LOS BRAZOS DE SÍSIFO

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Los brazos de SĂ­sifo


GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO Silvano Aureoles Conejo Gobernador de Michoacán Salvador Ginori Lozano Secretario de Cultura J. Guadalupe Escamilla Bedolla Secretario Técnico Alejandra Gabriela Ayala Quiyono Delegada Administrativa Jesús Iván Álvarez Mendoza Secretario Particular Gabriel Rojas Pedraza Director de Promoción y Fomento Cultural Mariana León Cornejo Directora de Vinculación e Integración Cultural Andrea Silva Cadena Directora de Formación y Educación Luis Esteban Murguía Bañuelos Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural Juan Alberto Bedolla Arroyo Director de Patrimonio, Protección y Conservación de Monumentos y Sitios Históricos Miguel Ángel García Ramírez Director Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán


Los brazos de Sísifo Ramón Guzmán Ramos

Gobierno del Estado de Michoacán Secretaría de Cultura


Los brazos de Sísifo Primera edición, 2015 dr © Ramón Guzmán Ramos dr © Secretaría de Cultura de Michoacán Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc, C.P. 58020, Morelia, Michoacán Tels. (443) 322-89-00 www.cultura.michoacan.gob.mx

Coordinación editorial: Héctor Borges Palacios Diseño de portada y editorial: Jorge Arriola Padilla ISBN:978-607-9461-16-4

Impreso y hecho en México


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Prólogo El 26 de mayo de 2009 el gobierno federal llevó a cabo un operativo especial en Michoacán para detener a varios funcionarios estatales y 12 presidentes municipales, bajo la presunción de que tenían algún tipo de relación con el crimen organizado. Poco a poco, sin embargo, los detenidos fueron quedando libres, hasta que dos años después, en abril de 2011, fue puesto en libertad el último funcionario involucrado en lo que se llegaría a conocer como el michoacanazo. Aun se discute si se trató de una falla masiva en la integración de las averiguaciones previas o si fue un abuso de autoridad cometido contra 38 funcionarios públicos que eran inocentes. Por esas fechas yo mantenía colaboraciones periódicas en al menos dos medios impresos del estado. El asunto, como a todo buen periodista que se precie, me interesó de manera 9


especial. No sólo le daría seguimiento puntual a todo lo que se daba a conocer en diversos medios, relacionado con el michoacanazo, sino a las cosas que ocurrían en otras entidades federativas y otros municipios del país. Pensé entonces que hacía falta incorporar el tema en la literatura. Además de las investigaciones y reportajes que se estaban dando a conocer, la cuestión se convertía en una tentación estética para escritores y poetas. Después me enteraría que andaban circulando ya algunas novelas con el tema. A mí no me interesaba escribir una historia más acerca del género. Pensé que era la oportunidad para hacer una nueva exploración sobre el alma humana. ¿Qué ocurre en el corazón del hombre cuando se ve atrapado en un contexto específico de violencia extrema y desprecio absoluto por la vida, como el que se señala? Había que contar una historia en la que pudiéramos ver los estragos que se producen en el espíritu del hombre cuando todo parece sucumbir ante la degradación social y el cierre de perspectivas. Estaba también ese elemento adicional que es el poder y que le da a toda relación humana un aire escabroso de trágica premonición. Es necesario subrayar que la historia que aquí presentamos es totalmente ficción. No se refiere a ningún municipio o ciudad conocidos del estado o de otra entidad federativa. Lo que hicimos fue seleccionar algunos elementos de la realidad que encuadraban bien en la narración, pero fueron elementos tomados de distintas latitudes y distintos momentos. Finalmente, la historia que se narra es totalmente una invención literaria. Es sobre todo la búsqueda del sentido de la vida, el viaje al exilio interior, las perspectivas de 10


vuelo que terminan en un nuevo descenso al infierno. Es la historia que narra el personaje principal y que es a fin de cuentas un viaje hacia las cavernas de su alma. En 2010 terminé de redactar esta novela. Dejé reposar el manuscrito durante varios meses. No creí que de momento tuviera posibilidades de ser publicada. Y me quedé con el temor de que pasados algunos años pudiera incluso perder vigencia. No estaba seguro si los elementos de la realidad que había tomado simplemente pasaran a ser parte de una etapa olvidada. Tiempo después la entregué a la Secretaría de Cultura solicitando su publicación. El manuscrito pasó por un consejo que tuvo a bien darle un dictamen aprobatorio. He de confesar que había perdido prácticamente la esperanza de que la novela viera alguna vez la luz cuando me dan la buena noticia. He vuelto a leer con mucha atención y cuidado el manuscrito para hacerle una última revisión. Me ha sorprendido lo que podríamos llamar su actualidad. Es verdad que las obras no tienen edad. Cuando lo son de verdad, deben ser capaces de hablarle al hombre en cada época de la historia, a cada generación que llegue a hacer los relevos y los posicionamientos que le correspondan. De ahí que lo más importante, más allá de los contextos específicos en que tienen lugar las historias, es el escudriñamiento del alma humana.

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Para mi hermano Juan Luis



1 Cada semana había una lista nueva. Los trabajadores llegaban a la ventanilla con una sombra de incertidumbre en sus rostros. La lista la manejábamos los encargados de llevar el control de personal y de hacer el pago de la nómina. Al principio eran pocos, dos o tres en total. Meses después, cuando fue declarada abiertamente la crisis de mercado, el número fue en aumento. No había apelación que valiera. El pago de la semana iba acompañado de la indemnización de ley y una carta de recomendación de la gerencia. Empezaron con los de mayor antigüedad, incluyendo a los que hubieran mostrado alguna vez una actitud de desacato, de inconformidad, de descontento por los rigores del trabajo. Se quedaron los más jóvenes, quienes tenían poco tiempo de ingreso y habían demostrado un rendimiento extraordinario, así como una actitud de obediencia total, de disposición 15


al cumplimiento de cualquier orden que les dieran sus jefes. De los mil doscientos cincuenta trabajadores que había cuando empezaron los despidos, se quedó una tercera parte. Fue lo mismo que pasó en el departamento donde yo estaba. Cada vez que me tocaba encarar a alguno de los que integraban la lista negra, me veía a mí mismo dándome la orden de retiro. Pero me alegraba en secreto de que por lo pronto no era yo, que yo estaba de este lado de la ventanilla, liquidando al otro, al que de pronto se quedaba sin trabajo y no hallaba cómo enfrentar a su esposa, a sus hijos, a la familia que dependía económicamente de él. Creo que el otro se daba cuenta de mi regocijo, pero nada podía hacer porque de pronto se sentía inerme, desvalido, impotente, arrojado sin armas a la vida salvaje de las calles. Desde luego que me sentía avergonzado, pero era una reacción involuntaria, instintiva, de goce por el sacrificio del otro, el saber que uno estaba a salvo y que podía sentirse como un sobreviviente al menos por la semana que venía. Hasta que mi nombre apareció en esa lista especial, reservada para los trabajadores llamados de confianza. Entonces vi en el otro, el que debía ser yo, la misma expresión de regocijo discreto y vergonzante con que despedía yo a los que se iban. Sentí que lo odiaba y que debía decirle muchas cosas que traía guardadas desde hacía años, pero no pude porque pensé que no tenía caso, o simplemente porque pesaba más el espíritu de sometimiento y de obediencia ciega que nos habían inculcado. Era yo del otro lado de la ventanilla, mirándome sin la posibilidad de apelación alguna. Yo, del lado interior de la oficina, que me extendía 16


también una carta de recomendación que a mi edad de muy poco me iba a servir. ¿Quién despide a quién?, pensé. Pero no me importaba. La imagen que me golpeó al salir a la calle fue la de mi esposa al recibir la noticia. ¿Y qué vas a hacer ahora?, me preguntó, con esa expresión en su rostro que yo me había imaginado. De desolación total. ¿Qué vamos a hacer?, exclamaba, con una voz que se iba apagando poco a poco en la medida que daba unos pasos atolondrados en dirección del sofá. Voy a buscar otro trabajo, dije. Me dieron una carta de recomendación. Con lo que recibí de liquidación aguantamos unos meses. ¿Y quién te va a dar trabajo? ¿A tu edad? Pero si tengo cuarenta y cinco años. No estoy tan viejo. Para conseguir un nuevo empleo, sí estás viejo. Amalia. Mi mujer. Ella es cinco años menor que yo. Tenía cuarenta cuando me quedé sin empleo, a la deriva, o mejor dicho a la intemperie, expuesto sin guarida a las inclemencias del tiempo, un tiempo que no era mío, que no podía ser mío porque en realidad nunca lo fue. Era una mujer que traía la juventud a cuestas, arrastrando sus años como si fueran las huellas de alguien que ha vivido un siglo, dejándolos sobre los pasos como tirones de piel y de nostalgia. Siempre me pregunté si era por mí que se le había marcado el rostro con aquella mueca de insatisfacción, de molestia por la vida, de irritación por lo que trataba de ver adelante sin lograrlo, por tener que beber la oscuridad como si fuese el agua salada de un sediento moribundo. 17


Decidí que no me dejaría ganar por la angustia al menos durante unos días. Me dedicaría a hacer lo que antes no podía por la rutina esclavizante de los horarios. Fui al cine a ver una película gringa de terror. Siempre he creído que el horror más grande está en el interior del ser humano, el que brota de este abismo oscuro y profundo que traemos con nosotros desde antes de nacer y al que pocas veces echamos una mirada directa. Me dediqué a caminar en las tardes por las calles y las plazas públicas del centro, por los portales y los mercados repletos de olores y de gritos, mirando a la gente de soslayo, mirándome con desdén a través de sus ojos furtivos. Hacía muchos años que no me sentaba en una banca del jardín a contemplar la fuente con el agua estancada, el tropel febril de las multitudes que se mueven sin conciencia de sí sobre el asfalto caliente de la ciudad, a leer con calma y con sobresalto el periódico del día, las noticias cada vez más frecuentes sobre la muerte oscura y sin sentido, la muerte violenta que grita su silencio en medio de la nada. A mi mujer le decía que andaba recorriendo las calles de la ciudad en busca de trabajo. Y me lo decía a mí mismo también. En busca de una oferta de empleo anunciada a la entrada del negocio o de la empresa. Pero no encontré nada en esos días en que estuve reconociéndome como hacía media vida no pasaba. Me reconocía en mi soledad, una soledad invisible que me rodeaba como esfera cerrada, que me corroía por dentro con lentitud de hormiga. Como esta sombra, pensaba, que me perseguía a todas partes sin que yo me percatara. Amalia era parte de esa sombra, o una 18


sombra completa en mi vida. Perdimos al único hijo que tuvimos, al nacer. O mejor dicho, al morir en el nacimiento. Y ella se fue con él, con esa parte suya, de su cuerpo y de su alma, que no alcanzó a palpitar con el mismo dolor que ella sintió al parir. Dar a luz. Dar vida. Una paradoja que Amalia no llegaría a perdonar jamás. Luego, se encerró en un silencio transparente, se apartó de mí con el sigilo del viento que pasa sin que lo noten entre las ramas del árbol. Y me quedé solo, compartiendo con Amalia el vacío de la casa, la oquedad de las horas nocturnas. No quiso embarazarse otra vez por el miedo, que se le convirtió en pavor, de volver a perder al fruto de sus entrañas durante el nacimiento, o a tener que perderlo de cualquier manera algún día, si por desgracia le tocaba sobrevivirlo como madre. Creo que empezó a despreciarme porque yo no mostré el mismo interés, la misma obsesión que ella por esa cosa de la maternidad que de cualquier manera los hombres no entendemos. El duelo por el hijo perdido lo compartimos algunos meses, pero yo llegué a aceptar que era una realidad ineluctable y que no nos quedaba sino superarlo y seguir adelante. Me parece que ella no me lo perdonó y acabó por sentir desprecio hacia mí. Lo sentía a la hora en que intentábamos abrazarnos para dar inicio a los ritos del amor, cuando me arrojaba por los bordes fríos, indiferentes, de su piel; cuando tenía que volver a mí con una extraña sensación de rechazo. ¿Qué es la muerte para ti?, me preguntaba, en el momento en que quedaba separado y distante de ella. Lo que se interpone entre nosotros, le decía yo, y daba vuelta sobre la cama para darle en correspondencia mi espalda. 19


Ésos fueron días en que yo extrañé más que nunca la amistad, el tener a un amigo con quien compartir las cosas que le suceden a uno en la vida, como perder el empleo, por ejemplo, y quedarse a la buena o a la mala de Dios; el tener que resentir cada mañana la mirada ausente de mi mujer, su cuerpo frío que se deslizaba con resequedad por el borde de la cama; ese andar sin rumbo por las calles recuperadas de la ciudad; el rodar como bola de nieve que crece al caer por la pendiente larga del día y se vuelve nada al chocar con lo que sea. Eso era en realidad: la nada caminando por la nada. Y así me sentía: un hombre desprendido de su cueva que andaba dejando su piel por entre las paredes y las calles de asfalto, por entre los vericuetos de una memoria que no se dejaba atrapar. Nunca hice una amistad sincera en la oficina de la fábrica. Las relaciones allí entre las personas eran de carácter estrictamente burocrático. Hasta los convivios tenían una intención indagadora. Ver quién se sentaba al lado de quién; a quién le sonreía el jefe o de quién procuraba alejarse; sobre qué asuntos reía de buena gana y de cuáles prefería escabullirse; a quién se le pasaban las copas y empezaba a expresar su verdadero sentir sobre el trabajo y el trato recibido; el talante que llevaban ese día las esposas, las amantes o las novias. Era un ambiente que nunca me agradó, de manera que esperaba hasta que sirvieran la comida y terminando me retiraba con Amalia. Amalia se dejaba llevar porque era como una autómata. Sólo quería estar encerrada en casa, leyendo sobre fenómenos paranormales y viendo televisión. Así que yo tampoco llegué a ser visto como una probabilidad de amistad para nadie. 20


Ahora, sin embargo, sentía que me hacía falta un buen amigo. Pero un amigo así no brota de la desesperación con tanta facilidad. La amistad se crea, se cultiva, se conserva. Aunque en estos tiempos toda amistad está impregnada de pragmatismo, motivada por intereses personales, sostenida en base a un intercambio conveniente de favores. De manera que una de esas tardes me metí a un bar y me quedé allí encerrado durante varias horas, de hecho, hasta que cerraron y yo volví a salir a la calle, ya de madrugada, para tratar de beberme también a la ciudad a borbotones. Estuve bebiendo cerveza en tarro para apaciguar un poco el calor infernal que hacía. Lo hice sentado frente a la barra, de cara al espejo donde podía ver cómo el reflejo del mundo quedaba a mis espaldas, de cara al barman que simplemente ignoraba de manera natural mi presencia, hasta que se percataba de que el tarro quedaba vacío. Necesitaba sentirme a solas conmigo mismo, como cuando de joven me acercaba a un lugar de éstos a rumiar alguna decepción de amor. Yo podía ser mi propio amigo, me dije. Pero no. Era en realidad mi enemigo. Pensándolo bien, pensaba, he sido mi enemigo desde que murió al nacer el hijo que nunca tuve entre mis brazos; desde que me convertí en un oficinista enemigo también de los otros, de todos esos trabajadores que acudían a mi ventanilla cada semana por su sobre con el sueldo y maldecían delante de mí al revisarlo y confirmar el descuento por el préstamo o por las faltas o por los retardos. ¿Y a ti quién te descuenta?, me preguntó uno alguna vez. Nosotros somos de confianza, le dije. 21


Y entonces me vio con una sonrisa de desprecio que me ha acompañado desde entonces. ¿De confianza de quién? Me sentía como debe sentirse el mar cuando se queda a solas con su propia inmensidad; como los caballos que anhelan sin saberlo la pradera y van en su busca de noche para perderse para siempre entre los signos malditos del camino; como un encuentro promisorio que termina con el deseo hecho trizas; como el sueño negro que un día tienen los que sueñan toda la vida con el relámpago; como el relámpago que se apaga debajo de los ojos; como un niño que se ve de adulto y no puede reconocerse; como el desamparo de los solitarios que andan recorriendo la noche en busca de una sombra; como un destierro secreto; como la expulsión; como el exilio; como una traición sin posibilidad de reclamo o de venganza; como el orificio más oscuro de la espina; como ese que estaba allí, mirándose con desprecio en el espejo, bebiendo cerveza para sofocar el calor intolerable del vacío. Había apagado mi celular, de manera que no sabía, ni lo deseaba tampoco, si tenía alguna llamada perdida de Amalia, mi mujer. De nadie más podía esperar una conexión en aquellas circunstancias. Solía andar por la ciudad a pie. No podía gastar como antes en gasolina. Tardé un buen rato en recordar que el auto se encontraba en el estacionamiento de la casa, bien guardadito, como seguramente estaba Amalia también. No creía que estuviera extrañando mi presencia y esperándome en la sala con un gesto hosco y con el rostro ajado por el desvelo. Lo más probable es que se hubiera quedado dormida con el televisor prendido, acompañada por un 22


programa prohibido de madrugada. Cuando salí del bar las calles de la ciudad se hallaban totalmente abandonadas. No había presencia ni de la policía ni del ejército. Eso me preocupó sobremanera, pero los efectos del alcohol amortiguaban y hasta desvanecían totalmente los temores. Es lo bueno del alcohol, por lo menos en esta etapa en que no nos ha sorprendido aún la inconsciencia: uno puede olvidarse, en efecto, de las catástrofes que nos han caído sobre la vida, o pensar en ello sin que el efecto nos derrumbe sobre nuestras propias ruinas. Tomé un taxi afuera del bar y le di las indicaciones para que me llevara a mi casa. Durante el recorrido no pronuncié palabra. Fue un silencio de plomo que el conductor entendió y supo respetar. Ésta era la ciudad que todos teníamos y que nos habitaba hasta el fondo de los huesos con su violencia extrema, con los cuerpos hechos pedazos, arrojados en horas como éstas sobre explanadas y canchas deportivas; la ciudad que se nos volvía humo y polvo ensangrentado; o laberinto de dioses ajenos, expulsados de su paraíso imposible, convertidos de pronto en demonios mutilados; la ciudad vigilada por ojos y fuegos invisibles, azotada por relámpagos lejanos que salen de los sueños para rasgar con su filo de piedra la oscuridad; una ciudad que me invadía con sus lugares de miedo, con su soledad herida, con sus pies descalzos, con sus brazos atravesados por balas asesinas; la ciudad que nunca antes había visto; la que tomaba forma y rostro al pasar por sus calles de emboscada; ciudad que oculta entre sus pliegues de asfalto la tenue claridad del cielo; selva de casas y edificios que albergan cuerpos muertos o dormidos, 23


con los ojos cerrados o abiertos, con la mirada caída, los pies reptantes, la memoria convertida en esfera opaca, llena de estrellas y agujeros negros. Abrí la puerta de entrada a mi casa tratando de no hacer ruido. Quería ganarle el paso a las sombras que andaban deambulando por la calle en busca de un orificio. Y no quería que Amalia se fuera a despertar a esa hora en que yo llegaba y me introducía furtivamente con mi cargamento de caminos oscuros. Pero igual lo haría si seguía por la escalera hasta nuestra habitación, que era donde ella se encontraba acostada, dormida como una nube o fingiendo dormir para que yo no intentase nada al meterme entre las sábanas. Así que me recosté sobre el sofá y me fui hundiendo poco a poco, con el abismo dándome vueltas por dentro, en un sueño ajeno y profundo.

