Hellfire Kiss ~ IV. Crónicas de un contratista encadenado

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Capítulo 6 Crónicas de un contratista encadenado La escuela había teminado. La última semana de cursos remediales transcurrió sin muchos acontecimientos interesantes: un par de aburridas clases más, un examen pequeño para cada materia, un test que simulaba al de admisión para la universidad, entrega de calificaciones y… Bye-bye. “Te veremos en diciembre para el próximo examen”. Uno esperaría, por lo menos, alguna especie de despedida entre los alumnos: una salida a comer, una fiesta en casa de alguien, una quedada en el cine… Mínimo un post en Facebook. Pero, en caso de nuestro unido grupo de fracasados, no hubo nada. Y sin embargo, debo admitir que la facilidad con la que pude desligarme de ellos me otorgó una apropiada sensación de libertad. Una muy necesitada sensación de libertad…puesto que la semana fue un poco más agitada en cuanto a otros aspectos se refería. No por el videoclub, no… En realidad, Tyler y yo continuábamos trabajando como si nada hubiese sucedido, frikeándonos a ratos a videojuegos que debían estar en las estanterías para no aburrirnos de contar dinero y acomodar cajas; o acomodar dinero y contar cajas. El tema de Andrea no volvió a tocarse entre mi amigo y yo en cuanto “aclaré” las cosas: ella era mi novia y nada más. Un poco especial y diferente a las demás, sin duda, pero nada más eso; nada de esposos ni compromisos ni contratos. Y para mi sorpresa, Tyler aceptó la explicación, seguramente descartando mi anterior actitud como una simple reacción exagerada. Lo que sí cambió fue la vida en casa de los Delgado, madre mía… Si todavía es necesario un resumen, lo que debo destacar es que me casé. Sí, estoy casado. Para este momento, desde hacía una semana, más o menos. “¿Y cuál es el problema?”, dirás. Dejando de lado que aún tenía diecinueve y que ni siquiera había empezado mis estudios profesionales, pues también está el


hecho que “mi esposa” era un demonio. Y resalto, subrayo, entrecomillo y hago notar —en mayúsculas—: “UN DEMONIO”. Y no, no se trata de ninguna clase de analogía o metáfora —como pensó el ingenuo de Tyler—: mi novia es un demonio del Infierno. Un súcubo de la vigésima séptima legión de Mefistófeles especializada en contratos con pecadores a cambio de su alma, de hecho. Pero para qué especificar, ¿no? Si no tiene importancia, en realidad. No, claro que no. Con decir que Andrea(lphus) es un demonio bastará. Y sí, llevaba ocho días casado con ella —¿pero quién cuenta? —. Tras ciertos incidentes relacionados con un tipo bastante imponente y su vida en peligro, terminé aceptando el contrato con ella y acabó viviendo en la misma casa que yo. Imaginen mi sorpresa cuando Andrea se presentó ante los Delgado como una estudiante de astrología, buscando una habitación en su casa. Ante la negativa de éstos —pues los tres cuartos que rentaban estaban ocupados—, la chica sencillamente enunció: “¡Pero claro que tienen otra habitación! ¡El anuncio lo pone!”. Y extrañamente, ¡un agradable y bien iluminado ático apareció de la nada! Aquel día descubrí que, como contratista demoníaco, varios de los trucos de los mismos demonios no funcionaban conmigo, como aquellos hechizos que nublaban o engañaban los sentidos. Podía ver otras cosas que el resto de la gente (humanos, por lo menos) no podía. Como el ático que los Delgado creyeron haber terminado de construir hacía apenas dos semanas. O inmigrantes de India con garras y plumas, y cortes finos de carne de color verde. De tal manera que mi contratista Andrealphus terminó viviendo conmigo y la familia de Diana. Y en realidad agradezco que haya sido de tal manera, porque ésta última nos mantuvo siempre bien vigilados, y eso no le dio mucha oportunidad a “mi chica” para “robarme el corazón”. Por eso quiero decir, evidentemente, la absorción de mi energía mágica: Como un súcubo y al contrario que otros demonios, a Andrea le resultaba más sencillo obtener energía de los hombres. Eso requería, en palabras de Uphyr, “unos cuantos abrazos y besos”… de los cuáles no me quejaría si fuesen voluntarios, al menos. No era rara la vez que, cuando tenía “hambre”, Andrea


