Capítulo 2. Crescendo

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Capítulo 2 Crescendo El sol matutino se colaba con suavidad por la ventana y acariciaba cálidamente mi rostro, mientras los pajarillos que disfrutaban de pararse en los árboles de nuestro jardín cantaban en caótica armonía. La fresca brisa de Seattle se las arreglaba para deslizarse al interior de mi habitación y mezclar sus azarosos aromas con el delicioso olor a salchichas fritas que provenía de algún lugar de la planta baja. Era un hermoso y perfecto día, sin duda alguna. Exceptuando que eran las jodidas siete de la mañana, por supuesto. Gruñí como un oso enfadado y me cubrí el rostro, intentando recluirme del mundo exterior y volver a los brazos del dios del sueño. Tras unos segundos de intentarlo en vano, sin embargo, arrojé mi improvisada máscara al suelo, con tanta fuerza que podría haberla roto... si no se tratara de una almohada, por supuesto. Odio los lunes. No importa que ya no vaya a la universidad ni que mi turno laboral sea en las tardes. Los odio, los odio, los odio. Si el concepto de “lunes” tuviese una forma física, o humana a ser posible, lo secuestraría y lo llevaría a una bodega abandonada, donde lo encadenaría a la pared y le arrancaría trozos de piel con una navaja sin filo. Luego crearía una deliciosa salsa con distintos tipos de picante, bastante limón y una gran cucharada de sal y lo usaría como loción para masaje. Probablemente algunos choques eléctricos y algo de acupuntura (con abejas vivas, a ser posible) me harían ganar algunos puntillos extra, también. Sí, probablemente ahora entiendas cuánto odio los lunes. Alguien alguna vez me dijo que le agradaba pensar que la semana empezaba en miércoles, para sentir que ésta estaba apenas acabando cuando despertaba después de un relajante domingo de descanso. Le dije que se fuera al diablo y que cerrara bien su casa antes de irse a dormir. Pero mi inexplicable odio hacia los lunes no es lo importante aquí. Lo importante es cuánto me costó levantarme de aquella cama, como si me hubiesen pegado con cantidades peligrosas de pegamento industrial a ellas. La verdad, no me importaría. Pero, de una u otra manera, posiblemente ayudado por la mano de algún ser celestial que se apiadaba de mi sufrimiento, logré sentarme en la cama. Ponerme de pie tomó otros buenos cinco minutos. Y cuando finalmente me hallé allí, en el medio de mi habitación, con las piernas apenas capaces de sostener mi peso, decidí que era momento de volver al mundo real.


Resignado, me froté fuertemente los ojos, casi como si sacudiese mi rostro entero, intentando despertar por completo antes de bajar a desayunar. Solté un bostezo tan grande y largo que pensé que mi mandíbula podría dislocarse y dar vuelta sobre sí misma en cualquier momento. Era como un ritual: frotar, sacudir, bostezar... ahora sólo faltaba el estirón final y me hallaría “listo” para un día nuevo. —¡Agh! —grité, sintiendo un horrible tirón en la parte baja de mi brazo derecho. No, no un tirón. Algo peor, y que implicaba un líquido tibio bajando por mi axila. ¿Un desgarre? ¿Pero cómo? Quejándome entre dientes, examiné mi recién adquirida herida con cuidado y maldije por lo bajo. Larga, aunque no profunda, pero sí lo suficiente para causarme un ardor tremendo y mancharme la ropa de sangre. ¿Cómo demonios había sucedido aquello? Decidí que lo mejor era no preocuparme por las razones, sino por las acciones. Salí de mi habitación y entré al cuarto de baño que se hallaba justo al frente, donde desinfecté mi herida con delicadeza (e incluso si lo hubiese hecho con rudeza, mi grito no pudo haber sido más fuerte) y me fijé algunos trozos de papel higiénico con cinta médica para no mancharme más de sangre. Y luego, teorizando que alguien abajo había escuchado ya mis gritos de agonía, decidí bajar a comer algo. —Buenos días a todos... —murmuré, todavía bastante adormecido, mientras tomaba la primera silla que mi mano podía alcanzar y me sentaba en ella. Desde el hueco del desayunador, advertí la cabellera de Diana cerca de donde se hallaba la estufa—. Diana, ¿podrías ser una dulzura y traer algo para mí? —¿No dijiste que odiabas mi cocina? —cuestionó, sin darse la vuelta para mirarme. ¿Seguía herida por lo de la noche anterior? —Oh, no digas eso, disfruto mucho tu comi... —me interrumpí al instante y cambié de parecer—: No. Algo de fruta estaría bien, no importa. Alcancé a escuchar un gruñido desde la cocina. Sonreí para mis adentros. —Vamos. Y prometo amarte para siempre, ¿síii? —insistí, haciendo lo posible por darle una entonación tierna a mi voz... y fallando terriblemente. —Eso no es algo que debas decir frente a tu novia, Kyle —respondió. Espera, ¿mi qué? ¿Frente a quién? —Buen día, Kyle... —saludó Andrealphus, con una sonrisa de oreja a oreja, desde el otro lado de la mesa.