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2 Esa mañana me fui a almorzar una sopa de mariscos bien picosa, acompañada de una cerveza helada para anestesiar un poco el ánimo enervado. Hojeaba el periódico local para ver si se anunciaba alguna vacante apropiada a mi circunstancia, y lo que encontré fue la convocatoria. En virtud de que el cronista de la ciudad se encontraba gravemente enfermo, prácticamente sin posibilidades de que pudiera recuperarse para regresar a su cargo vitalicio, el ayuntamiento había decidido realizar un concurso público para cubrir el hueco. Podía participar cualquier persona que presentara un breve ensayo sobre las funciones y la importancia que tiene para la ciudad alguien que se dedica de tiempo completo a registrar lo que sucede y a realizar una labor de investigación permanente sobre el pasado desconocido; y que anexara, además, una crónica real como ejemplo. 25


Supe que se había dado un agrio debate en el cabildo con respecto a la nueva designación del cronista de la ciudad. Tenía que ser alguien con un perfil que se relacionara con actividades intelectuales ampliamente reconocidas: de investigación, periodísticas, literarias. Hubo algunas propuestas que se presentaron a la mesa. Pero el proceso electoral para la renovación de las autoridades del municipio estaba a un año y ese elemento acabó por contaminar la discusión. Cada propuesta era rechazada por algún regidor de otro partido. Hasta que el síndico se atrevió a presentar una iniciativa que podía verse como imparcial, a la que todos podrían estar en condiciones de apoyar sin comprometer su escaso capital político. Que el nuevo cronista de la ciudad fuera electo a través de un concurso de oposición abierto, y que fuera el trabajo de cada aspirante lo que se tomara en cuenta a la hora de tomar la decisión colectiva. Había que darles la oportunidad también a las personas que cultivaban las letras por su cuenta y que no contaban con un currículum lleno de fama y de soberbia. Algo que traía escondido desde mis años de adolescencia reapareció como el mar que se levanta en medio de una noche nublada. Recordé, con un golpe masivo de nostalgia, que yo escribía para el periódico de la prepa y también para uno de los primeros diarios que salieron en la ciudad. Los temas eran los de la edad: la incertidumbre y la angustia por la existencia; los vericuetos dolorosos del amor; la imposibilidad de llegar a conocer hasta el fondo eso que llaman naturaleza de la mujer y que nadie ha descubierto qué es en realidad; los problemas de la escuela; los retos impetuosos 26


de la juventud. Hasta llegué a escribir un diario que me duró los tres años que pasé por la escuela. Luego, casado ya, encadenado a una suerte que nunca imaginé, a la que me había conformado como el esclavo que llega a aceptar su condición creyendo que es cuestión de suerte, de nacimiento, arrojé los cuadernos a una hoguera enorme para que nunca más me devolvieran esa imagen de libertad y desafío temerario que alguna vez llegué a tener de mí mismo. Recordé el curso de periodismo básico que el director del diario local nos dio en la prepa. Mis textos le parecieron tan buenos que me ofreció el espacio en su periódico. De manera que, pensé, yo tenía una trayectoria en el periodismo que había interrumpido abruptamente cuando me casé y entré a trabajar a las oficinas de la fábrica. Sería, desde luego, una competencia desigual. Muchos de nuestros intelectuales y articulistas de la ciudad entrarían al concurso con mejores recursos y dominio del oficio, y más experiencia. Pero me sentía impelido a intentarlo. Que en el intento, en todo caso, quedaran los esfuerzos invertidos. Descubrí que yo podía tener una ventaja sobre los demás: una mirada, digamos, más fresca, menos contaminada de las cosas que nos estaban ocurriendo; de la vida cotidiana que de pronto se quebraba como caña seca y dejaba correr ríos de sangre hirviente por las calles y los rincones siempre oscuros de esta ciudad que nadie ya parecía reconocer. Inicié entonces una investigación febril sobre la vida trágica y la obra breve de uno de nuestros poetas más citados y menos conocidos de la ciudad: Rodrigo Andrés Montepío. Montepío, como le decían al nombrarlo, se había convertido 27


ya en una leyenda que todos compartimos y de la que todos nos sentimos orgullosos. Hacía cuatro décadas y media que se había suicidado por la imposibilidad de un amor que no dejaba de atormentarlo, pero su recuerdo estaba fresco en la memoria colectiva. Era la historia de un joven poeta que a los treinta años de edad decidió que no valía la pena vivir la vida como un ser incompleto; que se iría sin más si la razón de su delirio se casaba con otro, como finalmente ocurrió. La anécdota se contaba de boca en boca, de una generación a otra. Pero no había nada escrito. Algunas referencias en periódicos de la época, sobre todo de su suicidio, y la nota de despedida que le dejó a la amada anónima. Nada más. De manera que me dediqué a entrevistar a quienes lo habían conocido y aún vivían. Con los datos que me proporcionaron pude escribir la semblanza biográfica que todos estaban temiendo. Una vez escrita la historia, no había posibilidad de que nadie incorporara elementos de su invención a la tragedia personal del poeta. Nada extraordinario encontré en su vida. Había sido un joven impetuoso, que vivía la poesía como si se tratara de una religión. Formó parte de un círculo literario en el que compartía con los otros miembros su producción desaforada. Allí conoció a su amada anónima. Era la única mujer que acudía a las tertulias literarias. Y sería el objeto de la locura del resto del círculo. La amada anónima, según pude averiguar, estaba viva. Se había casado y su descendencia llegaba a la tercera generación. Acababa de enviudar y estaba dispuesta a revelarle a alguien que quisiera escucharla con el corazón en la mano su propia versión de los hechos. De manera que acudí 28


a visitarla y a expresarle mi intención. Montepío merecía, le dije, convertirse en el joven eterno que ya era e ingresar al mundo inagotable del lenguaje. Él vivió y murió por usted, le dije. No le haga esto ahora. ¿Hacerle qué?, me preguntó, con un sobresalto que podía haber estado esperando en su interior desde la época del apasionamiento. Dejarlo en el olvido. ¡Pero todo mundo sabe de él! Hay cosas que sólo usted conoce y nadie más. ¿Lo de las cartas?, dijo, como si se tratara de un secreto que debía salir de las honduras del tiempo. ¿Las cartas?, exclamé, con un temblor en los labios que seguramente ella advirtió. Sí. Las cartas. Era un paquete de cien cartas que Montepío le había escrito durante los últimos cuatro meses de su vida. Una tras otra y casi a diario. Montepío se dio cuenta que su amada anónima estaba enamorada de otro y que aguardaba su llegada del extranjero para casarse. Lo había tenido bajo reserva todo ese tiempo para evitar que sus pretendientes del círculo literario terminaran por abrirse las venas en un arrebato de decepción y dolor. Montepío lo descubrió por casualidad una tarde que fue invitado por su amada anónima a tomar café en su casa y a leer poemas en voz alta. Allí estaba la fotografía de su amada anónima con el prometido que se hallaba ausente pero que regresaría a casarse en cuanto terminara sus estudios de posgrado en Psicología, lo que por cierto estaba a punto de ocurrir. ¿Cómo reaccionó Montepío?, le pregunté. 29


Fue un golpe traumático que lo dejó paralizado, mudo, hundido sobre su propio abismo. Luego, simplemente desapareció y nadie volvió a saber de él, hasta que el olor a putrefacción que salía de la casa pequeña que rentaba obligó a los vecinos a dar parte a las autoridades. Lo encontraron tendido sobre su cama, vestido como si se hubiera ido de fiesta con la muerte, con los dedos de las manos entretejidos, el rostro abotagado, la mirada de mármol que se había quedado congelada al momento en que la muerte le hizo el favor de llegar por él para llevárselo y liberarlo para siempre de su tormento. En el buró de la cama estaban quince frascos vacíos de los somníferos que usó para provocarse el sueño de piedra sin retorno, y también los restos de lo que seguramente había sido una sobredosis de cocaína. Era obvio que el poeta suicida no quiso dejar ninguna posibilidad de salvamento. Unos días después le llegó a la amada anónima el paquete de cartas que Montepío había depositado en el correo para que fuese entregado por esas fechas. Ella leyó con un estremecimiento constante cada una de las cartas largas que Montepío le había escrito en un arrebato de desesperación, de desesperanza y de muerte. Luego las volvió a guardar en la caja en que habían llegado y las entregó a una hermana que nunca se casaría para que se las guardara. Cuando enviudó, de eso no hacía sino año y medio, ella recuperó las cartas y se las llevó a su casa, las volvió a leer con la misma excitación de la primera vez; entonces lloró como nunca se imaginó que podría hacerlo alguna vez. Ni siquiera cuando su marido la dejó abandonada para siempre en este mundo. 30


No sé qué tenga la muerte, me dijo, con los ojos enrojecidos por el recuerdo. Es como un temor que trae una metido en la conciencia desde el primer instante en que la muerte se convierte en certeza atroz e inapelable. La muerte se nos vuelve un dolor enemigo cuando es otro el que se muere. Para el muerto la muerte ya no es nada, ni siquiera la nada porque tendría que ser consciente de su no ser. No hay problema para el muerto. El problema es para los que nos quedamos. Cuando ocurrió el suicidio de Montepío me sentí agobiada por la culpa, pero también por la confusión y el coraje. ¿Por qué me arrojaba esa culpa del tamaño de toda una vida? ¿Qué le había hecho yo para que me hiciera eso? Ahora que mi marido está muerto, y que llega usted para recordarme lo de estas cartas, que por cierto he vuelto a leer, lo que pienso es que con un amor así, como el que sentía Montepío por mí, una se consumiría en unos momentos. Pero no puedo dejar de reconocer que me sentí halagada de que hubiera habido alguien en este mundo que me haya amado con tal intensidad, con semejante sacrificio. No es cierto que la muerte sea invencible, le dije. Lo es cuando el olvido es total. Y no hay olvido sobre el mundo que pueda llegar a tener esa dimensión. El recuerdo les da un soplo de vida a los muertos. Es verdad que Montepío se nos ha convertido en una leyenda urbana que forma parte de nuestro imaginario colectivo. Pero nadie sabe de estas cartas. Son como el registro de la pasión última que devoró a Montepío y que lo redimió al mismo tiempo ante la muerte. En esa bruma densa y oscura que atravesó durante los meses en que estuvo escribiendo las cartas, era usted 31


quien le daba la última razón de su existencia, pero él sabía que su imagen era inaprehensible. Si esas cartas desaparecieran alguna vez, la muerte le estaría ganando la partida nuevamente. Podemos ganarle a la muerte si usted quiere, si acepta que demos a conocer ese amor de piedra derretida, piedra de volcán que corre en forma de lava por las arterias de la vida. Le debe eso a Montepío. Fueron en realidad las cartas de Montepío lo que me colocó por encima de los demás concursantes. Eso fue lo que me dijeron quienes habían integrado el jurado. Me informaron que las cartas serían publicadas en un libro y me pidieron que fuera yo el encargado de redactar el prólogo. Se convocó a una sesión especial de cabildo para dar a conocer los resultados del concurso y darme mi flamante nombramiento de cronista de la ciudad. Al día siguiente fui al panteón municipal y me llevé una botella de a cuarto de litro de tequila. Visité la tumba de Montepío y me di cuenta de que, en efecto, como lo dice la leyenda, siempre tiene una rosa roja o un ramo completo sobre la lápida. Ahora todos sabrán lo que escribiste durante esos meses en que la muerte hizo contigo una elección anticipada, le dije. Leí algunos poemas suyos en voz alta y no me retiré hasta que me había acabado la botella y sentía que la conciencia bien podía desprenderse de mi cuerpo y quedarse allí para siempre. ¡Gracias!, dije, sobre los restos consagrados de Montepío, y salí de ahí dando traspiés por entre la multitud de tumbas que intentaban atraparme abriendo agujeros de tuza a mi paso.

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3 Aunque ya tenía el nombramiento conmigo, debía contar también con la aprobación del cronista anterior, que se debatía en medio de una enfermedad terminal, un cáncer de piel que se le había extendido por brazos y cuello y que se le había vuelto irreversible. Hacía ocho meses que la ciudad había sido sede de una reunión nacional de cronistas. A él le tocó recibir a personajes de varias ciudades del país que se dedicaban a registrar los acontecimientos más significativos de sus lugares de residencia. Lo dispuso todo en uno de los salones de la casa de la cultura. Se trataba en realidad de una caravana de cronistas que viajaban por varios estados del país y que tardaban en cada ciudad anfitriona sólo algunas horas, a menos que les tocara pernoctar allí. La caravana había tardado más de lo esperado y el alcalde, que los iba a recibir para darles la bienvenida oficial, se 33


desesperó y le dejó el encargo al cronista anfitrión. Cuando iba a hacer uso de la palabra para cumplir con la orden del presidente, en el momento en que tomaba en sus manos el micrófono, los asistentes se levantaron de sus asientos con una expresión de horror en sus rostros, las mujeres con aullidos de hembras heridas; algunos no pudieron resistir y se arrojaron sobre la única salida que estaba a la vista. Fue cuando él se dio cuenta. La piel de las manos le estallaba en medio de explosiones silenciosas y la sangre le brotaba a borbotones. Pensó que podía ser algún rasguño profundo provocado por el micrófono. Pero los desgarres se producían por alguna fuerza maligna que le venía de su interior. Tuve que ir a visitarlo para que me conociera y me diera su aprobación. Su esposa, una mujer grande y vieja como los árboles que se desgajaban en la plaza pública, me permitió entrar a su casa con un gesto de molestia, de franca descalificación. Me habían dicho que me dirigiera a él diciéndole Maestro, aunque nadie había visto nunca el título correspondiente, ni tampoco había ejercido alguna vez la docencia. Provenía en realidad del periodismo. Algunos lo recordaban como un periodista de entrevista callejera y de pluma ligera, que había usado el oficio para hacerse de posiciones en el medio político, en la función pública, y que el nombramiento de cronista le llegó como un privilegio cuando el cronista anterior se fue de este mundo por un accidente fatal de carretera. Fue una tarde calurosa de mayo. Recuerdo que era un calor seco, sin la clemencia de esa brisa fresca que a veces nos llegaba de la costa lejana. Lo encontré recostado en el 34


sofá, una sábana ligera sobre su cuerpo amortajado. Se le había ido el color natural de la cara. Parecía una figura de cera que se convertía en cárcel del espíritu a punto de derretirse, de derramarse sobre el piso en medio de un grito prohibido de muerte. Sentí que me miraba con odio, con la intención de hacerme desaparecer para siempre, en lugar suyo, de aquel sitio que era su casa, y de este mundo que estaba dejando de ser de él. Pásale, me dijo, como si fuese yo un empleado suyo, con un tono de superioridad que, sin embargo, no podía sostener ni por un segundo. Vine a conocerlo, maestro, le dije; a saludarlo y, de ser posible, para que comparta conmigo alguna orientación sobre el trabajo. ¡No chingues!, exclamó. Está bien que me esté muriendo y que tú te hayas hecho ya del nombramiento, pero ¡no chingues, cabrón! ¿Perdón? ¡Sí! A lo que vienes es a que yo te dé mis bendiciones para que todos en el medio te acepten. Fue lo que te dijeron, ¿no? ¡Pues exageraron! ¿Qué poder sobre los demás crees que pueda tener alguien como yo que se está yendo de este perro mundo? La muerte es también la gran despojadora, la que te quita la vida y te quita el poder, a veces el poder antes que la vida, que es lo más jodido. No ha sido mi intención venir a incomodarlo, le dije, y me dispuse a abandonar aquella casa lóbrega y hostil. Espera, me dijo, cuando yo estaba dando la media vuelta para salir a la calle. Quisiera decirte algo sobre la ciudad, 35


que es a fin de cuentas el objeto siempre inaprehensible de nuestro trabajo. Uno termina amando los objetos sobre los que indaga, los que describe cotidianamente para que sus habitantes dejen de sentirla como una extraña. Yo amé esta ciudad que en un tiempo fue como un pequeño paraíso terrenal. Teníamos un clima cálido, con ráfagas benignas de aire fresco; un río que la recorre con su canto de sirenas subterráneas; la tranquilidad de una noche clara, estrellada, donde los demonios han sido conjurados para que no perturben el sueño o el paseo de sus habitantes; digamos que era una de esas ciudades que uno sentía como propia, como parte de nuestra piel; los niños se soltaban en las plazas por las tardes y se echaban a correr y a saltar como venaditos que andan fuera del alcance de cualquier depredador furtivo; las calles eran seguras hasta de los autos que transitaban sin premura, que no eran tantos como los de ahora; y seguras también de noche, cuando las horas se abren a los sueños febricitantes de los noctámbulos. La ciudad de ahora no es la misma, como sabes. Uno no puede simplemente ponerse a narrar el horror para que quede registrado en las crónicas que hacemos. Es un horror que nos podría alcanzar a nosotros. De manera que me dediqué a registrar las actividades propias del ayuntamiento, y también las que podían hacerse en otros ámbitos de la vida social. Porque, ahora puedo decirlo, ésta es una ciudad a la que odio con las pocas fuerzas que me quedan. No la reconozco. Se me ha vuelto cáncer en la piel. Literalmente. Ha caído en las garras de demonios que no dan la cara y que arrebatan la vida como si fueran los dioses de la guerra 36


y de la muerte. No es la ciudad a la que yo quisiera seguir descubriendo, describiendo. No hay posteridad posible para una ciudad como ésta que se hunde sin remedio en medio de tinieblas. Por eso no me causa dolor adicional saber que la dejo, que te la dejo, para que tú veas qué puedes hacer con ella. Por lo pronto, creo que el lenguaje no será suficiente. No hay lenguaje que sea capaz de desentrañar un infierno como éste para mostrarlo tal cual es, tal como lo tenemos ahora entre nosotros. Salí a la calle y respiré hasta el fondo de mis pulmones el aire delgado de aquella tarde que llegaba ya al borde del precipicio. Hasta ese momento, yo había vivido y padecido la ciudad como si hubiera sido una entidad ajena, totalmente extraña a mis tribulaciones personales de todos los días. Recorría sus arterias sin detenerme a pensar si por allí seguía corriendo la sangre vital que la mantenía en movimiento, o la sangre real que derramaban las víctimas cuando caían en manos del enemigo o quedaban en medio de un fuego cruzado. Entendía que la función principal del cronista era mantener viva y palpitante la memoria de la ciudad, no sólo por lo que se refiere a los sucesos y personajes del pasado que anduvieran extraviados entre los vericuetos del tiempo, sino lo que le estuviera ocurriendo en el presente: esta trágica conversión a ciudad del miedo y de la muerte. Lo que no sabía era qué deseaba el cabildo que yo hiciera, si aprobaba que me hiciera cargo de los sucesos relevantes de cada día, incluyendo esta oleada de locura que nos había contagiado a todos de diversas maneras y que nos había convertido en los otros, los que nunca nos imaginamos que llegaríamos a ser. 37