hacía honor a su nombre y me robaba en sueños. Por suerte, nuestras caricias no llegaban más allá. No me gustaría saber qué sucedería si así fuese. Así, sin más, mi vida pareció equilibrarse en el transcurso de una semana, a pesar de tan curiosos acontecimientos. Sí, mi novia era un demonio, pero fuera de eso mi vida era la de un estudiante fracasado cualquiera. Sin embargo, llega un momento en toda relación en la que ésta, para bien o para mal, debe evolucionar. Cambiar. Convertirse en algo diferente y, en cierta medida, nuevo. Refrescante, pese a lo arriesgado que dicho cambio puede resultar. En mi caso, esto supuso un acuerdo. Uno más allá de lo ya escrito en el contrato, debo especificar, puesto que era más bien incómodo regirnos por éste último tras las poco normales circunstancias que habían terminado por colocarnos junto al otro. Una especie de tregua que, afortunadamente, parecía beneficiarme más a mí de lo que podría a Andrealphus. O eso pensé en un principio. En el transcurso de sólo tres días, mi vida volvió a dar otro giro inesperado. Aquel día no tenía absolutamente nada que hacer. Era sábado y, por lo tanto, no había trabajo en el videoclub (del fin de semana se encargaban los frikis del turno matutino) ni, evidentemente, escuela. Además, Diana había salido con su grupo de amigos; los Delgado se hallaban de compras o algo, perdidos por allí; y Marie, otra estudiante de intercambio que vivía en la misma casa, tenía una cita con su novio. Eso dejaba el edificio bastante vacío. Prácticamente, pues además de Andrea sólo se encontraba el último estudiante de la casa, aunque éste solía encerrarse muy seguido en su habitación, disfrutando de su privacidad y sedentarismo. O eso suponía yo, por lo menos, hasta que aquel tranquilo sábado cambio mi perspectiva:


Me estiré después de haber pasado una media hora sentado en el sillón, leyendo en la tablet de Andrea las especificaciones de nuestro contrato, sólo para encontrarme con que asombrosamente Billy había bajado a la cocina. Lo único que sabía de él era que se apellidaba Sung y que, por lo tanto, debía ser chino. O uno de sus padres, realmente, pues él hablaba un perfecto inglés y el único rasgo que delataba su ascendencia eran sus ojos rasgados. Eso era, sí, todo lo que sabía de él, ya que no solía coincidir mucho con él por la casa. Como pasaba bastante tiempo en su cuarto haciendo cosas desconocidas para el resto del mundo, era bastante difícil topárselo. Excepto aquel día. No quise desaprovechar la oportunidad de ser amable y, girándome hacia la ventanilla de la cocina, saludé tan amable como pude: —¿Qué hay, Billy? El delgado chico de alborotados cabellos oscuros se giró hacia mí, alzando a modo de respuesta una mano tan blanca como la mayonesa que lamía de una cuchara. ¿...cómo...? Mi mente tardó unos cuantos segundos en procesar la metáfora que ella misma acababa de moldear. De hecho, Billy sí que parecía estar comiendo mayonesa a cucharadas, directamente del enorme frasco de plástico que hasta aquel momento había estado dentro del frigorífico. —¿'é 'ay? —volvió a responderme, con el cubierto entre los dientes. Me llevé una mano al pecho, intentando reprimir una arcada por el asco. El sólo imaginarme el olor que el frasco entero debía estar produciendo me provocó unas leves ganas de vomitar. Quiero decir, no me malentiendas, a cualquiera le gusta la mayonesa… ¿pero semejantes bocados sin nada acompañándolos? Cualquiera tendría problemas para reprimir un gesto de repugnancia. —Viejo, eso es... —me detuve para tragar saliva antes de intentar señalar lo obvio—: Eso es mayonesa... y no es muy agradable comerla si no es en un sándwich… Digo, no sé si en China sea común, pero…


