Confesionario

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SECRETARÍA DE CULTURA FEDERAL María Cristina García Cepeda Secretaria de Cultura Saúl Juárez Vega Subsecretario de Desarrollo Cultural Jorge Gutiérrez Vázquez Subsecretario de Diversidad Cultural y Fomento a la Lectura Marina Núñez Bespalova Directora General de Publicaciones GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO Silvano Aureoles Conejo Gobernador de Michoacán Silvia María Concepción Figueroa Zamudio Secretaria de Cultura Adrián Zaragoza Tapia Secretario Técnico Ernesto Alino Zúñiga Guerrero Secretario Particular Edgar Rodríguez González Delegado Administrativo Adriana Cerda Herrera Directora de Promoción y Fomento Cultural Mariana León Cornejo Directora de Vinculación e Integración Cultural Andrea Silva Cadena Directora de Formación y Educación Luis Esteban Murguía Bañuelos Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural María Magdalena Oliva Sandoval Directora de Patrimonio, Protección y Conservación de Monumentos y Sitios Históricos Miguel Ángel García Ramírez Director Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán Fedra Ela del Río Ortega Jefa del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura


Gobierno del Estado de Michoacán Secretaría de Cultura Secretaría de Cultura Federal


Primera edición, 2017 © José Martín García Campos dr © Secretaría de Cultura de Michoacán Colección: Premios Michoacán de Literatura 2016 Categoría Ópera Prima Narrativa Jurados: Maribel Arreola Rivas Xareni Coral Camacho Carrasco José Carlos Serrano Vargas Coordinación editorial: Fedra Ela del Río Ortega Mara Rahab Bautista López Diseño de Colección: Jorge Arriola Padilla Secretaría de Cultura de Michoacán Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc, C.P. 58020, Morelia, Michoacán Tels. (443) 322-89-00 www.cultura.michoacan.gob.mx ISBN: 978-607-9461-38-6 Impreso y hecho en México Queda prohibida, sin la autorización expresa del editor, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, comprendidos reprográfico y tratamiento informático.


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Presentación I

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Ave María Purísima

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El Confesionario

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La matriz perforada por el diablo

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Shadow

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Opresión

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Pederasta II

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Sin pecado concebida

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El sombrero del capitán

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Norton

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El ciego que podía ver a dios

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Siete confesiones

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El misterio de la luz



Presentación Un premio literario es una distinción otorgada por una actuación literaria particular, es un reconocimiento al talento y originalidad. La obra que se encuentra en sus manos es una obra distinguida entre varias, además de esto, por contar con características propias que las hacen una verdadera obra de las letras. Los Premios de Michoacán de Literatura 2016, distinguió en esta ocasión a cinco obras, pertenecientes a los siguientes premios: 1. Premio de cuento Xavier Vargas Pardo. Obra ganadora: “Cementerio paquidermo” de Berenice Hernández. Una obra que nos invita a sorprendernos de la capacidad de la mente para transformar la realidad, sí es que existe una sola realidad; hojas llenas de otras maneras de ver al mundo y comportarse en el según lo dicte nuestra mente. 2. Premio de ensayo María Zambrano. Obra ganadora: “Cuaderno de ensayo” de José Agustín Solórzano. Ensayo lleno de referencias de lectura que nos invita a leer por placer, una reflexión sobre el ejercicio de la

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lectura personal y desenfado, sin duda alguna se sentirá identificado con alguno de sus fragmentos. Esta obra nos lleva a viajar por el mundo de la literatura con una sonrisa y un ceño fruncido. 3. Concurso de humor negro José Ceballos Maldonado. Obra ganadora: “Tos de tísico” de Salvador Munguía. No podrá dejar de leer esta obra ganadora, al leerla se aplaude la decisión de los jurados al momento en que nos saca una carcajada. El humor no es simple, es complejo hacer reír y más aún con una obra tan corta, su ritmo no nos permite distracciones, la ironía y la compasión hará reír a cada uno de sus lectores. 4. Ópera Prima en poesía, con dos obras por considerarse un empate en calidad. Con las obras ganadoras: “Confesionario” de José Martín García Campos y “Jaula de espejos” de Karen Itzel Gabriel. “Confesionario” es una obra fuerte, una conversación con Dios sin tapujos, al tú por tú, durante toda la obra queremos saber más de ese personaje y el por qué de estas conversaciones crudas, sin Fe, sin respeto, pero necesarias para desahogar el alma.


“Jaula de espejos” es una muestra de poesía joven, juega con la palabra y la forma, un acercamiento al mundo lírico. Una representación de emociones tan variada como cada una de sus páginas. Dos obras tan distintas y al mismo tiempo unidas por una solo condición, la humana. Es un hecho importante por recalcar que en esta ocasión los autores de cada obra ganadora son jóvenes todos, comprometidos con el quehacer literario y que sin duda alguna este premio refleja su dedicación y entrega a la creación. La convocatoria Premios de Michoacán de Literatura 2016 son un impulso la producción, edición, publicación, difusión de la literatura michoacana y una vía que facilita el acceso a la literatura del estado. La secretaría de Cultura de Michoacán, se complace en presentar esta colección, prueba del talento, herencia y tradición literaria en el estado. Agradecemos a los jurados de cada categoría por su esfuerzo y trabajo, gracias a ellos se ha podido realizar la selección entre varias obras de manera justa y honesta. Los invitamos a conocer la colección completa, a seguir sus pasos y acercarse a la literatura regional.



I Ave María Purísima



A veces pienso que Dios creando al hombre sobrestimรณ un poco su habilidad. Oscar Wilde



El Confesionario La luz parpadeaba rítmicamente todo el tiempo: se trataba de esa molesta bombilla que, como muchas otras, nunca había servido por más que se hiciera el intento. El padre Jonás buscó alguna explicación divina para tal fenómeno, años más tarde se convirtió en una peculiaridad que atrajo turistas de distintas partes del país. En ciertas ocasiones, Panchito el monaguillo, dejaba más asombrados a los visitantes cambiando las bombillas en vivo y dejando al descubierto el misterio de la luz, pues, en efecto, ésta seguía parpadeando. Una década después, cuando el diezmo ya no era suficiente, se construyó un confesionario de caoba; era rústico, tenía tallados pequeños ángeles felices, con sus alas estéticas y sus nalguitas redondas.

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Como era de esperarse, el nuevo habitante del templo ocupó un lugar privilegiado: justo por debajo de la luz celestial. El turismo no tardó en aumentar, pues se rumoraba que tal vez el mismo Dios era quien te perdonaba los pecados.

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El templo se construyó, según la placa de bronce que adornaba su exterior, en 1940, un año como muchos otros. La inversión había estado a cargo de los señores Domínguez, fieles creyentes de la palabra del Señor, casados, pero sin hijos hasta ese momento, católicos de sangre y, por parte de la fémina, heredera de la gran fortuna de su difunto padre. El estilo barroco novohispano había sido idea del sacerdote Jonás, amigo entrañable de los señores Domínguez, quien junto al arquitecto Gómez Mont se encargaron del acabado exterior, la torre de cantera que adornaba su costado izquierdo, y los acabados que rodeaban la inmensa puerta de madera. En su interior, perfectamente simétricas, estaban acomodadas en fila veinte bancas de madera clara barnizada. El techo había sido construido con una técnica moderna, distintos relieves profundos y curvos, ador-


nados con pinturas de Jesucristo, obras de John Duta: artista exiliado de Inglaterra, cuyo parentesco lejano con la señora Domínguez, le había servido para encontrar un nuevo hogar. El altar era de lo más común, una mesa larga cubierta con un mantel, el cual tenía bordadas cruces de diferentes colores. Al fondo, la figura de un Jesús de aproximadamente dos metros, cuidaba y entregaba fe a sus creyentes, junto a María Auxiliadora y San Jerónimo, quienes reposaban dentro de los vitrales sobre el muro pintado de dorado que completaba el cuadro de los tres santísimos. Exactamente al otro lado del altar, en una de las esquinas, medio oculto pero a la vista de todos, se encontraban el confesionario y la luz mística; todos los días, excepto el lunes, a partir de las seis de la tarde, los pecados, secretos, perversiones y promiscuidades de gente de todo el país habían sido confesados por más de cinco décadas.

