Mula Blanca 19

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MULA BLANCA # 19 | JULIO-OCTUBRE 2017 | PUBLICACIÓN GRATUITA

Ensayo: John Berger (5) Prosa: Nicolás Aséiev (19) | Vladimir Maiakovsky (23) | Alejandro Badillo (50) | Roberto Bernal (93) Poesía: Velemir Jlébnikov (28) | Ignacio Uranga (32) | Minerva Reynosa (44) | Angélica Panes (66) | Lorena Huitrón (73) | Jessica Díaz (83)



MULA BLANCA

# 19 | JULIO-OCTUBRE 2017 | PUBLICACIÓN GRATUITA

mulablanca.com DIRECCIÓN: José Luis Bobadilla EDICIÓN LITERATURA: Ricardo Cázares DISEÑO: Radjarani Torres REDES SOCIALES: Radjarani Torres DIRECCIÓN: Tamaulipas 153-C, Colonia Hipódromo Condesa, México, D.F., C.P. 06179.

N° de certificado de reserva de derechos al uso exclusivo del título: en trámite.


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EDITORIAL Como escribió alguna vez Juan Rulfo, "la vida no es muy seria en sus cosas". John Berger murió. Mucho le debemos a este genial escritor inglés. Personalmente, su arriesgada y radical inteligencia, su capacidad de ver las cosas desde un punto de vista siempre distinto. Al mismo tiempo recordamos al gran poeta ruso Jlébnikov. Alguien que consiguió darle frescura al mundo viviendo de un modo único, dándole la espalda a todo aquello que pudiera condicionarlo y que considero hoy sigue siendo una lección ejemplar. Hay además en este número sagaces poemas de Ignacio Uranga, poeta argentino, Minerva Reynoso y Lorena Huitrón, poeta mexicanas, Ángelica Panes, poeta chilena y Jessica Díaz, también poeta de México, quien lentamente ha ido construyendo un universo muy personal en donde lo grave, lo tierno y el humor, se combinan significativamente. Pocas veces hemos publicado narrativa, pues la revista no se presta muchas veces por la extensión a este tipo de iniciativas, y sin embargo, nos da mucho gusto compartir el fragmento de una novela inédita de Roberto Bernal, que esperamos verla publicada pronto. En cuanto al material gráfico nos da gusto exponer el trabajo de la joven artista mexicana Chantal Meza, fundamentalmente pintora en tiempos en que la pintura no goza del mayor atractivo, pero que de cualquier modo ha acompañado al hombre a lo largo del tiempo y, que sabemos que como experiencia humana, jamás dejará de existir más allá de toda nueva tecnología.

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Imágenes de Chantal Meza www.chantalmeza.net


UNA VEZ EN EL PASADO John Berger

Traducción del inglés de Ricardo Cázares

La muerte de uno es ya de uno mismo. No pertenece a nadie más: ni siquiera a un asesino. Esto significa que ya es parte de nuestra vida. No sólo en el sentido de que uno puede anticiparla y prepararse para ella, sino en el de que su contenido está ya, al menos en parte, determinado. En el pasado, esto era la clave de la clarividencia. Más tarde, las nuevas demandas por la libertad desacreditaron toda clase de determinismo. La noción de libertad absoluta vino acompañada por el nacimiento del tiempo histórico lineal. Esa libertad era el único consuelo. Sin embargo, es sólo cuando el tiempo es unilineal que la predicción de eventos futuros o la preexistencia de un destino implican un determinismo y, por tanto, una decisiva pérdida de la libertad. Si existe una pluralidad de tiempos, o si el tiempo es cíclico, entonces la profecía y el destino pueden coexistir con la libertad de elección.

Quizá al comienzo el tiempo y lo visible, hermanos hacedores de distancia, llegaron juntos, ebrios, golpeando a la puerta justo antes del amanecer.

La primera luz les bajó la borrachera, y al contemplar el día, hablaron del pasado, lo remoto, lo invisible. Hablaron de esos horizontes que envolvían todo lo que aún no se había disipado.

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“Para Dante, el tiempo es el contenido de la historia que se siente como un único acto sincrónico. Y de manera inversa, el propósito de la historia es mantener unido el tiempo, de modo que todos sean compañeros y hermanos en la misma búsqueda y conquista del tiempo.” (Osip Mandelstam) De todo lo que hemos heredado del siglo XIX, lo único que aún no ha sido puesto en duda son ciertos axiomas acerca del tiempo. La Izquierda y la Derecha, los evolucionistas, los físicos, y la mayoría de los revolucionarios, aceptan, al menos dentro de una escala histórica, la visión decimonónica de un “flujo” temporal unilineal y uniforme. No obstante, la noción de un tiempo uniforme, en el que todos los acontecimientos pueden ser temporalmente relacionados, depende de la capacidad de síntesis de la mente. Las galaxias y las partículas no plantean solución alguna en sí mismas. El problema, en su raíz, es fenomenológico. Uno está obligado a partir de la experiencia consciente. Pese a los relojes y a la rotación continua de la Tierra, el tiempo se experimenta de manera irregular. Suponiendo que uno acepta los relojes, el tiempo no acelera ni desacelera su marcha. Pero da la apariencia de avanzar a distintas velocidades porque nuestra experiencia de su paso entraña no uno, sino dos procesos dinámicos contrapuestos: el tiempo como acumulación y como disipación. Cuanto más profunda sea la experiencia de un momento, mayor será la acumulación de experiencia. Es por ello que el momento se vive como algo más largo. La disipación del flujo temporal es acotada. La durée que se ha experimentado no es una cuestión de longitud, sino de profundidad o densidad. Proust entendió esto. Y sin embargo, esto no es sólo una verdad cultural. Podemos encontrar un equivalente natural al incremento periódico de la densidad de tiempo vivido en esos días de primavera y principios del verano, con rachas alternas de lluvia y de sol, cuando las plantas crecen, de un modo casi visible,


varios milímetros o centímetros en un solo día. Estas horas de espectacular crecimiento y acumulación son inconmensurables si se les compara con las horas de invierno cuando la semilla yace inerte en la tierra. El contenido del tiempo, lo que el tiempo acarrea, pareciera suponer otra dimensión. El que llamemos a esta dimensión la cuarta, la quinta, o incluso (en relación con el tiempo) la tercera, carece de importancia, y sólo depende del modelo espacio/tiempo que uno empleé en ese momento. Lo que importa es que esta dimensión se resiste al paso regular, uniforme, del tiempo. Puede haber un sentido en el que el tiempo no arrase con todo lo que encuentra por delante. Afirmar que eso, precisamente, es lo que lo hace, constituía un verdadero artículo de fe en el siglo XIX. Antes de ese momento, siempre se había tomado en cuenta esa dimensión intransigente. Está presente en todas las visiones cíclicas del tiempo. En aquellos días, el tiempo pasaba, seguía su curso, y lo hacía girando sobre sí mismo como una rueda. Pero, para que una rueda gire se necesita de una superficie como el suelo que resista, que ofrezca fricción. Es contra esta resistencia que la rueda giraba. Las visiones cíclicas del tiempo se basan en un modelo en el que entran en juego dos fuerzas: una fuerza (el tiempo) que se mueve en una dirección, y una fuerza que ofrece resistencia a ese movimiento. El cuerpo envejece. El cuerpo se prepara para morir. Aquí, no hay teoría del tiempo que nos ofrezca una prórroga. La muerte y el tiempo siempre han sido aliados. El tiempo arrebata con más o con menos prisa: la muerte, de manera más o menos súbita. Antes, sin embargo, se pensaba en la muerte como una compañera de vida, un prerrequisito para aquello que se convertía en Ser a partir del No-Ser; la una no era posible sin la otra. Como resultado, la muerte quedaba restringida por aquello que no podía destruir o por aquello que habría de volver. La brevedad de la vida era objeto de un continuo lamento. El tiempo era el agente de la muerte y uno de los componentes de la vida. Pero lo

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intemporal —aquello que la muerte no podía destruir— era el otro. Todas las visiones cíclicas del tiempo mantuvieron unidos a estos dos componentes: la rueda que gira y la tierra en la que avanza. La corriente principal del pensamiento moderno ha extraído al tiempo de esta unidad, transformándolo en una única fuerza activa y todopoderosa. Al hacerlo ha transferido su carácter espectral a la noción misma del tiempo. El Tiempo se ha convertido en la Muerte que triunfa sobre todas las cosas. Para medir las distancias astronómicas modernas, uno emplea como unidad la distancia recorrida por la luz durante un año. La magnitud de estas distancias, el grado de separación que proponen, parecen casi ilimitados. Tanto la magnitud como el grado escapan a todo salvo el cálculo puro, e incluso este cálculo tiene el carácter de una explosión. Sin embargo, oculta dentro del sistema conceptual que permite al hombre medir y concebir esa inconmensurabilidad, se encuentra la unidad cíclica y local del año; una unidad reconocible gracias a su permanencia, su repetición, y su consistencia local. El cálculo retorna de lo astronómico a lo local, como el hijo pródigo. La debilidad de la mente, esta añoranza del hogar que no puede o no quiere abandonar del todo el aquí y ahora, puede ser interpretada de dos modos: como la reveladora debilidad que demuestra cuan perdido e impotente está el hombre en el universo; o como un vestigio de la verdad primigenia, preservado por la estructura de la mente humana. En el siglo XVII, Pascal observó el alcance de la ruptura causada por los nuevos cálculos. Con el avance implacable del tiempo y el espacio, el pasado se pierde y se precipita a la nada. (La palabra néant es empleada por primera vez con este sentido absoluto en el siglo XVII.) Dios abandona a la vida, para habitar el eterno dominio de la muerte. Apartado de los ciclos temporales, deja de ser el eje, y se convierte en una presencia ausente, que espera. Todos los cálculos acentúan el tiempo que ha esperado o que habrá de esperar. Las pruebas de su existencia ya no son el amanecer, el retorno de las estaciones, el recién nacido; su lugar es ocupado por


“la eternidad” del cielo y el infierno y la irrevocabilidad del juicio final. El hombre ha sido condenado al tiempo, que ha dejado de ser una condición de la vida y, por tanto, algo sagrado, para convertirse en un principio inhumano que nada perdona. El tiempo se vuelve sentencia y castigo. De ahora en adelante, sólo aquel a quien le ha sido conmutada una pena de muerte podrá pensar en el tiempo como un regalo. Y la famosa apuesta de Pascal —puede ser que Dios no exista, quizá estemos perdidos, pero suponiendo que sí existe...— es una estratagema para imponer una sentencia de muerte y luego esperar un indulto. La era moderna de la cuantificación comienza con el álgebra y las series infinitas. El resultado es que uno deja de contar lo que tiene, y empieza a contar lo que le falta. Todo es pérdida. El concepto de entropía es la figura de la Muerte traducida a un principio científico. No obstante, mientras que a la muerte se le consideraba una condición de la vida, la entropía, se sostiene, terminará por agotar y extinguir, no sólo las vidas, sino la vida misma. Y la entropía, según la definición de Eddington, “es la flecha del tiempo”. La moderna transformación del tiempo, de condición a fuerza, comenzó con Hegel. Para Hegel, sin embargo, la fuerza de la historia era positiva; rara vez encontraremos a un filósofo más optimista. Más tarde, Marx se propuso demostrar que esta fuerza —la fuerza de la historia— estaba sujeta a los actos y elecciones del hombre. El eterno conflicto en el pensamiento de Marx, la oposición original de su dialéctica, se deriva del hecho de que aceptaba la transformación moderna del tiempo en la fuerza suprema, y al mismo tiempo deseaba volver a poner esta supremacía en las manos del hombre. Es por ello que su pensamiento fue —en todos los sentidos de la palabra— gigantesco. La talla del hombre, su potencial, su poder ulterior, —creía Marx—, habría de reemplazar lo intemporal. Hoy en día, en Occidente, conforme la cultura del capitalismo abandona toda ambición de ser una cultura y se limita a no ser más que

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una Práctica-Instantánea, la fuerza del tiempo es representada como el aniquilador supremo a quien nada puede oponerse. El planeta Tierra y el universo se agotan. El desorden aumenta con cada unidad de tiempo que pasa. El estado final de máxima entropía, en el que cesará toda actividad, se denomina muerte térmica. El cuestionar la irrevocabilidad del principio de entropía no equivale a desconfiar de la segunda ley de la termodinámica. Dentro de un sistema dado, ésta y las otras leyes de la termodinámica son aplicables a lo que se despliega en el tiempo. Son las leyes de los procesos del tiempo. Lo que sí puede ponerse en duda es su carácter definitivo. El proceso de incremento de la entropía finaliza con la muerte térmica. Comenzó con un estado de máxima energía que, en términos de la astrofísica se entiende como una explosión. La teoría requiere de un principio y un fin; ambos miran hacia lo que está más allá del tiempo. Finalmente, la teoría de la entropía trata al tiempo como si fuera un paréntesis, y no obstante, no tiene nada que decir. Ha eliminado cuanto podría decirse acerca de lo que antecede y sigue al paréntesis. En ello reside su ingenuidad. Múltiples explicaciones cosmológicas previamente ensayaron, como ahora lo hace la teoría de la entropía, un estado original ideal, al que siguió, para el hombre, una situación de continuo deterioro. La Edad de Oro, el Jardín del Edén, el Tiempo de los Dioses... todos ellos estaban muy lejos de la miseria del presente. El que la vida sea vista como una Caída es algo intrínseco a la facultad humana de la imaginación. Imaginar es concebir una altura desde la cual la Caída se vuelve posible.

