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Oríllese a la orilla

Valeria López Vela*

En cierta forma, la vida comienza cuando la historia llega a su fin. Y desde los últimos años del siglo pasado se ha anunciado el final de la civilización como la conocimos. Los primeros finales se entonaban como loas al triunfo de las grandes utopías: el adiós a los totalitarismos, a la desigualdad de género o la dictadura estética anunciaban los días de la libertad y el desarrollo de una nueva humanidad.

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De esta forma, en 1993 Francis Fukuyama publicó El fin de la historia, donde sostuvo que los engranajes de la historia eran la razón científica y la voluntad del reconocimiento de los otros. Ambos anunciaban el triunfo definitivo de la democracia liberal como fin de la historia. Por su parte, en 1996 las feministas de La Librería de Mujeres de Milán declararon el final del patriarcado en un manifiesto que decía: “El patriarcado ha terminado. Ha perdido su crédito entre las mujeres y ha terminado. Ha durado tanto como su capacidad para significar algo para la mente femenina”.

Ese mismo año Arthur C. Danto escribió Después del fin arte, donde afirmó que la historia del arte estructurada mediante relatos había llegado a su final; no es que los pintores vayan a dejar de pintar o que la pintura vaya a desaparecer, sino que el monoesteticismo expresado en un solo canon ha llegado

El artista mexicano Yoshua Okon se ha distinguido por hacer uso de la tecnología para plasmar la realidad, muchas veces incómoda y violenta. Su serie Oríllese a la orilla (1999-2000) presenta seis situaciones en las que muestra las críticas más comunes a los policías de la Ciudad de México: abuso de la fuerza, prepotencia y corrupción.

a su fin. Para los artistas poshistóricos cualquier medio y estilo son igualmente legítimos y abren paso a la creatividad irrestricta: horrorosa, incluso.

En ese sentido, los hitos que detectaron Francis Fukuyama, Luisa Muraro y Arthur C. Danto nos obligan a resignificar los conceptos con los que hilamos la realidad social. Todos ellos compartían la idea de que la autonomía —política, económica, estética o sexual— había logrado la madurez histórica suficiente para garantizar su estabilidad y su permanencia. Parecía el triunfo de la última utopía, la de los derechos humanos, como años más tarde la llamaría Samuel Moyn. Pero no.

La llegada del nuevo milenio retó la pauta de los finales y los abusos en el uso de la fuerza, mediante prácticas de humillación sistemática, discursos de odio, represiones, crímenes de odio o feminicidios. Pareció, entonces, que la distopía se apoderaba del terreno que con tanto esfuerzo se había labrado desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Durante la pandemia de Covid-19, cubiertos con la capa de la “epistemología de la posverdad”, sicofantes y agoreros abusaron de la retórica de la “nueva normalidad”, que no es más que el oxímoron para referir a la nebulosidad conceptual que enfrenta y desafía las diferentes formas de autonomía frente a las amenazas de la naturaleza, la tecnología y la política.

De esta forma, los conceptos de Estado, derecho, fuerza o ley resintieron la tensión entre las utopías y las distopias existentes. En un abrir y cerrar de ojos asistimos a la batalla entre el lenguaje de los derechos y el débil pensamiento de la posverdad: entre la autonomía y la dominación, entre el legítimo uso de la fuerza y la violencia, entre el castigo y el suplicio.

En ese contexto se inscribe la obra del artista mexicano Yoshua Okon (1970), quien, como adelantó Danto, hace uso de la tecnología para pintar una realidad incómoda. Señala Okon: “Partiendo de casos específicos, mi obra tiende a ser una crítica a la violencia estructural de la cultura dominante (el mainstream). En este sentido, en menor o mayor medida, voluntaria o involuntariamente, todos participamos.”

La obra de Okon ha evolucionado de la crítica a las identidades fijas, individuales e inamovibles, para mostrar las tensiones de la convivencia entre ellas e, inevitablemente, derivar en la crítica social. Fue el fundador del espacio creativo La Panadería (1994-2002); además, en 2009, fundó la escuela de arte experimental SOMA.

La aparición de la fotografía y el video incorporó nuevas posibilidades técnicas

en las representaciones pictóricas. A partir de videoinstalaciones, el artista recrea y refleja desde la falsa felicidad del consumo —Risas enlatadas, 2009—, pasando por la violencia cotidiana del “necroliberalismo” —Octupus, 2011—, hasta el falso glamour —El escusado, 2016—.