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La matriz perforada por el diablo

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Dime qué hago aquí, Jesús, dime porqué he acudido una vez más, si me has fallado tanto, si otra vez me decepcionaste, respóndeme… Fue ayer que me lo quitaste, uno más, ¿qué no te cansas de humillarme?, me diste un vientre perforado por la saliva del diablo, un vientre que no procrea, que sólo pare sangre y órganos mal trechos…¿por qué estoy aquí? —Buenas tardes, Robertita, ¿cómo está tu mamá? —me pregunta el padre Geremías. —Bien, ayer salió con el abuelo en bicicleta…— miento. Me sonríe con lástima, sacerdote pederasta, como él hay otros mil, ¿qué no se da cuenta que me estoy confesando?


—Me da gusto, sigue rezando para que Dios te ayude… Me toma como loca, como lunática, como una desquiciada tal vez. Mi abuelo murió hace más de diez años, él estuvo presente en el entierro, pero bien que ha aprovechado su oportunidad para dejarme en ridículo…¿Dios ayudarme?, pero si es lo único que no hace. Fue el cerdo de Román, él es el del problema, no fornica bien, nunca lo ha hecho el muy mediocre, se presume como hombre y no puede usar su pito bien, qué desgracia de ser. No, él no es culpable, soy yo y mi matriz mal nacida, quemada. El primero se llamaría como él, como ese hijo de puta, ese estúpido que lo único que hace es ayudarme, estar a mi lado, consentirme y hacer una cara de pendejo noble cuando pierdo nuevamente a uno de sus hijos. El segundo Joaquín, como mi padre, el que nunca tuve y mi madre inventó para que no descubriera que fue violada, seguramente por un insecto gordo y asqueroso, tan horrible como las cucarachas y despreciable como las ratas, ese desgraciado que me heredó mi facultad de matar a un recién nacido. El tercero, Agustín, como nadie, como cualquier desconocido, como alivio de mi maldición, pero no, el asqueroso nombre no importaba, Jesús, ¿sabes

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por qué?, porque también lo mataste, más rápido que a los otros, incluso, más contundente y sagaz que nunca, en ése sí que te luciste, parirlo sin cabeza, qué estúpida desgracia. Y por último, Teresa, mi niña, la primera, la única, la destinada a nacer por fin…ni siquiera se formó, ni una manita, o un bracito, nada, eso nació, una nada, una Teresa, una vasca de órganos sin forma. Te perdono, sabes, te perdono, tú no tienes la culpa de nada, pero ayúdame, por lo que más quieras, apiádate de mí, de tu hija más mal agradecida, de tu sirviente desafortunada, concédeme el deseo de ser madre, como María, la tuya, haz un milagro te lo pido, y jamás te volveré a defraudar. La luz, la luz ha empezado a parpadear, esa luz que me encantaba cuando era niña, cuando mi madre me traía en su brazos, esa resplandeciente mancha cegadora. —Maestra, Roberta, ¿cómo está? —escuchó detrás de mí. Es Benjamín de segundo grado, trae consigo su mochila de Toy Story y un juguito, está emocionado por verme. —Hola…hijo… Se va, su mamá lo ha jalado de la mano mientras le susurraba algo, seguramente le explicó que me estoy muriendo por dentro, o tal vez la asustó la sangre que corre


por una de mis piernas, ese fino hilo de plasma que apenas es visible para mí, que acaba de manifestarse ante mis ojos. ¿Me estás respondiendo?, ¿acaso es eso?, ¿estoy lista?, ¿acabo de expulsar lo que quedaba de mi último hijo?, estoy segura que ya no queda más sangre en mi matriz, es lo último que puedo sacar, lo siguiente será un hijo, una niña o un niño, un desgraciado que no me dejará dormir, que cagará sin control, que comerá de lo que yo coma, que me amará, eso lo quiero Jesús, eso lo anhelo… Ahí viene Román, está preocupado por mí, viene corriendo porque me escapé, sus ojos están rojos de tanto llorar, sus pisadas son lentas, torpes, pesadas, llenas de dolor, del dolor que le causo. Ya está frente a mí, con su rostro moreno y su nariz chata, no sé qué me dice, no sé qué quiere ¡Déjame llorar, maldito! Déjame sacar las lágrimas que no puedes sacar tú, déjame cargar el dolor por los dos. Me toma de los pies y de los brazos, me carga una vez más, después de diez horas de haber hecho lo mismo porque ya no soportaba el dolor, estamos en la misma situación de nuevo. Sin embargo, él no sabe lo que yo, Jesús me ha ayudado por fin, me mandó señales, hoy le pediré que hagamos el amor sin control, que lo intentemos, que quiero darle un hijo, aunque sea uno.

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Shadow

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¿Por qué sigues haciendo esto?, ¿no te gustaría estar con tu familia?, sentados en la arena, comiendo un pie de frambuesa, tú, tus hijos, el aire puro de las playas griegas, donde seguramente están ellos, a salvo, pero sin ti. Necesito estar aquí, aunque no me guste, es mi propósito seguir adelante, encontrando a quien me digan, buscando pistas, huellas, hasta dar con ellos, lo hago por mi familia. ¿Estás seguro?, ¿no crees que más bien lo haces por ti?, por un inequívoco sentido de grandeza, ¿qué quieres demostrar Christian Shadow?, a quién buscas decirle que eres capaz de hacer lo que te propongas. Tus papás ya están muertos, ya no te persiguen, ya no te exigen que cumplas lo que ellos siempre desearon para ti.


No importa lo que me digas, ya estoy aquí, ya llegué muy lejos como para renunciar. De todos modos, no sé hacer otra cosa, yo nací para esto. ¿Y tus hijos?, ellos qué culpa tienen, ¿vas a dejar que su nombre esté manchado de sangre igual que el tuyo?, porque ya los condenaste a la abstinencia, al refugio político, nunca van a tener amigos de verdad, porque los irán perdiendo conforme tengan que escapar. Ya les quitaste su estabilidad, no les quites a su padre. Valentine, como quisiera poder tocar tu rostro, tan suave y cálido, ver una vez más tus ojos pardos, que me sonrías y me digas que todo está bien, que tú y los niños estarán esperándome para ese asado que les prometí hace dos años. Quisiera besar tus labios como la primera vez que lo hice, en Florencia, ¿recuerdas? Ella no está aquí, Shadow, ella no ha estado aquí desde hace más de un año, seguramente ya no recuerda qué es tener un hombre a su lado, que la cuide y la proteja, que sea su compañero incondicional. Ella no está aquí. Ya lo sé, tampoco están Chris ni Violet, mis hijos... Chris, te prometí que te enseñaría a andar en bicicleta. Recuerdo cuando me pediste que me quedara, que ya no me fuera, mi pequeño gran hombre. Algún día me perdonarás.

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¿Y si no lo hace?, y si decide que es mejor olvidarte, sabes, a veces es preferible preservar el recuerdo que seguir con la esperanza del presente. Él tal vez ya eligió acostumbrarse a tu ausencia, porque sabe que si vuelves, te volverás a ir. Entiende que necesitan sobrevivir, si no sigo haciendo esto no tendrán oportunidades, no estudiarán, no podré comprarles nada, no podré mantener un hogar, es lo único que se hacer. —Buenas tarde, señor, ¿va a confesarse? —pregunta una mujer de ojos perdidos, semblante temeroso, pero amabilidad notable. —“Nou”, “gracias”, thank’s… Sonríe y se aparta con paso cansino, la sigo con mi vista y al recorrer aproximadamente tres metros por el estrecho camino que otorgan las bancas de madera mi mirada se encuentra con la de él. Está sudando, sabe que lo tengo, que ya lo he encontrado, pero no me reconoce; no he perdido el toque. Está rezando al igual que simulo hacerlo yo, vaya que me ha costado trabajo encontrarlo, más de trece meses buscándolo… No sabes ni siquiera quién es, si tiene familia igual que tú, si tiene problemas más graves de los que conoces. No lo hagas.


Sé lo que debo saber, lo que me ordenaron y me dieron en el archivo. Se llama Federic Norton, científico termonuclear ruso, cuarenta y cinco años de edad, su padre trabajó para la URSS hasta que renunció. Él cubrió esa plaza diez años después debido a su inteligencia desarrollando compuestos químicos, pero decidió traicionar a su gobierno y vendió toda su información a los Estados Unidos. Nuestro país lo protegió todo el tiempo, lo trató como uno de los nuestros, pero volvió a cambiar de parecer y ahora información confidencial acerca de experimentos nucleares de los laboratorios militares de nuestra nación están en sus manos, no puedo permitir que la entregue. ¿Sabes en que te convierte eso?, en un peón, en un soldado, en un hombre que no puede tomar decisiones por sí mismo, para sí mismo, sino que tiene que seguir órdenes, que es como un sabueso al que entrenas para que te regrese el hueso que le aventaste, eso eres tú, una herramienta manipulable. Por supuesto que decido, de lo contrario no estaría aquí. ¿Me estás diciendo que prefieres esto a estar con tu familia?, prefieres ser un matón del gobierno a ser el padre que carga en sus brazos a sus hijos; ya me lo esperaba, no eres más que uno del montón.