Los Adanes y las Evas continuamente expulsados y con qué tenacidad regresan cada noche.


Antes, cuando ninguno de los dos contaba y no había meses ni nacimientos, ni música sus dedos no habían sido numerados.

Antes, cuando ninguno de los dos contaba ¿sentían acaso un escozor tras los ojos en la garganta una sed de algo distinto al perfume de las flores infinitas y el aliento de animales inmortales? En su sueño apacible ¿hurgaban acaso el brote de otro gusto mortal y sudoroso con la punta de la lengua?

¿Envidiaban el ansia de aquellos que habrían de venir tras la caída?

Vuelven todavía mujeres y hombres para vivir en la noche ese tiempo sin contar.

Y con la puntualidad del primer pelotón de fusilamiento amanecen expulsados.

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Si no envejeciéramos, si el tiempo y su paso no estuvieran integrados al código mismo de la vida, la reproducción sería innecesaria y la sexualidad no existiría. El que la sexualidad es un salto de la especie que sobrepasa a la muerte, siempre ha sido evidente. Es una de las verdades que antecede a la filosofía. El amor insiste en dar un salto comparable por encima de la muerte, pero, por definición, el suyo no puede ser un salto de la especie, porque el ser amado constituye la imagen más singular y diferenciada que la imaginación humana es capaz de producir. Cada cabello en tu cabeza. El impulso sexual de reproducirse y ocupar el futuro es un impulso contra la corriente del tiempo que fluye sin cesar hacia el pasado. La información genética que garantiza la reproducción actúa contra la disipación. Como un grano de maíz, el animal sexual es un conducto del pasado hacia el futuro. La escala de ese periodo, que abarca milenios, y la distancia cubierta por ese corto circuito temporal que es la fertilización, son tales que la sexualidad —incluso para hombres y mujeres— es algo impersonal. El mensaje eclipsa al mensajero. La fuerza impersonal de la sexualidad se opone al paso impersonal del tiempo y termina por ser su antítesis. Cada vida es creada, y está contenida, por el choque entre estas dos fuerzas opuestas. Hablar de ese “contener” es otro modo de definir la Existencia. Lo que resulta desconcertante y misterioso de la Existencia es que representa al mismo tiempo la quietud y el movimiento. La quietud de un equilibrio creado por el movimiento de dos impulsos opuestos. La fuerza de la sexualidad será por siempre algo incompleto, inacabado. O, mejor dicho, termina sólo para volver a empezar, como si fuera la primera vez. Por el contrario, el ideal del amor es contenerlo todo. “Ahora comprendo”, escribió Camus, “lo que llaman gloria: el derecho a amar sin límites.” Esta ausencia de límites no es algo pasivo, ya que la totalidad que


el amor exige de manera constante es justamente la que el tiempo parece fragmentar y esconder. El amor es la restauración en nuestro corazón de ese “contener” que es la Existencia.

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Durante los siglos XVIII y XIX la mayoría de las protestas más directas en contra de la injusticia social se hacían en prosa. Eran argumentos escritos con el convencimiento de que, llegado el momento, la gente entraría en razón, y de que, finalmente, la historia estaba del lado ésta. Hoy en día lo anterior no nos resulta tan evidente. El desenlace no está garantizado en modo alguno. Es improbable que el sufrimiento del presente y del pasado sea redimido por una era futura de felicidad universal. Y el mal es una realidad constante que no se pude erradicar. Todo esto significa que la decisión —el aceptar el sentido que hemos de darle a la vida— no puede postergarse. No podemos fiarnos del futuro. El momento de la verdad es ahora. Y cada vez más será la poesía, y no la prosa, la receptora de esta verdad. La prosa es mucho más crédula que la poesía. La poesía habla directamente a la herida inmediata. La bendición del lenguaje no es la ternura. Lo que contiene, lo contiene con exactitud y sin piedad, incluso las palabras de afecto. La palabra es imparcial: el uso lo es todo. La ventaja del lenguaje es que, potencialmente, está completo, tiene el potencial de contener la totalidad de la experiencia humana en palabras. Cuanto ha ocurrido y cuanto habrá de ocurrir. Incluso deja un espacio abierto para lo indecible. En este sentido, uno podría decir que el lenguaje es, en potencia, el único hogar humano, el único lugar de residencia que no puede ser hostil al hombre. Para la prosa, este hogar es un vasto territorio, un país que cruza siguiendo una red de vías, senderos, carreteras; para la poesía, este hogar se concentra en un sólo núcleo, una sola voz, y esta voz es simultáneamente un anuncio y su respuesta. Al lenguaje uno puede decirle lo que sea. Es por ello un oyente que nos resulta más cercano que cualquier silencio y cualquier dios. Sin embargo, esta apertura puede ser una señal de indiferencia. (La indiferencia del lenguaje es continuamente requerida y empleada en boletines oficiales, informes judiciales, comunicados, expedientes.) La poesía se dirige al


lenguaje de modo tal que reduce esta indiferencia e incita un interés. ¿Cómo incita interés la poesía? ¿Cuál es su tarea? No me refiero, con esto, al trabajo que entraña la escritura de un poema, sino a la labor realizada por el poema mismo. Todo poema auténtico contribuye al trabajo de la poesía. Y la tarea de esta labor incesante es reunir lo que la vida o la violencia han desgarrado. A menudo, el dolor físico puede ser aliviado o suspendido mediante una acción concreta. Todos los otros dolores humanos, sin embargo, son causados por una forma u otra de separación. Y aquí el alivio es menos directo. La poesía no puede reparar la pérdida, pero desafía al espacio que separa. Y lo hace con un continuo trabajo de reensamblaje de todo lo que ha sido desperdigado. Hace tres mil quinientos años, un poeta egipcio escribía:

Mi amada qué dulce bajar y bañarse en el estanque ante tus ojos y dejarte ver cómo mi ropa de lino empapada y la belleza de mi cuerpo se casan Ven, mírame.

El impulso de la poesía por emplear metáforas, por descubrir semejanzas, no tiene como fin hacer comparaciones (todas las comparaciones, como tales, son jerárquicas) o menoscabar la singularidad de un hecho. Lo que quiere es desnudar aquellas correspondencias, cuya suma total sería una prueba de la totalidad indivisible de la existencia. Es a esta totalidad que la poesía apela, y su llamada es lo opuesto de

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una invocación sentimental; el sentimentalismo implora siempre por una exención, por algo que sea divisible. Además de reensamblar por medio de la metáfora, la poesía reúne gracias a su alcance. Equipara el alcance de un sentimiento con la extensión del universo; pasado un punto, la clase de extremo implicado pierde importancia y sólo cuenta su grado. Es sólo por su grado que los extremos se unen. Ana Ajmátova:

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Como tú sufro la negra separación permanente. ¿Por qué lloras? Mejor dame la mano y prométeme volver en un sueño. Tú y yo somos un monte de dolor. En esta tierra tú y yo jamás nos encontraremos. Si pudieras tan sólo enviarme, a medianoche a través de las estrellas, tu recuerdo.

Decir aquí que lo subjetivo y lo objetivo se confunden sería volver a una visión empírica refutada por los alcances del sufrimiento en la actualidad. Por extraño que parezca, equivale a reivindicar un privilegio injustificado. La poesía hace que al lenguaje le preocupen las cosas porque vuelve todo íntimo. Esta intimidad es el resultado de la labor que el poema realiza, el resultado de congregar en la intimidad cada acto y nombre y hecho y perspectiva a los que el poema se refiere. A menudo no hay nada más sustancial que esta preocupación para enfrentar la crueldad y la indiferencia del mundo. La poeta Nazik al Mal’ika escribe:

¿De dónde nos viene el dolor? ¿De dónde viene?


Desde tiempo inmemorial ha sido el hermano de nuestras visiones Y el guía de nuestras rimas.

Romper el silencio de los hechos, hablar de la experiencia, por amarga o dolorosa que resulte, poner en palabras, es descubrir la esperanza de que esas palabras sean oídas, y de que una vez oídas, los hechos sean juzgados. Esta esperanza se encuentra en el origen de la oración, y la oración —como el trabajo— probablemente ya estaba ahí, en el origen del habla. De todos los usos del lenguaje, es la poesía la que conserva con mayor pureza el recuerdo de este origen. Todo poema que funciona como poema es original. Y original tiene dos significados: significa un retorno al origen, el primero, que engendró todo lo que habría de seguir; y significa aquello que nunca antes ha ocurrido. En la poesía, y sólo en la poesía, ambos sentidos están entrelazados de modo tal que dejan de ser contradictorios. No obstante, los poemas no son meras oraciones o plegarias. Incluso los poemas religiosos no están dirigidos exclusiva y únicamente a Dios. La poesía se dirige al lenguaje mismo. En un lamento, las palabras se duelen por la pérdida que sufre el lenguaje. De un modo comparable, pero más amplio, la poesía le habla al lenguaje. Poner en palabras es esperar que las palabras sean oídas y que los hechos que describen sean juzgados. Juzgados por Dios o por la historia. En todo caso, el juicio está lejos. Pero el lenguaje, que es inmediato y al que a veces erróneamente consideramos un simple medio, ofrece, de manera obstinada y misteriosa, su propio juicio cuando uno se dirige a él como poesía. Este juicio difiere del de cualquier código moral, pero promete, en su reconocimiento de lo que ha oído, una distinción entre el bien y el mal —como si el lenguaje mismo hubiera sido creado para conservar esa distinción.

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RECUERDO DE JLÉBNIKOV1

Nicolás Aséiev Traducción del ruso: Jaime Naifleisch y Andréi Kozinets

Con una gabardina que le colgaba de un hombro, largos ojos, largas piernas, de movimientos algo lentos pero siempre preciso en ellos, nunca torpe, este hombre efectivamente gobernaba el mundo. Lo dominaba en el sentido de que lo conocía en sus partículas más nimias hasta los fenómenos más importantes, lo conocía de cabo a rabo, desde los tiempos más antiguos hasta los acontecimientos más recientes… En el mundillo de los cálculos mezquinos y de montarse con prolijidad la vida personal de la mejor manera posible, Jlébnikov sorprendía con su tranquilo desinterés y la no participación en la vanidad de la gente. A lo menos que se parecía Jlébnikov es a un típico literato de aquellos tiempos: un sacerdote en la cumbre de la fama o un insignificante buscavidas de la bohemia literaria. De todos modos Jlébnikov no parecía ser un hombre de un oficio concreto. Semejaba más bien un ave pensativa de largas patas, con su hábito de quedarse inmóvil en un pie, con ojo atento, con sus repentinas huidas al espacio, hacia los tiempos futuros. Todos aquellos que lo rodeaban le tenían cariño, y lo miraban algo perplejos. Efectivamente, era difícil imaginarse a alguna otra persona que se cuidase tan poco a sí misma. Jlébnikov se olvidaba de la comida, del frío, del mínimo confort en forma de guantes o calzado adecuado a la nieve o los charcos, de la ganancia o de las diversiones. Y no porque no supiera hacerlo o careciera de deseos humanos, simplemente no tenía tiempo para esas cosas. Todo su tiempo estaba dedicado a la reflexión, los planes, las invenciones. Sus inteligentísimos ojos azules, las arrugas prematuras de su alta frente, estaban siempre concentrados en alguna cuestión interior en proceso de resolución. Y sólo a veces aquellos ojos se iluminaban con un delicado júbilo y entonces toda su cara adquiría una expresión de claridad y de amabilidad tales que el mundo se iluminaba en torno suyo. Jlébnikov era capaz de ser muy fino cuando se burlaba de la estupidez y de la vulgaridad. Sabía dar un consejo lúdico y práctico, pero nunca para sus propios asuntos. No se permitía ese lujo, vivía en una habitación vacía,

1 Este texto y el de Mayakovsky a continuación, fueron tomados del libro Poética de la pureza. Editorial Libros de la Vorágine. Madrid, 2013.