Billy alzó una ceja, interrogante. Luego bajó la mirada, como si no se creyera lo que le estaba diciendo, y estudió con detenimiento la etiqueta azul del gigantesco bote blanco. Luego me miró de nuevo... y luego de nuevo al frasco, girándolo para verlo de todos los ángulos... y finalmente una vez más a mí. —Oh... Así que eso era —sentenció casualmente, como si no le importara. Y además, restándole relevancia al asunto, añadió—: Pensé que era pudín de vainilla. —¿¡Cómo!? —exclamé, intentando (en vano) comprender el extraño proceso de pensamiento que lo había llevado a semejante conclusión. —Así que por eso sabía tan raro... ¿Perdón? ¿Que “sabía raro”, decía? ¿¡Cómo había sido incapaz de distinguir el sabor entre el pudín y la mayonesa!? ¡Era toda una locura! Giré mi cabeza al escuchar, de pronto, pasos en la escalera. Y como era de esperarse, mi mirada se topó con la figura de Andrea descendiendo; aparentemente, con bastante prisa, además, pues bajó los últimos escalones de un salto. —¡Buen día! —saludó apenas, a la par que se metía a la cocina a toda velocidad. Con desesperación, se dirigió a la alacena (apartando a Billy en el camino) y comenzó a buscar algo con muy poca delicadeza. El sonido de las cajas y frascos entrechocando resonó hasta el comedor, donde me hallaba yo. —¿Qué estás haciendo...? —inquirí, acercándome al desayunador. Tras cruzar mi mirada con la de Billy, me vi obligado a añadir—: ¿...mi amor? —¿¡Tienen yerbabuena!? —preguntó, alejando la cabeza de la estantería por un momento para verme a los ojos. No supe qué responder. —No... no lo sé, la verdad... —contesté, completamente sincero. Andrea soltó un gruñido y se jaló el cabello por un instante. Luego cerró la alacena de un golpe, dio media vuelta y apuntó amenazante a Billy, usando su dedo índice. Directamente al rostro. Luego, con un tono autoritario que pareció tener un extraño eco detrás, ordenó: —¡Sung, ve a comprar yerbabuena! ¡Ahora!


No tuve que mirar siquiera para saber qué era lo que iba a ocurrir: al escucharse la voz de Andrea, los ojos de Billy perdieron su brillo y se posaron en la nada. Lentamente, tras erguirse como una marioneta en una posición innaturalmente perfecta, el chico repitió para sí: —Debo comprar Yerbabuena para cumplir los requisitos del Quest. Item de Nivel 23. 155 EXP como recompensa. Y dicho esto, Billy caminó como un autómata (habiendo guardado su frasco de “pudín” primero, por supuesto) hasta la puerta. Revisó que llevara su billetera consigo, y tras encontrarla, salió sin decir nada. —Qué... —balbuceé, sin realmente poder comprender aquella situación. Había pasado todo tan rápido y de una manera tan extraña… Mi cabeza no podía con ello. —¿Hmm? —Andrea parecía divertida con mi sorpresa. No me esperaba una reacción tan... especial... por parte de Billy, así que sin duda el asombro estaría dibujado en mi rostro. —¿Por qué...? —me costó un poco decir las palabras. Tras balbucear algunos sinsentidos, carraspeé e intenté recuperar el don del lenguaje—. ¿Por qué lo enviaste a comprar yerbabuena? ¿No podías haberla hecho aparecer aquí? —cuestioné. —Porque entonces estaría impregnada de magia y no serviría —respondió una vez salió de la cocina, como si no comprendiera mi propia incomprensión. Perfecto, y ahora me trataba como un ignorante—. Por fortuna queda suficiente tiempo —Andrea me miró y, al notar que seguía sin entender, explicó—: ¡Oh, es porque lo he puesto a fuego lento! Aunque ahora tendré que añadir algo de azufre para compensar el retraso de la cocción... Hmm... Todavía no lo entendía. Y negué con la cabeza para denotarlo. —¿Qué? Hago una pócima. Sólo pude suspirar tras escuchar aquellas palabras.