—Oh, buen día —respondí. ... Espera, ¿qué? Giré la cabeza para mirarla una vez más a los ojos: sus brillantes y poco naturales ojos de color lila. Al instante, como un tsunami, un torrente de recuerdos, voces y sensaciones inundaron mi mente. Un Halloween deprimente, yo yéndome a dormir temprano, una joven entrando a mi habitación en la madrugada, una herida en mi brazo que no sabía de dónde había salido, un contrato algo especial... Algo hizo click en mi mente y, en unos instantes, las líneas vacías se llenaron con palabras clave:

Contrato, demonio, súcubo,

alma, muerte, infierno, firma, deseos... Andrealphus y Kyle Flynn: Matrimonio. —¿¡Qué estás haciendo aquí!? —grité, levantándome de golpe de la mesa y rodeándola corriendo hacia Andrealphus. Con un rápido movimiento, quité el florero que estaba en el centro y halé el mantel hasta que cubrí completamente el cuerpo de la chica, en un horrible intento por ocultarla. —Somos un matrimonio... es natural vivir juntos, ¿no? —explicó, buscando mi confirmación. Sentí su cabeza girarse hacia mí, incluso si no podía verme. —¿Qué voy a hacer si los dueños te ven? —pregunté, tomándola de los hombros e incitándola a levantarse. —¿Es por eso que estoy cubierta por un trozo de tela? Afirmé con la cabeza. Ante su falta de respuesta, recordé que no podía verme, así que repetí mi contestación en voz alta: —Correcto. No puedo arriesgarme a que vean tus alas o tus ojos, ¿no? —agregué un poco después—. ¿Cómo voy a explicarles que hice un contrato con un demonio? —Así que ahora aceptas quien realmente soy, ¿no es así? —quiso corroborar, mientras me seguía hasta la sala, donde le quité el mantel de encima y la obligué a sentarse. Frotándome la cabeza frenéticamente, intenté pensar en todo lo que había sucedido la noche anterior. Al instante, sentí pena por el ingenuo Kyle que se había encontrado con Andrealphus y había firmado el contrato con ella. ¿Acaso había sido tan estúpido y ciego como para no darme cuenta del peligro? ¿Cómo me había metido en un problema tan grande como aquél? —No me queda otra opción, ¿no? —contesté algo burlón, sintiendo que lo decía más para mí mismo que para responder la pregunta de Andrealphus.


—Increíblemente, no. La concepción social de “matrimonio” establece que los esposos permanecerán juntos hasta... —Hasta que la muerte los separe, ¿no? —terminé por ella, citando la frase frecuentemente utilizada por la religión católica cuando se llevaba a cabo dicha ceremonia. —Correcto. Y como tu primer deseo fue “Cásate conmigo”, Kyle, debo seguir todo aquello que el casamiento o matrimonio implique. —¿Qué clase de implicaciones? —pregunté, sentándome a su lado. Ella se recargó en mi hombro apenas tomé asiento. Me sonrojé un poco al oler su perfume a flores. —Como vivir juntos, por ejemplo. Si no cumplo dichas implicaciones, entonces mis acciones no pueden ser consideradas como un “matrimonio”; y si no lo es, entonces no estaría cumpliendo el deseo establecido en el contrato. Y cuando pasa eso... —¿Cuando pasa eso...? —repetí, apremiándola a que continuara, incluso si en el fondo sabía que no me pondría de buen humor escuchar cualquier cosa que pudiese decir aquel súcubo. —Entonces ambos morimos. Tragué saliva. Eso sonaba como un precio muy muy alto para algo que no había sido en absoluto mi decisión. Bueno, sí lo había sido, pero no me hallaba en mis facultades mentales cuando la tomé. ¿Podría anularse el contrato de alguna manera? —Fantástico. Asombroso, gracias —añadí en voz alta, sarcástico—. La muerte para los dos, perfecto. Estoy jodido. Porque el matrimonio implica estar jodido, ¿verdad? —No según mis fuentes, no —contestó la chica, sin mostrar realmente una reacción ante mis palabras. O no comprendía por completo el concepto de “matrimonio”, o no le interesaba. Probablemente ambas. —Espera... ¿puedas morir? —pregunté un poco incrédulo. Inclusive si quería satisfacer mi profunda curiosidad por el Infierno y sus habitantes (después de todo, me llamaba la atención comparar la realidad con las visiones religiosas), también quería saber si, en caso de que rompiésemos el contrato, ella tenía algo que perder además de sus sueldo. —Bueno, por supuesto —respondió, apartándose de mi hombro y mirándome algo ofendida e incrédula ante aquella cuestión. Así que los demonios podían morir. No sabía si eran siempre jóvenes o si su percepción del tiempo era distinta a la nuestra, pero sin duda no eran invulnerables. Los demonios podían morir. —¿Cómo morimos? —cuestioné.