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donde unas maderas le hacían de lecho y para almohada se servía de una funda llena de manuscritos. No era un anacoreta, ni carecía de deseos, ni era insensible a las privaciones. Se ponía muy contento, por ejemplo, si un amigo le procuraba una prenda nueva, se trataba de que era más aguda en él la necesidad de entregar sus sentimientos y su inteligencia a la creación. En eso consiste, a mi modo de entender, la genialidad.

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VÍCTOR VLADIMIRÓVICH JLÉBNIKOV Vladimir Maiakovsky Traducción del ruso: Jaime Naifleisch y Andréi Kozinets

Su fama poética es incomparablemente menor que su importancia. De un centenar de sus lectores, unos cincuenta lo tenían por grafómano, otros cuarenta lo leían por placer y se sorprendían por el hecho de que no entendían nada de aquello, y sólo unos diez, poetas futuristas, filólogos de la Opoyaz, conocían y apreciaban a este Colón de nuevos continentes poéticos, actualmente poblados y cultivados por nosotros. Jlébnikov no es un poeta para consumidores, no se lo puede leer, Jlébnikov es un poeta para el productor, el creador, el poeta no tiene poemas, el cavado de sus obras publicadas es una ficción: la mayoría de las veces la apariencia de esta integridad es obra de sus amigos. Seleccionábamos de un montón de sus borradores lo que percibíamos como más valioso y lo llevábamos a la imprenta. A menudo el final de un croquis resultaba reunido con el comienzo de otro, lo que provocaba la alegre perplejidad de Jlébnikov. No se le podía dejar corregir, porque él arramblaba con todo, y ofrecía un texto completamente nuevo. Cuando era él quien traía algo para imprimir, solía decir: "si algo no está bien, cámbienlo"; recitando, a veces se interrumpía a media palabra y simplemente decía "etcétera". En este "etcétera" está todo Jlébnikov: él planteaba un problema poético, ofrecía el modo de su resolución, pero la aplicación del mismo con fines prácticos se la confiaba a otros. La biografía de Jlébnikov iguala a sus brillantes construcciones verbales. Su biografía es un ejemplo para los poetas y un reproche para los inescrupulosos mercaderes de la poética. Jlébnikov y la palabra. Para la así llamada «nueva poesía» (la nuestra) sobre todo para los simbolistas, la palabra es un material para escribir poemas, la expresión de sentimientos y pensamientos, un material cuya naturaleza, resistencia y maneras de trabajarlo habían sido ignoradas. Un material sólo inconscientemente entrevisto de cuando en cuando: la aliteración gratuita de las voces semejantes se presentaba como una unión interior, un parentesco indivisible; la forma ensanchada de la palabra era

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considerada eterna y se intentaba revestir con ella aquello que superaba la palabra misma. Mas para Jlébnikov, la palabra es una fuerza independiente que organiza el material de los sentimientos y de los pensamientos. De aquí esta profundización en las raíces, en la fuente de la palabra, en el tiempo en el que el nombre correspondía a la cosa (…) La palabra en su sentido actual es una palabra gratuita, acaso necesaria a un tipo de función social, pero el vocablo preciso debe poder matizar cualquier variante del pensamiento. Jlébnikov creó todo un sistema periódico de la palabra, tomando un nombre con formas poco desarrolladas, ignorada aún, y comparándolo con otros bien desarrollado, Jlébnikov afirmaba la necesidad y la inminencia de la aparición de nuevas palabras. Jlébnikov es un maestro de la poesía, ya he mencionado que no tiene "obras acabadas" (…) Hay que leerlo en aquellos fragmentos que mejor resuelven el problema poético, su extraordinaria maestría irrumpe desde cada una de sus obras. No sólo era capaz de escribir al punto unos versos por encargo (su cabeza pensaba todo el día en términos poéticos) sino de dar al poema las forma más excepcional. La labor filológica lo llevó a crear poemas que desarrollaran el tema lírico con una sola palabra. La vida de Jlébnikov. Nadie la define mejor que sus propias palabras:

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Hoy iré otra vez allí donde están la vida, el regateo el tumulto del mercado y llevaré conmigo un ejército de canciones para dar la batalla contra la marea.

Conozco a Jlébnikov desde hace doce años. A menudo venía a Moscú y, excepto los últimos días, nos veíamos diariamente. Me impresionaba su


labor. Su cuarto desamueblado siempre estaba repleto de cuadernos, hojas sueltas, pedazos de papel rellenados con su letra diminuta. Si la casualidad no le deparaba la publicación de un libro de poemas, o nadie sacaba del montón alguna hoja para editar, entonces el mismo llenaba una funda con manuscritos para usarla como almohada en sus viajes, perdiéndola después. El poeta viajaba con frecuencia, era imposible comprender las causas y los horarios de sus viajes. Hace tres años conseguí con mucha dificultad que se realizara una publicación de sus poemas y se le pagara por ella; en vísperas del día en que el autor tenía que cobrar lo encontré, maleta en mano, en la plaza de Teatralnaya.

– ¿A dónde va? – Al sur, es primavera.

Y se fue, sobre el techo de un vagón; viajó durante dos años, retrocedió y avanzó con nuestro ejército en Persia, enfermó de tifus una y otra vez. Regresó el invierno pasado en un vagón sanitario, entre los epilépticos, rendido y andrajoso, vestido con una bata de hospital. No trajo con él un solo verso. De sus poemas de aquél tiempo sólo conozco uno sobre el hambre, recogido en algún periódico de Crimea, y dos impresionantes libros manuscritos: Ladomir y Un arañazo en el cielo, que me había enviado. Ladomir fue entregado a Guiz, le editorial del estado, pero no se llegó a publicar: ¿el poeta hubiera podido romper un muro con la frente? Jlébnikov era una persona completamente desorganizada en todo lo concerniente a los asuntos prácticos, no fue responsable de uno sólo de sus versos. La falta de eficiencia puede ser un capricho, en el caso de un rico, pero en Jlébnikov que rara vez tenía su propio pantalón, y ni qué hablar de cartilla de racionamiento, el desinterés adoptaba el carácter de una verdadera devoción, era el martirio por la causa poética. Todos los que lo conocían lo amaban, pero con una amor de iguales, el amor por

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un poeta cultísimo y delicado; le hizo falta gente allegada que cuidara de él desinteresadamente. La enfermedad lo volvió inflexible, la desatención que le prodigaban lo volvió excesivamente susceptible, una frase brusca, aunque no tuviese la menor relación con él, resultaba exagerada hasta convertirse en una suerte de no reconocimiento de su poesía, en el desprecio por él como poeta. Para que se conserve la correcta perspectiva poética, considero mi deber escribir sin faltar punto ni coma, en mi nombre y sin duda el de mis compañeros poetas Aséiev, Burliuk, Kruchonij, Kamienski, Pasternak, que considerábamos y seguiremos considerando a Jlébnikov uno de nuestros maestros, campeador admirable y el más honesto de nuestra lucha poética. Después de su muerte aparecieron en distintas revistas y diarios artículos sobre él, llenos de piedad. Los leí con asco, ¿cuándo acabará la comedia de los cuidados póstumos?, ¿dónde estuvieron los que ahora escriben sobre él cuando, difamado por la crítica, andaba vivo por Rusia? Conozco a los vivos que tal vez no se igualan a Jlébnikov pero que aguardan el mismo final. ¡Dejen ya de celebrar centésimos aniversarios, basta ya de ediciones póstumas! ¡Artículos para los que están vivos! ¡Pan para los que están vivos! ¡Papel para los que están vivos! lnsamientos.ba revestir con ellan el tema ls por encargo ()el problema poeada asamiento. Jlios pensamientos.ba revestir con ella

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TRES POEMAS

Velemir Jlébnikov Traducción del ruso: Jorge Bustamante García

¡Me basta poco! Un mendrugo de pan una gota de leche y este cielo. ¡Y estas nubes!

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Noche llena de estrellas por qué razones misteriosas brillas de par en par, ¡oh libro! ¿Por la libertad o el yugo? ¿Qué suerte me deparará leer el amplio cielo a la medianoche?

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No sé si la tierra gira o no, depende, si la palabra cabe en el renglón. No sé si mis antepasados fueron o no simios, así como no sé si se me antoja lo dulce o lo ácido. Pero yo sé que quiero arder y quiero que el sol se una en un estremecimiento con la mano. Y quiero que el rayo de una estrella bese mis ojos, como se besan los hermosos ojos de los venados. Quiero que cundo yo palpite un temblor entero invada el universo. Y quiero creer que hay algo que permanecerá cuando el tiempo cambie, por ejemplo, la trenza de la mujer que amo. Quiero sacar del paréntesis del lugar común, que me da unidad, el sol, el cielo, el polvo perlado.

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DE A-LETEHIA RAMALAJE1 Ignacio Uranga

Hysteron

Tendida en la tierra, rodillas al cielo, como convexa contra el mundo, ve, lejano, detrás del rostro interpuesto, difuso el cuadro por las lágrimas propias, el rehilar indiferente de los astros en lo oscuro: en la unión de las extremidades inferiores se encuentra el hueco donde el macho pondrá por amor o por fuerza semillas de vida (de cada tres mujeres: una: no ya la ruinosa cifra del mundo: de cada tres mujeres: una: va a repetirse este patrón, según encuestas invariablemente: de cada tres mujeres será una violentada, basado el caso en el hecho sólo de su sexo femenino): tendida en sábanas, rodillas al cielo, como convexa contra el mundo, ve, difuso el cuadrado por las lágrimas propias, el rostro que la asiste detrás del mínimo cuerpo que ensangrentado se interpuso tras dejar, también los ojos inyectados en el agua, la noche oscura del vientre: entre aquello que no termina de morir y su sí mismo que no termina de nacer: una mínima vida asomada a la vida 34

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Libro publicado en Argentina por la editorial Ediciones en danza, 2010.


Campo de Mayo

“la figura humana”, dijo, “en la pared”, “en la del polvorín”, dijo, “la figura humana en la pared del polvorín dibujada a balazos”, dijo “dibujada a balazos”, “la figura humana”, dijo “dibujada a balazos”, “la silueta de un hombre” “en la pared del polvorín”, dijo, “y una rejilla abajo ¾hacia las cuencas cloacales¾” dijo, “una rejilla”, “50x50cm”, “hacia el sistema cloacal” dijo, “dibujada a balazos”, “la silueta de un hombre” “y una rejilla”, “de un hombre”, dijo: “sabés cuántos”

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Eneida IX, vs. 424-437

A cinco metros de mí, sin sueños ya, futuro ni esperanza, por testigo pongo estas estrellas, tendido sobre el asfalto, sangre sobre el pálido cuerpo, soñando ahora en su propio horizonte, el rostro en los hombros, como la flor que arrasada por el arado debilita muriendo, amapola de cuello a fuerza de lluvia cansado, que deja ya caer el pistilo: un niño. Entonces, verdaderamente aterrado (tu muero exterritus), fuera de sí, grita el padre sin ocultarse en la noche, no pudiendo soportar más ya tanto dolor:

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El lenguaje animal

Sin el mínimo esfuerzo por aplicar como Principio lingüístico la cooperación, bajo los fines de arribar con los naturales al tan necesario diálogo entre los hombres se da a la tarea, sí, la fuerza civilizadora de imponer la gramática de las armas, la sintaxis del rédito económico, sin reparos ante la lengua salvaje: estas noticias por la tarde, la Historia crítica en las manos de la plusvalía, hasta que dos en el árbol la lengua estallan de los pájaros: al graznido de uno, otro responde: doble el primero simple el segundo: eran cualquiera diría míseros chillidos de una tarde común: el disminuido, sin embargo, a la lógica de mercado en los intervalos podría advertir regularidades diversas de silencio, así como diferencias sustanciales en cada canto: “hembramacho”, podríamos concluir, pero: también con el oído puede la historia ser leída