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¿Y qué mas?, ¿un empleado de segunda trabajando en una tienda de autoservicio?, yo sólo sirvo para matar, para encontrar, para seguir patrones. No hay empleados de segunda, Shadow, hay hombres que no aprecian lo que tienen, y tú estás a punto de conseguir un papel estelar en esa clasificación. ¿Quién te dijo que no servías para algo más?, ¿tu padre?, el hombre soberbio que siempre prefirió guardarse el amor que le tenía a tu madre por el temor de verse débil. ¿Harás lo mismo, Shadow? Si te sigo haciendo caso él se terminará escapando y ahora sí te prometo que no volveré a ver a mi familia. Ya no tengo tiempo. Tú no eres un asesino. ¿Tú qué sabes de mí? He matado a más de siete personas que no conocía, que jamás había visto, que la única vez que vi su rostro fue para ponerles una pistola en la frente… que…que tal vez eran hombres como yo…que nunca…me di la oportunidad de ver más allá de la ficha técnica. ¿Estás llorando?, un hombre que mata por placer no llora, y no eres un psicópata, eres un hombre que se ha equivocado, que ha cometido pecados terribles, pero que se arrepiente de ellos. Tendrás que remar sobre corriente y ajustar cuentas en el camino. Todavía te puedo salvar Christian Shadow.


Ya es tarde para fingir que puedo ser alguien más. Esta conversación ha terminado, Dios. Ahí está el octavo, la octava presa de mi camino, otro hombre que no sabe que lo estoy viendo, que estuve observando los últimos días y que va a morir cuando menos lo esperaba. ¿Se sentirá a salvo aquí?, en una Iglesia, ¿creerá que Dios lo va a proteger de una bala?, ¿podría Dios hacer eso?, tarde o temprano lo voy a averiguar. Esta decisión no me pertenece totalmente como él creía. Ellos sólo me dan lo necesario, la ejecución ya está impuesta en el contrato, si no lo cumplo puedo sufrir las consecuencias. Prefiero siempre estar manchado de sangre y ver pocos días a mi familia que no verla nunca… Aunque…podría ir por ellos, podríamos irnos a donde nunca nos encuentren, podríamos ser felices los cuatro. Sigue ahí, una presa sencilla, fácil de aniquilar, me tomaría sólo cinco segundos disparar y llevarme el cadáver, no hay mucha gente aquí, lo cual es extraño, pero es irrelevante. Dios, te prometo que me confesaré como siempre lo he hecho. Vendré el siguiente domingo para escuchar un nuevo sermón, aunque sé que nunca me perdonarás, ya me lo advertiste, estoy condenado.

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Ha cerrado los ojos, balbucea algo con sus labios: “Padre nuestro…”. Dejaré que termine, seguramente se sentirá aliviado al ya no saber más, le estoy haciendo un favor, porque si no soy yo enviarán a otro, a menos que se lo advierta. Quizá le daría un día de ventaja, no más, pero sería suficiente para que se despidiese de su familia si es que tiene. Ya ha llegado a la última parte al igual que yo, es el momento de decir adiós, él a este mundo, y yo al mío. Me acerco lentamente, paso a paso, es la primera vez en muchos años que siento el frío en mis venas, el poder de quitar una vida sin darle oportunidad alguna de reclamar por ello, hay mucho sudor en mi frente, lágrimas en mi rostro y un arma entre mis manos. Si no me equivoco abrirá los ojos en cinco segundos. Le apunto con la pistola. Cinco…cuatro…tres…dos…uno.


Opresión A ti, padre, Padre, vecino, lector:

Hay ocasiones en las que no lo puedo soportar, me carcome el deseo que me prohibiste sentir, pero tú sabes que yo no fui quien decidió mi destino, por mí me hubiera largado desde el principio a cualquier otro lado, antes de saber siquiera quién eras, antes de que me atraparas con tu miedo y tus engaños. Me hubiera ido, así no tendría la necesidad de arrodillarme frente a un ídolo falso todos los días de mi vida. Me hubiera ido, pero nunca tuve el coraje para hacerlo, porque el no hacerlo me gustaba. Cincuenta años han pasado desde que mi madre me encerró aquí porque no podía mantenerme, desde ahí te equivocaste: una madre puta, una hija igual.

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No tengo miedo de nada, porque mi vida está olvidada, está perdida dentro las cuatro paredes de tu cárcel, la misma habitación en la que menstrué por primera vez. Me espanté mucho, debo de aceptarlo, y ninguna de las monjas me ayudó, ninguna, hasta me acusaban de pecaminosa, de precoz. Yo tuve que aprender sola, y tú ni siquiera sabes qué es eso, que te sangre la vagina es una atrocidad, un verdadero desperfecto en tus supuestos hijos que nada más te sirven para divertirte. Quisiera ser de las mujeres que se juntan entre ellas a platicar en los bares, a contarse mentiras y verdades, a presumir de sus hijos. Quisiera haber tenido alguna vez un novio, que pasara por mí para ir caminar o lo que fuera, aunque se tratara de lo más absurdo, no importaría si al final pudiese besar unos labios; ni eso pude hacer, no ante tus ojos, claro. Te confieso que casi nada haces bien, como mi nacimiento, yo ni debí haber venido a este mundo. Las putas no deberían poder parir, pero mi madre sí lo hizo, aunque estoy segura que si no hubiera tenido la facultad de dar vida, ella sería muy feliz y yo ni siquiera estuviera derramando mis quejas sobre un papel. Sin embargo, estoy aquí, para compartir tus “míticas” enseñanzas, para hacer sentir mejor a los desamparados,


educar chiquillos para tu Iglesia, darles refugio a los que no tienen hogar, atender enfermos en el hospital, darles de comer a los que se mueren de hambre, entregarme por completo a mis hermanos y hermanas. Y lo mejor de todo es que ni siquiera nos das la dicha de serte útiles ante los feligreses que asisten a misa; dime, contéstame, ¿por qué yo no puedo oficiar una?, ¿qué tienen los hombres que no tenga yo?, si yo también puedo memorizarme frases, dar sermones, beber vino, leer la biblia, ¿por qué? ¿Es por qué soy mujer?, entonces no exijas igualdad si tú no la puedes dar, si tú prefieres a tus hijos, a los padres encima de las monjas, pero sin una de nosotras tu hijo ni siquiera hubiese nacido, tómalo en cuenta para tus futuras consideraciones acerca de tus absurdas batallas por la justicia. Me da tristeza que la mayoría se atiene a tus demandas, a tus supuestas enseñanzas, que Lorena, Patricia y Marta se entreguen por completo a ti, y tú no les das nada a cambio, excepto una triste misa en la capilla. Mira, qué considerado eres. Pero conmigo te equivocaste. A continuación enuncio un par de confesiones, que por supuesto no saldrán de mi boca, porque ni muerta me vas hacer ir al confesionario. Le pido, padre, quien seguramente

