaña, la cruel igualadora de los hombres. Aquel día, cuando enterró a Tadeo en una diminuta cajita de madera, también enterró parte de sí mismo; del mismo modo que se había enterrado con su mujer y con cada uno de sus hijos… no quedaría nada suyo en el mundo cuando se marchara, solo aquella botella medio llena y la pala mellada. —¿Qué coño habrán conseguido con tanta mierda? La mugre y la muerte se ha comido todo, ¡joder! Los que no han muerto a tiros lo han hecho de hambre, o de Tifus, o de venganza… o de vergüenza. Este pueblo ha muerto de golpe… me cago en todo. En Dios, en la Virgen, en los rojos y en los fachas, en los gilipollas de derechas y en los de izquierdas, en todo… —y bien claro que lo gritó a todo aquel que quisiera escucharle bajo la tierra o sobre ella, incluso se dirigió a las lombrices que se lo comerían en unos días y que después lo cagarían como gloria bendita para las plantas. —¿De qué ha valido? —su voz se quebró y estuvo a punto de ponerse a llorar, de dejarse caer allí mismo y soltar toda la mierda que lo embargaba y lo enfurecía, pero no lo hizo, tenía

que excavar esa última tumba… Los caudales de sus lágrimas se secaron cuando aún no le habían salido ni pelillos en el pecho. En los palos recibidos de su padre, el borracho del pueblo, que acabó matando a su madre de una paliza y a sus dos hermanos y al que él mismo se dio el gustazo de pegar un tiro en los huevos al poco de comenzar la guerra con la escopeta de Ramiro, el cazador… También él había sacado provecho del “vale todo” de la guerra. Aún recordaba los chillidos y gemidos de su padre, al que ni todo el alcohol de la cantina habían podido evadir del dolor de desangrarse por los cojones. Además, como enterrador que era, también se había dado el gusto de enterrar al borracho momentos antes de que se desangrase del todo, con los ojos muy abiertos y enrojecidos de pánico… No se sentía orgulloso de aquello, pero se lo debía a su familia apaleada. Al mirar la botella enterrada en la pequeña tumba del niño, volvió a sorprenderse de que aquel diminuto punto en todo el camposanto fuese el único donde la arena seguía estando húmeda en todo momento, hora tras hora y día tras día. Se encogió de hombros pensando en el hecho. —Será un puto milagro —musitó sonriente, recordando con nostalgia al cura don Damián, al que le quemaron la iglesia los rojos el mismo día que se declaró la guerra. En el incendio se había abrasado la cara y los ojos por su afán de salvaguardar al Cristo del altar, el tallado en madera. Al final se quedó sin iglesia, sin Cristo y sin ojos. Los rojos lo cogieron y lo abandonaron en el monte, ciego y desnudo, entre gritos y carcajadas le zahirieron, diciéndole que Dios obraría el milagro y haría que volviese al pueblo

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El secreto de mi padre: San Francisco de Macorís (1ª Parte)

Onintza Otamendi Iza dejarme sorprender por los estragos del temporal. Llevaba un buen rato caminando cuando al girar en un recodo del camino, tropecé con un árbol de grandes dimensiones que había sido arrancado de cuajo y yacía abatido y castigado por los elementos. Me paré unos segundos a observarlo. Lo imaginé en primavera, repleto de hojas verdes en todo su esplendor y comprendí que debía haber sido un ejemplar majestuoso. Sin embargo, ahora sus ramas luchaban infructuosamente por evitar lo ineludible, como un conjunto de bravos guerreros entregando sus vidas a una batalla perdida. Así, sumida en mis pensamientos, me sobresalté cuando la sombra de alguien que se acercaba por detrás, se proyectó ante mis ojos. Tuve el tiempo justo de