—Claro, cómo no lo pensé antes... —murmuré, siendo evidentemente sarcástico. Me llevé una mano al pelo y una vez más dejé escapar un suspiro. Andrea hizo una mueca que realmente no llegué a comprender. Pero viendo que ya no podía hacer nada al respecto, prefirió cambiar de tema: —Kyle, tengo hambre. Sabía lo que eso significaba: “¡Preparánse para el impacto, muchachos!” “¡Fue un honor servir con usted, capitán!” “No pude haber encontrado mejores hombres. Sí, ha sido todo un honor, caballeros”. Andrea parecía creer que, a aquellas alturas, ya no necesitaba ninguna clase de permiso para envolver mi cuello con sus brazos y recargar todo su peso sobre mí. Ya sabía, después de todo, que no habría manera de que me opusiera: tal vez no tenía claro por qué, pero ya había advertido que al final siempre me rendía y me permitía perderme en ella. Como sabía que iba a hacer, me besó. “Aquí yacen Kyle Flynn y su tripulación. Que descansen en paz”. Ese beso duró poco, sin embargo. Andrea no acarició mis labios con los suyos más que unos cuantos segundos. Como si llevara prisa, murmuró un suave “Gracias” y luego se perdió en las escaleras. —¡Eh! ¡Eh, eh, no puedes simplemente dejarme con la duda! —acusé, apresurándome a seguirla con la curiosidad como mi combustible. Por más demoníaca que fuese, Andrea no podía cambiar el hecho de que era más pequeña que yo, y por consiguiente, que tenía piernas más cortas. Logré alcanzarla y atraparla en un abrazo a unos dos o tres pasos de las escaleras al ático. La chica se agitó un par de veces, pidiéndome que la liberara: —¡Suéltame! —ordenó, arrastrando la última vocal como quien hace un berrinche. —¡No hasta que me digas que tramas, hija de Satán! —respondí, negándome a dejarla ir tan fácilmente.


—El Satán no es mi padre, no seas ridículo —contestó, cediendo sus sacudidas por unos instantes para soltar un bufido de fastidio que levantó su flequillo por unos instantes, como si yo acabase de decir una tontería que incluso un niño reconocería como tal—. ¡Y ahora suéltame si no quieres terminar convertido en una patética y despreciable araña inmunda! —añadió luego, no obstante, mientras volvía a la carga. Tras soltarme aquella amenaza (que, más que peligrosa, me resultó algo adorable cuando la expresó en su faceta de niña pequeña), Andrea dejó caer su talón sobre mi pie con toda la fuerza que le fue posible. Ni siquiera la mano de Dios dejando caer su castigo divino me pudo haber lastimado más que aquello. Porque, después de haberme golpeado con semejante fuerza, Andrea se dio la media vuelta con tanta velocidad que su cabello me azotó como un látigo y luego echó a correr por el tramo de pasillo que quedaba hasta el ático. Sin embargo, antes de poder darle alcance o de poder empezar mi propia carrera incluso, una increíble fuerza me jaló hacia atrás. No, no hacia atrás... hacia arriba. El impacto de mi espalda contra la madera del techo me arrancó el aliento por unos instantes. Aunque pensando en retrospectiva, bien pudo haber sido, también, la sorpresa de haber sido jalado en contra la gravedad. Solté un breve grito, alterado por lo que acababa de suceder, y luego me retorcí para intentar volver al suelo. Algo me detuvo por unos instantes, pero terminó por rasgarse como la tela tras sacudirme unas cuantas veces más. La caída al suelo no fue mucho mejor; especialmente porque ésta fue de bruces, al contrario que la “caída al techo”. Mis costillas se arrepintieron de que mi cerebro hubiese tomado aquella decisión, pero no éste no tuvo otra opción que decirles 'lidien con ello, niñas lloronas' y obligar a las piernas a ponerme de pie. Cuando miré arriba, noté que algo sí me había tenido atrapado a fin de cuentas. Al poder determinar lo que era, tuve que sacudirme con desesperación los restos que se habían quedado en mi ropa. Telaraña.