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es el que está leyendo esto, perdone mis pecados y luego se los meta por el culo. Ante los ojos de Dios he hecho todo lo que se me ordena y pide, “Lupe atiende al enfermo, Lupe tiende las camas, Lupe te toca dirigir el rosario, Lupe dale de comer al padre Geremías, Lupe, Lupe, Lupe”. Si le preguntase a cualquiera de las hermanas cómo soy, seguramente no encontraría ninguna queja. Si le preguntase a Dios cómo soy, él le dirá que he cumplido con mis obligaciones. Si alcanzase a preguntármelo entonces no pude hacer lo que tenía pensado y ya no tendrá caso echarme a la calle, porque yo misma lo haré para ser libre…aunque eso de la libertad ya no es una opción siendo tan anciana. Lista de pecados: • He cogido como unas quince veces. La primera fue, aunque creo que no se le consideraría un acto sexual con un hombre como tal, con un consolador que encontré en el casillero de Sor Inés. Bueno, estoy seguro que estás sorprendido, porque yo también lo estuve en cuanto se cayó algo en el interior del mueble mientras lo limpiaba. Yo sólo quería acomodar lo que había tirado, y fue cuando encontré el objeto que me permitió salir de tu pri-


sión. Claro que la madre nos prohibía husmear en cosas ajenas, pero no es mi culpa su estupidez, o ¿por qué no lo aseguró con un candado? Lástima que hace más de veinte años que se murió, siempre le quise preguntar si estaba igual de desesperada que yo; imagínate su cara cuando no encontró su juguetito, pero no te preocupes, se lo regresé: sin que nadie se diera cuenta lo metí a su ataúd…No fuera ser que viniera a reclamarlo. La segunda vez lo hice con un vagabundo de los que tocan la puerta cada semana, al principio tenía miedo, pero cuando comprobé que el hombre era ciego fue como si tú mismo quisieras que lo hiciera y yo sólo te hice caso. No fue muy difícil convencerlo, el pobre hombre apenas sabía lo que estaba haciendo, yo creo que estaba igual que yo, aunque para ser mi primera vez, creo que no estuvo tan mal; ah, y aprovecho para agradecerte una cosa, quizá la única que vale la pena, gracias por los pitos. Después pasó en el viaje a Guanajuato, la única noche que tuvimos libre en las misiones, y eso me hace pensar qué sínico eres, nos quitas todo lo divertido y te burlas premiándonos con días libres. Las hermanas fueron a comprar recuerditos para

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sus familiares, yo me quedé en el convento, pero no por mucho tiempo. Me llevé una falda y una blusa escotada, que había comprado días antes en el mercado, e hice lo que había visto en algunas de las películas que no debíamos ver, y lo que más tarde descubriría fue el día a día de mi madre, (supongo que ya no te sorprende que haga todo lo que supone que no debemos de hacer), me pare en una esquina. Tenía miedo, pero en ese punto ya había atravesado la muralla de tus prohibiciones, como dicen de los asesinos: una vez que matan ya no pueden dejar de hacerlo. Fue un hombre amable, lo recuerdo bien, se llamaba Tomás, me trató gentilmente supongo, qué voy a saber yo, pero tal vez fue la única que vez que hice el amor y no cogí, lo que es algo irónico. Las otras doce veces tú bien sabes con quién fue. • Creo que es redundante decírtelo, pero cada que podía me escapaba de tu cárcel, y probé lo que es vivir, aunque nunca dejé de tener miedo, si algo hicieron bien las monjas que me criaron fue infundirme ese principio de tu Iglesia. A pesar de que muchas veces pude irme de aquí no lo hice, porque estaba atenida a ti de alguna forma que yo


no puedo explicar, y lo más cercano a una razón es que simplemente me gusta pecar, desobedecer, fingir, aparentar, el peligro hace que me excite, y tú sabes cuánto, padre. Fui al cine varias veces, creo que eso no rompe tus principios, ¿o ver una clasificación “C” ya es pecado para ti?. Tomé cuánto quise, el mezcal ha sido lo mejor que he probado, sin embargo, nunca me emborraché, sólo un poco la primera y segunda vez. Hice amigos, varios, la ausencia de hombres a nuestro rededor es uno de tus peores castigos, me gustaba mentirles, me gustaba jugar con ellos, les decía que era monja y que me escapaba del convento, y cuando se ofrecían a pasar por mí les daba la dirección correcta, pero nunca nadie se atrevió a tocar, simplemente se limitaban a decir: buena broma. • Esta es la última, es necesaria, porque si yo me voy a ir al supuesto infierno este otro desgraciado se irá conmigo. Padre Geremías, tú que estás leyendo esto, debes saber que en unas horas, todos los vecinos sabrán lo que has hecho todo este tiempo. Hay más de cien copias de esta carta y de algunas fotos un tanto comprometedoras, las cuales están a punto de salir del convento; pedí a las hermanas

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que repartieran los sobres a las cinco de la tarde de este día. Te preguntarás por qué no lo hice en persona, por qué simplemente no te entregué después de lo que me hiciste, pero amorcito, tú sabes que no te mereces una simple excomulgación o la cárcel, sino que humillación, que te juzguen, que hablen de ti, aunque sé “pastelito” que eso no te importa, porque eres tan psicópata como puedo ser yo, y por eso me gusta jugar. ¿Recuerdas las doce veces que lo hicimos?, me dijiste que era la única mujer para ti, ¡la única! (al menos supe lo que es una decepción amorosa). Descubrí tu “pequeño” secreto pederasta de mierda. ¿Cuántas niñas, Geremías? Yo no pedí ser así, ni que me encerrarán aquí. Estimado lector, queridos vecinos, les pido de rodillas que me perdonen si logré que se les cayera la venda que cubre sus ojos día con día. Hay cosas que simplemente se crearon para manipularnos, para oprimirnos y controlarnos. Éste es solo un testimonio de lo que sufro, que sufrimos cada una de nosotras, y al final de esto solo nos encierran. ¿Que si hay quiénes lo hacen por fe?, seguramente hay hermanas así, pero qué es la fe sino una excusa para evadir lo que realmente pasa, una falsa esperanza cuyo objetivo es


solo privarte de la inmediatez de las cosas o un conformismo estúpido porque crees que se está haciendo lo que Dios quiere, o que él te salvará. La salvación está en nosotros mismos. No deleguemos a otro lo que uno puede hacer. Tómenme de ejemplo a mí, a quien ya no podrán juzgar porque estaré muerta en este momento. Jamás fui feliz, pero lo intenté. Guadalupe

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Pederasta

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Con las sábanas ensangrentadas por los gritos ocultos de la mujer, de cuyo vientre emergía el pecado del que juró jamás ser presa, nació Geremías Duta pesando la inconsolable cantidad de un kilo y medio, por lo cual se auguró una muerte prematura, un deceso deseado por todos los presentes en el nacimiento, una mancha que jamás sería borrada, pero que pocos conocerían. El niño sobrevivió, dicen, por sus propios medios ¿Cuáles? Los que el Señor le otorgó de acuerdo a las palabras de su padre adoptivo Julio Domínguez; fue por eso que su futuro se pronosticó tan rápido como fue posible, dentro de poco se convirtió en el pupilo del padre Jonás.


Carolina Domínguez recibió una carta envuelta en un sobre violado por múltiples manos en el que apenas se podía distinguir en el timbre la imponente figura del Big-Ben inglés; fue en una tarde lluviosa, el 3 de febrero de 1939. El remitente decía ser su primo segundo hijo de tía Margot, una suerte de mexicana afrancesada con un esposo alemán viviendo en Inglaterra: un disparate. La señora Domínguez, fiel a su compromiso con la solidaridad como Dios les había enseñado, no dudó ni en segundo en contestar, más aún por la urgencia que reflejaba la avidez de la tinta sobre el papel, o quizá eran las palabras “exilio”, “urgencia”, “solo”, las que la llevaron a una rápida contestación. John Duta, primo segundo, había sido condenado por la corte inglesa debido a su atrevimiento reflejado en las pinturas que adornaban edificios históricos, en las cuales sobre sus trazos, se encontraban figuras humanoides aparentemente teniendo relaciones sexuales con mujeres para entonces procrear alimañas; por supuesto, la razón del exilio jamás la supo Carolina. A los pocos días llegó el extranjero de rasgos finos, cabello obscuro y nariz prominente, varonil. Su familia, los señores Domínguez, lo recibieron con los brazos