La visita que le hice al cronista anterior me había fatigado. Era como si me hubiese visto a mí mismo pero en una situación distinta: cuando me despidieron de la oficina de la fábrica sin que les importara nada mi suerte, y la conciencia terrible de que mi paso por allí había sido un estúpido desperdicio de vida. Tuve la intención de ir a casa para tenderme sobre la cama y ver una película. Pero recordé que estaba sola, abandonada, sin la presencia irrefutable de Amalia, que había dejado de ser mi mujer y se había ido a vivir con su madre desde el día en que llegué borracho, en la madrugada, y tuve que dormir las horas que quedaban en el sillón más grande de la sala. De manera que decidí hacerle otro recorrido a pie a esta ciudad que de pronto se me ha vuelto tan grande como la desesperanza de la gente. Hay cosas que están allí, haciéndose de un lugar en los espacios que antes eran de nosotros, apropiándose de la vida para abrirle caminos infinitos a la muerte. Las vemos y seguimos nuestro paso apresurado, aprensivo, sin saber realmente a dónde nos dirigimos y para qué. Son por lo menos cuatro hoteles en el centro de la ciudad que han sido ocupados por la policía federal, convertidos en campamentos de guerra. Durante el día los agentes se despliegan en las entradas y a lo largo de las calles, luciendo sus armas portentosas para causar temor en la población; y en la noche se tiende un cerco alrededor de unas cuatro cuadras para impedir la libre circulación de la gente. En otros puntos es el ejército el que mantiene una vigilancia semejante, sobre todo en casas de seguridad que han sido descubiertas y que tienen bajo resguardo. Cuando intento penetrar el 38


cerco en el campamento que se encuentra exactamente a un costado del ayuntamiento, se pone enfrente un agente vestido de negro, con su arma larga colgando del hombro y su pistola enfundada a un costado, chaleco antibalas, el rostro cubierto con pasamontañas, los ojos en medio de un brillo delgado y profundo que podía ser de miedo o de muerte inminente. Voy a la farmacia, le digo, con naturalidad. Por aquí no puedes pasar, me dice, sin posibilidad de apelación. Ve a otro lugar. Y antes de que yo me diera la media vuelta para retirarme de ahí, el agente me tomó de los hombros y me arrojó de cara contra la pared, me ordenó que abriera las manos y las piernas para revisarme. Cuando constató que estaba limpio, me dio un empujón por la espalda para que sin más me alejara de una vez del lugar. Mi vida antes era de una rutina inquebrantable. El despertador me ponía fuera de la cama a las siete treinta de la mañana. De inmediato, me metía a bañar. Una vez que vestía la ropa limpia del día, bajaba al comedor a tomar algo ligero que Amalia tenía ya dispuesto para mí. No cruzábamos palabras. Era un ritual que compartíamos en silencio. Leía el diario local y alcanzaba a darle una hojeaba al diario nacional, que me llegaban puntuales por suscripción a la casa. No recuerdo haber sufrido por las escenas cada vez más frecuentes de violencia y de muerte que pasaban de la sección roja a la primera plana. Todo eso ocurría en una dimensión de la realidad que no era la mía. No creía que pudiera haber alguna línea de intersección que traspasara nuestra frontera. A las ocho treinta estaba saliendo de mi estacionamiento particular rumbo a la fábrica. Llegaba a 39


mi oficina faltando cinco minutos para las nueve. A las dos de la tarde salía a comer. Amalia me esperaba con una comida rica que preparaba con sus manos de cocinera experta y amorosa. Intercambiábamos algunas palabras sobre mi trabajo, lo que ella había hecho en la mañana, algún encuentro con alguien conocido en el mercado, los chismes del vecindario. Terminaba de comer y subía a nuestra habitación a ver televisión. Ella se quedaba lavando los trastes. A las tres treinta salía para volver al trabajo. A las siete de la tarde terminaba la jornada y entonces volvía a casa a ver una película que había rentado o a seguir con algunas páginas del libro que tenía más de un mes leyendo. En mi día de descanso, que era el lunes de cada semana, salíamos a comer a algún restaurante y volvíamos a encerrarnos sin remedio a nuestra casa. No sé si fue la rutina lo que terminó por congelar el amor que alguna vez nos derretía desde adentro de la piel. Es posible. Aunque no hay modo ya de comprobarlo. Me detuve unos momentos en medio de una calle resguardada por la penumbra para pensar dónde había dejado mi auto. Siempre la sensación de que uno lo ha estacionado por allí, al alcance de la mano. Me percaté entonces que en estos días he andado a pie, recorriendo la ciudad como cualquier transeúnte, tratando de conocerla y de apropiármela del modo como luego tendré que despojarme de ella, convertirla en lenguaje, en palabras cargadas de sombras, de heroísmo, de violencia y de muerte, de miedo y frustración, de impotencia y ausencia de horizonte. Me di cuenta que la ciudad se quedaba sola más temprano en la noche que de 40


costumbre. La gente corría de los trabajos a sus casas para refugiarse y evitar que la oscuridad densa los sorprendiera en la calle. Era cuando se desataban los jinetes rojos y amarillos de la guerra y de la muerte. De manera que, después de andar vagando sin rumbo y con una extraña pérdida de la noción del tiempo, detuve el primer taxi que pasó y lo abordé, indicándole la dirección de mi casa. Pasaban unos doce minutos de las once de la noche. Yo veía las paredes de las calles y me imaginaba que no podía haber voces atrapadas allí. Era tanto el ruido que soportaban durante el día que nada inteligible podía quedar a la llegada del crepúsculo. Había una calma extraña en estas calles que recorríamos en silencio. El motor del taxi rompía con impertinencia los tejidos cada vez más densos y apretados de la noche. Y en medio de esa calma vinieron los estruendos del cielo, las centellas con su trueno de miedo. ¡Agáchese!, me gritó el conductor y frenó el auto como si hubiera topado con un muro infranqueable e inesperado. Desde el piso del auto escuché las ráfagas y las explosiones de los disparos, el ruido de las balas invisibles al perforar el parabrisas delantero y los cristales de las ventanillas. ¡Ya me dieron!, exclamó con dolor y pavor el conductor. ¡Sálvese si puede!, me dijo sin que hubiera posibilidad de mirarnos ya a los ojos. Abrí la puerta del lado de la banqueta y me deslicé como serpiente sigilosa hasta el piso de la calle, y como tal me arrastré debajo del taxi. Ha sido una estupidez, pensé. Ni modo que no me hayan visto que me escondí aquí. Vendrán a rematarme y yo no podré ni moverme para tratar de esquivar las balas, o al menos para lanzar al cielo una oración. 41


Los segundos se hicieron largos, inmensos como las orillas onduladas del océano. Súbitamente se hizo el silencio. Un silencio de muerte, de acecho franco de la muerte. A la espera de que cualquier cosa se moviera o hiciera algún ruido para abalanzarse como felino hambriento. Yo dejé de respirar durante esos fragmentos de eternidad. Aunque sentía que en mi pecho se reproducía a una escala mayor el estruendo del ataque. ¿Por qué nos atacan?, pensaba. ¿Es a nosotros? Desde esa posición de ataúd en que me encontraba pude ver a ras de suelo las botas de guerra de varios cuerpos que se movían con sigilo por la calle. Alguien dio la orden de retiro desde alguna cueva prehistórica y todos corrieron hacia sus vehículos. En pocos segundos todo volvió a quedar en silencio, sin una muestra de vida sobre el asfalto. Volví a arrastrarme para salir de debajo del auto y deslizarme entre las faldas de la oscuridad hasta ganar la esquina y dar vuelta allí. Corrí como si la sombra de la muerte me persiguiera y fuera a darme alcance en cualquier momento. Mi casa estaba cerca. Di un rodeo a la cuadra y llegué al fin. Ingresé sin encender las luces, con la intención de meterme debajo de la cama y quedarme allí hasta que amaneciera y todo pudiera volver a verse con más claridad. El silencio era como una marca que se negaba a desaparecer. Fue hasta una media hora después que empecé a escuchar el ulular de las sirenas, el escándalo que llega después de la muerte para encubrir las huellas de la muerte. Yo me quedé en el sillón más grande de la sala, temblando como un niño que se ha enfrentado de pronto al rostro concreto de los espantos. 42


4 La noticia venía en primera plana: Ejecutan al Director de Seguridad Pública Municipal. Había despertado con los nervios exaltados, sin control, con una sensación de ansiedad extrema que me colocaba en posición permanente para la huída. Tenía que salir de aquel lugar y no parar hasta encontrar la certeza de que la fuga era ya innecesaria, aunque sabía que algo así sería imposible. Era una nota pequeña, sucinta, que no daba mayores detalles, como los que yo conocía, por ejemplo. El director de seguridad pública estaba haciendo un recorrido de rutina por los puestos de vigilancia que el ayuntamiento se había comprometido a abrir en todas las colonias. En eso estaba, pasando revista a los dos agentes que se hacían cargo de aquel espacio, cuando fue objeto de la emboscada. El saldo era de cuatro muertos: El director de seguridad pública y los dos policías municipales, 43


además de un taxista que había tenido la desgracia de pasar por allí en el momento mismo del ataque. De manera que el taxista murió, pensé, tratando de contener la carrera loca del corazón que amenazaba con estallar y hacerme pedazos. Nada decía la nota sobre mí, o de algún probable pasajero que hubiese alcanzado a huir en medio de la balacera, pensé también, ahora con un poco de alivio. Me di cuenta de que yo era un testigo presencial que había logrado sobrevivir al ataque. Pero no. En realidad no había presenciado nada. De lo único que me percaté fue del estruendo que no cesaba, el ruido de las balas perforando los cristales del taxi y hundiéndose quién sabe hasta dónde en su carrocería. Cuando me metí debajo del auto tampoco pude ver nada. Todo fue un pandemónium de disparos y de sombras en medio de la penumbra. Así que era testigo de nada. No tenía caso reportar que yo había estado allí y que no tenía información valiosa que revelar. De seguro me mataban a mí también. Nadie quiere un testigo suelto por allí, aunque ande diciendo que no es testigo de nada. Mi vida no valdría una moneda de a peso. En las instalaciones del ayuntamiento todo era revuelo. Los rostros desencajados. La prisa que se topaba con las paredes, que deseaba huir del miedo y perderse en cualquier otra dimensión de la vida. Porque ésta era la dimensión de la muerte. La muerte, por cierto, no como la habíamos concebido tradicionalmente. Nadie estaría ahora en condiciones de reírse de la muerte. Digamos que se había producido un desprendimiento tajante entre la vida y la muerte. Ninguna relación significativa quedaba. La muerte era 44


sencillamente la supresión del otro, su extinción total, la desaparición del reino de la tierra y de cualquier otro reino que alguien hubiese soñado alguna vez. Era la muerte fácil, absurda, accidental, y por supuesto también premeditada. No nos percatábamos que la muerte estaba ya con nosotros, que había invadido todos los espacios de vida, que se había instalado como un imperio del mal en cada ser que podía verse todavía como un ente vivo. Era lo que se adivinaba en los ojos de todos. Del tedio del trabajo burocrático habían pasado rápidamente a la certeza brutal de que la muerte andaba por allí, entre ellos, y que podía convertirse en zarpazo fatal en cualquier momento, incluso aunque no hubiese involucramiento en nada de lo que se sospechaba y se tenía que callar. Porque ésa era la otra dimensión de la muerte: el silencio, la bruma, la niebla, la centella invisible. Nadie hablaba de los detalles, nadie preguntaba sobre los detalles, nadie quería saber detalles de la emboscada y la ejecución. Y nadie se mostraba dispuesto a ir al velorio, al funeral. Allí también podía caer la muerte. La muerte sobre la muerte. La muerte alimentando con más muertos a la muerte. Tánatos atragantándose con Eros. Pero tampoco podían dejar de ir. Era también una obligación de tipo laboral. Por eso el miedo que transpiraban por todo el cuerpo, el olor a sudor descompuesto que se cargaba en el ambiente. Yo me dirigí a la oficina del secretario del ayuntamiento para ponerme a su disposición y pedirle que me dijera dónde me tendría que instalar. Allí tenía la instrucción de trasladarme a la casa de la cultura para ubicarme en el archivo municipal. Pregunté sobre el salario. Se me dijo que el 45


cargo de cronista de la ciudad era honorario, que no estaba contemplado un pago de nómina, pero que no me preocupara, el cabildo había aprobado una compensación que se me pagaría quincenalmente. No me atreví a preguntarle de cuánto era esa compensación. Al menos habría algo para sobrevivir en mi nuevo estado de soltería. Por supuesto que pregunté dónde sería el velorio. La sala de velación estaba en una de las avenidas principales de la ciudad. Había vigilancia extrema. Conté al menos unos veinte policías municipales y otros tantos de la policía estatal y federal haciendo un cerco. Tuve que mostrar mi credencial de identificación y mi nuevo nombramiento de cronista de la ciudad para que me dejaran pasar. Los espacios de la funeraria se hallaban atiborrados de gente. Había un silencio sepulcral y un miedo de espanto en sus rostros, en sus miradas esquivas. Era notable el impulso reprimido por salir corriendo y no voltear hasta llegar a algún lugar seguro. Pasando la media noche más de la mitad de la gente se había ido. El alcalde había llegado sólo a darles el pésame a los deudos y enseguida se retiró. Yo había encontrado una silla discreta en la sala exterior al velatorio. Me había tomado tres cafés y estaba pensando en retirarme cuando sentí la presencia de alguien que se sentaba a mi lado. Era un hombre de unos cuarenta y ocho años. Regordete. Los ojos saltones, como si quisiera deshacerse de todas las miradas que le molestaban desde que tenía memoria visual. El gesto de enfado. O de desvelo, aunque las horas más pesadas de la noche apenas comenzaban. Me tendió la mano forzando una sonrisa y se presentó: era el director de comunicación social del ayuntamiento. 46


Periodista desde los veinte años, me dijo. Sé que eres el nuevo cronista. ¿Y de qué vas a escribir en medio de todo este desmadre? Estuve a punto de devolverle la pregunta: ¿Y tú de qué das cuenta a la opinión pública? Pero me contuve porque intuí que no debía enemistarme con nadie en el ayuntamiento, al menos no de manera gratuita. Hay un rumor que escuché sin querer, le dije, y ya no iba a decir más porque me contuvo su mirada inquisidora. No te creas tanto de los rumores, me dijo, con tono de advertencia. Los rumores también son peligrosos. ¿Pero qué fue lo que escuchaste sin querer? Que a veces también en los velorios se desatan las balaceras. El director de comunicación social me miró con indulgencia. Noté que sonreía y se burlaba de mi inocencia de novato. No te preocupes, me dijo, con una seguridad que, sin saber por qué, me provocó un desasosiego que hasta ese momento yo desconocía. ¿Y cómo fue que pasó lo que pasó?, me atreví a preguntar. Lo que ha salido en los periódicos, me dijo, adoptando ahora un tono profesional, que lo emboscaron cuando estaba en ese puesto de vigilancia pasando revista a los agentes responsables. Hay algo que no se ha ventilado públicamente, pero que no pasaría de ser una especulación. Lo miré con un sobresalto interior. Ya sabes que un taxista que pasó por casualidad por allí también fue ejecutado. Bueno, pues encontraron que una 47


de las puertas traseras del taxi, la del lado derecho, donde suelen ir los pasajeros solitarios, quedó abierta después del ataque. A alguien se le ocurrió que podía haber sido un pasajero que alcanzó a huir. Y bueno, van a tratar de ver si es verdad y si es posible localizarlo. No sabía que tenía la capacidad para ponerle un dique a mis emociones y evitar que el otro advirtiera lo que ocurría en mi interior. A mi cerebro llegaron las imágenes confusas de la noche, las sombras que no se aclaraban porque no contenían cuerpo alguno que las ubicara con propiedad en este mundo. Y la locura de la metralla. Yo abrí la puerta cuando el taxi dejó de recibir el castigo de las balas y las armas voltearon a otro lado para rematar lo que por allá estaba también muerto. Un pensamiento me sacudió con fuerza la conciencia y la dejó cubierta de nueva bruma: en ese momento mi cadáver estaría siendo velado en otro sitio, un cadáver solo, no sé si con Amalia llorando sobre mi féretro, si con los amigos que dejé en la fábrica o los que no he hecho aún en el ayuntamiento acompañando mi noche de despedida. ¿Cómo ves, cronista? ¿Cómo veo qué? Lo que pasa en la ciudad. Es lo que está pasando en todo el país. Sí, pero yo me refiero a nuestra ciudad. No sé qué decir. Eso es lo último que uno esperaría escuchar de alguien que tiene como cargo y como encargo hacer crónicas sobre la vida pasada y actual de la ciudad. 48


Mis crónicas no son de este mundo, bromeé. ¿Pero entonces de cuál mundo, de qué realidad, sobre qué circunstancias tendría que hacer yo mis crónicas cotidianas?, me pregunté. Acababa de ser protagonista de un acontecimiento de sangre y muerte que afectaba la vida del ayuntamiento, y desde luego también de la sociedad, y sin embargo no podía dar cuenta de ello, ni confesar siquiera que yo había estado allí. El cuerpo del director de seguridad pública tampoco podía hablar. Era el silencio impuesto de los muertos. El silencio y la ceguera. Y los oídos bloqueados por el abismo sin fin. La muerte fácil. La muerte que ha perdido todos los sentidos y no hace sino darnos la espalda. Mirarnos con esos ojos de océano sin agua. La muerte como instante intempestivo que nos sorprende a la mitad de la vida. ¿Me sería permitido hablar sobre la muerte? ¿Narrar sus andanzas por entre los bosques de piedra y los edificios de ceniza? ¿Entonces de cuál puto mundo?, espetó el director de comunicación social. De otro, dije, tratando de guardar la compostura. Nos acercábamos con lentitud a la una de la madrugada y la mayoría de la gente había abandonado el lugar. Algunos tenían sus brazos cruzados sobre el pecho y dormitaban hundiendo el mentón sobre su propio cuerpo. Otros luchaban con poco entusiasmo contra la pesadez del sueño acumulado. Pocos se mantenían despiertos y cruzando palabras en voz baja. Yo tenía la impresión de que algo tenebroso contaminaba el ambiente, como si estuviéramos debajo de una maldición milenaria que de pronto reclamara 49


su tiempo para salir e instaurar su imperio de terror y de muerte. No sabía por qué tardaba tanto en aquel lugar, por qué no me había ido ya, como la mayoría de la gente, si viéndolo bien yo no conocía al muerto ni había tenido la oportunidad de tratarlo en vida. De pronto lo supe. Era por la soledad. Tenía miedo de encontrarme otra vez con la casa recién abandonada, con todo ese espacio que intempestivamente se me echaba encina con su vastedad de niebla. No estaba listo para velar el cadáver de un amor que de cualquier manera se resistía a pasar de su agonía a la muerte. ¿Un amor que agonizaba? ¿Entonces por qué me sentía con aquella tristeza enorme, con ese hueco sin fondo que me absorbía sin que yo atinara a ponerle alguna resistencia? Bueno, es lo que uno siente por los muertos. Por eso me mantenía allí, aunque la situación era mucho más lóbrega y siniestra. Me imaginaba llegando a la entrada, introduciendo la llave en la cerradura, prendiendo la luz, volviendo a cerrar para que ninguna sombra penetrara la casa detrás de mí, abriendo el refrigerador para sacar una cerveza, destaparla y bebérmela de tres tragos, llevarme otra a mi habitación, sentarme en el borde de la cama y tomarme la segunda cerveza, arrojar los zapatos a donde cayeran, quitarme el pantalón y la camisa, ponerme una playera a manera de piyama, llorar unas lágrimas por la ausencia de Amalia y dormirme con los ojos abiertos, opacos, ojos de muerto que no alcanza a desprenderse de este mundo.