Asquerosa, nauseabunda, inmunda, repulsiva, repugnante, odiosa, escalofriante, desagradable, vomitiva, estremecedora, horrenda, tétrica y espantosa telaraña. ¿Nunca he mencionado que odio las arañas? Tal vez debí hacerlo, para que Andrea hubiese evitado causarme aquel infarto. Las odio. Las. Odio. —¡No me importa si pongo a todo el Infierno en mi contra, Andrealphus, juro que voy a asesinar-! Tuve que interrumpirme en aquel preciso momento. Mientras le gritaba mis amenazas a la demoníaca jovencita, había decidido subir las escaleras hasta el ático para finalmente ver qué era lo que estaba tramando aquella habitante de las profundidades. Y tuve que cortarme porque en aquel instante había llegado a la cima y la habitación de Andrea había quedado frente a mí. Sin duda, no se parecía al sucio y desordenado ático que cualquiera esperaría ver en una casa habitada por siete personas… Andrea había hecho un gran trabajo ordenándolo, cubriendo todo el piso con una mullida alfombra de un blanco tan perfecto que parecía que la habitación había sido cubierta por nieve. De alguna manera, se las había arreglado para esconder la madera de las paredes y de las columnas con un tapiz de color violeta. El techo y las vigas, por otro lado, las había pintado con un negro bastante brillante, sobre el cual había añadido un barniz resplandeciente. Los muebles, como el escritorio, el sillón o el armario, se turnaban para adornar la habitación con tonos mármol u obsidiana. En el caso de las cortinas y la cama, ambas antítesis se coordinaban en la tela, bordes y costuras para crear un efecto agradable a la vista. Aquellos colores, sumados a las estilizadas curvas del candelabro y las otras lámparas de la habitación, creaban un grato ambiente suavemente gótico, pero aun así muy femenino. Las diferentes flores, dispuestas en pequeñas macetas acomodadas con esmero sobre las vigas negras, contribuían a la delicadeza del aura de aquella habitación. Muchas, no tan sorprendentemente, eran de color morado o violeta.


En otro momento, me habría quedado a admirar el grandioso trabajo que la chica había hecho. O tal vez, considerando la situación en la que me hallaba, le hubiese gritado y reprochado por sus acciones. Pero no ocurrió ninguna de las dos. Lo que pasó fue que me quedé congelado en la cima de las escaleras, al igual que Andrea frente a la gran jaula que descansaba, con la puertecilla abierta, sobre su escritorio color mármol. No tuve que verla por segunda vez para saber qué llevaba en las manos. El leve trino que se escuchaba apenas en el ático era suficiente. Sonreí suavemente al advertir la olla humeante y la pequeña estufa eléctrica que Andrea había colocado en el suelo, doblando cuidadosamente una esquina de la alfombra para no maltratarla. —¿Estabas intentando curarlo?—cuestioné, cruzándome de brazos en actitud acusadora. Rindiéndose finalmente, Andrealphus soltó un leve suspiro y asintió con la cabeza, tan lentamente que parecía que le costaba. Un ligero bufido, fantasma de una carcajada, se escapó por mi nariz —Podías haber pedido mi ayuda, sabes. O usado la cocina, no había ningún problema. Tuve que apartar la mirada, avergonzado, cuando el rostro de Andrea se iluminó con un entusiasmo increíble, envidiable para muchos. Agradeció infinitas veces mientras colocaba con delicadeza al pequeño pájaro (que no era más que una cría, como supuse) en el interior de la jaula, como temiendo que fuese a romperse. Cuando finalmente cerró la puertecilla y se aseguró de que todo estaba en su sitio, recorrió la habitación de un salto (o al menos así pareció) y se lanzó a rodear mi cuello con sus brazos, por poco tirándome por las escaleras. —¡Gracias, Kyle, graciasgraciasgracias! Estuve a punto de restarle importancia al asunto, diciendo que era simplemente un pajarillo, y que cualquiera niña inocente hubiera hecho lo mismo. Pero sentí que aquello, de alguna manera, rompería el momento y, quién sabe, tal vez hasta lastimara sus sentimientos. De tal manera que terminé por tragarme mi apatía y correspondí al gesto con unas palmaditas en su cabeza.