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abiertos, le ofrecieron un cuarto en su próspera casa y hasta un trabajo futuro, el cual consistía en elaborar una serie de imágenes eclesiásticas en un templo aún en planes de construcción. No fue sorpresa para John Duta encontrarse plenamente atraído por Carolina, pues él mismo se debatía por las razones de su repentino enamoramiento, quizá fuese la melena castaña con finos toques color oro, o tal vez le resultara irresistible por su exagerada devoción a los gestos católicos, los cuales le hacían lucir ese tipo de inocencia que deseas romper a la primer oportunidad. Sin embargo, la señora Domínguez se mostraba supuestamente inmune a los encantos extranjeros o a las exuberantes inspiraciones artísticas de John; alguna de ellas consistía en un maratónico intento por ver un punto fijo en la nada, sin inmutarse, hablar o siquiera respirar más de lo debido. No obstante, la amabilidad, solidaridad y buen comportamiento de Carolina no eran exentos, aunque sí insuficientes para la necesidad del supuesto artista. A mediados de 1940 concluyó la construcción del templo, Julio Domínguez estuvo presente durante todo el proceso junto a su esposa, Carolina, quien, con ligeras sonrisas y miradas, declaraba una satisfacción absoluta


a aquel hombre con el cual había logrado un sueño en nombre del Señor. John Duta comenzó a pintar el interior de la reciente construcción, seis horas cada día sin descansar por un lapso de un mes, aunque el mínimo resquicio de tiempo que le sobraba, lo aprovechaba para admirar a Carolina, a quien empezaría a conquistar cuando terminara su gran creación, lo cual, en efecto logró. A Julio ella lo veía más como un hermano, o quizá como un padre, a quien le estaría eternamente agradecida, y con quien se había casado por devoción a una Iglesia compartida, además de la única idea que la alejaba de su religiosa conducta: “si me convirtiese en una monja no podría llevar a cabo mis sueños, una madre siempre estará limitada”. Este pensamiento la llevo a involucrarse en círculos sociales devotos al Señor, personas que creían fervientemente en él, pero se excusaban en lo que encontrasen prudente para no formar parte de sus filas sacerdotales. Ahí lo conoció, se hablaron, se encontraron símiles, se confesaron sueños, se compartieron visiones, se vieron inmersos en situaciones que los llevaron a un matrimonio discreto, sencillo, educado y sin ningún tipo de intención sexual por respeto a Dios.

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A John Duta lo veía más como algo que nunca percibió jamás, no porque no pudiera, sino porque no quería, ya que significaba una distracción o una pérdida de tiempo bien recreada por el sufrimiento de sus hermanas con sus relaciones amorosas. Pero, a fin de cuentas era carne, pasión, instinto, presa del deseo de sentir algo inexplicable, algo nuevo, algo impalpable tal como su fe; encontró en el amor un dios nuevo, uno que se manifestaba con cada orgasmo. No se dio cuenta de cómo fue que sucedió, si empezó a partir de la hermosa pintura que adornaba su templo, o las pláticas interminables acerca de su buena relación con la reina inglesa, o que le recordara su belleza a cada instante, o simplemente que jamás había tenido contacto con un hombre que realmente se interesara por ella como lo que era, una mujer. Tanto era el enamoramiento que jamás lo cuestionó sobre el exilio. John Duta resultaba ser encantador, un mentiroso encantador. Hicieron el amor más de una docena de veces en secreto, en rincones inexplicables para amar, en camas ajenas para entregarse, en instantes adorados por la pasión y dominados por la impulsiva sensación del placer prohibido. Julio nunca sospecho, y si lo hizo, jamás pareció importarle, él seguía manteniendo su voto sagrado con su


esposa, a la que nunca se atrevió a tocar ni a cuestionarle nada, ni siquiera reaccionó con agresividad cuando fue imposible ocultar los cuatro meses de embarazo de Carolina, al contrario, se mostró paciente y comprensivo; el hombre se había acostumbrado a la dulce presencia de la mujer. La que no pudo con la carga fue la madre de la futura criatura, dejó de alimentarse sanamente, se olvidó de su amabilidad y buen carisma, le extrañó encontrarse como pecadora, desconoció su rostro ante los ojos de Dios, y jamás vio a Julio de la misma manera; así pasó también con Duta, a quien repudió en secreto hasta el día de su muerte. Claro que intentó deshacerse del producto de su traición un par de veces, usó algunas técnicas casi inverosímiles para sus oídos, pero necesarias para su desahogo, sin embargo nunca pudo llevarlas a cabo con éxito: no podía quitar una vida, no así; y paradójicamente, al nacer Geremías se llevó consigo la vida de su madre. Julio se hizo cargo del niño, después de que irremediablemente y para su desconcierto, aunque le doliese aceptarlo, éste no murió días después del parto. El hombre devoto a su Iglesia pronto se olvidó de ésta, y poco a poco de quién

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era, pues los tintes adictivos del alcohol lo llevaron a una enfermedad incurable, irremediable y fatal. Sin embargo, procuró que a Geremías no le faltara nada, aunque no se preocupó mucho por ser la figura del padre que siempre desconoció el propio niño, cosa que al final no era. Y su verdadero progenitor, John Duta no dio señal de su paradero desde pocos días antes de la muerte de Carolina y hasta el trágico hecho de su partida de este mundo a manos de unos cobradores de una empresa que traficaba droga. Al morir Julio, el padre Jonás tomó las riendas de la educación de Geremías, se hizo cargo de todo lo que tuviera que ver con su bienestar, pero aún más en lo que tuviera que ver con Dios y el honor que representaba ser un sacerdote. A sus diez años, Geremías sufría un terrible descontrol hormonal, que lo llevó a sufrir varias enfermedades dermatológicas, a masturbarse prematuramente, y a interesarse de cuestiones no dignas de un hombre de Iglesia, cosa que Jonás buscó resolver de inmediato. Fue en esa época cuando Clérigo, el psicólogo de una comunidad aledaña, intentó resarcir el deseo por hacer lo incorrecto de Geremías en el mismo templo que sus padres (aunque uno adoptivo) habían construido.


En una de las consultas, cuando el doctor citó la gran obra de los señores Domínguez, una bombilla empezó a fallar, el parpadeo de la luz no hizo más que provocar que se cambiara el objeto descompuesto. Jonás, al hacerlo, se encontró con el milagro que haría leyenda al templo: la luz no dejaba de parpadear pusiesen la bombilla que pusiesen. Después de un año de consultas interminables, que más bien eran elogios para los padres del niño, Geremías presumió de una notable salud mental, un envidiable amor por sus progenitores, y de ser un fiel lacayo del Señor, un sustituto perfecto para cuando Jonás se retirase. El padre Geremías pronto se hizo de fieles amigos, cultos feligreses, notables personalidades de la farándula aprovechaban para tomar un poco de té después de conocer el misterio de la luz, y todo gracias a ser el hijo único de Carolina y Julio Domínguez, pues Jonás se había encargado de desaparecer toda incidencia que pudiera delatar al pequeño bastardo, hasta que sólo quedaron las pinturas de la casa de Dios como recuerdo de aquel artista exiliado, causante del pecado más grande que pudo cometer: dar vida a Geremías. A sus dieciocho años se convirtió en sacerdote, el más joven de todos, el más prometedor. Por supuesto,

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Jonás se encargó de que el proceso de conversión fuera bajo su cuidado y protección, así que nunca asistió al seminario, casi nunca convivió con alguien más hasta después de su fama, aunque a veces se le veía en el convento platicando con algunas futuras madres. Le costó algunos miles de pesos ordenar a su pequeño alumno, pero lo valía por ser el descendiente de Carolina. Geremías encontró la satisfacción del poder que le otorgaba su apellido consiguiendo todo tipo de favores en todo tipo de lugares, situaciones y circunstancias; pero más que el poder de su estirpe, lo que lo hacía más importante era ser el sacerdote más joven en ordenarse y dónde oficiaba sus misas: en la Iglesia de la Luz, como se le conoció más adelante. A Jonás jamás lo vio como un padre, ni siquiera como un maestro y nunca entendió por qué él le tenía tanto afecto, y nunca sospecho de los secretos del anciano sacerdote, y nunca planeó enterarse de ellos, simplemente fue el caprichoso destino el que lo hizo entrar al cuarto de su tutor para preguntarle si ya era capaz de perdonar las confesiones de sus fieles. La habitación era de lo más sencilla, desolada, fría, triste, simple como su cama individual cubierta con una sola sábana, o su acabado buró de madera, o el pequeño


escritorio destartalado que lucía una vela adherida gracias al poder de la cera y, desde luego, el armario de Carolina Domínguez, un regalo que había obtenido gracias al testamento de la difunta. Jamás se interesó por su madre, pues no tenía sentido conocer a alguien fenecido a menos que tuviera alguna importancia más allá de lo sentimental. De Julio, a quien vio contadas veces, lo reconocía por su determinación, pero lo despreciaba por su cobardía, pues haberse casado con una puta y después perdonarla no era digno de Dios. Ese juicio provocó aún más el desinterés por saber más de Carolina, ese juicio lo adoptó al abrir aquel armario, aquél que Jonás siempre le prohibió en su infancia, aquél que ocultaba toda la información de la aventura de su madre con un tal John Duta, a quien descubrió como su verdadero padre, a quien odió por siempre. Y, en una cajita de madera a la que no se le dificultó tener acceso, encontró cientos de cartas de amor, fotografías borrosas de Carolina, y confesiones dirigidas a Dios en las cuales Jonás pedía el perdón por haberse enamorado, por haberse masturbado, por haber intentado llevársela a la cama más de una vez, por encerrar todos aquellos secretos que la mujer borró instantáneamente de su