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5 Eran sólo unos segundos. Abría los ojos y me veía atrapado en medio de una sensación ajena. Era como si me despertara en un lugar totalmente desconocido, no, en una zona de la realidad que nunca antes había habitado, o mejor, como si fuera otro el que encaraba el amanecer y tardaba una enormidad en volver a ubicarse, a ubicarme en el tiempo y en el lugar que yo creía míos, aunque no lo fueran. La luz que se filtraba por los orificios y las grietas de las cortinas era tan delgada que parecía a punto de desvanecerse, de desaparecer antes de acabar de instalarse, esplendorosa, en toda la habitación. Poco a poco, en la medida que volvía a recorrer la casa, recuperaba los espacios y los objetos. De ahí brotaban significados viejos e inéditos que antes no advertía. Las cosas de la casa me hablaban. Algunas con la ternura de un bebé necesitado 51


de amparo, otras con el reclamo del mar que no entiende su soledad debajo del cielo. Era obvio que me estaba convirtiendo en otro; o no, que estaba asumiendo por fin la vida que desde siempre quise vivir: ser yo y ser todos en medio de este torbellino nebuloso de la historia. No sabía si mi trabajo de cronista podía llegar a tener alguna trascendencia. Suponía que sí. Arrojar carbón a la caldera del tiempo era importante: mantenía vivo su espíritu de abismo y de estruendo, de viento y de canto soterrado, de neblina y de esperanza siempre diferida. Y uno se hace polvo con el polvo de la tierra, con ese polvo del alba que ilumina la luz de cada día. Lo que realmente importaba, en todo caso, era que me había ganado la oportunidad de meterme a una actividad donde podía hacer algo por mi ciudad, es decir, por los demás, los otros con los que compartimos este espacio apretado, este sitio de guerra que se respira como una fortaleza. Nadie se acordaba ya de nuestro pasado remoto o reciente, ni tenía tiempo y disposición para encontrarle al presente algún sentido. Era como si el tiempo desapareciera y nos dejara instalados en un punto que corría sin cesar, sin precedente y sin perspectiva. Esta casa había ejercido sobre mí un influjo oscuro, como si hubiera sido una cueva prehistórica habitada por todos los ruidos y los miedos de la selva. Mi miedo era el de la soledad. Amalia siempre fue una mujer distante. Era desde allí que me veía y me tendía sus brazos cuando estaba necesitada del calor de otro cuerpo. Así la sentía cada vez que me hundía debajo de su piel, que miraba sus ojos tratando de escudriñar su posición distante y me quedaba atrapado 52


entre la niebla impenetrable de la lejanía. Por eso, al volver a las horas cotidianas, nos era suficiente saber que cada uno estaba allí y que el otro podía ofrecer la compañía requerida para evitar el derrumbe. Podía salir de la casa temprano en la mañana. No tenía que prepararme el desayuno. Ni siquiera la comida. Los trabajadores del ayuntamiento podíamos hacer uso de vales de alimento que nos entregaban cada quincena y que podíamos canjear en alguno de los restaurantes cercanos con los que se tenía contrato. De manera que ni de eso tenía que preocuparme. Lo primero que hice fue revisar el inventario que se tenía en el archivo del municipio. Muy poco de un valor histórico significativo: restos de una civilización prehispánica que mantenía su orgullo autónomo pero que no encontraba su lugar en el tiempo; documentos que pertenecían a personajes que habían tenido alguna participación importante en los acontecimientos de la historia nacional y local; ediciones antiguas de libros que habían sido escritos por poetas e intelectuales que muy pocos en la ciudad recordaban. No creí que mi trabajo se limitara a ser guardián de aquel lugar que de ninguna manera podía ser considerado como la memoria histórica del municipio. Suponía que otra de las vertientes tenía que ver con la investigación y el registro de los acontecimientos cotidianos. Así pensé planteárselo al alcalde cuando me mandó llamar para conversar conmigo acerca de estos asuntos. No tuve que hacer fila afuera de su despacho para entrar a verlo. Su secretaria particular, una mujer de unos cuarenta años, de rasgos toscos y sonrisa forzada, con un traje sastre oscuro que le opacaba notablemente 53


su femineidad, su condición de mujer metida a funcionaria, me indicó que el alcalde me esperaba y que tenía un cuarto de hora para desahogar el asunto conmigo, o yo con él. Exactamente un cuarto de hora, me advirtió. Era un hombre delgado, de estatura mediana, piel morena, muy oscura; de gesto hosco cuando estaba tratando algún asunto con alguien que, como yo, no era de su círculo cercano o de los sectores influyentes de la sociedad. Su director de comunicación social le había sugerido que sonriera durante los actos públicos para que diera una impresión agradable. Y es que cuando no sonreía parecía que algo le retorcía las entrañas. Como si no anduviera a gusto con el cargo que ostentaba, y tampoco con el mundo. Me hizo esperar unos minutos. Entró solo, portando un traje café oscuro; se sentó en su silla presidencial y me prendió con una mirada de superioridad que me inhibió de momento. Nos interesa mucho recuperar la memoria histórica de nuestra ciudad, me dijo, entrando al tema directamente. Saber de dónde venimos, quiénes somos. Hay pasajes de nuestra historia que se han escrito y que existen en libros y publicaciones marginales. Pero no tenemos una historia completa de muestra ciudad. Esa va a ser una de tus tareas. La otra, y que también nos interesa sobremanera, será el registro puntual de lo que hacemos todos los días, lo que este ayuntamiento va realizando en su trabajo cotidiano, desde luego que lo que resulte trascendente, que aquí entre nosotros pues es casi todo. El cuarto de hora que me había dicho la secretaria particular se convirtió en una sesión monólogo de cinco minutos. 54


Sin esperar a escuchar mis razones, mis sugerencias, mis puntos de vista, mis peticiones, el alcalde se puso de pie y me extendió su mano a manera de despedida. Me dijo que fuera a las oficinas de comunicación social para que el encargado, que yo había conocido en el velorio del director de seguridad pública, me incluyera en una lista especial de compensaciones, y para ponerme de acuerdo con él con respecto a los medios de comunicación con que el ayuntamiento tenía arreglo para que yo diera a conocer allí mis trabajos. Bajé las escaleras con una sensación de pesadumbre. Ingresé al pasillo estrecho de la planta baja y me encaminé a las oficinas indicadas. En dirección contraria venía un joven de unos veintidós años, vestido informalmente, como visten los jóvenes de esa edad, no como un empleado del ayuntamiento. Caminaba a paso firme, con seguridad, con la decisión de alguien que sabe lo que va a hacer y no hay nada en el mundo que se lo pueda impedir. Vi esa determinación en sus movimientos. Traía una gorra negra y lentes oscuros. Sentí que me miraba desde la oscuridad de sus ojos con advertencia de muerte. Tuve un sobrecogimiento interno que estuvo a punto de obligarme a retroceder. Fue cuando me percaté de que en su mano izquierda traía una botella de vidrio con un pedazo de tela a manera de mecha. Vi cómo sacó un encendedor y la prendió, convirtiéndola en bomba molotov. Y vi también, con toda claridad, cómo la arrojó a través de la ventana abierta a la oficina del director de comunicación social. Y cómo, dejándome congelado sobre la pared, el tipo se echó a correr pasándome de largo. 55


Se escuchó el ruido de la botella al hacerse pedazos y un flamazo que se extendió rápidamente por todo el espacio de la oficina. Una mujer salió corriendo, lanzando chillidos de horror, con la falda prendida en llamas. Chocó contra la pared y, como una antorcha humana en ciernes, se alejó en dirección contraria a donde yo estaba y desapareció por una de las puertas que daban a la explanada exterior. El pasillo se llenó de gente que corría hacia todos lados sin saber qué hacer. Algunos gritaban pidiendo agua, ¡unas cubetas de agua!; otros clamaban por los bomberos; unos más trataban de ver a través del fuego y del humo si había quedado atrapado alguien adentro. Hasta que llegó el vigilante del área con un extinguidor en sus manos y sofocó en pocos minutos el fuego. Me desprendí de aquel pequeño torbellino de gente y me encaminé a la salida. Ya estaban subiendo a la mujer quemada de las piernas en una ambulancia. El revuelo alcanzaba la explanada que servía de estacionamiento. Los policías municipales corrían de un lado a otro tratando de localizar algún sospechoso. Otros preguntaban qué había pasado y, al enterarse, procuraban abandonar las instalaciones o buscar algún refugio conveniente. Yo lo había visto. Me había convertido por segunda ocasión en testigo involuntario de un suceso violento. Me sentía enervado, pero más por estos pensamientos que por el hecho en sí. Lo que me estaba provocando angustia era que el hechor me había visto, vio que yo lo vi. No era como la vez anterior, que nadie sabía que yo había estado allí, ni siquiera los sicarios que ejecutaron al director de seguridad pública y al taxista que me llevaba a mi casa. 56


Salí a la avenida y me trepé al primer camión urbano que pasó. Encontré un asiento libre del lado de una ventanilla y me acomodé allí. Me dejé llevar sin ninguna resistencia. No importaba a dónde fuera el camión, que se detenía a subir y a bajar pasaje en cada esquina. Lo que quería era alejarme de allí, de las instalaciones de la presidencia municipal, que eran ya como un pandemónium. Aunque en el fondo trataba de evitar que alguien me hiciera preguntas sobre el autor material de los hechos, o que el propio autor me anduviera localizando para asegurarse de mi silencio total. Me propuse recapitular. No había nadie más en el pasillo cuando ocurrió el atentado, salvo el autor y yo. De manera que nadie me podía llamar a testificar sobre lo ocurrido. Cuando estalló la bomba se desató el revuelo de la gente y nadie se percató que yo ya estaba allí cuando todos salieron gritando de sus oficinas para tratar de ayudar o para esconderse. Sólo el autor material de los hechos sabía que yo sabía. Nadie más. La velocidad de los acontecimientos no me había dado tiempo para pensar en causas y en concatenaciones. En ninguno de los periódicos o noticieros de la radio y televisión se preguntaban por las causas. ¿Por qué ejecutaron al encargado de la seguridad pública en el municipio? Simplemente se limitaban a dar cuenta escueta de los hechos. ¿Y por qué ahora el atentado contra la dirección de comunicación social? ¿Se podía pensar en alguna relación entre estos dos sucesos violentos? ¿Y qué tenía qué hacer yo como cronista de la ciudad? ¿Investigar? ¿Aclarar las cosas? ¿Hacer el registro de los hechos y darlos a conocer? 57


El camión urbano hacía su recorrido habitual por entre las venas y las arterias de la ciudad. La gente que subía escogía su asiento y hacía el recorrido en silencio, aunque fueran en pequeños grupos. Era raro escuchar alguna conversación entre los pasajeros. Si acaso, tratando asuntos convencionales. En algunos hoteles se veía la presencia amenazante de la policía federal. Los tomaban y los ocupaban para convertirlos en campamentos. Lo mismo en casas de seguridad decomisadas. Y el patrullaje constante del ejército. Éramos como una ciudad sitiada desde adentro. Ahora que lo veía mejor, era el miedo lo que convertía en silencio y mutismo lo que no hacía mucho era la algarabía cotidiana. La gente salía a la calle, a su trabajo, a la escuela, a cualquier encomienda, con el rostro cubierto por una sombra de miedo. En cualquier momento la calma engañosa se convertía en estallido y lo peor que le podía pasar a uno era quedar atrapado en medio de un fuego cruzado, o caer bajo el impacto fulminante de una bala perdida. Ésta era la ciudad donde mis padres enterraron mi ombligo cuando nací. Mi padre solía contarme que su padre le hablaba del arraigo de la tierra. Para que alguien sea realmente de algún lugar, sobre todo del lugar donde dio sus primeros berridos, le decía, tenían que enterrar su ombligo allí, o mejor dicho su cordón umbilical. Pero en una ciudad como ésta los espacios abiertos se van cancelando paulatinamente. La tierra se cubre de asfalto y se llena de casas y edificios. La tierra yace debajo, inalcanzable a la mano de cualquier jardinero. De manera que, para no faltar a la tradición, mi padre enterró mi ombligo en una de las masetas 58


que tenía mi madre en la casa. Es una maseta que todavía cultivo. En cada aniversario de la muerte de mi madre, y de mi padre, arranco una flor para llevarla al camposanto. En camposanto se nos convertía, por cierto, esta ciudad. En zona de guerra y en camposanto al aire libre. Era una ciudad que se quedaba sola a partir de las diez de la noche. Sólo unos cuantos, los que temerariamente desafiaban su propio destino, salían a recorrer las calles llenas de bruma y los antros de muerte. La gente prefería encerrarse en sus casas y aguardar a que pasara la noche. No era raro escuchar las persecuciones o las carreras de autos en las calles, sobre todo en los bulevares, en las calzadas, en las avenidas principales de la ciudad; lo mismo los gritos de auxilio, las detonaciones lejanas o a la vuelta de la esquina; el estallido de la noche cuando se saturaba de presencias etéreas. En el día también ocurrían estas cosas. Poco a poco con mayor frecuencia. De pronto, un vehículo impenetrable se detenía en la calle y de su interior bajaban dos o tres o cuatro individuos vestidos de negro, a veces con uniformes de corporaciones policiacas, los rostros cubiertos con pasamontañas, portando armas largas, y levantaban a alguien que iba caminando entre la gente, o lo bajaban de su propio vehículo para llevárselo con ellos. Nadie decía nada, nadie gritaba alertando o pidiendo auxilio. Era como si nada hubiese pasado. Una corriente de aire que causaba desasosiego y que desaparecía en la atmósfera. La gente seguía su recorrido por las aceras y los portales del terror. Habíamos aprendido a sobrellevarlo con nosotros. Era una sensación 59


que se convertía en fuego y mantenía en llamas vivas los nervios. La sensación de vulnerabilidad, de pérdida completa de la libertad.

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6 Aquel día llegó un mensaje extraño a mi celular. Decía que se llamaba Maricruz y que trabajaba como secretaria en la sindicatura. Había leído con mucho interés y entusiasmo mi libro sobre el poeta suicida, así como mis crónicas, que se publicaban con regularidad en los periódicos con que el ayuntamiento tenía acuerdo, y deseaba conocerme personalmente, aunque, aclaraba, solía verme cuando andaba yo deambulando por los pasillos estrechos y sofocantes de la presidencia. Lo único que se me ocurrió de inmediato fue agradecerle sus palabras y que fuera una de mis lectoras atentas. A partir de ahí, cada vez que publicaba una crónica sobre algún acontecimiento oficial o las investigaciones que sobre la ciudad estaba realizando, Maricruz me hacía llegar con toda puntualidad un nuevo mensaje con palabras laudatorias. 61