En la serie Oríllese a la orilla (1999- 2000) Okon presenta seis situaciones en las que muestra las críticas más comunes a los policías de la Ciudad de México: abuso de la fuerza, prepotencia y corrupción. El propio título es una provocación, pues aunque se trata de una frase de uso común, muestra el poco respeto social hacia los policías. Así, la paradoja es inevitable: al tiempo que la policía tiene las facultades jurídicas para ejercer el uso legítimo de la fuerza, las carencias individuales —físicas, éticas o educativas— la convierten en un instrumento al servicio de la necesidad, desdibujando la frontera entre la legalidad y la ilegalidad. Como señaló Foucault: “Para que el Estado funcione como funciona, es necesario que haya […] relaciones de dominación bien específicas que tienen su configuración propia y su relativa autonomía”.

La serie contrasta la actuación policial de facto con la que se espera de iure: la ruptura entre ellas desequilibra los principios convencionales y constitucionales, omite la consideración de los derechos humanos e ignora la perspectiva de género. En resumen, la conducta de los guardianes de la ley se aleja completamente de la idea de la justicia que han construido con tanto empeño académicos y juristas. Esta aguda crítica visual le ha valido al artista que su obra sea albergada en la Tate Modern, el Hammer Museum, LACMA, la Colección Jumex y el MUAC.

Me detengo solamente en el análisis de tres momentos de la serie.

En Poli II el artista intercepta una conversación con fuerte contenido sexual entre dos policías. El diálogo es la sonorización de la lógica del patriarcado: esa que carece de acústica para las mujeres pero que retiembla en el centro de los corazones de los uniformados.

En Poli IV Okon solicita a un agente la demostración su habilidad en el uso de la macana —objeto representativo del poder policial—. A cambio, el artista obtiene una suerte de baile erótico, que muestra el cuerpo menesteroso de un hombre de mediana edad con sobrepeso.

Finalmente, Poli VI es la pesadilla de cualquier defensor de los derechos humanos pues documenta las fallas más frecuentes del sistema de justicia: presunción de culpabilidad, amenazas, amedrentamiento, soborno, abuso de la fuerza.

En Oríllese a la orilla Okon comunica, a través de una secuencia particular de imágenes, con cuánta facilidad el uso de la fuerza se convierte en violencia; pareciera, pues, que la línea azul es, más bien, la línea roja.

La ley que regula el uso de la fuerza de los cuerpos de seguridad pública de la Ciudad de México señala que los policías podrán utilizar la fuerza: cuando estén en riesgo los derechos y las garantías de personas e instituciones, la paz pública y la seguridad ciudadana, con base en los principios de legalidad, racionalidad, congruencia, oportunidad, proporcionalidad y con estricto apego a los derechos humanos. A pesar de esta indicación, mucho me temo que los protagonistas de Oríllese a la orilla están muy lejos de comprender el mandato y, por ende, de seguirlo. En cambio, actúan fácilmente con brutalidad imponiendo el imperio de la violencia.

Las situaciones que recrea el artista son simples y, sin embargo, desnudan las debilidades de los cuerpos policiales de la Ciudad de México o de cualquier urbe. La serie es perturbadora por lo que muestra, pero lo es más por lo que nos hace imaginar: los abusos en las protestas sociales, el maltrato a los grupos vulnerables, la objetivación del cuerpo femenino, los prejuicios y las categorías sospechosas como criterio y método de uso de la fuerza. En una frase: la carencia y la fragilidad de unos y otros son el miasma de la violencia. A veces, a pesar del sistema legal; las peores, con apoyo de éste. Foucault lo expresó magistralmente: “Es feo ser digno de castigo, pero poco glorioso castigar”. Por eso, si se quiere mantener el respeto a las instituciones que hacen uso de la fuerza, su desempeño ha de ser impecable e intachable.

Como señaló Cecilia Amorós, conceptualizar es siempre politizar. Y eso es lo que hace la obra de Okon: su propuesta estética es el ácido que revela la tensión entre autonomía y dominación, entre fuerza y violencia, a la que deben hacer frente los estados. ¿Se equivocaron, entonces, quienes dieron por inaugurado el final de los totalitarismos, la dominación y la explotación? ¿Triunfaron los modelos del abuso? ¿La humanidad está en bancarrota moral? ¿Es imposible crear nuevos horizontes sociales?

De ninguna manera. A pesar de los retos cotidianos, la posibilidad de construir mejores instituciones puede materializarse a cambio de una sola condición: confiar, nuevamente, en la fuerza de la razón, lo cual significa reconocer las ideas caducas y recomprender los conceptos con las nuevas exigencias: naturales, tecnológicas, sociopolíticas. Se trata, sin duda, de un gran esfuerzo intelectual.

Si enhebráramos todos esos finales —políticos, estéticos, tecnológicos, éticos, sociológicos— el tramado resultaría estrictamente apocalíptico: la caída del viejo orden y el establecimiento de uno nuevo, posiblemente mejor. Dicho en lengua franca: hay finales que de tanto acabarse terminan por ser comienzo.

* Profesora del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).