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de rerum natura, libro III, vs. 1040-1086 Titus Lucretius Carus, 97 a.C – 55 a. C

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Dormido aun de ojos abiertos, gastado en sueño el tiempo –y viviendo, sin embargo– te es ya casi muerte la vida […]: nada detiene esta asfixia de contemplar fantasmas: padeciendo va –sin des-cubrir la causa– de interminable angustia ahogado sobre el oleaje de un total extravío el cor-azón desquiciado […]. Pudiera el hombre, así como evidencia que en lo íntimo la carga soporta, develar también las causas de que en el pecho se afirme una como enorme mole de mal: no pasaría así como en lo real deja verse la vida: sin saber cada quien qué desea para sí, una incontenible fuerza por cambiar de sitio lo arrastra, como si del peso pudiera despojarse. Hastiado de encierro súbitamente se aleja y regresa en busca de paz: precipitado corre como si ante lo inminente llevase auxilio a techos con fuego: pero tocado una vez el umbral […], en busca de olvido abandona el sueño a sus ojos, o bien mira desesperadamente de nuevo la ciudad. De este modo cada quien huye de sí mismo (hoc se quisque modo fugit), pero esta huida es imposible: a dis-gusto a cada uno a sí mismo está adherido y se odia […]: nadie retiene la causa del malestar. […] (quizá) conocer cómo


es la naturaleza de lo real […]: temblar sin interrupción ante la inminencia de tanta incertidumbre. Por qué siendo áspero nos captura una intensa necesidad de vida? Susurra la muerte una voz: el límite […]. Damos siempre, que dándonos, vueltas en el mismo sitio, y no brota por seguir viviendo ningún nuevo placer. La presencia ausente de lo amado pareciera estar por sobre toro, pero cuando nos ha acaecido deseamos con ardor otra cosa siempre y una insaciable sed de vida sostienen en el pecho el aletear. Pura incertidumbre lo que la suerte arrastre en el futuro lo que el acaso nos traiga y qué salida nos urja

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Carmen 4.7, Horacio

El avistaje de la tierra disuelta la nieve , el oleaje de los árboles: pasan ríos (flumina) por orillas que decrecen: no sueñas nunca el “para siem-pre”: agoniza y quiebra en modo sucesivo la realidad: no esperes nada: hay que saber que estaciones y años al día la hora quitan: cesa el frío, sigue a la primavera el veranos (aestas) que morirá también cuando las hojas arrase el otoño: luego: la intemperie: ninguna luna repara el vacío: polvo y sombre (umbra) al caer sólo somos: a quién le importa si dios a lo vivido añadiría un mañana: ni el amor ni las palabras preservan: ni el olvido (lethaea) la presencia de lo ausente

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Marzo a Daniel Freidemberg a Juan Gelman

I ruido en el arranque: polvo / del embrague sobre el béndix: afuera, reales, húmedos, bajo el intenso desde el cielo, caer del agua: rostros, y en el cauce sobre el vidrio, en el lento detenerse del caer, gotas y esos mismos rostros, espesos, en un pesado deshacerse, como quien da, como quien tiende, temblando, al morir. en el frío del agua arden, prometiendo el fuego, la memoria, a la postrera, a la que los llevare, no dejar, sino, como pétalos arrastrados, hacia el final del curso, polvo y agua sólo ser, más agua y polvo enamorados.

II afuera, bajo el intenso caer desde el cielo: agua y temblando en el aire, rostros sobre el frío, que dan ardiendo, el cauce, al polvo, cómo pétalos arrastrados, bajo lluvia, sin dejar a la postrera, a la que los llevare el fuego, la memoria

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III arrasados como pétalos, rostros que tiemblan en el intenso caer desde el cielo: al río tienden, dan: no polvo, sino agua enamorada

IV rostros arrasados como pétalos arden, en el frío, y tiemblan, en el intenso caer hacia el cauce: ¿en el cielo?, ¿en el río?, desde del cielo, en el aire hacia el río?: rostros? rostros: así en cielo como en el agua

V

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rostros y agua en el aire: cielo. ¿cielo: rostros y agua en aire? rostros y agua en el aire: cielo. ¿y río? rostros y agua en el en el aire sobre el agua del cauce. ¿rostros y agua en el aire sobre el cauce del agua: río? río: rostros y agua en el aire sobre el cauce. y rostros y agua en el aire: cielo


VI cielo en el agua y tiembla por rostros

VII así en el cielo como en el agua: rostros rostros no “como” sino pétalos arrasados en el aire hacia el cauce, ardiendo en el frío, temblando en el intenso caer, deshaciéndose, sin dejar a la postrera la memoria: fuego sobre agua enamorada

VIII ahora rostros, pétalos arrasados, cielo, intenso caer, río, temblor, fuego en el agua

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IX ros-tros- a-rra-sa-dos en el cielo-lo: péta-los a-rra-sa-dos en el ai-re: fuego tem-blan-do en el frí-o: ar-de el a-gua e-na-mo-ra-da


X se diría hubo rostros en el cielo. al parecer habrían sido arrasados como pétalos y dado en intensa caída, temblando, al cauce. se presume a la postrera el fuego, la memoria no dejaron. diversas fuentes señalan ardieron en el frío. Varios muestreos indicarían agua enamorada

XI se diría? al parecer? habrían? Se presume?: hubo rostros, pétalos arrasados, así en el cielo como en el agua, y dijeron, temblando, en intensa caída, al cauce, sin dejar a la postrera el fuego. En la memoria arden. el río / es de agua enamorada

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DOS POEMAS Minerva Reynosa BIG SUGAR

Como dedos cortados por machetes. Un caramelo. Heridas niñas gangrenosas desnutridas brillando lustres en el mercado [odiado de la caña. Es envoltorio. Es la catástrofe. La abuela madre diosa asco sordamente. Llega. Es mental nada interesante. Es cosa única un premio prieto de las plantas dulces de Barbados. Es la abuela pelo en rasta. Es la esclava negra adiposa y seminole. Glotis criolla sin comida sin informe que cae sin estómago al ano solar [que le sangra anticuado. Es Laertes. La abuela humilde habló patois. La abuela impenetrable habló francés. La abuela renegrida habló en lenguas todas las naciones en todas las [carencias del adobo rojo que representan al patriarca. Sobre él habló leche goteando de los senos. Habló mental y cascarrabias. 46

Rose Evangeline otra razón. Rose Evageline cambió de sexo en cuatro cortosiones de la luna [quiromántica. Epidémica novia terminal en una diáspora y en el paulatino decaimiento [de los dientes vomitó frutos de anacardo.


Es el coma zoologista del juglar leproso y diabético. Ama de casa nana madre de los hijos de la blanca madre ausente y del [blanco padre inteligente en los ingenios de la zafra. Cosa que busca y ha de preseguir. Yo soy la ex esclava de mis hijos que son mi sonido que ha de prescribir pedradas pierdas mientras adapto para el golpe letal al cuerpo en lenta rotación de la tierra.

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MUTTERRECHT

¿Qué es lo peor para? ¿Qué es lo peor para eso que ha nacido? Sea una vaca recia descuartizada su futuro. La perorata filantrópica o el asco innato. ¿Cuál es la peor respuesta cariada del vecino verdulero? La bebé muerta tiene en el ojo una moneda que simboliza ser negra que simboliza ser pobre. La bebé es del tamaño de un riñón y es un insulto. Y es un escarnio sin ofrenda quemado doblemente. Las escaleras hacia arriba llevan cargan un pequeño riñón el cuerpecito arrastrado en su aliento hacia la masa inconforme que sorda está cayendo siempre está cayendo que es su madre. La vaca recia filosófica de asco es indígena mujer y mexicana. La bebé no muere. Es caramelo melaza novela obesa esperando su grasa su alcohol su mala leche en la pobreza de niña indígena sobresaliente mexicana de clase baja. Un ojo es la moneda. Son las consignas esclavistas de una autóctona laborista venérea con calostro que es la madre. 48

La abuela le escupió una navaja sostenida para secundar la vaca joven que no vale porque nativa en habla criolla no talla lápidas ni jaulas. La abuela prestamista sudó en la escalera. La abuela rodó en punta de pezones azarosa en caldo vivo virtuosa con fracturas femorales de la infancia.


La abuela habló en lenguas desdichadas por la historia. Pidió perdón alimento consagracia. Pidió tiempo humanidad. Pidió modos de relación heterogénos. Un bosque cinco millas para correr lejos del campo de la zafra. Pidió siempre anulada patria sin rebaño sin moneda sin ninguna religión deformaciones anatómicas para la masculinidad. Pidió ginecocracia. ¿Por qué las mujeres son tan pobres las mujeres?

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EL ÚLTIMO DÍA DE SEPTIEMBRE Alejandro Badillo Uno

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“Los cuerpos estaban desperdigados por campos, calles y en los techos de algunas casas. El avión tuvo una falla en el motor principal y se desplomó desde 10,668 metros de altura. Quizás algunos pasajeros murieron de forma instantánea. Varios fueron encontrados en sus asientos. El evento ocurrió en instantes. Muchos cadáveres están fragmentados. Entre las plantas quedan algunos recuerdos: muñecos de peluche, agendas, pasaportes, zapatos”. R apagó el televisor. Era casi medianoche. Cerró los ojos. El ruido del reloj parecía un latido que se perdía en la habitación. Se internó en el sueño y pronto llegó a un campo de girasoles. A la distancia se podía ver una columna de humo negro. Olía a quemado, a gasolina. Caminó con dificultad entre las plantas. Sentía las piernas pesadas. Tenía la mente vacía. Avanzaba con una secreta convicción, como si el humo fuera algún tipo de respuesta, un elemento que completaba una lógica desconocida. Después de varios pasos tropezó con algo oculto entre la hierba. Bajó la mirada y encontró el cuerpo de una mujer rubia. Estaba desnuda y con los ojos cerrados. Miró sus piernas juntas, los pies llenos de tierra húmeda. No percibió ninguna herida. Parecía haber nacido de la tierra que oscurecía algunas partes de su cuerpo. La mujer abrió los ojos y sondeó el cielo que era recorrido por una nube solitaria. El movimiento, leve, hizo que sus piernas se separaran. El oscuro vello del pubis hacía contraste con la piel muy blanca. Pudo ver diminutas venas constelando sus senos. Tenía pecas alrededor de la nariz. Pensó en cada marca de su cuerpo como parte de la cartografía secreta de todas las mujeres. La mujer se levantó lentamente. Su cabeza ascendió entre los girasoles, como si fuera uno más de ellos, alimentada por el sol que caía a plenitud. Después se acercó a él y le bajó el cierre del pantalón. Ella se inclinó, sacó su miembro y comenzó a masturbarlo con la mano. Luego usó su boca para alimentar la erección. Él sintió un hueco que se abría paso desde las entrañas. Podía identificarlo en su estómago, en las costillas, en todo el


pecho. Las manos de ella estaban frías, pero la sensación de su tacto no era incómoda. El placer lo inmovilizó, sus piernas estaban rígidas y sus labios secos. Sin embargo, a pesar de la satisfacción corporal, se sentía frágil. Pensó que al eyacular tendría la certeza de que él era uno de los pasajeros del avión. Quizás estaba perdido entre otros altos girasoles o abandonado en un campo desierto, con el rostro mirando la tierra, asediado por las moscas, esperando un imprevisible rescate, un milagro. Trató de mirar más allá, hasta donde se adivinaba el perfil de una colina, y se preguntó por la soledad de un cuerpo muerto. La mujer ahora le lamía el vientre. “¿Qué dicen las cosas que rodean a un muerto?”, pensó él. “¿Cómo pueden permanecer impasibles, sin cambios, ajenas a todo?”. R llevó la mano a los cabellos rubios de la mujer y sintió su textura. Miró las clavículas afiladas, la línea de la espalda que terminaba en la curva de las nalgas. El placer aumentó y los pensamientos fueron a objetos inmediatos, desperdigados en su entorno: turbinas humeando, restos de plástico fundidos por el fuego, pedazos amorfos de metal. También había hierba quemada, huellas oscuras que podrían permanecer vivas por semanas, meses. La mujer había regresado a su miembro dispuesta a llegar hasta el final. R, en medio del sueño, quiso resistir, no descubrir si estaba entre los restos del avión, con los ojos abiertos, parpadeando lentamente, esperando un último latido. Quizás su realidad, disfrazada por el placer, estaba en su habitación. Tuvo miedo de su cuerpo abandonado en la cama, bocarriba, con los brazos extendidos, ocupando casi todo el colchón, como si estuviera aburrido y la única razón para respirar fueran las figuras imaginarias en el techo: nubes, formas femeninas, rostros afilados, edificios demasiado altos y deformes. La erección en la boca de la mujer era más grande y el flujo de su semen era el del tiempo, el de los segundos indistintos e irrevocables. Alguna vez leyó que en la habitación de un muerto los objetos son más grandes, un espejo es una superficie amenazante, un armario es un vigía lúgubre y solemne. Nadie quiere abrir la puerta de la habitación. Nadie quiere ser el primero en descubrir el cadáver, cerrar sus ojos, acomodar