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ra una fría mañana de otoño. De esas, en las que el sol luce con determinación, reconfortando nuestros cuerpos. En las que apetece caminar sin rumbo, disfrutando de la naturaleza, hasta que una traicionera y gélida brisa, se cuela por el tejido de nuestras ropas, haciéndonos tomar conciencia de la hoja del calendario. La tormenta de la semana anterior había sido devastadora. Había destruido tejados y siniestrado vehículos. Las tierras se habían desplazado, permitiéndonos entrever sus entrañas. Disimulando senderos e incluso, volviendo impracticables, algunas vías secundarias. Así pues, tan pronto los primeros rayos iluminaron el cielo, me aventuré a pasear por el bosque y a

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girarme hacia el desconocido y vislumbrar, medio cegada por el sol, un hombre cubierto con una larga gabardina y un sombrero de ala ancha, que cubría buena parte de su rostro, del que sólo alcancé a distinguir el mentón anguloso y la sombra de una incipiente barba. Cuando estaba a punto de dirigirme a él, mi cabeza retumbó víctima de un golpe seco y pronto la oscuridad y la inconsciencia invadieron mi ser. No podría precisar el tiempo que permanecí desvanecida, pero cuando mis párpados, se entreabrieron con pesadez, experimenté dos sensaciones. Un atronador dolor de cabeza y el pánico de toparme con dos enormes ojos redondos, que parecían observarme hipnotizados. Instintivamente, miré alrededor y descubrí que aquellos ojos que me habían sobresaltado pertenecían a un tótem de madera, de color verde intenso y rodeado de una misteriosa humareda, que no hacía sino tornar aún más lúgubre el lugar. Me incorporé con dificultad y comprendí que debía encontrarme en una especie de cueva. Por algunas grietas entre la roca, se colaban hilos de luz que me permitían escudriñar la

estancia. Tenía unos cuatro metros de ancho por tres de largo, de piedra irregular, como si se encontrara excavada en el interior de una montaña y vacía, excepto por la misteriosa figura situada en el centro. Parecía evidente que quien fuera que me había golpeado y trasladado allí, no pretendía robarme, puesto que aún conservaba el reloj y los pendientes. Luego introduje mi mano por debajo de la blusa, buscando una cadena de oro que siempre llevaba al cuello. Estaba en su sitio y al final de la cadena, el colgante que mi padre me regaló antes de morir. En su lecho de muerte, deslizó sobre la palma de mi mano aquel tesoro, cerrando el puño sobre ella y apretando con fuerza. Quiso incorporarse, para susurrarme algo al oído, pero su cuerpo, debilitado por la enfermedad, se desplomó sobre las sábanas, para luego abandonarse a la eternidad, como las ramas abatidas de aquel árbol. Nunca supe el significado del colgante, pero me aferré a él como si fuera un nexo de unión con mi progenitor en un intento de construir un puente hacia el pasado, de mantenerlo vivo en mi recuerdo y en mi corazón. De pronto, escuché un ruido en el fondo de la sala. Agucé la vista y contemplé atónita

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Nos mean y la tele dice que llueve

(y 2ª Parte)

Fran Barrera

“(…)Triki, triki triki ti, triki mon amour, triki, triki, triki tiii(…)” Está endiablado, aseguró el Mirto, hay que ir a buscar a un exorcista, o a un canuto o a un testículo de Jehová que pal caso es lo mismo. Y salió corriendo empujando a la tía del Luchito que se fue de culo mostrando las enagüas. La tía se levantó del suelo gritando que éramos unos malcriaos y que nos iba a acusar con mi mamá (la mamá del Mirto era bailarina de un clú nocturno que se llamaba El gato negro y estaba toda el día durmiendo, así que no se podía contar con ella ni pa desgraná porotos). La tía del Luchito se fue pal patio con una chala para tirársela por la cabeza al Mirto pero él corría más fuerte. Yo creo que se escuchaba hasta la esquina lo que le iba gritando; que si le iba a dejar la cabeza como una alcancía, que ella no debería estar ahí, que las putas peruanas le habían robado el trabajo de camarera y que ahora tenía que cuidar a un guacho que no