¿Aquella niña era la misma bruja que hacía días me había amenazado con sus colmillos y alas? La diferencia entre Andrea y Andrealphus, si alguien decidiese considerarlas dos gemelas en lugar de un individuo, era abismal. —Y yo podía haber ido a conseguir esa yerbabuena —añadí, apartándola para poderla mirar a los ojos y que ella, a su vez, pudiese ver mi media sonrisa—. No tenías por qué esclavizar a un chino para hacerlo —solté una carcajada luego de decir aquello—. Wow, eso sonó terriblemente mal. Creí poder ver un par de lágrimas alegres asomarse en el borde de sus brillantes ojos púrpura, antes de que se diera la media vuelta para atender de nuevo su remedio. A veces me lo preguntaba. Y nunca dejaré de hacerlo, incluso a estas alturas: ¿Era aquella chica, realmente, un demonio? El sábado que antes había parecido tan vacío y aburrido se escapó sin que me diese cuenta. Para cuando advertí aquello, que había pasado horas y horas ayudando a Andrea con un brebaje que no entendía y atendiendo a un pequeño gorrión herido, el reloj marcó la hora de la comida y todos habían vuelto ya a casa. De tal manera que tuvimos que dejar a medias nuestro proyecto, llenar de nuevo el minúsculo recipiente de agua de la jaula y abandonar el ático. —¿Vas a ponerle algún nombre? —pregunté, mientras devolvía la escalera retráctil a su sitio. Para mi sorpresa, Andrea negó con la cabeza. —No es necesario. No es ninguna mascota. —Oh, bueno, eso es cierto —coincidí—. Pero es algo que se suele hacer con los animales con los que te encariñas, ¿no? Con una sonrisa de oreja a oreja, Andrea me dio un golpecito en la nariz. —Entonces debería comenzar a ponerte nombres a ti. Wow. Sencillamente, no supe cómo reaccionar a eso. —Gracias por el favor, Kyle. Me encogí de hombros y sacudí la cabeza, sin darle mucha relevancia. Como para justificar mi actitud, dije:


—Para eso estoy, como tu novio. Para cumplir caprichos y conceder deseos. Quise llevarme las manos a la boca en aquel momento, implorando que alguien retirara por mí aquellas palabras, pero no hice nada más sino quedarme congelado y tragarme el nudo de la garganta, nervioso. Era la primera vez que, en lugar de “esposo” usaba el término “novio”. Uno que, peligrosamente, sonaba más natural y agradable. No sabría decir si fue para mi desgracia o para mi fortuna, pero Andrea no dijo nada al respecto: —Entonces supongo que yo debería empezar a cumplir algunos caprichos también, ¿no? Y con aquellas palabras, reanudó su camino hacia el comedor, dejándome solo en el pasillo de la segunda planta. Todo el asunto del novio se esfumó. Y también el pajarito. Y el hechizo que parecía estar afectando a Billy. Todo. Todo desapareció, excepto mi propia conciencia y la última frase que Andrea había dicho, resonando una y otra vez en mi mente. “Debería empezar a cumplir algunos caprichos”. “Debería empezar a cumplir algunos caprichos”. “Debería empezar a cumplir algunos caprichos”. Luego, una revelación. Una idea tremenda que podía cambiar radicalmente la situación en la que me había metido y que, ante la imposibilidad de comprenderla, había terminado por aceptar sin mucho esfuerzo. Por contrato, era mi esposa. Yo, su esposo. Esposos los dos. Como tales, lo de uno era del otro. Lo mío era suyo; y lo suyo, mío. Lo suyo, mío. Una sonrisa se dibujó en mi rostro, reflejando la increíble transformación que mi aburrido sábado había sufrido: al mejor día de mi nueva vida. El día en que yo ganaba. —Sí, cariño, hay algunos caprichos que podrías cumplirme...


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