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sus manos en el pecho. El líquido seminal comenzó a moverse. El límite del mundo comenzó a desvanecerse. A poca distancia se podían percibir las fisuras entre la vigilia y el sueño. Los girasoles se volatilizaban. A lo lejos seguía la densa columna de humo. Se mantenía casi vertical, compacta, como si formara parte de una fotografía que se resistía a desaparecer. La mujer retiró la boca de su miembro y la eyaculación surgió restaurando la conexión con la vida. R tuvo una última visión mientras se vaciaba, la de su cuerpo a pocos metros del avión, con las manos abiertas, llenas de tierra. Sus manos convertidas en raíces oscuras, en flujos de agua absorbidos por la hierba. La mujer rubia alcanzó a sonreír. Despertó. Dos

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“La ciudad de México es una de las más contaminadas del mundo. El Departamento del Distrito Federal regulará el uso de los automóviles prohibiendo su circulación un día a la semana”. Su padre abandona la lectura del periódico. El café hierve en una taza. A un lado, una servilleta y unas migajas. Su madre y su hermana desayunan. R se descubre de nuevo niño. ¿Qué año es? Abre los ojos. Reconoce la alfombra roja del departamento, las puertas blancas de las recámaras. El olor del café es penetrante. Los muebles parecen más grandes. Tiene la extraña certeza de que no puede alcanzar los pedales de un auto. La luz de la mañana se derrama en los mosaicos del piso. Hace un poco de frío. Es temprano. El reloj de la cocina marca las 7:13 de la mañana. Su padre anuncia que cambiará de trabajo y que tendrán que mudarse a una ciudad más pequeña. Su hermana le pregunta si ya no volverá a ver a sus amigas. R mira a su madre, aún joven, y trata de olvidar el futuro, el momento en que morirá devorada por el cáncer. Deja la mesa, camina por la pequeña sala y se asoma por la ventana. Percibe que algunas cosas se mantuvieron intactas en el recuerdo durante casi treinta años: el estacionamiento de


adoquines rosados, las líneas amarillas que dividen los cajones para los autos. Más allá está el jardín de una anciana y una avenida transitada. ¿Qué año es? Él viste el uniforme de la primaria. Es jueves y los jueves toca deportes así que viste unos pants y una chamarra blanca con franjas azules en los costados. En unos minutos su padre bajará con ellos al estacionamiento, abrirá la cajuela del auto, un Rambler color azul claro, y los llevará a la escuela. Descubre la fecha en un calendario: 19 de septiembre de 1985. Es cumpleaños de su madre y no sabe qué va a regalarle. El reloj ahora marca las 7:15 de la mañana. Escucha las voces de sus padres. Cuando quiere regresar a la cocina el edificio comienza a moverse. Todos se acercan a la ventana. Tiempo después se preguntará por qué no bajaron por las escaleras. Los cuatro miran por la ventana mientras las luces se encienden y apagan, como si tuvieran vida propia. El edificio cruje. Las fotografías familiares se balancean, algunas caen. Están en un tercer piso. No hay gente en el estacionamiento y no se escuchan pasos apresurados en la escalera. Como si la realidad que está viviendo en esos momentos se sujetara a las reglas del recuerdo. La ciudad se vuelve turbia, parece que el terremoto deja en libertad el polvo acumulado por los años. Los segundos se extienden, se hacen pesados. R sabe que el terremoto devastará media ciudad, sin embargo, cerca de su edificio, no habrá daños. Los siguientes días, sin luz en el departamento, escucharán las noticias en un viejo radio de pilas. Pasarán las noches mirando la ciudad a oscuras mientras los muertos siguen esperando entre los escombros. Mira con ansiedad el rostro de sus padres y el de su hermana. Se quedarán ahí hasta que termine todo. Meses después saldrán de la ciudad de México y continuarán con sus vidas. R quiere conservar ese momento para quedarse ahí, hacer las cosas que no pudo, madurar en esa ciudad y, quizás, cambiar las cosas, no enfrentar la muerte de su madre en el año 2013. Su madre devastada por el cáncer, como un edificio sostenido por sus escombros, perdiendo la vida en un hospital pequeño, de apenas tres pisos y repleto

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de habitaciones color amarillo. Pero no puede. El terremoto sigue su curso. Es muy largo. La vida de mucha gente acaba en esos momentos. Se siente indefenso. Es alguien mirando una vela votiva, cuyo fuego es asediado por una tenaz corriente de aire. Tres

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Después de mudarse empezaron los problemas. Su padre no pudo conseguir trabajo y, al cabo de un año, tuvo que regresar a la ciudad de México para retomar a sus antiguos clientes. Volvía los fines de semana para platicar con ellos, dejar el gasto y conocer las novedades escolares de R y de su hermana. Muchas veces se preguntó por la relación que habían tenido sus padres antes de que él y su hermana nacieran. ¿De qué platicaban en las noches? ¿Qué aficiones compartían? ¿De qué tenían miedo? Una vez su madre le había contado los intentos por concebir en los primeros meses del matrimonio. Sin embargo no hubo suerte. Ella nunca se extendía demasiado en esos temas. Tomó un tratamiento hormonal, quizás uno de los primeros que se podían recetar en aquellos años. Al poco tiempo nació R. Fue un bebé prematuro y tuvo que pasar algunos días en una incubadora. Su madre siempre se conmovía cuando relataba las visitas que hacía a la sala del hospital en donde lo cuidaban. Lo veía tan frágil que pensaba que no iba a sobrevivir. Pero R pronto ganó peso y salió del hospital para llevar una vida normal. Después de tres años nació su hermana. ¿Qué tanto influyeron sus vidas en la progresiva separación de sus padres? Quizás fue algo imperceptible, interacciones cotidianas que se fueron perdiendo, como las conexiones de un mecanismo que se deteriora lenta e irrevocablemente. Ellos no eran conscientes de esa erosión alimentada por la rutina. Quizás por eso la ruptura de la familia, con su padre en otro lugar cinco días a la semana, no provocó decisiones fuertes como regresar a vivir a la ciudad de México. Se acostumbraron


demasiado pronto a estar solos y a depender, en todo momento, de las elecciones de la madre. Sin embargo, para ella la carga extra fue demasiada. Se volvió aprehensiva y trataba de controlar cada aspecto de la administración del hogar. Pronto la conversación entre los dos, en aquellos muy cortos fines de semana, dejó de explorar los sentimientos y se concentró en las necesidades diarias: el dinero que a veces no alcanzaba o el auto que se había descompuesto. Su madre aprendió a prescindir de su marido, de su voz en las mañanas, de su cuerpo en la cama. Con el transcurso de los años, se fue habituando a la figura ausente, a la voz que le hablaba por teléfono en las noches para saber qué había pasado, si R o su hermana habían dormido temprano o si se habían enfermado. En las semanas de septiembre, antes de su muerte, R atestiguó una frágil reconciliación. Su padre se excusó con sus clientes y hacía viajes especiales entresemana para llevarla al Seguro Social, comprarle medicinas, pedir por teléfono la comida. Quizás, en esos momentos, pudieron recuperar un fragmento de los primeros años, cuando eran una pareja de jóvenes casados y había esperanzas y planes. Ese fragmento, recuperado a medias, dirigido a una conclusión dolorosa, sirvió para alcanzar tranquilidad, un punto fijo al cual asirse mientras se acercaba la muerte. A veces permanecía sentado en el sillón mientras ella estaba acostada. Parecían dos figuras de un cuadro lúgubre cuya cercanía anunciaba una probable esperanza. Las peleas de años atrás se convirtieron en un silencio que moldeó una tregua hecha de pocas palabras. Él la ayudaba a levantarse, tendía la cama, inclinaba el sillón para que no estuviera incómoda. Después bajaba a la sala y se preparaba una comida frugal. El jardín ya tenía el pasto crecido. Algunos bonsáis tenían la tierra seca. R miraba las buganvilias, rosas, hortensias y recordó que, desde aquel primer anuncio de la enfermedad, cuando ella llegó a casa y dijo derrotada, con la voz temblorosa y sorbiéndose las lágrimas, que el diagnóstico era cáncer, pensó en el jardín y en que algún día iba a quedar abandonado.

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Cuatro

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“Tiene que llenar estos formatos para completar el acta de defunción de su madre. Aquí va la fecha de nacimiento. En este otro lugar la dirección. También necesitamos una identificación para cotejar otros datos. Lo esperamos para finalizar el trámite y pueda llevársela”. Miro la hoja y los casilleros casi infinitos. Trato de pensar que estoy en otro lugar. Sin embargo, hace unos momentos, en una habitación de paredes amarillas, muy cerca de aquí, apenas unos metros, moriste. Casi no recuerdo la llegada de la ambulancia y la prisa de los paramédicos por acabar el servicio y regresar a su base. Te cobijaron con una manta plateada para que conservaras el calor. Aún vivías. Eran tus últimas respiraciones. Cada latido costaba más trabajo. Te bajaron en una camilla y en el proceso una de tus pantuflas acabó en el asfalto mojado. La recogí mientras enfilaban a la recepción del hospital y después al elevador. Es septiembre. Unos días después de tu cumpleaños. No supe qué regalarte cuando te visité en tu casa y, mientras te escuchaba hablar del frío que sentías en las madrugadas, miraba tus piernas demasiado delgadas, las rodillas huesudas y sobresalientes, signos de la devastación que dejaba la enfermedad y que marcaban una condena en tu rostro, profundizaban el gesto de dolor que aparecía cuando te acostabas. Pero eso no importa o importará tiempo después, cuando se cumpla el primer aniversario y empiecen a cobrar relevancia los detalles: tu mirada perdida que busca una referencia antes de entrar en el elevador rodeada por gente extraña; tu desesperación por no poder articular una palabra, quizás mi nombre, el de mi padre o el de mi hermana. ¿Qué te puedo dedicar en estos segundos? No puedo decir nada, ya no importa. No sé en dónde estás. No sé si sigas ocupando tu memoria, si aún eres tú misma. Tu cuerpo está en la habitación amarilla, solo, aún tibio, como si estuviera bajo el influjo de un sueño profundo. Y no me atrevo a acercarme porque me da miedo tu expresión vacía, tu quijada ya sin fuerzas, exhausta por tratar de pronunciar una última palabra que pueda


resumir los años que pasamos juntos. Pero la muerte te rodea de silencio. Por eso, a pesar de que la enfermera me da indicaciones para llenar tu acta de defunción, apenas la escucho. Hay un dolor sordo que me mantiene inmóvil. No recuerdo las fechas que me piden, tampoco la dirección de tu casa y apenas puedo copiar el número de tu tarjeta de identificación. Quiero que alguien venga a ayudarme pero los demás están ocupados. Hay un infierno en cada baldosa del piso, en cada gota de lluvia que resbala por las ventanas de la habitación en la que estás y que abandonaremos en unas horas para ir a un velatorio. Al fin alguien me ayuda y me dirijo al pasillo, hago guardia en tu puerta como inútil vigía. Me siento en el piso y junto mis manos. Parezco alguien que pide limosna a los pasillos vacíos, a las lámparas cuya luz sucia despierta mosquitos. Hace unos meses vi cómo una mancha, una opacidad, iba creciendo en tu pulmón derecho. Las radiografías eran coqueteos con la muerte, testamentos apresurados y confusos. La palabra cáncer aparecía en los diagnósticos como un susurro insistente. Varias dosis de quimioterapia combatieron en tu cuerpo pero la enfermedad se filtró, célula por célula, en tus venas. La maldad se multiplicó en una marea que comenzó a erosionarte. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo medir con precisión el tiempo que te quedaba? Todo permanecía oculto bajo tu piel aunque cada día que pasaba era más evidente tu derrota. Entonces supiste, de alguna forma, que el tiempo se te acababa. No sé cuántas noches pensaste en tu pasado, si tuviste esperanza, si creíste que todo era un sueño y que te levantarías sana, sin mácula. Ahora estoy en este hospital, sin saber qué hacer, deseando que siga lloviendo o que deje de llover, que pase septiembre y que al salir del hospital me encuentre en un escenario futuro. Pero es septiembre, siempre es septiembre… Cinco Llegar a la ciudad nueva fue un evento extraño. Las calles eran más angostas y las avenidas eran menos transitadas. El colegio fue un escenario