La conocí una mañana calurosa en que me dirigía a la dirección de comunicación social, por el mismo pasillo en que semanas atrás había visto cómo un joven embozado arrojó la bomba molotov por la ventanilla de la oficina. Ella me alcanzó por la espalda y me tocó un hombro. Me detuve y volteé a ver de quién se trataba. Era una mujer grande, de piel blanca como la nieve lejana de la montaña; ojos claros, opacados por el fondo oscuro de la vida; el pelo suelto, cayendo libremente sobre sus hombros desnudos; de una sonrisa sencilla, que aparecía en su boca como una flor que brota con felicidad de la tierra cuando la tierra siente que debe darle ese regalo al mundo. ¡Maricruz!, pensé al ver cómo me miraba desde detrás de esa cascada vigorosa, fresca y transparente como alguna vez había sido la mañana a esa misma hora. Ella asintió, como si hubiese leído mis pensamientos. Fue un encuentro que me dejó la sensación de vértigo. Intercambiamos algunas palabras sin sentido y se alejó de ahí. Fue como una bocanada de humo que al entrar en contacto con el aire simplemente se desvanece, aunque deja un aroma fuerte y penetrante. No era como la había imaginado. Era mucho mejor que la visión que de pronto invadía mis sueños solitarios y me arrojaba con nuevos bríos al amanecer. Durante los días subsiguientes se convirtió en un recuerdo poderoso, en una necesidad impostergable, en una nube cercana cargada de agua y de granizo, en promesa y sentencia, en el fuego lento que quemaba sin dolor todas las zonas inexploradas de mi ser. De manera que en un mensaje le envié la propuesta: ¿por qué no nos veíamos 62


en algún lugar discreto para acabar de conocernos y ver qué podía pasar después? Y ella aceptó. Escogí un lugar mítico, de esos que se conservaban a pesar de los remolinos y de las épocas nuevas. Era como esas peñas bohemias que proliferaron tanto en la década de los setentas del siglo pasado; un lugar inundado por la penumbra, donde se cantaban canciones del folklore latinoamericano y se decían poemas de amor y del exilio. Era un espacio de la noche ubicado en una de las orillas luminosas de la ciudad; pequeño y discreto, con rincones apropiados para las parejas prohibidas y los amores errantes y huidizos. A las nueve del próximo jueves, le sugerí en uno de los mensajes que cruzamos con febril ansiedad. ¿Por qué hasta el jueves si era martes?, me pregunté en cuanto el mensaje fue enviado. ¿Por qué no mañana mismo? Porque inconscientemente quería tener tiempo para prepararme. Era el tiempo en que el día duraba poco y llegaba pronto la noche, una noche cerrada, densa como la niebla que por aquí reptaba. Está bien, me envió en un mensaje Maricruz. El jueves me desocupé temprano a propósito. Rogué porque el alcalde no fuera a tener a esa hora algún evento importante, de esos que él consideraba trascendentes, y me llamara para que elaborara la crónica respectiva. Una vez le comenté al director de comunicación social que aquellos registros pertenecían más bien al género del boletín. Pero él se molestó y lo que me dijo fue que para qué carajos estaba entonces yo allí. Para las cosas que trascienden, le respondí, a manera de broma, aunque no le hizo ninguna gracia. A las siete de la tarde andaba ya por el centro de la ciudad 63


tratando de matar el tiempo. Me metí a un café a leer el periódico del día pero no pude concentrarme, descifrar el código del lenguaje escrito. De manera que a la media hora volví a ganar la calle. Sin darme cuento anduve dándole al jardín central varias vueltas, como solían hacer los jóvenes de los pueblos y las ciudades chicas los domingos por las noches o los días de fiesta. Los varones circulaban en un sentido y las chicas en otro, de manera que se encontraban para verse y ubicarse, para amarrar noviazgos que podían durar sólo esa noche o toda la vida. Yo caminaba con el pensamiento flotando delante de mis pasos. Me sentía como un adolescente que acababa de lograr su primera cita y no tenía experiencia sobre el asunto. ¿Hasta dónde podía llegar un encuentro como ese?, pensaba. Estuve a punto de entrar a una farmacia para comprar una caja de condones y estar preparado. Pero me dije que si llegaba a la cita con esa compulsión echaría las cosas a perder. Todo lo que hiciera y dijera llevaría ese propósito. Y mi propósito no era llevármela a la cama, no al menos con ese grado de tensión y de apresuramiento. Era mejor que las cosas se dieran por sí solas y, si se daban en ese sentido, lo de los condones y el lugar constituía un problema fácil de resolver. Dejé el jardín y me arrojé a las calles. La peña se encontraba a unas diez cuadras del centro histórico. Se podía llegar caminando si no había prisa. Yo tenía alrededor de una hora. Era un tiempo que se estiraba y se dilataba como atrapado en medio de una ansiedad cerrada. Transcurría al ritmo de mis pasos, de mis aprensiones, de mis sentimientos 64


encontrados. Pensé en Amalia. Inevitablemente en Amalia. ¿Por qué, Dios mío, en aquel momento? Una sensación de vergüenza y de traición me golpeó de pronto. Nunca había engañado a Amalia con ninguna otra mujer. Alguna vez se lo dije pero ella no me creyó. Era verdad. Siempre quise ser de ella y siempre me sentí así. Sólo de ella, mi Amalia aire, Amalia fuego y humo y luego sólo humo. Pero Amalia me había abandonado y no quedaba obligación alguna de fidelidad. Sentía que me temblaban las manos y las piernas. Tenía que detenerme y sentarme en el filo de la acera, tranquilizarme, volver al control de mis emociones, presentarme ante Maricruz como el hombre maduro e inteligente que ella creía. Necesitaba un tequila. Miré mi reloj de mano y me percaté de que faltaba media hora para la cita. Era el tiempo que necesitaba para darle sosiego a mi espíritu y ponerme en condiciones para disfrutar la presencia de aquella mujer enorme y remota. Es lo que tenía que hacer. Disfrutar. Hacía mucho que no se me presentaba una oportunidad para pensar en el placer, en el bienestar, bien estar, el compartir con otra persona las cosas agradables que tenemos y por las que suspiramos. Podíamos darnos, ella y yo, ese regalo. Llegué al lugar y escogí una de las mesas más umbrías, la de un rincón que estaba a salvo de miradas indiscretas. Cuando llegó el mesero a atenderme encendió una pequeña veladora que se hallaba en el centro de la mesa y que yo no había visto. La llama era una figura danzante de luz que sólo alumbraba el área cuadrada de la mesa donde yo estaba. Pedí una copa larga de tequila. Me tomé la mitad de un 65


trago y dejé la otra para cuando el efecto estuviera pasando. ¿Qué era lo que sentía por aquella mujer que acababa de conocer? ¿Y qué podía sentir ella por mí? ¿Era el inicio de un romance, de una aventura, de una relación que aparecía en un punto del destino donde todo lo que se veía detrás era incertidumbre? Algunos minutos después me bebí el resto de la copa. El líquido era como un fuego suave y placentero que me devolvía las energías y aliviaba la tensión. Vi que apareció traspasando el umbral de la entrada, adentrándose en el ambiente crepuscular de la peña, acompañada de un individuo. De pronto, me imaginé que su marido pudo haberla descubierto, descubrir que acudía a una cita con otro hombre, y la obligó a venir con él. Yo podía estar en peligro de muerte, pensé. Si el marido la estaba acompañando lo más probable era que trajera algún arma para lavar con mi sangre la ofensa. Pero era el mesero que la conducía hasta mi mesa y le acomodaba la silla para que se sentara. Me sentí atolondrado. Se suponía que eso era algo que me tocaba a mí hacer. Antes de que el mesero se retirara ordenamos un tequila para cada uno. Ella confesó que le gustaba. Sí, así como yo lo estaba tomando: solo. Bueno, con limón y sal. No sabía que había lugares así, dijo. ¡Qué buena idea! Está tan oscuro que apenas nos vemos las caras en cada mesa. Eso está bien, ¿no crees? A las nueve y media empieza la música en vivo, es un tipo de música latinoamericana, de trova y esas cosas. Música romántica, dijo ella. 66


Sí, dije yo, un canto que combina el vuelo del amor con el vuelo de las utopías. ¿Utopías?, preguntó ella. Los sueños con que se diseña la historia, le dije. ¿A ti te gusta la historia?, me preguntó. Me gusta saber lo que ha pesado antes de nosotros, le dije. ¿Para qué?, preguntó. Para saber de dónde venimos, qué nos determina, le dije. ¿La historia del mundo o sólo la historia de nuestra ciudad?, preguntó. La historia, respondí; la memoria de uno y la memoria de todos; nuestra memoria. Ahora entiendo por qué te eligieron como cronista de la ciudad, me dijo. Oh, sí, exclamé, en el pasado están todas las respuestas. ¿Y en el presente?, preguntó ella. En el presente están las preguntas, la confusión, dije yo. ¿Y el futuro?, preguntó ella. El futuro aquí en este momento eres tú, le dije. Maricruz sonrió como si fuese una flor que se estaba abriendo a la vida, a la caricia lejana y abrumadora del sol. Ahora que podía observarla mejor, no era difícil calcular su edad: unos cuarenta y dos años. Era una mujer joven, en plena madurez. Traía un torrente de emociones y deseos reprimidos. Había un brillo profundo en sus ojos, dispuesto a convertirse en centella. Me miraba y sonreía con auténtica placidez. Brindamos por la oportunidad que nos habíamos dado para estar juntos y conocernos a profundidad. 67


Venía caminando por la calle, me dijo, y me sentía atolondrada: de qué podía platicarte, de qué cosas hablar con una persona tan ilustrada como tú. Le iba a confesar que hacía apenas unos meses me desempeñaba como un oficinista más en el departamento de personal de la fábrica de papel, y que había quedado desempleado antes de lograr esta ocupación. Pero creí que era muy pronto para invocar el desencanto. Leí con mucha emoción, me dijo, el libro que escribiste y que publicó el ayuntamiento sobre el poeta este, ¿cómo se llamaba?, ¡Montepío!, que se suicidó por una mujer de la que se enamoró perdidamente, y ella no le correspondió. Las cartas. ¡Oh, Dios! ¡Las cartas! Cualquier mujer se sentiría halagada al saberse amada como ella lo fue de su poeta apasionado. ¿Por qué no le correspondió? Son los misterios del amor, le dije. Ella simplemente se enamoró de otro hombre. Pero guardó todos estos años las cartas que Montepío, su enamorado suicida, le había escrito. En esas misivas le mostraba su corazón abierto y sangrante. Nunca le correspondió, pero no se atrevió a destruir sus cartas. ¡Y qué bueno! Porque gracias a esas cartas hemos podido conocer a fondo la causa directa del suicidio de uno de nuestros poetas entrañables. Poco después subió al pequeño estrado el cantante de la noche. Éramos pocos los que estábamos esperando su actuación. Maricruz se acomodó de perfil y cruzó con provocación sus piernas. Alcancé a ver, a través de las sombras que se mantenían al acecho alrededor de la llama, unas rodillas brillantes y apetitosas. ¡Y las pantorrillas! ¡Como un 68


manjar que me prendía y me volvía loco el deseo! Pedimos otros tequilas y distendimos el ambiente. De pronto, nos sentimos como si nos conociéramos de mucho tiempo atrás, como si alguna vez hubiésemos tenido un romance y nos proponíamos ahora recuperar esa oportunidad. Al cuarto tequila ella se puso de pie y me invitó a bailar. La tomé de la mano y rodeé su cintura con mi brazo derecho. La estreché con violenta suavidad contra mi cuerpo. Tenía mis labios cerca de su oreja derecha. ¡Qué hermosa eres!, le dije, y adiviné su sonrisa. Te tengo aquí, cerca de mí, tu cuerpo haciendo contacto directo con el mío, como dos piedras en la noche que se frotan para intentar sacar una chispa y prender la oscuridad. Volvimos a la mesa y nos sentamos más cerca el uno del otro. Brindábamos por todo: por el gusto de estar allí, juntos, compartiendo aquella noche extraña; por la suerte que me hizo llegar para que ella tuviera la oportunidad de conocerme. ¿Pero por qué yo?, le pregunté. Además del libro del poeta suicida, me dijo, que me cautivó por completo, están también las crónicas que publicas en los periódicos: tienen algo como de relato, como de cuento literario. A cada persona la conviertes en personaje, y siempre hay una trama que intriga, que provoca suspenso, emoción. Son trabajos muy bien hechos, como si te esmeraras en hacerlos, lo mismo que un escritor ha de hacer para escribir sus cuentos. ¿Te gusta la literatura?, le pregunté. Sí, me dijo, no dejo de leer desde que estaba en la secundaria; siempre un libro para dialogar y para aprender, 69


para no sentirme tan sola, para soñar con otros mundos, con otras dimensiones de la realidad. Hay algunas cosas que quisiera incorporar a mis crónicas, le dije, pero nadie quiere hablar de ellas. ¿Como cuáles?, me preguntó, mirándome con advertencia directamente a los ojos. Pienso, por ejemplo, le dije, en la ejecución del director de seguridad pública; en el atentado que sufrió la oficina de la dirección de comunicación social; en todos esos muertos que aparecen a la vuelta del camino o de la esquina y que nadie reconoce, que nadie identifica; los muertos anónimos que configuran el nuevo paisaje macabro de nuestra ciudad. En eso mejor ni te metas, me dijo ella, con firmeza. ¿Por qué?, insistí. ¿Sabes algo? No hay necesidad de indagar nada, me dijo, de preguntar nada, de publicar nada. Todo mundo sabe lo que se tiene que saber. ¿Saber qué, por ejemplo?, pregunté. Que te tienes que conformar con lo que sabes, me dijo, o te conviertes en uno de ellos. ¿De quiénes?, pregunté. De los que ejecutan, me dijo.

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7 Se lo propuse al alcalde aquella ocasión en que me tocó quedar sentado a un lado suyo en la mesa del presídium. Estábamos conmemorando el día de la libertad de expresión. El acto oficial se llevaba a cabo en el mismo salón que se había escogido para el festejo. De un lado del alcalde se encontraba el director de comunicación social y del otro el cronista de la ciudad. Necesito que me dé una entrevista especial, le dije, una para hacer la semblanza política de su vida y publicarla. Pero mi carrera política recién ha empezado con este cargo, me dijo. Nos limitamos a eso, le dije, y hablamos también de sus ideas, de las perspectivas que ve en el futuro, de la ciudad, de cómo la ve desde la responsabilidad que tiene, y de qué está haciendo para hacer de ella un lugar mejor. 71


¡Ah, cabrón!, exclamó. ¿Qué, no es un buen lugar para vivir? Todo se puede mejorar, le dije, para salir del apuro. Tienes razón, me dijo, y yo tengo ideas y he tomado acciones para mejorarla. Era un día para que la libertad fuera parte del aire que todos respirábamos en ese lugar, decía el conductor del evento, de manera que allí estaba el micrófono, para quien quisiera hacer uso de él y dijera sus sentires y sus ideas. Era un espacio que otros años ocupaban algunos de los periodistas para agradecerle a la autoridad que garantizara la libre expresión. En esta ocasión, sin embargo, uno de ellos se levantó de la mesa redonda y se encaminó con determinación hacia el micrófono. Se ubicó de tal modo que podía ver de un lado al alcalde y del otro lado al auditorio, que estaba formado por unas cien personas, entre periodistas, dueños de los medios locales y estatales, parientes e invitados especiales, miembros de la aristocracia política: diputados locales y federales, un senador, dirigentes de los partidos políticos. Era un hombre de unos cincuenta años de edad. Se acercó al micrófono con los ojos encendidos por el alcohol, aunque no estaba totalmente borracho. La libertad tiene sus límites, dijo. En este país esos límites tienen el color de la sangre. La libertad es una palabra hueca cuando el silencio se impone por sí solo y se convierte en garantía de sobrevivencia. Ésta es la época del silencio. Pero no podemos permitir que el silencio cubra en esta ocasión la memoria de nuestro compañero desaparecido. Les pido a todos que escribamos su nombre en los papeles que 72


tengamos a la mano, en una servilleta incluso, y que se lo leamos a quienes están a un lado nuestro, a todos los que estamos aquí, que ese nombre sea como una campana que no deje de sonar, aquí y afuera. A ver si así el silencio se rompe y cae sobre el suelo hecho pedazos. ¡Ah, qué cabrón!, escuché que exclamó el alcalde. ¡Qué hijo de puta!, agregó, haciéndole el comentario en voz baja al director de comunicación social. ¿Qué quiere que haga?, le preguntó éste. ¡Te lo chingas!, le ordenó el alcalde. Enseguida, como si nada hubiese pasado, volvió a dirigirse a mí para decirme que le agradaba la idea, que me mandaría llamar para que hiciéramos eso que le acababa de proponer. El periodista volvió a su mesa en medio de un silencio atronador, que parecía contradecir la esencia misma de su discurso. El alcalde se puso intempestivamente de pie. De cada una de las mesas redondas se desprendieron los periodistas que así lo decidieron. El conductor del evento anunció que el alcalde se retiraba, que tenía otros compromisos urgentes que atender, pero que nos dejaba a todos en la fiesta, con comida y bebida de sobra para que disfrutáramos la velada. Antes de que pudiera reaccionar, el alcalde tenía ya una vaya de unos diez periodistas de cada fila que lo esperaban para despedirse de él. Cuando El alcalde se iba despidiendo de mano de cada uno, los periodistas le entregaban un papel con el nombre de su compañero desaparecido. Después de la comida siguió el baile, y luego sólo música de aparato de sonido para amenizar las disputas verbales 73


que protagonizaban los pocos periodistas que se quedaron a seguir la borrachera. El director de comunicación social y yo nos unimos a la mesa redonda de los últimos bebedores. En esa mesa estaba el periodista que había tomado el micrófono para hablar de la libertad y de su compañero desaparecido. Me atreví a preguntar qué había pasado, si se sabía algo, si alguien seguía las pesquisas. Lo que sabemos, dijo, es que lo levantaron hace una semana y que nadie ha vuelto a saber de él. Su familia no ha recibido ninguna comunicación de nadie. Se ha interpuesto una denuncia pero nada se mueve en este mundo kafkiano de la burocracia. Es como si se hubiese esfumado en el aire y nadie tuviera responsabilidad alguna. ¿Así que cuál pinche libertad de expresión? Es ya una cuestión de sobrevivencia, como dije. Si quieres mantenerte vivo, pues entonces no hay que escribir sobre lo que ves, lo que escuchas, lo que pasa en el mundo real. Hay que inventar realidades y darles la cobertura conveniente. ¡No chingues, pinche Alfonso!, tronó el director de comunicación social. Ya andas pedo, cabrón. No dejes que se te suelte la lengua así nomás. Exageras. Quién sabe en qué chingaderas ha de haber andado metido su compañero. Y luego quieren que lo encuentre la autoridad. ¿Qué tal si se fugó con otra vieja o con una buena lana de algún negocito? ¿Cómo crees, pinche director de comunicación social?, dijo el periodista. Lo pedo no me quita lo certero, cabrón. Lo cierto es que pasa de todo en esta ciudad y no pasa nada. Como en todo el país, dijo el director de comunicación social. 74


Pues sí, dijo el periodista. Mal de muchos… Esto ya se está poniendo intolerable, dijo el director de Comunicación Social, y se levantó de su silla. Nadie hizo nada por detenerlo. Vi cómo lo miraban los que se quedaban: con un cierto desprecio que no alcanzaba a adquirir su forma original; quizá con una dosis de náusea que tampoco se dejaba mostrar totalmente. El director de comunicación social me miró para saber mi reacción. Yo permanecí imperturbable, dispuesto a seguir allí, compartiendo el vino que todavía quedaba con los periodistas, con los que por otra parte me sentía identificado. El director de comunicación social se encaminó a la salida. Nadie más lo siguió. De hecho, en el salón sólo quedábamos nosotros, los de aquella mesa redonda conformada por seis periodistas briagos e inconformes y el cronista de la ciudad. Los comentarios hacia el director de comunicación social eran ya de abierto desprecio. Era uno de nosotros, decían, muy crítico de las acciones del gobierno y de los políticos que se enriquecen a costa del erario, pero en cuanto le dieron este cargo cambió totalmente. Hay rumores que incluso lo relacionan con los innombrables. ¿Los innombrables?, pregunté yo. Sí, decían, todos esos que se han apoderado de la ciudad y de muchas otras ciudades del país, del país entero, quizá, pero que no se pueden nombrar. Antes hablábamos de los poderes formales y de los poderes fácticos; ahora tendríamos que hablar de los poderes invisibles, los poderes que se disfrazan de sombras y que se ponen la máscara de la muerte para que nadie los identifique. 75