era ni suyo y que tenía que limpiarle el culo mientras la puta de la madre andaba por el pueblo del lado mostrándole el choro pelao a los milicos sin hacerle ni juicio a su crío. Yo me quedé solo con el Luchito que seguía tarareando como si viviera en otro mundo. —¡Soy el jefe y esta noche manda mi polla—, gritó con un extraño brillo en los ojos. —¿Tenís pollitos? — le pregunté cagao de miedo. —Muere una vaca acosada sexualmente por un burro — respondió. Me quedé dudando porque me parecía que esta última frase era la más coherente que había dicho jamás y me puse a pensar que quizá el tarado este se hacía el güeón no más con el cuento del niño loco para que todos le tuvieran pena y él pudiera mandarse cagás todo el día. De repente, soltó una frase en otro idioma: Catalunya s’acaba. La resta del mon també. Y me asusté porque el güeón no hablaba ni español bien y menos iba a saber

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alemán. ¡El Mirto tenía razón, mi amigo estaba endemoniado y seguro lo había poseío la Quintrala y le hacía hacer cosas raras como salir a la calle a cantar a voz en cuello el “Jehová reina”! Cuando su tía volvió al cuarto, el Luchito repetía una y otra vez que estas han sido las noticias y así se las hemos contado. Yo miré a la tía con una cara de susto que la pobre me cogió de un ala y me dijo que volviera otro día. Cuando cerró la puerta, del cierre me quedé parado esperando a ver qué pasaba hasta que oí al Luchito gritarle a la tía una cantidad de mierda que seguro que le iba a sacar la chucha. —¡Despiden a Fraga y le dan por el Ortiz! — fue lo primero que gritó. Y zás, primer cachuchazo. —¡Payaso asesino mató a más de 30! — Segundo cachuchazo, más fuerte que el anterior. —¡Un conductor borracho casi provoca una tragedia; Batman único testigo! — Tercer cachuchazo, más seco aún. —¡Basta de intermediarios! ¡Que venga Dios...! No hubo cuarto cachuchazo. La voz del Luchito, como que se había ido apagando poquito a poco. Me fui corriendo, medio llorando, medio riendo, porque el Luchito era un valiente.

Al otro día, cuando regresé a verle después de la escuela, el Luchito estaba en la cama, como el día anterior, con un ojo morao y vestío de blanco. El Mirto me dijo que él iba a ir a buscar al dotor para ver si le daba algún remedio, así que lo esperara allí. Cuando llegué le conté a la tía que iba a venir el doctor y se enojó porque no tenía dinero pa pagarlo, pero yo la tranquilicé porque le dije que le iba a pedir dinero a mi madre. Ella se puso a llorar más fuerte porque si era una enfermedad más rara, como Malaria o Mendengue, le iba a salir más caro y ahí sí que no iba a tener con qué pagar. El Luchito me miraba como extrañado, como si no me conociera de ná y me hizo con la mano para que me acercara. —Estoy gorda como una cebolla— me dijo bajito. Yo me puse a reír porque nunca le había oído hablar en femenino, como los mariquitas. Pero como estaba enfermo le perdonaba todo. Detrás del Mirto, llegó el dotor (que era un practicante que cobrara muy caro), y nos dijo que podíamos quedarnos a ver. El dotor le tomó el pulso al Luchito, le agarró un brazo y le pasó un algodoncito hediondo a gasolina y, sin que se diera cuenta, le clavó una inyesión que le hizo saltar de un brinco. —¡Putón verbenero! — gritó el Luchito con odio, pero luego se calmó. El dotor se quedó extrañao porque no sabía que significaba “verbenero” y lo de “putón” lo entendía a medias. Meneó la cabeza y se fue sin cobrar, no sin antes decirle a la tía que lo mantuviera una semana en cama, que no era malaria y que le haría un favor a la sociedad si mandaba al engendro ese a hacer el servicio militar. Pero el Luchito era

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