—¿Aquello que ustedes llaman “combustión espontánea”? —quiso confirmar. Asentí con la cabeza, recordando los contados y misteriosos casos a través de los siglos: gente a la que le prendía fuego así, de la nada. Se convertían en gelatina quemada. Giu. Había pocos individuos documentados, sin embargo, y aún menos que pudiesen ser explicados de alguna manera. >>Producto de nuestra magia —continuó Andrealphus—. El tatuaje que llevas en tu cuerpo es tu cadena y guillotina. Aquello me tomó por sorpresa. ¿Estaba marcado, como una cabeza de ganado? ¿Era un número o una matrícula? ¿Un prisionero? —¿Qué tatuaje? —quise saber. Como para mostrarme, Andrealphus llevó su mano hacia mi brazo, cerca de mi hombro. Ya que llevaba puesto el pijama, no pude ver a lo que se refería, pero supuse que señalaba la marca en cuestión. Levanté una ceja, esperando una explicación más convincente. La joven captó mi indirecta y, tras dejar salir un resoplido, tomó el cuello de su blusa. Y sin decir nada, comenzó a bajársela por un lado... —¡Wow! —exclamé, sorprendido y algo asustado, mientras intentaba detenerla, frenético. Las manos me temblaron tanto ante la posibilidad de ella descubriéndose frente a mí que, estúpidamente, terminé por jalarle la blusa todavía más. —¡Aahh! Si pudiera, trataría a ese tal Murphy, quienquiera que fuese, como me gustaría tratar a los lunes. Y es que por sus convenientes leyes, resultó que precisamente en ese momento la familiar figura de Diana se recortó contra la entrada de la sala. —¿Q-q-q-qué...? ¿¡Qué estáis haciendo!? —gritó apenas nos vio, prácticamente uno sobre el otro en el sofá. No la culpo, en realidad. La situación era fácilmente malinterpretable, después de todo: la blusa de Andrealphus desabrochada al tercer botón, con mi propia mano bajándola por un lado, mi cuerpo casi encima del suyo debido al susto... —Le muestro mi... —comenzó Andrealhpus, pero inmediatamente se vio interrumpida por la voz en grito de Diana: —¡No quiero saberlo! —rugió—. ¡Eso no es algo que puedas hacer donde te plazca, Kyle! —¡No estábamos haciendo nada! —repliqué, levantándome hasta quedar sentado, con una pierna cruzada sobre el asiento y la otra colgando—. Fue simplemente un accidente