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cabeza, pero Jonás, el pobre e inocente Jonás, los dejó tatuados en la tinta de sus pecados, pero peor aún, al alcance de Geremías. A lo largo de un año y medio pudo ocultar todo lo descubierto dentro de su corazón, cosa que no hubiese logrado si el confesionario no hubiese llegado a su vida. Colocado debajo de la luz celestial, el gran mueble rústico y legendario tomó como primera confesión la de Geremías, quien reveló todo lo descubierto al padre Jonás, a quien, después de pocos días se le encontró colgado en su habitación. Así fue como el sacerdote Geremías se hizo cargo de todo lo relacionado con su Iglesia a la lozana de edad de veinte años, y fue entonces que se llenó de fama, gloria y de algo más poderoso que cualquier otra cosa: confesiones. Encontró en el confesionario a un instrumento de sus perversiones, ésas que tuvo que ocultar para que el fastidioso de Clérigo lo dejase en paz, y no tardó mucho en dejarlas fluir sin control. En Marianita, la hija de los señores Gutiérrez, encontró algo que no había sabido apreciar en cualquier otra mujer: inocencia, gentileza, amabilidad, a su madre antes de convertirse en puta. Aunque esa imagen de Carolina la había construido de las pláticas de algunos


amigos lejanos de los señores Domínguez, como el arquitecto Gómez Mont, que de vez en cuando modernizaba o remodelaba algunos detalles del templo. Mariana, de tan solo diez años de edad, se encontró con Geremías por primera vez en confesión; que si bien el sacerdote perdonó cada uno de los pecados de la niña, no reprimió el suyo que se reflejaba en la acosadora mirada directa hacia las piernas de la infante, quien sin saber muy bien lo que sentía, se encontró ruborizada ese día. Con Julieta, hermana de Mariana, le pasó igual, sin embargo dio el primer paso con Sasha, una niña medio pelirroja que venía con un grupo de norteamericanos a conocer el misterio de la luz. Se encontró fascinado, enviciado, adherido a los ojos caídos de la infante, a sus senos apenas crecientes, a sus piernas frágiles, a su olor a rosas campestres, a su acento y a su boca, la cual besó en plena confesión, la cual violó con instinto asesino, y a la cual amenazó hasta traumar: el poder de Jesús es más grande, pero más aún el poder que genera el miedo, el miedo a perder su amor, el temor de faltarle al respeto, la amenaza de un infierno atroz. Y combinados con la inocencia de las pequeñas, todo resultaba perfecto. Con dicho grupo de norteamericanos, viajó a oficiar algunas misas en distintos estados del país vecino, lugar

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que le propinó una de las más vitales experiencias con una prostituta de lo más libidinosa, que tuvo que soportar para entonces conocer a Margarie, una huérfana de ocho años con quien descargó todas las noches de deseo reprimidas, todos sus prófugos pensamientos, toda clase de fantasías sexuales, todo instinto de perversión irremediable. Entonces comenzó a violar, a embarazar, a acosar, a pervertir, a desgraciar, a usar la palabra de Dios como amenaza, a usar a sus contactos como salida, a tener al poder como su aliado; Geremías no tenía límites. Y cuando no quedaba alguna inocente presa, saciaba su sed con alguna madre del convento, alguna en la cual se veía reflejado y con la que se daba cuenta que no estaba solo. La vejez le sentó bien al sacerdote, aligeró su trabajo eclesiástico y aumentó su sagacidad para sus encuentros sexuales. Tenía tres lugares favoritos: su habitación, el Parque de las Mariposas, y el confesionario. El último siempre resultaba el más factible, pero también el menos condescendiente, pues no podía llegar más allá de unos cuantos besos o algunas caricias bajo las faldas de algunas estudiantes de primaria. Su habitación era el lugar de los encuentros más tardíos, con las niñas con menos suerte, pero también con aquéllas que se hallaban


intrigadas por algo que confundían con amor y pasión; cualquier tipo de violación pensada cabía entre las cuatro paredes del pecado. En el Parque de las Mariposas disfrutaba de un ingrediente más: el peligro. Con ropa casual y un pasamontañas, literalmente secuestraba pequeñas y abusaba de ellas a la luz de la luna, sobre el tronco más oculto, y la sangre más inocente. Nunca llevó bien la cuenta, pues se ocupaba más de no se descubierto. Para tales fines le sirvió el poder, su apellido, su lugar a nivel nacional, amenaza, tras amenaza. Cuando alguien lo acusaba se encargaba de que no se volviese a escuchar del asunto, ya fuese con una buena cantidad de dinero, o con una forma más común, pues algunos de sus contactos también eran los más buscados en el país. Siempre culpó a Guadalupe de la masacre, la monja a quien había seducido en el convento, con quien se había acostado quién sabe cuántas veces, aunque contadas, a la que había descubierto masturbándose con un consolador, una hija de Dios que le hizo pensar que no estaba solo y a quien fue a la única que deseó que no fuese una niña. Recibió la carta mientras descansaba en su habitación después de una ardua sesión con Violeta, una

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sobrina del Presidente Municipal. Alguien la arrojó debajo de la puerta, tres minutos después terminó de leerla encontrándose incapaz de dominar sus sentidos. Se inventó una serie de soluciones que no tenían principio ni fin, así como un montón de cosas para destruir todas las cartas, algunas rayando en los limites de la cordura, otras más allá de eso, y fue una de esas últimas la que decidió ejecutar. Le costó quinientos mil pesos, poco en realidad, pero lo que tenía más valor eran las confesiones que ofrecía, las confesiones de quienes quisiesen, incluso de personalidades que no viviesen en la ciudad, pues tenía el poder para prometer tal cosa. Con una llamada hizo el trato con uno de los más buscados, le bastaron tres minutos para acabar con un centenar de vidas. La noche de la masacre se ejecutó a la perfección, se encontraron más de setenta cartas las cuales fueron quemadas y de las otras treinta leídas, quince se atrevieron a mostrarlas, y quince fueron asesinados; además, la serie de sepelios, lágrimas y dolor por el asesinato múltiple a manos del crimen organizado, ocupaba más las mentes y corazones de los ciudadanos, que un simple chisme sin argumentos, aunque las fotos eran más que claras, fueron reprimidas por la fe, pues quien


más que Geremías para oficiar la misa de los ciento veinticinco muertos en ese terrible hecho. No obstante, nunca pudo acabar por completo con los rumores, aunque siempre disfrutó más de la fidelidad de la mayoría que de su desprecio. Geremías Duta ofició misas, aclamó la palabra de Dios, perdonó a miles de pecadores, construyó su Iglesia, denegó algunas peticiones para convertirse en obispo y violó a niñas inocentes por más de cuarenta años.

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II Sin pecado concebida



Yo creo que es mejor pensar que Dios no acepta sobornos. Jorge Luis Borges



El sombrero del capitán Vista periférica desde los ojos de Jesús: El templo está muy solo, apenas unos feligreses y el padre Geremías entrando al confesionario; no es un día como cualquier otro, es tercer jueves de mes, los vecinos saben que no deben de estar ahí, aunque unos pocos se revelan. Entra un hombre, es alto, no se le alcanza ver el rostro porque lo cubre un sombrero vaquero. Sus pisadas han sido creadas para que él se distinga, pues sus botas están adornadas con espuelas aparentemente de oro, combinan con la hebilla de su cinturón pardo, pero no así con su camisa a cuadros. No dice ni una palabra, se limita a tomar con dos dedos la punta de su sombrero para saludar a quien lo saluda con el mismo movimiento. Está de frente al confesionario, la luz parpadea. Entra.