Se escucharon tres detonaciones que provenían del exterior, enseguida un motor que aceleraba con advertencia de muerte, y el chirriar de las llantas. Y un espacio breve de tiempo cargado de silencio. Nos levantamos como azotados por una centella, arrojamos hacia atrás las sillas y nos dirigimos a la salida corriendo. En el trayecto yo pensé que era una imprudencia. Cualquier cosa que hubiese pasado, el peligro podría estar todavía presente allí, afuera. Pero algo más fuerte nos impulsaba a seguir, a ganar la puerta de salida para asomarnos al exterior y percatarnos de lo que ocurría. Quizá la curiosidad mortal de periodista. El más joven llegó primero y se quedó atrapado en un segundo de sorpresa y quizá hasta de gusto no confesable. Volteó a vernos como para confirmar lo que pudiéramos estar suponiendo. En efecto, era el director de comunicación social. Yacía con el rostro y el pecho ensangrentados a los pies de su automóvil. Cuando llegaron los agentes del ministerio público y nos interrogaron, dijimos lo que había ocurrido. No vimos nada, sólo escuchamos lo que escuchamos. Y ya. Yo recordé lo que me había dicho Maricruz con respecto al director de comunicación social. ¿Por qué le habían arrojado aquella bomba incendiaria?, pregunté. ¿Y por qué no se había investigado para dar con el autor material y conocer los motivos? Después del quinto tequila, ella me dijo que se sentía mareada, que estaba a punto de perder la conciencia y toda vigilancia sobre sus actos. Le sugerí que fuéramos a un lugar discreto, donde sólo pudiéramos estar los dos. 76


¿Un hotel?, preguntó. Aquí a la vuelta hay uno, sugerí. No pasará nada que no queramos los dos. Podrás recostarte y descansar. Podremos seguir bailando porque hay música en las habitaciones. Y haremos lo que el buen juicio aconseja en estas ocasiones. ¿Qué?, preguntó, con una sonrisa coqueta que la hacía ver más apetitosa. Nos haremos el amor hasta que quedemos sin fuerzas, desfallecidos sobre la cama, sobre este sueño que hemos estado construyendo y que debemos concluir. Procura no andar muy cerca de él, me dijo, refiriéndose al director de comunicación social. ¿Por qué?, quise saber. No quieras saber lo que te puede poner a ti también en peligro, me dijo. Nomás hazme caso. Maricruz. Me parecía un poco macabro que su recuerdo llegara a mí en ocasión de una muerte, prácticamente frente al cadáver todavía caliente de un hombre que nada tenía que ver con nosotros pero que de alguna manera se interponía como motivo. No podía evitar que las imágenes de su cuerpo desnudo, retozando con desenvoltura sobre la cama, llegaran a mi cerebro enervado. Lo que hice fue volver al salón y servirme otra cuba. Era más fuerte el recuerdo de Maricruz que cualquier otra contingencia de la vida. Habíamos llegado a la habitación del hotel y nos pusimos a bailar con lentitud, al ritmo de una música que escuchábamos dentro de nosotros y que nos preparaba para el salto mayor, el que se da al abismo luminoso de otro cuerpo que es en realidad el cuerpo de uno queriendo prolongarse en el universo. 77


Había perdido la cuenta de los días y los meses en que los cuerpos, otros cuerpos, el de Amalia y el mío, compartían una cama inmensa, llena de soledad y desolación. Digamos que no sabía desde cuándo mi percepción del amor, de la necesidad del amor, se había minado hasta quedar prácticamente en la resequedad. Por eso, cuando sentí el cuerpo hirviendo de Maricruz sobre la dimensión profunda de mi cuerpo, supe que volvía de un tipo extraño de muerte. Luego, me percaté que se quedaba dentro de mí. Y así la traía, entre los vericuetos recuperados de mi memoria, en el torrente impetuoso de mi sangre, en el rechinar suave y cadencioso de los huesos, en medio del horizonte que regresaba ante mis ojos con una luz renovada. Luego de hacer el amor como dos rocas que salían de un volcán y fusionaban sus materiales primigenios, nos quedamos dormidos. Nunca en mi vida había gozado de un sueño tan placentero, tan total, como si hubiera quedado en los brazos dulces y protectores de la muerte. Yo desperté unos minutos antes que ella y me dediqué a mirarla de cerca con detenimiento. Su rostro era bello, armonioso, con la piel suave todavía, como si el tiempo acumulado de la edad pugnara infructuosamente por asomarse y no lo dejara. Ella me adivinó y me recibió con una sonrisa de mar. Me atrapó del cuello entre sus brazos largos, entre esas raíces que brotan de la profundidad oscura y apretada de la tierra para mostrar que la vida y la esperanza no se agotan nunca, aunque en la superficie haya sequía que todo lo arrasa con su fuego seco. Me tengo que ir, dijo. 78


¿Te espera alguien?, le pregunté. No, respondió. Tengo una hija de veinte años que está por terminar la carrera de medicina en la ciudad de México. Sólo me visita en vacaciones. Mi ex marido, del que me divorcié hace unos cinco años, fue encontrado muerto hace poco en su auto, con la cabeza atravesada por una bala. Quién sabe en qué andaría metido. Vivo en un departamento, cerca del centro. Debí haberte invitado anoche, digo, en vez de venirnos a este hotel. Aunque había algo de aventura temeraria en esta decisión. La próxima podríamos vernos en mi departamento, o en tu casa. Dices que tú también te quedaste solo. Le pregunté sobre el director de seguridad pública. ¿Qué se sabía de su ejecución? ¡Nada!, me contestó, contrariada. Ya te dije que no es bueno andar por ahí haciendo este tipo de preguntas. Se podría correr la voz y llegar hasta donde se puede rebotar en tu contra. Tú mejor dedícate a escribir esas historias bonitas, como la del poeta suicida, o las crónicas rosas del alcalde.

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8 ¡Tú sabías algo! ¡Por eso me lo advertiste! ¿Sabías que lo iban a matar? ¿Por qué me dijiste que procurara no andar cerca de él? Habíamos pasado la tarde de aquel domingo nublado en su departamento. Nos procuramos unos tragos de ron y música como la que escuchamos la primera vez en la peña aquélla. Bailamos con los cuerpos apretados, como si tuviéramos pavor de quedarnos solos para siempre, aislados uno del otro, hasta el sofocamiento. De ahí pasaríamos a su habitación, pero yo cometí la imprudencia de traer el tema a la sala. ¿Qué estás diciendo?, me gritó. ¡Sí!, le confirmé. Tú me lo dijiste. ¡No has entendido un carajo!, exclamó, y me soltó para dejarme solo, abandonado a mi suerte, a mitad de la sala, 81


en el pequeño espacio que estábamos usando para bailar. Se dejó caer sobre el sillón más grande y desde allí me miró con coraje, con una abierta expresión de contrariedad. ¿Por qué te enojas?, le pregunté. Somos una pareja que se está formando, que debe constituirse en base a la confianza. No podemos decírnoslo todo, me espetó. Lo que no podemos, le dije, desde el sillón opuesto, es construir nuestra relación sobre bases de desconfianza y secrecía. Si sólo fuera eso, exclamó. Todo quedará entre nosotros, le dije. ¿Por qué quieres saber? Porque tenemos que saber. Ni se te ocurra publicarlo, cabrón. No, no. Saber para entender. Eso es todo. La ciudad se había convertido en un territorio que se disputaban encarnizadamente dos grupos violentos del narco. Su poder de fuego y de corrupción era tan grande que habían logrado penetrar todas las áreas del ayuntamiento. ¿Todas? ¡Todas, cabrón! (Me encanta cuando me dices cabrón en ese tono). De modo que aquella guerra irracional, terrible, sangrienta, bárbara como todas las guerras sin sentido, había llegado hasta esos espacios. Unos estaban con unos y los otros con los otros. De pronto, las cosas se salían del control y la disputa por los espacios terminaba en eso que yo estaba ya presenciando. El problema venía incluso desde antes. Se sabe, tú eres el único inocente que parece ignorarlo todo, que desde la 82


campaña electoral la planilla ésta que ganó fue dividida por los dos grupos de malosos. El síndico, por ejemplo, mi jefe, iba a ser el candidato a la alcaldía. Tenía todo el apoyo de su partido. Pero algo pasó y sin más cambió de parecer. En la convención municipal renunció a la candidatura a favor de quien ahora es el alcalde, y él quedó como el síndico que es. Pero las cosas no quedaron allí. Ha habido desde el primer día de este ayuntamiento una disputa por los espacios de poder más allá de los cargos que cada uno tiene. Digamos que tanto el alcalde como el síndico, mi jefe, representan al interior del ayuntamiento los intereses de estos dos grupos de malosos que se enfrentan en una guerra abierta por la posesión total de la ciudad. ¿Eso es todo? No quieras que te dé todos los detalles, cabroncito. Eso no explica… ¡Eso lo explica todo! Y ya, no quiero seguir hablando más de esto. ¿Tú eres parte de esto que me cuentas? ¡Mira qué retecabrón! Yo sólo soy la secretaria del síndico. Lo que te he contado está allí, frente a tus narices. Sólo que no has sido capaz de leer en la realidad, de leer directamente la realidad. Me puse de pie y caminé hacia ella como un caballero de la corte. Le tendí mi mano derecha para invitarla otra vez a bailar. Maricruz se agarró de ella como de una salvación milagrosa y me volvió a abrazar con la fuerza de alguien que no desea volver a quedarse desamparado en el mundo. 83


Júrame que no vas a publicar nada de esto, que no lo comentarás con nadie. Te lo juro. Ni siquiera conmigo otra vez. Caso cerrado. Lo juro. La ejecución del director de comunicación social dejó acéfala esa oficina. El alcalde no nombró a nadie para que ocupara el lugar. Me mandó llamar nuevamente a su despacho para decirme que yo asumiera también esas funciones. De hecho, me dijo, ya lo estabas haciendo. La diferencia es que ahora me acompañarás a todos mis actos para que mantengas al tanto a los medios de mi agenda y tú también elabores los boletines correspondientes. Desde luego que tú recibirás lo que se le pagaba al muertito, además de tu compensación especial como cronista. Ya estás en el plano donde te vuelves visible, me dijo Maricruz por celular. Me dijiste que ya no tratáramos el tema, le contesté. Sí, me dijo, pero no pensé que te fueran a poner en lugar del muerto. Lo dices como si fuera una condena también para mí, le dije. Dime si sabes algo. ¡Oh, qué cabrón!, se enojó. ¡Dale con lo mismo! Mejor nos vemos para platicar a solas, ¿qué te parece? ¿Te parece que sea ahora en mi casa?, le propuse. Está bien, me dijo, sirve que conozco ese lugar tuyo a donde llegas a refugiarte del mundo todas las noches. Eso fue después de varios días que anduve acompañando sin tregua al alcalde en uno de sus recorridos habituales. 84


Muy temprano en la mañana acudió a un desayuno que le ofrecieron los empresarios locales. Allí vi otra vez, por cierto, al gerente de la empresa papelera donde trabajaba. Al verme entrar a un lado del alcalde, se levantó de su mesa y fue a encontrarme para saludarme de mano. Ya sabemos que eres el cronista de la ciudad, me dijo. Nos alegramos por ti. Ya sabes que puedes contar con nosotros en lo que quieras; cuando quieras volver por tu trabajo, si es que quieres, no tienes más que vernos, a mí personalmente. Hasta podríamos pensar en un ascenso. En ese momento me percaté del poder que una posición en el ayuntamiento podía tener. Nunca en todos los años que laboré en esa fábrica el gerente se había dignado a saludarme directamente. Cuando se nos ofrecía algún refrigerio y él tenía que estar presente, sólo llegaba a darnos un discurso sobre productividad y enseguida se retiraba. Y no hubo miramientos cuando decidieron integrarme a la lista negra de los despidos. Una vez concluida la hora de los alimentos y las bebidas tempranas, el representante de los empresarios tomó el micrófono y habló sin tapujos y sin temores. Mirando directamente al alcalde, dijo que sus palabras expresaban el sentir y la molestia de todos. El alcalde carraspeó a un lado mío y se removió tratando, inútilmente, de disimular el ardor que le recorría ya los sentidos. Es difícil, dijo el empresario, empezar por algún lado. Es como si toda esta turbulencia no tuviera inicio, y amenazara con no tener fin. Pero allí están los hechos. Nuestra ciudad atrapada en medio de un fuego cruzado que no 85


da tregua. Es una confrontación sangrienta entre grupos que se disputan este territorio, y entre éstos y las corporaciones policiacas que los combaten. En una guerra así la población civil no tiene a dónde hacerse, y es cuando las balas o las granadas o las bombas la alcanzan también. Nos hemos convertido en una ciudad de muertos y de zombies. Una ciudad de sombras. Donde la muerte es la invitada especial de todos, a todas horas y en todas partes. ¿Cómo concebir tanta crueldad, tanta barbarie, el caos que se desata y que desata todos los demonios? Es como si todos quisieran ir más allá de la misma muerte, perseguir a los muertos hasta la dimensión inexpugnable de su propia muerte. Extender el dominio sobre la vida a la muerte misma. No sabemos en qué nivel de la evolución histórica nos encontramos. Quizá no hemos abandonado la etapa primitiva de la humanidad. Pero esto es una digresión que tampoco nos podemos permitir. Lo que nos urge aquí, alcalde, es decirle que estamos en el límite de todo. Y es en situaciones límite que las cosas pueden estallar. Este estado de violencia agudiza la crisis económica. En todos los ámbitos y sentidos. La gente se muere y la que queda viva no quiere salir de sus refugios. No sale a sus actividades habituales. Nos podemos convertir en una ciudad fantasma. Apenas oscurece y todos se van volando a sus casas. Tenemos los parques vacíos, los antros vacíos, los cines, los supermercados, las calles, las plazas públicas, las carreteras, vacíos. Lo que queremos preguntarle a usted, alcalde, como nuestra autoridad inmediata que es, qué se hace para superar esta situación. Sabemos que es también un problema de los 86


otros niveles de gobierno, pero nos interesa saber si usted tiene algún plan, si hay coordinación con los gobiernos del estado y de la federación. Le pedimos que no se moleste, que no lo tome a mal. Tómelo como una justa demanda de uno de los sectores de la sociedad que lo ayudó a llegar a donde está. ¿Y qué les contestó el alcalde?, me preguntaría Maricruz después, en la habitación de mi casa, donde solía pasar las noches solitarias al lado de Amalia. Apechugó. Digo, delante de ellos. Dijo que llevaría sus inquietudes a los otros niveles de gobierno. Pero al salir lo escuché mentar madres. Aquella noche habíamos hecho el amor como si fuésemos dos desconocidos que se encuentran y que deciden en secreto que entre los dos pueden conjurar la soledad. Lo digo porque así fue como me sentí durante ese tiempo en que los cuerpos dejan de ser de uno y se derraman encima y por dentro del otro. Me metía entre las cavernas de Maricruz pero eran la imagen y el nombre de Amalia lo que me llegaba a la mente, lo que quedaba contenido entre los labios. Fue como si les hubiera estado haciendo el amor a las dos al mismo tiempo. Debo confesar que esa elucubración disparó hasta la estratósfera mi excitación sexual. Mantuve viva y amenazante mi erección durante todo el tiempo que fue necesario para que ella, ellas, llegara, llegaran, al orgasmo con toda placidez, y luego para que yo me dejara ir totalmente en sus entrañas ardientes. Perdí la conciencia por algunos momentos. Fueron sólo minutos, pero me desperté con la sensación de que había sido un 87


tiempo abismal. Regresé reposado, totalmente repuesto, del sueño. Y me encontré con el rostro sudoroso de Maricruz, con sus ojos de búho que me miraban con tal intensidad que me provocaba escalofrío y que penetraba con facilidad las sombras que nos separaban. Del desayuno con los empresarios locales nos trasladamos con todo el séquito a su despacho. Allí recibió a un grupo de maestros que le plantearon un asunto parecido al anterior. La violencia en las escuelas. Una violencia en dos vertientes: la externa, que dejaba a las escuelas en medio de fuegos cruzados y bajo el acoso de malvivientes; y la interna, que era como un efecto de la externa: las relaciones de convivencia se descomponían y se expresaban en conductas agresivas. ¿Y a mí qué me toca hacer en ese caso?, expresó con enfado el alcalde. Es en todo caso un problema de ustedes y de la autoridad educativa. Pero los maestros le explicaron que era un asunto de todos, también de la autoridad del municipio. Pues explíquense, les dijo el alcalde. Queremos pedirle que envíe vigilancia a las escuelas, sobre todo a la hora de entrada y de salida, en el cambio de turnos. Y que nos dé recursos para echar a andar proyectos que tienen que ver con la promoción de la cultura, del arte, del deporte; a fin de crear condiciones apropiadas que nos permitan lograr una convivencia sana en la comunidad escolar. ¿Ustedes de qué corriente del magisterio son?, les arrojó la pregunta sobre la mesa. Digo, agregó, para saber a qué atenerme también. 88


¿Y qué le contestaron?, preguntó Maricruz cuando le estaba contando. No le contestaron, le dije. No llegaron a ningún acuerdo. Los maestros se retiraron contrariados. El alcalde, por su parte, los vio salir de su despacho con una expresión de desprecio que no pudo ocultar. ¡Ah, qué pinches maestritos!, exclamó. Ya no son como los que yo tenía cuando estaba en la escuela. De ahí nos fuimos en tropel a la comida que le ofrecían los legisladores locales y federales de su partido. Fue un encuentro más discreto. El alcalde en una mesa exclusiva con ellos y el resto de los acompañantes en mesas aparte. De esto que no se vaya a publicar ni madres, me dijo, cuando se terminó la reunión. Pero ni estuve presente, dije. Me refiero a que no vayas a decir que hubo esta reunión, me aclaró. Es que estamos en tiempos preelectorales y esto se podría malinterpretar. Está bien, le dije. Oiga, alcalde, ¿cuándo me da la entrevista aquella que le pedí? ¿Cuál? Ah, sí. No, pues ya no hace falta. Andas prácticamente conmigo. Nomás escribe lo que ves, siempre y cuando yo te lo autorice, ¿eh, cabrón? Por la tarde ya no pudimos volver a su despacho porque fue tomada la presidencia municipal por algunas colonias populares que estaban exigiendo servicios públicos como alumbrado, drenaje, pavimentación y vigilancia. El alcalde simplemente mentó madres y decidió que las audiencias que tenía agendadas se pospusieran para cuando liberaran las instalaciones. Le encargó al secretario del 89


ayuntamiento que atendiera a los manifestantes y que negociara con ellos lo necesario. Entonces nos invitó a un grupo reducido de su séquito a irnos de parranda. Pero no aquí, dijo. Nos subió a su camioneta y le ordenó al chofer que nos llevara a todos a la otra ciudad, la más cercana, la que era capital del otro estado, donde no nos conozcan, dijo, para que no nos vayan a sacar en la nota roja.