—añadí luego, mientras cuidadosamente me ocupaba de abrochar la blusa de Andrealphus (la cual en realidad era una camisa, notablemente grande para ella, que seguramente había robado de mi armario al despertar). No supe si era debido a dicha acción o a la manera en la que Diana nos había encontrado, pero me pareció notar cierto rubor en sus mejillas. —Andrea, no tienes por qué ceder ante sus... —Diana me miró con una pizca de repulsión— provocaciones... Si es que se puede usar esa palabra. ¿Andrea? —En realidad, la idea fue mía —confesó el súcubo, con una sonrisa inocente. La otra chica pareció algo asustada ante aquella declaración y prefirió retirarse con un gesto desaprobatorio de cabeza, sin decir nada más. —¿Andrea? —repetí, una vez las cosas se habían calmado y mi hermana se había marchado, a la par que alzaba una ceja. —Puedes llamarme así si quieres —contestó la joven—. No me molesta. En realidad, es conveniente que mi nombre pueda contraerse así, a un nombre frecuentemente utilizado en los humanos, si lo piensas. No necesito un seudónimo o alguna tontería así que termine por confundirnos a ambos. —Bueno... supongo que eso simplifica las cosas —coincidí, asintiendo con la cabeza e intentando hacerme la idea de comenzar a llamarla por el diminutivo. No sonaba tan difícil, en realidad, aunque Andrea seguía siendo un nombre un tanto exótico en un lugar como Seattle. Espera... ¿qué? ¿Por qué discutíamos nombres falsos, exóticos seudónimos o agradables diminutivos? ¿Qué estaba planeando aquel demonio? ¿No estaría pensando en...? Oh, mierda, no... —¿Por qué has bajado? —cuestioné, apuñalándola con la mirada, como para obligarla a ponerse nerviosa y a responder mi pregunta. No funcionó. Con una expresión tan neutral como (casi) siempre, me respondió sencillamente: —Para desayunar... —No estaba hablando de eso —reproché. Bufé y me llevé los dedos de una mano a las sientes—. Mira... Con Diana no hay tanto problema... Tanto.. —puse los ojos en blanco—. Pero los dueños... —me atoré un poco con lo que quería decir y balbuceé algunos sinsentidos antes de rendirme y volver a empezar, no sin antes soltar otro bufido—: Mira, se me permite quedarme en esta casa sin ser estudiante con varias condiciones. Uno —alzé el


dedo meñique para ilustrarme—, ayudar en todo lo que sea posible en las tareas de la casa. Dos —otro dedo—, tener mi propio trabajo para mis gastos. Tres, asistir a clases universitarias y... Andrea no había articulado palabra desde que comencé a hablar. Por eso me detuve, como esperando que tuviese algo que decir al respecto. Pero nada... me seguía mirando, como... ¿interesada? ¿Admirándome? ¿Estudiándome? Sus ojos lila brillaban como los de una niña escuchando una historia. —Y no causar problemas... —terminé, finalmente levantando mi dedo índice—. Lo siento, pero traer chicas sexys a mi habitación a las tres de la madrugada califica como un “problema” —aclaré luego. —¿Se... “setzis”...? —inquirió Andrea, inclinando la cabeza sin comprender mis palabras. —Eh... erm... “guapa”, quise decir —corregí, aunque no se trataba de un sinónimo de los más preciso. La chica asintió con la cabeza para mostrarme que entendía. —¿Entonces debería hacerme invisible o algo? —preguntó. Me permití soltar una ligera carcajada. —Sí, claro... —coincidí sarcásticamente. Andrea no me imitó—. Espera... ¿vas en serio? —pregunté, alzando una ceja inquisitivamente. Era cierto que mi mente estaba muchísimo más abierta que la noche anterior y que había asimilado, de cierta manera, que había hecho un contrato con el demonio que tenía en frente. Pero... ¿creer que podía hacer algo como eso?—. ¿En serio crees que voy a seguir tragándome todo ese rollo de la esencia mágica, los hechizos, el alma y todas... esas... co... Me detuve en súbito, olvidando por completo las palabras que iba a pronunciar. Y es que en ese preciso momento experimenté una de las sensaciones más extrañas, sorprendentes y poco naturales que jamás había sentido en la vida... pero hago notar que no por ello la última que sufriría junto a Andrea. El pie que tenía colgando fuera del sofá ya no tocaba el suelo. Ni tampoco los de Andrea... Ni el sofá, ni la mesa, ni el librero, ni la planta decorativa... —¡Woah! —grité, ciertamente sobrecogido y alarmado ante aquel surrealista evento. Cuando mi coronilla hizo contacto con el techo, me puse más nervioso todavía. Comencé a agitarme frenéticamente en mi sitio, ignorante a cómo reaccionar—. ¿¡Por qué te parece divertido!? —rugí cuando vi que Andrea se cubría la boca en un intento por ocultar una risita. Dubitativo, intenté bajar del sofá. Me giré y acomodé las dos piernas como si tocara el