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peligroso. Apenas recuerdo a mis primeros amigos. Sin embargo, creo que me adapté. Al avanzar en los grados escolares me sentí desplazado, pero no por algún tipo de discriminación o sarcasmo evidente. Sólo me gustaba recluirme, evitar las fiestas y las reuniones. En aquel entonces empecé a leer. Eran libros de todo tipo, de portadas brillantes e imágenes de extraterrestres o monstruos. También había aventuras medievales, duelos entre diestros espadachines, leyendas que no enseñaban en la escuela. Me tumbaba bocabajo en la cama y leía en las tardes, después de comer. Con el tiempo me dio por escribir aunque, desde aquel entonces, no pude hilar ninguna historia completa, sólo escenas que parecían inconexas. Me gustaba la sensación de no pertenecer por completo a un grupo escolar, de conservar una especie de independencia, de rebeldía secreta y silenciosa. A los demás parecía no incomodarles y pocas veces se acercaban a mí, como si estuviera hecho de aire, como si mis acciones fueran prescindibles para ellos. Crecí y, con alguna reticencia de mi madre, empecé a recorrer la ciudad por mi cuenta. Exploré algunas rutas del transporte público. Cuando me preguntaban la razón de mi mudanza les contaba del terremoto. Sin embargo, en el fondo, sabía que había algo más. Y entonces imaginaba aquellos días de septiembre y la imagen de mi familia en la ventana, mirando el estacionamiento, algunos árboles moviéndose mientras varios objetos caían de los estantes. Trataba de recordar más eventos, escenas de años anteriores o posteriores. Sin embargo, las referencias eran turbias. Aquel 19 de septiembre de 1985 se había afianzado en mi mente, había extendido sus límites hasta devorar los hechos de otros días. Por eso, cuando recorría las calles de la nueva ciudad pensaba en el azar de las decisiones. Pensaba en alguien como yo, un doble mío, con mi rostro, mi ropa, alguna manía como observar a la gente por la ventana, viviendo en la ciudad de México, subiéndose al metro, comiendo en algún restaurante barato de una de tantas colonias hirvientes de tráfico y de gente. Este hombre no habría sufrido los estragos de la timidez y, estoy seguro, habría seguido un camino opuesto al mío. Cada decisión mía era sustituida, casi


al instante, a muchos kilómetros de distancia. Tenía la fantasía de encontrar a ese alguien cuando viajaba a la ciudad de México. Sería difícil pues, con el tiempo, buscaríamos lugares distintos para tomar un café o pasar la tarde. Tal vez sería casado, con hijos y un trabajo estable. Acabaría sus jornadas sin dudas, satisfecho. No sabría su origen. No tendría sospechas de su relación conmigo, de su génesis a partir de una decisión, un cambio, un gesto distinto en el paisaje, una serie de hechos conectados entre sí, una reacción en cadena iniciada desde hacía mucho tiempo. Ese yo desprendido, cuyo origen más visible era una mudanza que, en su caso, no se había llevado a cabo, se reafirmaba hora tras hora hasta ser más real que yo. Por eso la necesidad de fabricarlo, potenciarlo desde mi imaginación para conocerlo mejor. Me gustaba imaginar que un buen día, en algún viaje a la ciudad de México, lo reconocería en alguna calle, en un pasillo de un centro comercial o en la fila de alguna tienda. Lo más probable es que me quedaría observándolo desde lejos porque sabría, intuitivamente, que sería detestable para mí. Al principio pensé que el odio aparecería casi al instante porque ese yo, ese doble, habría podido superar todas las pruebas en las que yo había fracasado. También pensé que mis pequeñas victorias, aquellos momentos en que me había sentido satisfecho, eran situaciones que pasaban desapercibidas para él: la compra de un refresco, la espera en el auto mientras el semáforo cambia a verde, el locutor de una estación de radio anunciando las tres de la tarde. Seis Llegaron a casa después de la cremación. R sabía que en ese momento empezaría a suceder la muerte de su madre. La muerte, hasta ese entonces sujeta a una imagen, a un instante preciso, ejercía su peso en el sillón, en los cojines que ella acomodaba escrupulosamente, en la alfombra devastada que tantas veces había intentado cambiar. Los tres se sentaron, exhaustos, como salidos de una feroz batalla de la cual apenas eran

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conscientes. R llegó a la cocina y miró el jardín. ¿Quién lo cuidaría ahora? En el segundo piso estaba la recámara de su madre, tal y como la había dejado la noche anterior, cuando comenzó a sentirse mal del estómago y vomitó la cena. R, en ese momento, estaba en el departamento, mirando la televisión, ignorante de todo, inocente de esa muerte que aún no se abatía. Era domingo y era septiembre. La había visto en la tarde. En ese último encuentro ella, antes de despedirse, se sentó con dificultad en la cama. Después se acomodó el camisón sobre las rodillas huesudas y pálidas. Se acercó a él y lo tomó de la mano. Estuvieron en silencio por unos segundos. Luego ella dijo, en voz baja, como si le contara un secreto, que quería salir, sentir el calor del sol en su piel; estaba harta de la habitación, de pasar del sillón a la cama, de la cama al sillón, del sillón al baño. Estaba harta de esos recorridos mínimos que acentuaban su condición de presa, su vulnerabilidad. Pero no tenía fuerzas para contrarrestar el feroz embate del cáncer. El vientre se le había abultado y esa transformación de su cuerpo la había debilitado aunque aún podía caminar unos pasos. R presentía el final pero posponía la idea para no enfrentarla. Ella, a pesar de su alejamiento de la religión, creía en dios; el dios de las redenciones innecesarias, el dios que le mostraba en esas últimas semanas los errores de su vida y, así, la preparaba para una despedida en calma, lejos de aquellos años de lucha y de rabia. Sin embargo, esa redención tenía algo de juicio, de castigo por un fracaso gestado durante largos años. Los tres se quedaron un rato en la sala, sin saber si comer o emprender alguna acción irrelevante que los regresara paulatinamente a sus actividades cotidianas. R guardaba en su celular los mensajes que le mandaba su madre. Al final ella ya no tenía fuerzas o lucidez para contestarle y le dejaba saludos con su hermana. “Estoy bien”, “Duerme”, “Te quiero mucho”. R caminó por la cocina y miró las notas de su madre distribuidas estratégicamente en papel adhesivo de color amarillo. Algunas estaban en el refrigerador; otras en un calendario a un lado de la puerta que daba al jardín y en las entradas de las recámaras. Las notas incluían números telefónicos de doctores, frases que se dirigía


a ella misma y en las que se decía que iba a estar bien, que era más fuerte cada día, que iba a superarlo. También, en el calendario, había un cuidadoso registro de las medicinas y de los tratamientos alternativos que decidió seguir cuando ya no quiso ir a las sesiones de quimioterapia. Las potentes medicinas la habían devastado: su rostro lucía carcomido y algunas veces fueron necesarias transfusiones de sangre para recuperar el conteo de glóbulos blancos. Después de una sesión su interior era un campo erosionado, una superficie sin vida indefensa ante cualquier enfermedad. Su existencia era un castillo de naipes, una estructura de aire, el sueño de alguien que está a punto de despertar. Entonces, no volvió al hospital. La próxima cita llegó y ella se mantuvo en el sillón, mirando la ventana, con la secreta convicción de que su cuerpo se iba a defender por cuenta propia o iba sucumbir con dignidad. Ya no más esas filas interminables para recibir el tratamiento. Ya no más la agobiante espera del taxi mientras sentía que sus huesos se resquebrajaban y el aliento se le iba. R se despidió de su padre y su hermana. Emprendió el regreso a casa. Atrás quedaba su adolescencia, muchos años de juventud y, en una de las habitaciones, una cajita con una cruz, llena de cenizas. Siete “¿El cáncer es una deuda que muchos tienen que pagar? ¿Qué pensamiento provoca una alteración en las células? ¿Es una enseñanza? ¿Una selección aleatoria para recordarnos que somos débiles, que nuestro cuerpo puede devorarse a sí mismo?”. R no pudo seguir escribiendo. Miró el calendario en la pared: 15 de septiembre. En las plazas había gritos. En un par de horas habría cohetes y fuegos artificiales. Se sintió un poco enfermo. Había cosas que revisar en su computadora. Sin embargo, decidió postergar la labor. Fue al refrigerador por una cerveza. Pensó en el gato que aún no tenía nombre. En las madrugadas podía escucharlo. A veces sobre las macetas, otras sobre las hojas que se desprendían de los árboles de la acera y que cubrían

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algunas zonas del piso. Siguió entrampado en sus pensamientos. ¿Qué haría si en futuro le detectaban cáncer? ¿Qué deuda tendría que pagar? ¿Valdría la pena sufrir hasta el final? Bebió un trago. Pensó en su madre. Pronto se cumpliría un año de su muerte. Trató de recordar una imagen lo suficientemente clara de ella. Septiembre parecía recomenzar en esa semana, volver al primer día. Recordó a su madre pintando cerámica. Fue un corto periodo en el que se hizo de una caja de pinturas, pinceles y figuras horneadas, de color blanco, que ella decoraba con paciencia y minuciosidad. También pintaba tazas, tarros y adornos que le llamaban la atención. R trató de identificar si en aquella época le habían detectado cáncer por primera vez o si aún faltaban años para el anuncio. Él recordaba una noche en el estudio de la casa. La luz amarilla de una lámpara. A un lado, el librero. La memoria era imprecisa para recordar las palabras de su madre en aquella reunión después de su visita al laboratorio. Sin embargo estaba seguro de que ella se había conservado ecuánime a pesar del temblor incipiente en sus ojos y el brillo intenso en sus pupilas que evidenciaba una lucha por no entregarse a las lágrimas. El nombre de la enfermedad salió de su boca y, en ese momento, él corrió a su cuarto para mirar la ventana que daba a la calle. Después, sin poder contenerse, pateó una pila de ropa y la puerta de un armario. Semanas más tarde conservó la serenidad durante los tratamientos, cuando ella despertaba en las madrugadas por un vómito inminente y había que acudir para ayudarla y acercarle una cubeta. Después de un año el cáncer cedió y hubo un paréntesis, una tregua disfrazada de amenaza que servía para recuperar fuerzas y buscar la normalidad. Quizás pintar cerámica la ayudaba a concentrar la mente y no someterla a eventos del pasado. La selección de colores y el cuidado que ponía en cada pieza le permitían olvidar la enfermedad, sentirse nueva, lejos de la historia de su familia, de sus padres siempre lejanos, disponible en un ahora que a veces era tan frágil como un pedazo de madera llevado por la corriente de un río. R lloró mientras la veía agonizar en el cuarto del hospital y, mientras los paramédicos la trataban


de reanimar, volvió a dar varias patadas, esta vez, a una mesa alta con ruedas que servía para dejar los expedientes médicos. Antes de ese día no había derramado una lágrima y no sabía si debía sentirse culpable por ello. Algunas figuras de cerámica se vendieron rápidamente. El cuidado que ponía su madre en la decoración, en los detalles, las hacía atractivas para sus amigas que se las compraban sin regateos. Un día dejó de pintar. Las pinturas se quedaron en la caja. No supo si había dejado alguna guardada porque después de su muerte decidió no investigar en sus pertenencias, no avivar recuerdos. Ocho Una vez soñé que tenía cáncer. Soñé que me sentía cansado. En el sueño subía las escaleras hasta la azotea del edificio. Miraba la ciudad, los anuncios, las construcciones más altas y los semáforos. Después, estaba en mi departamento. Había una sensación pesada en mis piernas. Había algo oscuro que se movía en silencio por todo mi cuerpo. Era algo que, en un inicio, identifiqué con somnolencia. Creo que bostecé. Después recuerdo haber caminado hasta la cocina. Mis pasos eran sombras. Mi respiración era un latido perezoso. Entonces, casi al instante, sin otra señal o alguna advertencia, supe que estaba enfermo de cáncer. Avancé más rápido por el departamento; cada habitación, el pasillo central, el recibidor, se extendían hasta semejar las arenas sin forma de un gran desierto. Avancé más lento. El cáncer era, así me pareció, un animal que me había herido y ahora estaba por darme alcance. Me sueño repetir para mí mismo, como un último consuelo: “También yo, también yo”. Mis palabras se impregnaban de un aceite oscuro, una sustancia que alentaba mis movimientos, me volvía más vulnerable a la enfermedad. Y mi voz repetía las mismas palabras. Yo, estoy seguro, quería decir otras cosas, llamar a mi madre, pedir auxilio, decir que no estaba de acuerdo pero, a pesar de mis esfuerzos, sólo podía repetir: “también yo, también yo, era algo que

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iba a suceder”. Me detuve y me senté en un sillón. Había un pájaro atorado en mi garganta. Había una risa adentrándose en la noche. Y el pájaro, vuelto tigre, vuelto navaja que recorre los nervios de un trueno, iba por mis venas sembrando caminos de luz, incendios que se extendían entre mis músculos y en los huesos. El cáncer estaba en mí y su voz susurraba ancianos en su última hora, hundidos en la luz blanca de los hospitales, una luz que era como un disparo, como las pupilas detenidas de un animal muerto. Eran escamas de luz las que estaban en el sueño. Y el cáncer susurraba zapatos vacíos, un hombre refugiado en un túnel y que intenta prender un fósforo entre temblores. Lo último que recuerdo es la luz de la luna rompiendo el equilibrio de un par de nubes y asomándose en la noche como un cráneo vacío.