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9 El síndico decidió llevarse a su secretaria, es decir, a Maricruz, la luz de mis costillas, el resplandor de mis entrañas, el hormigueo de mi piel, el desasosiego de la memoria, la flor de la esperanza, para que tomara nota de la reunión. El alcalde le dijo que atendiera a la representación de los comerciantes informales que serían reubicados y con los cuales se mantenía esa mesa de negociación. Él no podía hacerlo porque tenía que salir a atender otro asunto. Así nomás. Fue extraño que el alcalde le diera al síndico esa encomienda cuando todos sabíamos la rivalidad que había entre los dos. Pero en política lo extraño fácilmente adquiere su carta de naturalización y deja pronto de serlo. La construcción de las instalaciones del nuevo mercado estaba prácticamente concluida. Había que ordenar nada más el reparto de los locales y las condiciones en que los comerciantes cubrirían su costo. 91


El síndico creyó que sería una reunión de mero trámite. Las cosas, sin embargo, se le complicaron inesperadamente. Tuvo que recibir reclamos fuertes sobre cuestiones técnicas de organización y de seguridad. Los comerciantes reclamaban, además, que tuvieran que pagar servicios de electricidad, agua e impuestos. ¿Cómo pagarían los locales si tenían que cubrir este tipo de servicios? Donde estaban, en los portales y en las orillas de algunas calles principales, no tenían que hacerlo. Era como volver a asuntos que ya estaban superados, les dijo el síndico. Pero la representación de los comerciantes informales no entendía razones. La reunión llegó a tal nivel de confrontación que el síndico ya no la pudo controlar. De manera que se levantó de la mesa y, con Maricruz siguiendo sus pasos, decidió darse a la fuga. Les dijo a los comerciantes que informaría al alcalde de sus inquietudes y que lo verían en la siguiente reunión. Pero los comerciantes lo siguieron hasta la salida. La reunión se había llevado a cabo en un salón de juntas de uno de los hoteles del centro de la ciudad. Les dieron alcance en el portal y los rodearon, a él y a Maricruz, para inmovilizarlos. Esta reunión ya terminó, les decía el síndico. En la siguiente estará el alcalde y él podrá resolverles de manera definitiva. Yo le voy a informar. Más te vale, pinche síndico, le decían. Porque nos vale madre que hayan terminado la construcción del nuevo mercado. Nomás no nos vamos y seguiremos donde estamos. Eran unos cincuenta comerciantes los que mantenían el círculo cerrado, infranqueable, haciéndolo más pequeño y 92


compacto, sobre el síndico y Maricruz. Todos, por cierto, parecían ignorar la presencia pálida de la secretaria allí. Ella había quedado atrapada en la misma ratonera que su jefe. El cerco humano se cerró en actitud amenazante y empezaron a corear consignas con estridencia demandando solución. El grito provino del exterior: ¡Somos de la Policía Federal, hijos de la chingada! ¡Háganse a un lado! Unos quince hombres encapuchados, vistiendo el uniforme de la corporación aludida, portando armas largas de grueso calibre, dispersaron a golpes el cerco humano. Algunos de los comerciantes intentaron oponer resistencia, otros trataron de salir corriendo para pedir ayuda, solicitar refuerzos de entre los comerciantes que atendían sus puestos, pero el operativo se realizó con rapidez y precisión. Tomaron al síndico y a su secretaria y los sacaron del área sitiada. Los introdujeron a una de las dos camionetas en que habían llegado y desaparecieron como el chasquido de una centella. Nos regresamos a la ciudad en cuanto el alcalde recibió la noticia. Habíamos acudido a la ciudad de México a una cumbre nacional de alcaldes de su partido donde fue electo presidente. Se trataron temas como el desarrollo urbano y rural, turismo, educación, servicios públicos, administración, seguridad, presupuesto. Una vez concluido el evento nos trasladamos todos a un salón especial, donde se ofrecieron carnitas y tortillas hechas a mano, tequila y vinos a discreción. Yo noté el gesto de enfado del alcalde cuando 93


tuvo que contestar su celular en medio de la algarabía y las anécdotas que se contaban entre sí los alcaldes. No sé por qué, quizá porque yo era el único que me encontraba en su radio de visión, pero volteó a verme directamente con una mirada extraña, llena de premoniciones cumplidas, con una misteriosa chispa en sus ojos. Me indicó con una mano que me acercara. Entendí de inmediato que se trataba de algo grave. El alcalde traía varios tragos en la barriga, de manera que el brillo acuoso de sus ojos podía ser por los efectos del alcohol, aunque también por la consternación. Tenemos que irnos, me dijo, cerrando su celular, avísales a todos. Me dijo que me subiera a su camioneta. Nos metimos sólo el alcalde, el regidor de obras públicas y yo, sin contar al chofer. ¡Nomás esto nos faltaba, puta madre!, exclamó. ¿Qué fue lo que pasó?, preguntó el regidor. ¡Se chingaron al síndico!, dijo. ¿Lo mataron?, preguntó el regidor, alarmado. No, contestó el alcalde. Me avisan que lo levantaron, a él y a su secretaria. ¿A Maricruz?, exclamé yo, sin pensar, automáticamente, con la voz tronante que en el aire se fue quebrando hasta caer quién sabe dónde convertida en aullido. ¿La conocías?, preguntó el alcalde, girando la cabeza hacia atrás para mirarme inquisitorialmente. Me la presentaron en un convivio, contesté, con vacilación, y tuve la oportunidad de bailar con ella y de conocerla un poco. 94


¿Pero sabías que era la secretaria del síndico?, insistió el alcalde. ¿Por qué habla de ella en pasado?, pensé, y él adivinó mi pregunta. ¿Qué tanto la conoces?, preguntó, corrigiendo el tiempo de la oración, quién sabe el de la realidad. ¿Te la llevaste a la cama? Yo guardé silencio. Le hice ver que ésa en todo caso era una cuestión personal. ¡Qué personal ni qué la chingada!, gritó. ¿Por qué me pregunta todo esto, alcalde?, le pregunté. ¿Qué tiene que ver con lo que pasó? Aquí todo tiene que ver, dijo. ¿Quiénes los levantaron?, preguntó el regidor, y yo le agradecí que cambiara de tema. Un comando armado con uniforme de la federal, dijo el alcalde. Pero el secretario del ayuntamiento ya anduvo haciendo las indagaciones pertinentes, preguntando en la corporación policíaca, en todos lados, y nadie sabe nada. Así que ha de haber sido alguna de las bandas, dijo el regidor. Ve tú a saber, exclamó el alcalde. ¿Pero cuál?, preguntó el regidor. Tú no preguntes, cabrón, le advirtió el alcalde, y el regidor se quedó congelado, tiritando de miedo. Éste ha de ser otro novato como yo, pensé, y me sobrecogió el temor de que el alcalde mirara a través del cristal de mi cerebro; que con toda impertinencia se asomara al 95


interior de mis pensamientos y me descubriera. El chofer aceleró la velocidad del vehículo hasta alcanzar ciento sesenta kilómetros por hora. El paisaje de la autopista no atraía la mirada de los viajeros. Eran explanadas de tierra sin árboles, como llanos inmensos surcados por una serpiente gris que ondulaba su cuerpo sin sentido alguno. De tramo en tramo aparecía un cerro pequeño, despojado de toda vegetación, al que la serpiente tenía que rodear por sus faldas. Nosotros éramos los pasajeros compulsivos de la serpiente. El recuerdo de Maricruz no era visual. Se trataba de un recuerdo habitado por sensaciones. En aquel momento no había nada en mi cuerpo ni en mi memoria sino sensaciones agudas, intensas, con un filo de hielo, de hierro candente, que me deshacía la piel y convertía en vapor la sangre, en una caldera a punto del estallido el corazón. Las posibilidades de que tanto el síndico como ella fueran liberados eran prácticamente nulas. Por eso no podía dejar de pensar en Maricruz como en la probabilidad de muerte. Miles de personas eran levantadas a lo largo y ancho del país y nada se volvía a saber de ellas. A veces, aparecían los cuerpos mutilados en los basureros, en las aceras de las calles, en las plazas públicas, con mensajes amenazadores para el enemigo. Pero podía pasar que nada pasara, que nunca más se volviera a saber de los cuerpos y de las vidas de quienes desaparecían de la tierra, en la tierra y en el fuego, para siempre. Me resistía a aceptar que Maricruz se me hubiera ido de la vida para nunca más volver. Había un hueco grande 96


en mi existencia que me traía atrapado desde hacía varios años. Amalia era parte de ese hueco. Yo mismo no tenía conciencia del espacio enorme por donde se deslizaban sin propósito y sin sentido las horas y los días. No hacía sino cumplir con un horario que consumía infructuosamente el tiempo de cada jornada. Mi casa, con Amalia como habitante anónimo, era la extensión preferida del vacío. Fue con mi despido que empecé a darme cuenta de la pérdida irreparable. En esos meses que anduve buscando un nuevo empleo, gastándome una buena parte de la indemnización, me pasó lo que a Sísifo cuando tenía que bajar de la cima para volver a cargar la piedra: me di cuenta de mi condena brutal y reflexioné minuciosamente sobre ella. Fue entonces cuando se me hizo más clara que nunca la necesidad de liberarme de aquella sujeción. Digamos que la aparición de Maricruz ayudó. Ella se me atravesó en la vida con un estandarte inédito. Era posible abrirle a la vida nuevas expectativas al lado de alguien como ella. Nos encontrábamos en un medio donde el lodo corría como riachuelo por entre los pies de cada quien. ¿Hasta dónde era posible concebir el cultivo de un jardín usando como tierra y como abono el fango y la mentira? Era lo que nos estaba sucediendo, pensé, mientras la camioneta nos llevaba de regreso con la velocidad y con las ondulaciones del viento a la ciudad perdida. Un amor que no podía eludir la sangre y la muerte, el terror y la infamia. De algún modo, Maricruz representaba la salvación, pero también el camino lleno de piedras y de espinas, de navajas afiladas y de balas perdidas. ¿Por qué se la habían llevado 97


a ella también? No creía que por eliminar a un testigo directo. No hubieran escogido en todo caso ese momento, esa ocasión, con los comerciantes informales manteniendo el acecho, testigos obligados que de todos modos enmudecen. Parecía obvio que tanto el síndico como su secretaria eran el objetivo. ¿Pero por qué ella, mi Maricruz? Nos detuvimos en una gasolinera para que el chofer llenara el tanque. Y de ahí el alcalde se volvió a surtir de cervezas de lata. Yo también acepté tomarme unas. Necesitaba aliviar de alguna manera la ansiedad, la angustia, el fuego líquido que corría por mis venas y mantenía en llamas mis nervios, todos mis sentidos. Sentía un deseo inmenso, desolador, de llorar, de echarme a llorar sobre mis propias piernas, arrojarme por la ventanilla de la camioneta a la carretera, al precipicio de la carretera. Llorar todas las lágrimas de mi vida para formar un lago de agua salada y ahogarme en sus profundidades oscuras. Creo que, en efecto, algunas lágrimas corrieron por mis mejillas heladas. A la mitad del camino nos encontramos con un retén de soldados y de agentes federales. El chofer codeó al alcalde para que se despertara y se percatara de la situación. Pásatelos, le dijo el alcalde, navegando sin mucho tino en su modorra, tenemos prisa. El chofer lo miró con pavor. Mantuvo la mirada así para constatar que era eso precisamente lo que quería su jefe. Pero el alcalde volvió a cerrar los ojos. Ni se te ocurra hacer eso, le dije al chofer. ¿Qué?, exclamó el regidor. Pasarse el retén, dije; así les han metido bala a muchos. 98


Entonces te paras, cabrón, le dijo el regidor al chofer. ¿Y el jefe?, preguntó el chofer. Tú te paras, cabrón. El chofer detuvo la camioneta y un agente federal le indicó que se estacionara adelante y en la orilla. ¡Se bajan todos!, nos ordenó el agente. El regidor tuvo que sacudir al alcalde para que se despertara totalmente y se diera cuenta de la situación. ¡Yo soy presidente municipal, cabrón!, exclamó el alcalde cuando el agente federal le pidió al chofer los documentos del vehículo y su licencia de manejo. El agente federal tomó al alcalde del cuello y lo presionó contra la camioneta. ¿Que tú eres qué, hijo de puta? Alcalde. ¡Aquí vales madre, cabrón! Otros agentes y soldados corrieron en dirección nuestra con sus armas desplegadas para ver qué pasaba. El regidor trató de liberar al alcalde del agente federal que lo estaba asfixiando, pero una bala se le incrustó por la espalda y el impacto lo arrojó de bruces sobre el asfalto. El chofer y yo levantamos instintivamente las manos en señal de rendición. Fuimos sometidos a golpes por los soldados y agentes que llegaron a auxiliar a su compañero y nos tendieron bocabajo sobre el suelo. Alcancé a ver a ras de piso al regidor, tirado a un lado mío sobre un charco fresco de sangre; la expresión de asombro y de sorpresa mortal.

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10 Creí que conocía la noche. Pero la noche no existe. Simplemente nos colocamos de espaldas al sol, en el lado donde la luz no puede dar vuelta para llegar a alumbrar nuestra desolación. El lado oscuro de la tierra está en el alma humana. Es allí donde se instala la noche y dura para siempre. No importa que la tierra dé y dé vueltas sobre sí misma, como si quisiera alcanzarse para encontrarse consigo y abandonar de una vez por todas la soledad. Como un perro que no conoce sino la azotea donde lo tienen atrapado desde que nació y aúlla a todas horas clamando por otros aullidos de otros lados, de manera que lo mantenga vivo la ilusión de no ser el único en un mundo donde los perros ni siquiera se conocen. Éste es un tiempo en que la muerte ha salido a reinar sobre las calaveras vivas que ruedan sin sentido sobre sus pies. Tiempo de islas y de miedos. La tierra ha 101


dejado de ser fuente inagotable de ríos y jardines para convertirse en un cementerio inmenso. Pero uno aprende a ver a través de la oscuridad. Hay que atravesarla con la luz de las llamas de nuestro propio incendio. Todos somos seres oscuros, sombras que se desvanecen y se hacen vapor al mediodía, que se congelan y se dejan mecer por el canto de las cuevas al anochecer. Seres convertidos en piedras. Piedras sin ojos y sin pies, sin brazos y sin piel. ¿Cómo mirar una piedra con la pretensión de abrirla con la mirada para que nos muestre sus entrañas milenarias? La evolución de la vida y de la noche lleva tantos milenios que la memoria de lo oscuro ha quedado guardada en un tiempo inaprehensible, o quizá en alguna partícula oculta de nuestro cuerpo. Es un tipo de evolución que va acompañada del horror. Cuando nadie había que pudiera darse cuenta de su existencia, el horror reinaba a solas sobre las criaturas que sólo lo sentían, pero que no podían pensarlo. Por eso el horror tuvo que dar el salto cualitativo para que la vida se diera cuenta que es vida y tomara conciencia del horror. El horror entonces se elevó a la ene potencia. Porque no hay horror en la fusión de la piedra subterránea que se vuelve lava para alcanzar la superficie, o en la inmensa soledad del universo. No lo hay porque no hay quien pueda dar testimonio de él. Somos producto de esa existencia solitaria del horror. Ahora el horror se ha ido a descansar y ha dejado que nosotros lo multipliquemos y nos convirtamos en él. ¿Qué habrá pasado en el tiempo, durante todo este tiempo que ha durado la evolución, que las cosas se torcieron para que el proceso se desviara y tomara camino hacia el infierno? 102


Alguna vez la ilusión se apoderó de nosotros y nos hizo creer que la noche existe porque existe el día. Que por muy larga que sea una noche siempre hay que esperar el arribo del alba. Pero hay seres que nacen y que mueren durante las horas nocturnas. Seres de la noche. Muchos han tenido que regar con su sangre, con sus cuerpos mutilados, con sus cráneos rodando por las plazas y veredas, los campos llenos de lodo para que la ilusión no se apague. A veces nos preguntamos si el amanecer realmente es la posibilidad que se hará realidad. Es como si hubiéramos renunciado a todas las cosas buenas que hacen del ser humano un ser probable. Algún error se cometió en algún momento de la evolución que metió en el fondo de esta cueva todo el proceso. Quizá no sea otra cosa sino que nos mantenemos atrapados en la era de la barbarie. Lo único que se ha modernizado han sido los instrumentos de la muerte. Porque las motivaciones son las mismas, la pulsión no ha cambiado. Tánatos imponiéndose desde los orígenes más remotos del tiempo. ¿Y dónde queda el amor, esa otra pulsión que nos hace seguir horizontes que no existen, que hay que inventar para poder justificar la existencia? Es probable que el amor sea la ilusión. ¿Cómo pensar en el paraíso desde el infierno? Somos como la piedra de Sísifo. Apenas creemos que hemos llegado a la cima y nos derrumbamos otra vez por el precipicio. El ser humano ha salido del error y se mantiene sobre la tierra gracias a la ilusión. Alguna vez el esclavo creyó que con romper las cadenas habría de ganar su libertad. Pero el sometimiento no está en los eslabones de la cadena sino en las celdas del pensamiento, en las mazmorras del alma. Por 103


eso la libertad es también otra ilusión. Hay que inventarla para soñar que podemos llegar a ser libres alguna vez. Aunque todo nos determine, desde adentro de nosotros mismos y desde afuera. No hacemos sino construir espacios estrechos de libertad. Ilusiones pequeñas de libertad. Y es que el amor necesita de la libertad para poder realizarse. Si no hay libertad el amor se marchita. O se convierte en un incendio del aire que ya no se puede respirar. O habitante de una celda oscura a donde no llega la esperanza. El mundo es esta celda hermética que nos tiene prisioneros desde el principio de los tiempos. Salimos a las calles a caminar nuestra rabia, a desandar las ilusiones que nunca se cumplen. Pero no podemos salir de nosotros mismos, abandonar nuestra piel, despojarnos de la memoria que es la existencia misma. Somos lo que recordamos de nosotros. Y lo que otros recuerdan de nosotros. Nostalgia pura de una vida entrelazada con otras vidas. Nube de sensaciones que no pertenecen ya a la tierra que las ha hecho brotar. A veces su rostro se desvanece entre los recuerdos y me llena de angustia. No he podido ver a través de esta oscuridad que reina en el mundo. Ver su rostro claro y luminoso a través de todas estas sombras que nos preceden y nos anticipan. Por eso la dibujo sobre la piel rugosa de este aire que no se deja penetrar. Pero no sé si la imagen que aparece es la suya. Está hecha de sensaciones y de pensamientos, de palabras no dichas sino pensadas y esfumadas antes de salir, de silencios que desesperan por convertirse en estallidos, de todas estas islas que no tienen conciencia de sí. 104