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—Ave María purísima. —Sin pecado concebida. Me arrodillo. —Primero que nada, ¿cómo has estado, hijo? —pregunta el sacerdote como es costumbre. Me tallo los ojos al recordarla. —Bien, padre, ya sabe que siempre hay trabajo duro, que unos se quejan, que no les gusta como se hacen las cosas por acá, pero bien que se divierten en el parque que les construimos y ahora con estos hijos de la chingada que quieren sobornarnos para que ya le bajemos… —No me vayas hablar de política, hijo—me dice. Le hago caso. Me quito el sombrero, agacho la cabeza. —He pecado, padre. —Cuéntame tus pecados. —Anoche me di cuenta de lo que pasaba con mi mujer…— Cierro los ojos, quería un chingo a esa vieja. El sacerdote tose. —¿Qué exactamente? —Ya sabe…que me era infiel. —¿Lucía?, ¿estás seguro, hijo?, no parecía ser una mala muchacha. Me aclaro la garganta, no se merece que le llore.


—Sí. La encontré con El chulo, el pinche zopilote que vendía en la Morelos…un puto mocoso, padre, ni los veinte ha de haber tenido—remarco con fuerza mis palabras. —Lo mataste, ¿verdad? No respondo, porque no es necesario. —A veces, hijo, algunos de nosotros tenemos que hacer el trabajo de Dios, quien es justo, pero en ocasiones no puede con todo y envía a sus mensajeros. —Hace una pausa—. Gente como tú. No me alivian las palabras del padre, pero me hacen sentir mejor, porque aunque ya sé que sólo cumplo con la misión de Dios, eso no me regresará lo que mi mujer me daba. —¿Y Lucía? Comienzo a sudar un poco. Suelto una lágrima. —Le hice lo que se le hace a las traidoras, padre. —¿Cómo? Otra lágrima. —La silla. Se queda todo en silencio un rato. Imágenes de Lucía amarrada, encuerada y sentada sobre una silla aparecen en mi cabeza. Me ruega que la perdone, me dice que ella no tuvo la culpa, que me ama…No puedo hacerlo yo y le doy la sierra eléctrica al Chupirul, le doy la espalda…Gritos.

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—Se lo merecía, hijo. Se lo merecía, mi “Capitán” Mendoza—me dice el sacerdote con un sincero pésame. Sus palabras hacen que las imágenes se pierdan. —¿Usted cree? —le pregunto con gratitud. —No sólo lo creo, lo sé. Hazme caso a mí, que en mi palabra está la del Señor, que mi boca es la suya. —Gracias, padrecito. Que la Virgen lo tenga en su santa gloria. Escucho un “clac” frente a mis rodillas, una rendija se impulsa hacia arriba y una cuarenta y cinco bañada en oro aparece. —Mire, Capitán, ya le hice el favor que me pidió la otra vez… Tomo el arma, la veo, ésa sí que siempre me será fiel, y más si está bendecida. —¿Si pudo? —pregunto viendo al padre entre los pequeños orificios. —Bendecida por el mismísimo Obispo. Yo no le iba a quedar mal, si usted ha sido parte importante en la reconstrucción de esta ciudad, gracias a usted aumento el turismo y por lo tanto el diezmo. Me enfundo el arma. Me cae que cuando uno está de la chingada, sólo el poder de Dios puede ayudar a que las penas no sean tan malas. Saco mi cartera, tomo el fajo


de billetes, ni los cuento, la neta es que me vale madres cuánto sea, todo se lo merece este pinche padrecito. —Aquí tiene, para su iglesia, y para usted, cómprese lo que quiera—digo mientras le paso el dinero por la rendija. —Eso es mucho dinero, Capitán—susurra. —Tómelo, padre, usted sabe que se lo merece… Los billetes desaparecen, escucho como si los contara. —Padre… —Ah, perdón, hijo, ¿eso es todo lo que querías confesarme? —No, hay una cosa más. Me rasco la barbilla, no le pensaba confesar esto, pero creo que se lo debo a Dios. —¿Qué sucede? —Hoy en la noche va estar medio culero. Vamos a asaltar casas como la otra vez, y también nos vamos a chingar a unos cuantos cabrones que nos han estado jugando chueco. Silencio. —¿Se van a llevar mujeres? —Usted ya sabe cómo es eso, además necesito una nueva vieja, padre…—Intento reírme, pero no puedo, enserio amaba a esa cabrona.

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—Entiendo, hijo, nada más no se lleven a las muchachitas, las menores de quince años, ésas qué culpa tienen. Asiento, de todos modos casi nunca nos llevamos a las más morras. —No se preocupe, padre, tampoco los vamos a dejar sin gente para la misa del domingo…Aparte le conviene, va a tener mucho trabajo dándoles el adiós a muchos cabrones… El sacerdote tose, creo que se ríe un poco. —No, pues eso sí, Capitán. Me cae que es a toda madre este padre. Te pido Virgencita que no se me muera nunca, porque si no es él, quién me va a sacar de dudas, quién me va a ayudar a calmar a la gente, quién va a bendecir mi casa, a bautizar a mis hijos y a decirle adiós a mis muertos. —¿Algo más? —pregunta. —Nada por el momento, padre, creo que por hoy ya tuve suficiente. Nos vemos el mes que entra, y una vez más muchas gracias por la bautizada—digo mientras toco el gatillo del arma. —“La letal”, así se llama, como tú me lo pediste, hijo. Y no agradezcas que nuestra iglesia te debe muchas cosas, sigue siendo el buen hombre que siempre


has sido, y sobre todo cuídate mucho, Capitán, que te quiero ver para el próximo mes. —Gracias… —Ah, sí, se me olvidaba, rézate unos diez “padres nuestros” y ocho “aves marías” para que se enmienden todos tus pecados. —Simón, padre, buenas tardes… —Buenas tardes, hijo. Vista periférica desde los ojos de Jesús: La luz parpadea intensamente mientras el hombre del sombrero sale del confesionario. Su cabello es negro, corto, al igual que sus ojos, tiene una cicatriz debajo del izquierdo y una nariz tosca. Se pone el vaquero, vuelve a ocultar su rostro. Toca el arma que al entrar no traía, sólo hay otras dos personas rezando, las ignora mientras pasa a su lado. Toma la ruta más inusual para salir, a unos cinco metros a la izquierda del atrio está la puerta pequeña, por la que casi nadie pasa. Los pasos cesan. Se escucha un impacto, un estruendo proveniente de un arma de fuego. Las personas dentro del templo se alarman, se levantan de sus lugares y corren hacia la entrada principal. En el suelo pequeños estigmas de sangre. Se escucha cómo arrastran un cuerpo, es un hombre encapuchado jalando

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de un pie al del sombrero, que ya no lo porta, que ya no respira. Deja al narcotraficante sin vida frente al atrio y sale corriendo. GeremĂ­as sale del confesionario; susurra: “Dios es justoâ€?

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Norton ¿Por qué huyes?, no debes de huir, aunque toda tu vida lo has hecho. Sabes que en la existencia de todos los humanos hay un momento en el que deben enfrentar lo que más temen. Éste es tu momento. ¿Te parece poco que toda una nación me esté buscando?, ¿qué otra tengo para querer esconderme?, quiero vivir más años, pero ya no haciendo lo mismo, estoy cansado. Y no has hecho nada bueno, Federic. Depende del punto de vista que lo veas. Soy un científico, eso en automático me convierte en un enemigo tuyo, pero no porque no crea en ti, sino porque he dedicado mi vida a crear armas…

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Armas que han quitado miles de vidas, pero la que estabas construyendo amenazaba con matar a millones, sin embargo renunciaste. ¿Por qué? Tú lo has dicho. ¿Cómo puede un hombre estar tranquilo si sabe que en sus manos, en su mente existe la capacidad de matar? Y no de una forma sencilla, no con un cuchillo atravesándote la garganta o una bala perforándote la sien. No, eso no es sofisticado, lo que estaba creando no te daría ni siquiera un segundo para recordar lo que has hecho en tu vida, para despedirte con una mirada. No tienes la oportunidad de conocer esa centésima de segundo que advierte tu muerte, ni siquiera eso. Entiendo. Hay ocasiones en las que huir es un acto más noble que enfrentar tus temores cara a cara. Exacto. Déjame preguntar, ¿es la primera vez que visitas mi hogar? No, lo he hecho cientos de veces, a pesar de lo que puedas pensar, creo en una fuerza más allá del entendimiento humano, después de todo nosotros podemos quitar vidas, pero tú puedes darle fin a la existencia. ¿Tienes esposa? ¿Por qué haces preguntas cuyas respuestas conoces? Estás aquí Federic Norton, puedo hacer la pregunta


que se me antoje porque tú has venido a aquí para solicitar mi ayuda, ¿no es así? Alguna vez tuve. Falleció hace cinco años, pero no todo se perdió. Aún puedo verla en los ojos de Emily, aunque ella no sabe siquiera que su padre existe, para mi pequeña soy un tío lejano a quien su madre dejó encargada por mucho tiempo. No está muy lejos de aquí, la has sabido cuidar a pesar de que la ves dos veces al año, ¿y dices que te la dejaron encargada?, creo que ha estado más tiempo cuidada por la soledad que por tus brazos. Pero tienes una oportunidad para volverla a ver… —Disculpe, señor, quería informarle que el padre se encuentra en el confesionario por si gusta… Hago un ademán con la mano indicándole a la mujer que este no es un día propio para ello. Me sonríe y se retira cortésmente. Cuando el último desquicio de su sombra desaparece noto, o más bien, me perturbo por los ojos que me están viendo directamente. Se trata de un hombre, está sudando un poco al igual que yo, no recuerdo haberlo visto nunca; no obstante algo es seguro: ya me ha encontrado.