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ESTE PASAR DE COSAS1 Angélica Panes

Estarse amansando bajo la sombra azul

de un jacaranda descubierto un día y darse cuenta que no se está tan mal bajo el árbol como por descuido puesto allí entre las heladas el agobio, las buganvilias quemadas por el frío de repente una sombra azul perfecta al contraste de un cielo plomizo, primavera.

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1 Estos poemas se seleccionaron del libro con el mismo título, publicado por la editorial chilena Edicola, en 2015.


Solíamos empeñar para vivir al día

comer en restaurantes baratos, dormir la siesta en moteles viejos, ajados, el olor gamuza que se nos impregnaba, casi

colchas, el encierro hacia la tarde que devenía mi sol rojo, a la caída de un tiempo que ni mejor ni peor, puro magullón amoratando las escenas

en medio de la ciudad, miopía, caminar a la madrugada con la Fran y contarle estas cosas: conversaciones a la W. Allen

el gesto de fumar, el gesto de estarse riendo a carcajadas.

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Borrascosa

Quedarse ausente, febril. Redención. Buscarla en las lecturas, como quien se interna en un prado verdoso y campestre para perderse días horas las noches. Quedarse silente, inmóvil. Pensar en las cosas que parecieran ir desgajándose en su importancia

mientras plantas y animales van invadiendo.

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Pánico en el parque

Seguir la ronda al fragor de las horas con sol y viento como día de playa tomando una sopa caliente para recuperar la sangre y la esperanza de recuperar una noche acabándose en la lectura de Morel, la invención de una inmediatez ejecutando pequeños hurtos para sobrevivir un poco, recomponer un poco.

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El viaje como tisana

Sentada a los pies de la cama tempranísimo sus historias mañanera entrecortadas por mis últimas somnolencias, preparar: leche para ella, café para mí, tostadas para ambas; lecturas posteriores juegos de media mañana; orden de la casa, del cuerpo silencio tipo doce del día del living al comedor a la pieza; almuerzo, sobremesa toda la tarde en su extensión hasta las últimas conversaciones

así los días, las horas, podríamos: intuiciones

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algo que no tenga nada que ver con la idea del viaje como turismo estival, turismo aspiracional o compensación de infancia pobre


(yendo a Cartagena por el día no más en un bus repleto de vecinos: la organización de un club social) nada que tenga que ver con esas ideas; mejor puros viajes clase B: bajo presupuesto, sin fotos, sin souvenirs como si fuera una tisana una larga cura de sueño con calor, con hambre, con tierra por todo el lugar un blanco silencio de los días por venir, una marca de sol atenuándose con el paso de las estaciones.

El vaho de una tisana recién preparada, reconocer Los sabores y los caminos mezclados, esa propiedad:

no chocar con los muebles al contraluz.

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WINTU

Lorena Huitrón

Al abrir un bestiario, encontré al delfín y decía: Los delfines son conocidos por seguir la voz de los hombres y por agruparse al escuchar el sonido de la música. Ningún otro pez se le compara en velocidad ni en disfrutar tanto la navegación o las olas. Usualmente siguen a las embarcaciones que alcanzan y rebasan. Si un hombre lo ha comido, cuando muere se reconoce el acto por el olor que despide. Si no lo ha comido, los delfines arrojan su cuerpo a la orilla, pero si lo han hecho lo devoran.

Nos devoramos mutuamente, por el insomnio, por la impotencia. El cuerpo está en cautiverio durante cuarenta semanas o menos. Arena de Tebas o piedra de Naxos, la piel es tallada hacia adentro por un organismo que engullirá hasta donde pueda pulmones, estómago, matriz. Comienza la pugna de saber quién será el más fuerte, si la madre o el hijo. El malestar constante de no saber de pronto qué es el hambre, qué es el asco o qué es la pausa entre ambos es el principio en que la madre hace pedacitos la definición que tenía años atrás de sí misma, de cuando bailaba, bebía y se entregaba a la mansedumbre de los domingos de sol, sueño y resaca. El cuerpo es agresión cíclica, perpetua, la vulnerabilidad que quiere una armadura. ¿Es posible construirla? Una mujer que acaba de tener un hijo comenzará un viaje en el que el día y la noche la mirarán con absoluta quietud (porque no son partidarios ni de los desvanecimientos de la cólera o la impotencia humana) mientras su mundo anterior se estampa contra un poste y se hace añicos. Ya no es ella sino otro que le exige comer cada hora y la obliga a no dormir. Se perderá en otras que tendrán el mismo peso, altura, nombre, voz y exceso de carne laxa porque lo atenderá a él y sólo a él y después lavará platos, barrerá, buscará cocer las lentejas, se bañará contra reloj, dejará los tacones y al rímel le saldrá polvo. Le saldrá polvo a su lenguaje porque a partir de ese momento nadie va a entenderla. Till the weeping mouth surrenders and laughs, escribió Yehuda Amichai.

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¿Y tus palabras, mujer, cómo te defiendes? Hay un rastro numérico, recetas del pediatra, vacunas, semanas para ir al centro de salud, pañales usados al día, minutos en que el hijo puede dormir o despertar, ropa sucia, juguetes. Te conviertes en cuenta progresiva de diversos materiales. El hijo te siente hecho de poliestireno expandido.

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Las partículas de aire requieren apenas de un esfuerzo minúsculo para encontrarse y colapsar. El oído, como cualquier criatura, siempre está alerta a la música del viento, de la lluvia, de su presa, del instante en que sabrán si les llegó la muerte en la persecución de un depredador como el gran kudú o kudú mayor, que es un antílope con un oído prodigioso que distingue el paso de las sombras. El oído está asociado a la alteración del ánimo por el instinto de supervivencia, pero no todos los sonidos son repentinos ni provocan temor. Según Edmund Carpenter y Marshall McLuhan la audición tiene la capacidad de extraer nuestras emociones. Las madres reunimos y ordenamos los sonidos como cajas entomológicas: la respiración del bebé, sus movimientos mientras duerme en la cuna, cuando gatea o comienza a caminar. Clasificamos el llanto en categorías de dolor, de enfermedad, de rabieta o de miedo. Nuestra cabeza es una habitación vacía donde un perro habita y juega con esas cajas como pelotas de 180 decibeles. Qué lejano resulta el silencio, te lo cuentas como la historia de una cucaracha que atraviesa una casa y logra esconderse de sus moradores. Sientes temor porque no puedes dejar de preguntarte si existe en verdad y lo deseas. Qué lejos estás de escuchar otra cosa. Los autos, la salamanquesa que está escondida en uno de los libreros y nunca das con ella, la bomba de agua, tu propio caminar en el pasillo cuando vas por una taza de café, todo eso pasa como el insecto. Tu cuerpo se concentra en la siesta de tu hijo, en su labor ingenua cuando despierta y pide tu atención. Sin embargo, si ríe, si te besa, de pronto la clave biaural transforma a la cucaracha en tigre de bengala, la historia cambia, ya no añoras el silencio y olvidas tus extremidades torcidas por esas horas irrecuperables de sueño o de calma. Eres un mapa infinito de música.

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Wintu (deer don’t want to die for me)

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Madre, en el wintu no hay plural, ni singular. El mundo existe aparte de los hombres. No la afirma, la deja intacta a los sentidos. Mueles tu realidad, como la cal con el agua, la estrujas, te preguntas “por qué a mí”. Te afligen los no toques, no hagas, no grites, no patees, no destruyas, no, no toques, no hice caso, al wintu no le inquieta lo deshecho, las palabras mal formadas. Es la naturaleza quien decide el curso de las cosas. Nada es suyo. Si un cazador pierde la suerte, no dice “soy incapaz de matar venados”, dice “el venado no quiere, no muere para mí”. Como tú, como ese cazador al que le falta suerte, miro al animal que escapa ileso del disparo.


¿Y si sólo nos prestamos ese rifle, esa lanza esperando la destreza y la suerte, si la frustración es el animal que ha decidido morir?

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Nombrar caballo de mar y no hipocampo, colocar esa pieza de madera a fuerza y con ayuda, aplaudir por conseguirlo. Hipocampo no es palabra sencilla de aprender, ni de asir como su cola en espiral, se registra mi repetición de la palabra, más para mí que para ella. Llamo a otros animales marinos del rompecabezas, tiburón, cangrejo, ballena, pulpo, mi hija toca las figuras, se apoya en el tacto “para conocer la dimensión espacial del universo”, y al hipocampo lo prefiere caballo de mar, elige su sonido favorito como elegir una canción al sintonizar la radio.

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Medirse y maldecirse: nunca llegarás a flaca, tus huesos no son palos de escoba, tomar la cinta métrica, cantar acitrón de un fandango hasta rodear la cintura, únicamente la cifra que importa al bajar la mirada es comprensible, cuando lo poco importante raciona más las palabras que los alimentos. En qué banquete estás cada vez que tomas el tenedor y el cuchillo, el único comensal eres tú y una absurda idolatría, tus piernas y tu estómago no deben ser de bambú, de bambú debe ser tu voz para construir a una criatura hechiza cuya cabeza y corazón sean de bengala su piel de goma y cáñamo, que el único peso que preocupe sea el de no haber dicho nunca “basta” y no ahogue a su boca con formol. 81


Un joven alto, rubio, nadador, blanco, de ojos azules, como esos que pintaban en los cuentos cuando era niña violó a una mujer detrás de unos contenedores de basura. Cuatro adolescentes perfumados impecables en un auto último modelo se llevaron por la fuerza a una chica e hicieron lo mismo. Una niña de año y medio arrancó al príncipe de la Cenicienta de un libro que había sido de su madre. Lo arrancó sin piedad de la página donde pone la zapatilla de cristal a la princesa en harapos. Lo sacudió, enterró sus dientes en el lomo. Quedó sin brazos sin piernas. Volvió a sacudirlo, bailó con él para demostrar la victoria de su acto, su presa antes de engullirlo. Pero se aburrió de él y lo aventó. El hombre del cuento de hadas quedó mutilado en un rincón de la casa para el veredicto de las hormigas.

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DE FINAL FELIZ Jessica Díaz

Príncipe azul (presente) Te pienso a cada instante. Gracias por no dejarme ser.