La muerte del regidor fue otro golpe duro al ayuntamiento, pero pronto todos se olvidaron del hecho. Nadie se atrevió a presentar alguna denuncia por su asesinato. El síndico no aparecía. Maricruz no aparecía. Y no había ninguna señal de sus captores. Después de tres meses de su desaparición forzada las expectativas de encontrarlos, y de encontrarlos con vida, se empezaron a perder definitivamente. El suplente del regidor asesinado en el retén policiaco militar tomó su lugar y eso aplacó un poco las tensiones en el cabildo. Yo intenté hacer una indagación por mi cuenta, pero de inmediato recibí señales de advertencia: mensajes con amenazas en mi celular, llamadas de muerte, autos que aparecían detrás del mío y que mantenían una vigilancia pertinaz, ratones muertos arrojados sobre la acera de mi casa. El último intento lo hice con el alcalde. Fui a su despacho y me senté frente a él. Me miró con sorpresa y con enfado. ¿Qué quieres?, me preguntó. Estoy muy ocupado. En unos minutos tendré que recibir una visita del gobierno federal, que viene a hacer una revisión de las cosas que están pasando por aquí. La verdad no estoy de humor. Le dije que me interesaba saber qué se estaba haciendo para localizar al síndico y a su secretaria. ¿Y a ti por qué te interesa?, me interrumpió de inmediato. ¿Tienes algo que ver con el síndico? No, le dije, no con él. ¿Entonces?, preguntó. Me interesa la suerte de su secretaria, Maricruz, le dije. ¿Por qué?, preguntó. ¡Ah, cabrón! Ya caigo. Cómo no me lo imaginé. Te estabas tirando a la secretaria. 105


Manteníamos una relación que estábamos pensando ya formalizar, le dije. Menos mal, dijo el alcalde. ¿Perdón?, dije. No, que siendo así se entiende tu preocupación. Pero deja que las cosas se muevan por sí solas. Que sea la policía la que se encargue de eso. Si tú andas por ahí haciendo peguntas, pues lo que puede pasar es que te pase a ti lo mismo. ¿Lo mismo?, pregunté. Mira, me dijo, esta visita que espero es del gobierno federal, ya te lo dije; pues vienen también a ver estas cosas. ¿Qué cosas?, pregunté. ¡Pues éstas!, exclamó, con evidente molestia. Lo que ha estado pasando, que es lo que pasa en todo el país, aclaro. Se incluye lo del síndico… y su secretaria. Un hombre intenta liberarse de su herida saliendo por la herida. Un hombre se escurre por la piel y cae a chorros sobre el suelo cubierto de manchas. Es un hombre que olvidó mirarse en el espejo opaco de la vida, que se olvidó de su propio reflejo en el agua salada del estanque. Viene de los espacios redondos del ruido, cargando sobre sus hombros ese silencio suyo que es al mismo tiempo el silencio de todos los que se han quedado sordos en el mundo. Es un hombre que se ha aprendido mi nombre para arrojar sus letras por el agujero negro del tiempo. Creí que lo había dejado abandonado entre los tejidos abiertos de los años. Un hombre al que no reconocen mis huellas. Es quizá la sombra que me ha seguido desde siempre. Aquí la sombra deja de ser una proyección oscura del cuerpo a contraluz y se convierte en la ocupación total del cuarto sin ventanas. 106


Maricruz ha dejado de ser el recuerdo que llena el hueco de la ausencia. Es sensación total. De desamparo. De desolación. Del horror que se tiende sin recato sobre el sosiego engañoso de la noche. Eso es ahora Maricruz en este trozo del tiempo que empieza a desgranarse sobre mis pies sangrantes. Pero Amalia es sólo el nombre con que invoco el recuerdo borroso de un sueño del que no estoy seguro de haber soñado alguna vez. Digo Amalia y Maricruz y un estremecimiento interno me sacude el espíritu, le da nuevos motivos al corazón para prolongar la agonía. No sé si éste sea el cuerpo que desde siempre he portado. El cuerpo que salió de un vientre oscuro y que fue creciendo con la ilusión de alcanzar las nubes alguna vez. No sé dónde están ahora mis pies porque no creo haber andado ningún camino en los últimos siglos. Tampoco sé si esto que muevo con vehemencia son mis manos tratando de darle alguna forma a las palabras que no alcanzan a brotar. Y mi boca, no encuentro mi boca para comer algo que pueda mantenerme vivo y de pie un tiempo más. De los ojos ni hablar. Uno sabe que los ojos están allí donde deben estar porque desde allí uno se apodera del mundo, uno absorbe las cosas que están fuera y hace que pasen hacia nuestro interior, que se vuelvan uno, lo que somos a cada momento: este penoso movimiento de ser y desaparecer. Una tarde lluviosa salí de mi oficina y sin pensarlo me metí a un bar, ubicado en uno de los suburbios más peligrosos de la ciudad. Ahora que trato de pensarlo, es probable que lo haya hecho impulsado por una pulsión suicida, o quizá con la absurda ilusión de escuchar algo 107


sobre la desaparición del síndico y su secretaria. El local era atendido por mujeres jóvenes que traían una máscara de alegría puesta sobre las huellas de dolor. Una de ellas, de unos veinticinco años de edad, se sentó conmigo para acompañarme y procurar que consumiera rápido mis tragos. No sé qué vería en mis ojos porque se levantó horrorizada y se alejó de mí. Otra de mayor edad vino a ver qué le había hecho. Sólo la miré con estos ojos que te ven ahora, le dije. Y entonces ella lo entendió. Es que está muy joven, dijo, todavía no sabe lo que es de verdad el dolor. Tú lo traes rebullendo en el fondo negro de tus ojos. ¿A ti no te espanta?, le pregunté. No, contestó, yo ya he andado ahogándome en esas aguas turbias y saladas, en esos lagos oscuros de la muerte cotidiana. ¿Por qué sufres como sufres?, me preguntó. Porque creo que la muerte me ha arrancado un pedazo de vida y se ha instalado para siempre en la herida, en el hueco inmenso que dejó. Eso está cabrón, me dijo. ¿Y a qué has venido aquí? Para embrutecerme la conciencia, le dije. Salí de ahí a medianoche. En el camino a mi casa me detuve en una vinatería de venta clandestina a comprarme una botella de whisky. Pero no alcancé ni a destaparla. Me quedé dormido sobre mi cama antes de quitarme la ropa y ponerme el pijama. Por la mañana me despertó el ruido estridente de mi celular. Era el chofer del alcalde para decirme que el jefe saldría en media hora. 108


¿A dónde vamos?, pregunté, con los nervios azotados por una resaca que anunciaba mayores estragos para más al rato. Creo que a la ciudad de México. Ah, cabrón, exclamé. ¿Hasta allá? Sí, confirmó el chofer. Lleva unos informes a la Pe Ge Erre. ¡Ah, cabrón!, volví a exclamar. Allá nos vemos. Órale, me dijo el chofer, porque el jefe me encargó que no dejara de avisarte para que tú lo acompañaras. Está bien, dije, y me metí a la regadera. Mi vida había estado vacía de significados. Carecía por completo de un sentido esencial. No me importaba que los días transcurrieran como si fuesen gotas que caen de un recipiente agujerado y se pierden al aplastarse sobre terreno desértico. Yo mismo me había convertido en una molécula insignificante, en una partícula inconsciente de aire. Tantos años trabajando en una oficina, encadenado a un escritorio que me impedía ver la realidad, concebir a los trabajadores como personas, como seres humanos que merecen la atención de otro ser humano como su igual. Los papeles sustituían los nombres y los nombres estaban separados de sus dueños. Uno los veía como una carga de trabajo, a veces más pesada que otros días. Y entonces uno descargaba sus propias frustraciones, su molestia injustificada, sobre ellos. Aunque la respuesta o la solución al problema que eventualmente planteaban en la ventanilla estuvieran allí, al alcance de la mano, uno siempre colocaba nuevos obstáculos. 109


Cuando me despidieron tuve sentimientos encontrados. Mi separación obligada del trabajo me colocaba en una situación de abierta incertidumbre. No sabía hacer nada más que lo que hacía en esa cárcel de papeles. Y a mi edad ya era improbable encontrar un nuevo trabajo. Pero había muy en el fondo una sensación de libertad, de prueba intempestiva de la libertad. Había recuperado la capacidad para decidir por mí mismo sobre los días que transcurrían y me atravesaban. Éste no es un mundo de opciones, pero yo estaba en condición de construir las opciones que necesitaba, aunque fuesen limitadas. La libertad nunca es total. Siempre viene con un dejo de ironía, con redes invisibles que caen sobre nosotros para que aprendamos a palpar y a liberarnos de las nuevas ataduras, de todas esas determinaciones que nos cercan como un ejército poderoso. Cuando el cabildo se decidió por mi propuesta y me otorgó el nombramiento de cronista de la ciudad, un cargo que, por otra parte, es vitalicio, creí que el destino por fin me hacía justicia. Descubrí que eso era lo que yo quería hacer con mi vida, en la vida. Indagar, descubrir, convertir el recuerdo en lenguaje, la historia en lenguaje, la realidad de todos en lenguaje. El lenguaje no sólo era la herramienta para explorar y expresar el mundo, esa ciudad atrapada en sí misma, sobre sí misma, sino que era la vida. Todos somos lo que otros dicen de nosotros, lo que decimos nosotros mismos de nosotros y de todos los demás. Cada vez que sale una palabra de nuestra boca, de nuestro puño, ahora hay que decir del teclado de la computadora, las cosas existen, vuelven a existir, dejan de ser para volver a ser en otra cosa lo mismo. Era el 110


lenguaje, este tipo de lenguaje, lo que yo estaba necesitando para recuperar la vida. Pero pronto me di cuenta que había caído en otro engaño, en un tipo de engaño que tiene aval oficial; que existe para sustituir la verdad, para asumir la apariencia y la esencia de la verdad, eso que nadie sabe qué es pero que todos invocan a la hora de la perdición. De manera que no era el lenguaje sino una sustitución del lenguaje con el lenguaje mismo lo que yo tenía que usar para darle identidad a la ciudad, la razón de ser a mi vida. Fue cuando apareció Maricruz. Fue en ella que encontré el origen y el destino de todas las cosas. Ella es el lenguaje no pronunciado, las palabras que se desvanecen sobre su piel antes de convertirse en sonido o en signos escritos. Digamos que fue mi segunda salvación. El cargo de cronista se me estaba convirtiendo en una nueva carga de conciencia. Me estaba convirtiendo en un panegirista del alcalde. Ya no importaba la historia de la ciudad ni quienes la hacen a lo largo del tiempo. El alcalde me traía a su lado para que presenciara y diera testimonio de sus actos. Se falsifica el lenguaje cuando lo utilizamos para darle a los hechos los significados que no tienen, para señalar sentidos contrarios. El lenguaje de la simulación. Con Maricruz había encontrado una causa inédita para volver a vivir. Pero no sé si ella andaba ya revoloteando entre el lodo, si era sincera conmigo, si no estaba involucrada en ese otro mundo que rebullía entre el fango de la miseria humana. Es probable que sus sentimientos y sus actos hayan sido auténticos, pero desde el abismo. Un amor que surge del fondo del abismo y que no alcanza a liberarse para alcanzar la luz. 111


Fue cuando íbamos de regreso a la ciudad. El alcalde había entrado solo al edificio de la Pe Ge Erre con el paquete de papeles en sus manos. Nunca nos dijo en detalle de qué se trataba. Es un informe que me pidieron sobre la situación de seguridad que priva en el municipio, nos dijo, aunque sabemos que ya andan haciendo indagaciones por ellos mismos. Cuando salió de las instalaciones de la corporación policíaca traía el rostro convertido en una piedra agrietada, a punto de desmoronarse sobre el piso. Además del chofer y yo, se habían incorporado a la comisión la regidora de turismo y la regidora de cultura, ambas de partidos diferentes al del alcalde, pero mucho más sumisas y complacientes. El plan, según me había confesado el chofer, era que después de que el alcalde entregara los papeles nos fuéramos por allí a un reventón. Las regidoras son para ustedes, dijo, yo me conseguiría una en el antro, o me conformo con que me presten alguna cuando las hayan aprovechado ustedes. Pero el alcalde le ordenó al chofer que enfilara rumbo a la ciudad. Yo no había pensado en la regidora que pudiera tocarme para el reventón. Pensaba todo el tiempo en Maricruz. Antes de que el alcalde entrara a las oficinas de la policía federal, lo abordé y le pedí que me dijera si la desaparición del síndico y Maricruz iba incluida en el informe. ¡Claro!, me dijo. ¡Todo, cabrón! Al salir volví a ponerme enfrente de él para inquirirle con la mirada. Pero él me hizo a un lado y se subió a la 112


camioneta, le ordenó al chofer que arrancara y se recostó sobre su asiento, totalmente desplomado, como si la vida, su vida, no tuviera más perspectiva en este mundo. No tengo idea de cuánto tiempo llevo aquí, sentado en esto que podría ser el rincón de un espacio cuadrado. Recuerdo una sensación de dolor que llegó a sustituir por completo mi cuerpo. No sé dónde ha quedado mi cuerpo. Todo lo que veo es oscuridad. Inmensa es la oscuridad en este lugar donde creo encontrarme. No puedo hallar referencia alguna de ubicación. ¿Con respecto a qué otros puntos, líneas o cuerpos? Fui traído aquí sólo yo. No sé a dónde se llevaron al alcalde. Lo único que sé es que al chofer y a las regidoras los dejaron ir. ¡Estos dos súbanlos a la camioneta y carguen con ellos!, fue lo que dijeron, y cargaron con el alcalde y conmigo. A veces veo enfrente de mí una danza silenciosa de sombras. Se agitan sobre lo que podría ser una pared y hablan con frenesí sin que se alcancen a escuchar las voces, las palabras convertidas en sonidos. Ni siquiera fue en un retén. El chofer nos alertó cuando llevábamos unas dos horas y media sobre la autopista. Nos vienen siguiendo, dijo, parece que es una camioneta de la policía federal. ¡Tú dale!, le ordenó el alcalde, ¡ni sabes, cabrón! No sé si sean realmente sombras que pertenezcan a cuerpos que no se dejan ver. O si son sombras que se escapan de mi imaginación. Pero allí aparecen. Lo único que no aparece es el rostro luminoso de Maricruz. Su rostro que se ha deshecho entre mis manos, que se vuelve vacío incluso en 113


mis sueños oscuros. ¿Eran realmente de la policía federal o de una banda que portaba el uniforme de la corporación como disfraz? Fue lo que me pregunté cuando nos arrojaron a golpes sobre el piso trasero de la camioneta. Uno desaparece con el amor que se vuelve rocío y luego sólo respiración sofocada de la tierra. ¿Dónde están mis manos para tocarme el rostro y saber que sigo aquí, que soy yo el que está pensando todas estas cosas, convirtiendo en palabras sin sonido, palabras huecas del pensamiento, todo esto que pudiera ser el recuerdo o la fantasía de una vida que ya no sé si la he vivido? Pero sí eran de la Federal. Llegamos a una oficina en alguna ciudad que no identifico y allí nos bajaron, nos pusieron a disposición de un juez al que hicieron venir de su casa a esa hora de la noche, nos tomaron nuestras huellas y nuestros datos personales, y nos metieron a rejas solitarias y distintas. Alguna vez me surgió la idea de la muerte. Maricruz podía estar muerta. Eran varios meses de su desaparición y ningún indicio a la vista. Nadie desaparece tanto tiempo y luego es arrojado nuevamente a las espigas de la vida. Fue un pensamiento que me llenó de miedo, de dolor, de vergüenza y de angustia. No debía concebir ni por un segundo esa posibilidad. Porque cuando uno acepta la muerte le cierra para siempre la entrada a la esperanza. Aquí no he aceptado la muerte y sin embargo no he podido tocar la esperanza. No recuerdo en qué momento fueron por nosotros, el alcalde y yo, a nuestras celdas exclusivas y a cada uno se lo llevaron con rumbo distinto. A mí me trajeron aquí, a este lugar que se ha vuelto mi caverna, la caverna de mi espíritu, y me tendieron sobre una plan114


cha del sacrificio. Me arrancaron la piel y se bebieron mi sangre, abrieron mi pecho y de un tirón extrajeron mi corazón para ofrecérselo como prenda a los dioses hambrientos de la muerte. No sé que más me querían sacar, pero yo ya estaba vacío, lleno de dolor por todo el cuerpo. Nombres. Querían nombres: de personas, de lugares, de armas, de papeles, de transacciones. Nombres. Pero yo ya había olvidado incluso mi nombre. ¿Cómo me llamo? No recuerdo que alguien me haya llamado últimamente por ni nombre. Ni siquiera cuando pienso en Amalia. En Maricruz. Esos nombres no los he olvidado. Pero cuando me pusieron las llamas bajo el cuerpo, esos nombres se incendiaron antes de salir. Así que se convirtieron en cenizas. Las cenizas son el polvo que deja el fuego sobre la tierra. No sé si haya tierra allá afuera. Afuera podría haber algo de luz. Aquí sólo la oscuridad. Una oscuridad que es mía y que me absorbe en su tejido como una esponja enorme. Está bien. Cada vez más al fondo de esta oscuridad. Desde la oscuridad nadie puede volver a sentir el miedo por la oscuridad.

Uruapan, Mich. Junio / 2010

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Ramón Guzmán Ramos. Es originario de Zacapu, Mich. (1954). Reside en Uruapan desde 1978. En 1970 creó en Zacapu el Grupo Socio Cultural Mahatma Gandhi, dedicado al teatro y la promoción de la cultura. En 1974 formó, con el mismo concepto, el grupo Túpac Amaru. En 1980, radicado en Uruapan, formó el Taller Literario José Revueltas, con el cual, además de los quehaceres literarios, se hizo trabajo de teatro, montando obras como Salomé de Rosario Castellanos, así como guiones y adaptaciones de los propios talleristas. En 2003 formó el Taller Literario Ambrosía, con el cual se organizó el Encuentro Nacional de Escritores, que llegó hasta su cuarta edición, en el que participaron creadores de la talla de Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska. Con este taller, que tuvo una duración de nueve años, se publicaron varias antologías; algunos de sus miembros han publicado por su cuenta y obtenido premios importantes. De este taller, una vez concluido su ciclo, salieron otros dos talleres que aún funcionan en Uruapan: Detrás del Espejo y Luvina. Cuenta con Licenciatura y Maestría en Educación por la Escuela Normal Superior de Michoacán. Es profesor de Secundaria y del Colegio de Bachilleres del Estado de Michoacán. Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta Tampico 1998. Premio Estatal de Cuento Luvina 2011, otorgado por la Fundación Juan Rulfo. Presea Fray Jacobo Daciano, otorgada por el Ayuntamiento de Zacapu en 2011. Ha publicado cuatro novelas, dos libros de poesía y uno de cuento. En 2002 participó en el Encuentro de Poetas del Mundo Latino, que se llevó a cabo en México y Morelia, el cual estuvo dedicado a Alí Chumacero. En 2007 participó en el Encuentro de Poetas del Mundo Latino, el cual se realizó en las ciudades de México, Morelia y Uruapan, y estuvo dedicado a Juan Bañuelos.


Los brazos de Sísifo Se terminó de imprimir el 30 de septiembre de 2015 en los talleres gráficos de Impresora Gospa ubicados en Jesús Romero Flores no.1063, colonia Oviedo Mota, C.P.58060 en Morelia, Michoacán, México. La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado del Departamento de Literatura y fomento a la Lectura y de Viridiana Lázaro.



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