suelo (¡pero no había!) y me incliné hacia adelante para dejarme caer. No pude, empero, pues mis agallas me abandonaron en el último instante. —¿Ocurre algo...? —preguntó la voz de Diana desde el pasillo. Al instante, dejé salir un agudo “¡Mierda” y perdí el equilibrio por intentar bajar apresuradamente. Antes de que me diera cuenta, había caído un metro y medio de espaldas hasta el suelo después de golpearme fuertemente la boca con la mesa de centro. —Putaputaputaputa... —solté, levantándome lo más rápido que el dolor me permitió. Mientras echaba a correr en dirección al pasillo, saboreé la sangre en mis labios—. ¡Diana, no vengas! —vociferé, lanzándome hacia la entrada a la sala y bloqueándola con mi propio cuerpo, piernas y brazos abiertos. Diana, quien ya iba en camino, se detuvo en seco cuando nuestros ojos se encontraron. —¿Por qué... est... ás...? —murmuró, pero su voz se perdió poco a poco, como si algo la hubiese hecho callar. Lo ignoré y continué hablando: —Erm... nopasanadanopasanada... ¿por qué no regresas a... hacer... lo que hacías? En ese momento hubo una especie de destello en sus ojos, cuyas pupilas luego se dilataron y perdieron el brillo. Como un autómata, Diana expresó: —Entiendo... —comenzó, con una extraña voz mecánica, sin variaciones de volumen o tono. Como algo... inhumano—. No ocurre nada en la sala y no tengo razón para investigar. Ahora volveré a la cocina... —y dichas estas palabras, dio media vuelta y regresó por donde había venido sin decir nada más. Todavía sin entender qué acababa de pasar, imité su acción y volví a la sala, donde los muebles habían regresado ya a su lugar. —¿Qué tal ha ido? —inquirió Andrea, quien se hallaba sentada en el mismo sitio que antes, como si aquel innatural espectáculo no la hubiese interesado ni una pizca. En su rostro seguía dibujada una prepotente sonrisa. —Ajá, obra tuya, supongo... —contesté sarcástico, referenciando a la extraña actitud de Diana. La chica de inmediato notó mi poco entusiasmo en respuesta a su pregunta. —Todavía no crees mis palabras, por lo que veo... —reprochó, fulminándome con la mirada. Como la noche anterior, noté que una suave niebla de color morado brotaba de algún sitio detrás de ella. Sin previo aviso, Andrea extendió unas enormes alas de murciélago, tan largas como la mitad de la sala, acompañadas por un poderoso aleteo. De entre sus labios escaparon dos colmillos, como un estereotipo de vampiro, y el color lila de sus ojos comenzó a brillar con intensidad.


Tragué saliva cuando la chica lanzó sus brazos a mi cuello y acercó su rostro lentamente al mío. —“Hasta que la muerte los separe”... —murmuró. Luego, sus labios se unieron a los míos. Me esperaba un beso salvaje y apasionado, debido a su personalidad y al hecho de que se trataba de un súcubo; sin embargo, Andrea me besó de manera dulce y algo insegura, como si realmente no supiera qué hacer pero se esforzara por hacerlo de todas maneras. Y por alguna razón, me encontré correspondiéndole. Las suaves y tibias caricias de sus labios en los míos, sus colmillos traviesos pellizcándome, sus delgados dedos enredándose en mi cabello, su fina figura pegándose a mi cuerpo... tantas sensaciones, acompañadas por nuestros frenéticos besos, entrecortadas respiraciones y ese excitante olor a flores me convirtieron en un impaciente enamorado. Abracé y besé a Andrea como si la conociera de toda la vida... y nunca pude explicar por qué. Tras lo que parecieron días y días de entregar nuestros besos al otro, el demonio se separó de mí. Con una mirada que me pareció bastante provocativa, seguramente digna de su raza, se relamió un hilillo de color rojo que corría de la comisura de sus labios. Volvió a acercarse a mí, pero esta vez prefirió solamente tomarme de la mano. Las palabras no fueron necesarias. Mi cabeza ya había considerado aquella posibilidad durante unos brevísimos instantes, pero la acción de Andrea pareció confirmarlo: guió mis dedos hasta mis labios y me apremió a palparme, no para recordar sus caricias, sino para corroborar mi teoría. Ya no había herida alguna. Ni un rasguño, ni cicatriz; ni siquiera una gota de sangre. Aquellos dulces besos no sólo habían agitado y confundido mi joven corazón: me habían... me habían sanado. Por primera vez, no miré a Andrea a los ojos, sino a Andrealphus, súcubo de la vigésima séptima legión de Mefistófeles; aquel demonio a quien había entregado mi alma a cambio de tres deseos, uno de los cuales, me quedaba claro, había utilizado de una manera muy problemática. Por primera vez, reconocí su existencia y declaré: —De acuerdo... Te creo...


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