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* Príncipe “azul” o príncipe a secas, Siendo el 12 de octubre del año 2013, Día de la Raza, unos kilómetros al sur del trópico de Cáncer (que atraviesa Matehuala, San Luis Potosí, población, apenas, 9 hombres y diez mujeres) en un tercer piso de un edificio viejo, con patio central, pocas plantas, cucarachas, un poco de sol que entra por la ventana, temperatura 21ºC, Sábado, Ciudad de México, al cierre de una inclemente temporada de lluvia, la elaboración de notas sobre un ente llamado “Príncipe Azul”—idea—forma aristocrática estéril, poco o nada americana, nada, y que, sin embargo, ha arrasado igual que los Mongoles en su tiempo, más que la viruela en la edad media, peor que la peste bubónica, peor que Carlomagno, peor que Astérix y Obélix, peor que Moctezuma (el airado) o Hernán Cortés, peor que las heladas en Siberia, peor que el calor de la India, de Arizona o de Tampico, peor que un volcán que hace erupción, peor que una estalactita que cae directo a la cabeza, peor que dos autos que chocan, peor que un tren sobre unas piernas, peor que todo, o casi —nunca es bueno exagerar—, mi Príncipe.

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* No hay película de príncipes y princesas en la que aparezca un volcán. Se sabe que en el segundo acto el volcán haría erupción y se comería el reinado entero sin tiempo del beso restaurador, la salvación. El volcán enterraría a todos sepultándolos bajo la lava. Nadie se salvaría, ni siquiera el príncipe ni la princesa cuyo amor quedaría ahogado en acido sulfhídrico, petrificado con lava endurecida y serían encontrados 10,000 años después por una nueva civilización que no sepa nada ya de esos temas

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* Querido príncipe,

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si no sabes usar los cubiertos adecuadamente ni los ordenas bien sobre la mesa si eres daltónico y no haces ejercicio si tienes pesadillas y no puedes dormir y te gusta el fútbol, el basketball o ves sólo la final del mundial o eres un poco femenino y te da por hacer dibujitos y venderlos en una galería si sabes cocinar si te gusta el chocolate y el falso chocolate si no haces mucho ejercicio ó estás obsesionado con afilar tus músculos si eres un poco obsesivocompulsivo si ya estuviste casado con una blanca nieves y te dio no sé qué vivir tanto tiempo con una mujer de tez tan blanca y pelo negro si te gusta la poesía concreta y crees


en Pound y crees que el cine es una cuestión de formas o que importa más la historia si coleccionas videos porno si prefieres no separar los labios en un beso si sabes qué son los campos magnéticos campos gravitacionales campos eléctricos un campo gravitacional alrededor de la Masa si tienes pelo quebrado castaño o eres mas bien güero si reconoces que hay gravedad en medio de las líneas alrededor de la masa y que es más intensa si están cerca de la tierra estás líneas que se extienden infinitamente el miedo que se extiende infinitamente la gravedad siempre atrae así como los príncipes siempre atraen sólo hay que estar cerca de la masa sólo hay que saltarse el miedo sólo hay que estar ahí cuando llegue sin debilitarse al estar a grandes distancias con campos eléctricos alrededor cargados cada carga tiene un campo eléctrico y cada carga en movimiento tiene un campo magnético

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un campo magnético que llega en forma de príncipe azul y te rodea igual que a la masa esos electrones cargados girando alrededor en un loop infinito si gravitas también príncipe en un campo magnético mi domicilio es interior 5 en esta calle

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* Aquí no es Hollywood ni el siglo XIX o el siglo de las luces ni Abu Dabi o el Valle de los Muertos o el Óceano Pacifico ni el Golfo de México ni la oficina de correos no es caja de kleenex ni deposito de cerveza ni un tupperware o un refractario ni un telescopio o monumento a los caídos ni foto armada retrato hablado epicentro de terremoto ni misterio sin resolver no es un salto cuántico casa de la risa paño de lagrimas lugar de los hechos posible poema borrador intento cuarto de hotel casa de los sustos

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casa de la risa estación de pasajeros consultorio sala de espera muro de los lamentos planta de gas anden carretera silla de ruedas Viaje Todo Pagado Sala de proyección Caja de ficciones No es documental Ni caja de palomitas Caseta de seguridad Cinturón de seguridad Tandem Límite de la frontera Tragedia en tres actos Ni círculo azul Ni círculo del infierno no lo es aunque pudiera parecer lo contrario 92


* La diferencia está adentro el fuego, el magma y las rocas que expulsa con violencia un no montaña sólida sin huecos al interior de un volcán un cráter se reprime hasta que deja de hacerlo y se despierta se abalanza sobre un pueblo escupe y se traga todo (así hicieron los mongoles o el Vesuvio) luego avienta sus cenizas y todo se tizna de gris eso sí lo sé lo he vivido

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PEDRA BRANCA, “CELIA REYES” Roberto Bernal

El olor de las ciruelas, tan diurnas, se aconsejan en tus manos, Celia Reyes, como un montón de desempeños que son todos esos vacíos de las ramas, y donde tú, abuela, entre esos algarrobos y las líneas largas que se conmueven sobre estrelladas nubes, tienes la piel del agua azul como respuesta al río, que se va al nado, sobre florecillas culebras que tienen los tallos al tacto de los charcos. En Villa Madero había esta alegría, la del cielo partido en dos, y sombras, sombras que fueron secreto del oleaje, un fruto enternecedor que cayó en la ribera del sonido, mortificado de silencio. Es que las plantas habían escapado con el gravamen de los silbidos, como una llovizna, como un caer el aguacero. La óptica de luz, que fue un atardecer con sus amarillos nublados, deslumbró al tallo frondoso del tamarindo, a la oruga en la planta, al paladar que envuelve las orillas. Yo había escuchado del río sus derrotas, el viento pálido, en su ritmo las nubes. Aquel colibrí, Celia Reyes, que te llamaba al nido, que tenía los colores de las flores en el pico, engarzadas, también de arañas. Y era otra vez palidecer, escuchar las ramas afuera, en su brinco sobre las sombras, debajo de las hamacas. Un salto de limones, sin merecer la fruta, tan sólo el palo espigado. Era en otoño cuando los limones estaban carentes de jugo, no servían para el chileajo, pero Celia Reyes usaba las hojas para el té, las olía primero, y entraban en el frescor del olfato, llenando el aire con una suavidad casi de menta. Lo que se postulaba del sol, era la divinidad del charco, un alejamiento de cruces, elementales del agua, hacia finales de julio. No había una dimensión clara del día, cuando surgía la lluvia detrás de la niebla, con un cerrojo de manantiales que iban tocando, gota a gota, las paredes de las gladiolas. Un toque de flores, un armadillo, podía ser un bosque tocado de silencio, con arbustos mojados por la brizna, y un matorral de avisperos bajo la sombra de la nube. Ven, abuela, a ver cómo se alzan las calles de terregal. Un sonido era un sonido, también una plaga, un reducto mineral que asomaba al oído. Cernían de blanco las mojarras, un reducto de luz en los bejucos, corriente abajo, con la monotonía de las hojas en el tragaluz de la arena.

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Celia Reyes iba a misa todas las mañanas, con el rebozo de pasajero en los hombros, otras veces con sombrero o una sombrilla que daba por sorpresa las orillas de la sombra. Iba con el polvo en el camino, y en época de lluvia sus zapatos tenían de estanque las huellas de los animales en el lodo. De la lluvia se hacían todos los caminos, iban al parque, a la glorieta de tejas y al quiosco. Una incidencia de la mañana, era escuchar a Celia Reyes hablar de Dios, con temeridad, mientras cocinaba, citando célebres pasajes bíblicos que escuchó del padre Moreno y que memorizó mientras el calor sofocaba las paredes de cal en la iglesia. Una iglesia hecha de barro de ceniza, sin prototipos, sólo la casa del crucificado y de magdalenas pintadas de acuarela. Pero afuera, en el patio, había limoneros secos y con sombras de reserva, en una plazuela donde Celia Reyes platicaba con otras mujeres, ya con el rebozo en la cabeza, dispuesta al sol y dispuesta a dejar la casa de Dios. Había parotas y corongoros que la anunciaban de regreso, por un caminito de oscuro contraste, de tijeras ramas que vaciaban las hojas sobre la tierra, sobre el costado, donde el sol todavía no alumbraba. Traía con ella la cubeta de masa, cubierta con una servilleta colorina que desorientaba las moscas. Era mediodía con las aguas, ya descontado el almuerzo, cuando iniciaría las llamas en el fogón. Había, a esa hora, sólo dos opciones, la de recibir los tamarindos en la hamaca, o ver, sentado en el pretil, el regreso del campo. Se apuñaban los mochos y se guiaban reses venideras del arroyo, que, horas antes, habían arrasado con el pasto del potrero. Un estanque prodigio de vientos acalorados venían detrás de las nubes. Como un espesor que escuchaba vapores del silbido. Celia Reyes tenía de retraso el salto de la barranca, que enlamaba verde y estática alrededor de piedras resbaladizas. Al llegar, Celia Reyes no hablaba mucho. Acumulaba montoncitos de palabras alrededor de la cocina, como un rumor, apenas al alcance de los trastes. Hablaba de cosas pequeñas y antiguas, que no cubrían el tiempo máximo de un día, con horas escalonadas, e incluía, rara vez, la presencia de algún diálogo. Ayer pensé en un árbol, un árbol quemado,


cuya llama era un silbido. Celia Reyes aromatizaba el hervidero del agua con chiles chichalacas y tomates, en un pocillo de aluminio, encima de una flama pequeña. El candil del sol filtraba el humo de la leña a través de las láminas, como una niebla, al acecho de las transparencias del aire. De dorar la carne se producía un fuerte olor, donde retozaba la manteca, e imaginaba, mientras lo olía, que sobre el plato también acamparían los frijoles, o las combas que Celia Reyes ponía a remojar la noche anterior, en la humedad del sereno, como aceitunas en agua, sólo que más gordas, algunas atigradas, pero todas con sabor a cazuela. No había nada claro del florecimiento de los olores, en los que participaba la temperatura de la casa, la inflamación húmeda de los polines. Todo revolvía en el aire la espesura del guisado. Un sereno aparecer de hierbas y condimentos que tenían por brújula los nortes del campo, hacia el Ojo de Agua, o más allá de La Puerta, donde algunas veces bajaban a comer venados, o se veían culebras. Como el olor de las ilamas detrás de la cáscara dura, pero que abría blanca, como un semillero que va rondando sobre rendijas que abre la tierra. El derroche del agua era un charco para las hierbas, también para las flores, donde un retoque de cálido viento se llevaba la sofocación de la humedad. Tal vez eran matitas que circulaban en torbellinos de agua, pero soportando la aventura, tanto bebedero, y que al crecer nos otorgaban quelites y pretextos para enrollar la tortilla. De amarillo también se habían pintado las cercas, con esplendorosas flores de calabaza, más la miel, un otorgamiento tajado de piloncillo. Participaba también la vaca, a la que ordeñaban muy de madrugada, y daba la leche que palidecía azul, sin el brillo de la mañana, sólo grasa, antes de hervir, antes de proporcionar la nata que yo anhelaba en la taza de café. Toda esta costumbre tenía la cocina de Celia Reyes, y el calor, más la acechanza de un huerto partido por guayabos que sacaban a flote partituras de sabor. La costumbre del sol de mediodía era amontonarse detrás de los papayos, en una hoja abierta, y plátanos que traslucían detrás de la hoja y en el maquinal silencio donde la luz avanzaba. Cuántos aires de pinzanes iban a dar con sus olores hasta

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la cocina. Un cielo absoluto que daba como bocina en los techos de las ramas, opaco a veces, con aberturas que mostraban frutas y decomisos de troncos enlamados. Una calma vívida que proporcionaba los detalles del paraje, conjuntos del atardecer, y una buganvilia que distraía del sol los candelabros del cielo, con hojas brillantes donde la luz bajaba y subía, con el temple de darle movimiento al silencio de la casa. Yo permanecía entre los tamarindos, alimentado de vientos que venían desde la Poza de Tito, con olor a bejuco, quizá con el olor también de un mango podrido entre hojas negras y amarillas, que eran abonos para la tierra. Había, en el respirar de los árboles, la evocación de un rotundo hilo de lombrices que andarían piedra arriba, escarbando los grumos de la tierra. Allá lejos estaba la cocina, y yo escuchaba los andares de Celia Reyes, entre el humo del comal, con pasitos frágiles, tan callada como siempre, sin más hijos presentes en Villa Madero, sólo ella y yo, que no hablábamos mucho, que sólo nos acercábamos para el desayuno y el almuerzo, o para preparar las tablillas de chocolate. En esos momentos nos llegaban los buenos días desde la calle, después nada, salvo el oleaje de las parotas y los ciruelos, y el chiscuaro alargando el tiempo en el cual el calor no tenía más corriente que la del arroyo.

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