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Hace un instante me dijiste que dependía del punto de vista que lo viera, sin embargo no puedo atisbar qué beneficio pudiera tener un arma cuyo propósito final es el de arrancar la vida de uno de mis hijos. ¿Qué?, ¿por qué me dices esto?, ¿qué no acabas de ver a ese hombre?...viene por mí…me ha encontrado y… Tranquilízate. ¡No me pidas que me tranquilice! Esta conversación ha ter… Si te paras ahorita seguramente te disparará y no habrás logrado nada. Si es que ya te encontraron no hay nada más que puedas hacer, él es un experto y no fallará. Si te paras ahora habrás firmado tu sentencia de muerte. ¿Qué debo hacer entonces? Tal vez, aprovechar tu centésima de segundo. Perdóname, Dios, por los daños que he hecho, pero tú me diste este cerebro, esta mente capaz de quitar vidas. Jamás reproches lo que te han dado tus padres, no fui yo quien te heredó la brillantez, fueron Margaret y Vladimir, a los que les debes todo, no a mí. Son pocos, Norton, los que llegan a potencializar la raza humana, pero son aún menos, los que usan su capacidad para salvarla y tú estuviste a punto de aniquilarla, pero te arrepentiste y ahora


estás aquí, conmigo y conmigo no hay nada que temer. ¿No es eso lo que te decía papá? Él también renunció, se dio cuenta de lo mismo de lo que me percato ahora. Mi padre nos salvó a mi madre y a mí, nos llevó a una cabaña oculta en las montañas de Moscú. Después…años después nos encontraron, los asesinaron y a mí me metieron a un orfanato especial, vieron en mí un potencial diferente, me convirtieron en su conejillo de indias. Hiciste cosas atroces, Norton, en un laboratorio nuclear se recrean los pecados del infierno en los que unos creen. Lograste escapar, pero no pudiste salvar a tu esposa, a ella la mataron. Creíste que vendiendo tu conocimiento encontrarías la paz, pero te encontraste con una verdad irrefutable: el poder es el más grande enemigo del hombre. ¿Qué diferencia hay de una nación a otra?, si ambas usan la mayor parte de sus recursos en destruirse, al final todos buscan una estabilidad que nunca encontrarán. Siempre queremos ser mejores que los otros, pero imagínate que todos quisieran ser los mejores al mismo tiempo, sin comparaciones absurdas, ni luchas innecesarias. Tú ya eres uno de los mejores, Norton. Gracias.

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Ha concluido todo, mi vida se esfumará en un instante, mi conversación con Dios ha logrado tranquilizar cada uno de mis demonios. Emily, mi pequeña princesa, ruego porque tengas la dicha de ser la mujer que quieres ser, porque logres alcanzar lo que te propongas, cuídate mucho. Cierro los ojos. —Our father…—empiezo a rezar. Mis emociones palpitan, intento controlarlas una por una, sin embargo es imposible desaparecer el sudor de mi frente. Creo que debo de sentirme afortunado por tener más de una centésima de segundo para despedirme. La muerte es inevitable, pero saber que vas a morir en menos de un minuto es despreciable. Lo escucho, escucho cada uno de sus pasos, cada vez más fuertes, cada vez más auguradores de muerte, ya no debe estar a más de dos metros de mí…En este momento ya no siento nada, sólo una paz interna muy grande, lo he logrado al fin. Estoy listo para morir. —And lead…cinco…us…cuatro…not into temptation…tres…but deliver us…dos…from evil…uno…Amén


—Why have you not opened your eyes?... —escucho en forma de suspiro, como un alarido contenido en la boca de mi asesino, y sin embargo no sé si ya me mató. Mi corazón sigue palpitando, puedo sentir los bellos de mi piel erizándose por completo; sigo vivo. —Why?... —pregunta lentamente. —Because, if I do that, you`ll shot…—susurro con miedo. —Well…—Creo que ha dejado de apuntarme—… Don´t do that…you must still in this position for one minute, then, open your eyes. ¿Es en serio?, mi pregunta es rápidamente contestada por sus pisadas que poco a poco se tornan en ausentes. Está huyendo, está escapando, está abandonando su posibilidad de quitarme la vida, ¿por qué?, ¿por qué ha decidido perdonarme?...No puede ser, ¿esto es acaso posible?, ¿por qué? Porque él como tú, Norton, es uno de los mejores.

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El ciego que podía ver a dios

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De las cinco de la tarde a once de la noche, el templo se vestía con la presencia de al que a todos llamaban Panchito “El vidente”, irónico sobrenombre para el hombre que se había quedado sin la facultad de ver a través de sus ojos. La figura flaca del ciego estaba acompañada de ropa harapienta y un aroma nauseabundo, como si el hombre se hubiese revolcado en la basura. Tras su barba puntiaguda, se encontraba el pasar de los años, el caminar de los creyentes, las voces de las confesiones y la limosna obtenida. Geremías, de vez en cuando, aprovechando la vista distraída de quienes pasaban alrededor del recinto


católico, se disponía a aromatizar al ciego con un par de fragancias dejando en su rastro una terrible combinación de olores. —Tobías, vente para acá—escuchó Panchito. —Gracias, que Dios lo bendiga—respondió el ciego. La madre tomó a su hijo de la mano, después de que éste depositara cuatro pesos en una taza color rosa, taza que había servido como sostén económico para obtener lo suficiente para comer de vez en cuando, tomar cuando el tiempo lo requiriese, fumar para conservar la calma, caminar por horas y vivir por más de sesenta años. —No te acerques ahí, no vaya a ser que se te pegue una enfermedad muchacho pendejo—regañó la progenitora a su creación. El ciego se rió para sus adentros. Observó al muchacho a través de sus oídos, en su mente aparecieron unas manchas auriazules con formas humanas; encontró a un pequeño de unos diez años, regordete y de pies grandes. Panchito no recordaba cómo había perdido la vista, según su tía Rosa, la que se había hecho cargo de él, así había nacido: mal hecho. Por lo tanto, no encontró en su ausente vista una razón para sufrir el despojo de uno de los sentidos, de hecho, a los quince años, se enteró del por qué de todo:

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Después de visitar la tienda de don Cuco, se sentó en la esquina del templo, donde se decía que podías confesarte con el mismo Dios debido al fenómeno que emanaba de una luz mística. Pero él no encontró la voz de Dios, sino su imagen. Cierto era que Panchito nunca se había preocupado por profesar alguna religión, pero, como buen mexicano, siguió la costumbre de los rezos y peticiones a santos pertenecientes del catolicismo. —Ave María Purísima—pronunció el padre Jonás. Silencio. —Hola, ¿tú eres Dios? —soltó Panchito. —Se contesta “Sin pecado concebida”, niño. No, mi nombre es Jonás. —No hablo contigo, sin con él. Jonás observó bien al pequeño hombre que tenía enfrente, se dio cuenta de su ceguera en segundos. Seguramente le estaría pidiendo a Dios que su vista volviera, tal vez había escuchado del misterio de la luz y se había tomado tan en serio eso de que podías hablar con el mismísimo Señor, que él, el mensajero del Todo poderoso, pasaba por desapercibido para el ciego. Pensar en eso le causó gracia. Sintió curiosidad. —¿Con quién?


—Con quien está detrás de ti. Por puro reflejo, Jonás volteó encontrando su sombra. —No hay nadie detrás de mí. —Sí, si hay y lo puedo ver. Panchito podía ver a Dios. No había duda, sabía que era él porque no tenía la forma de una mancha auriazul como todos las demás, sino era blanca, con los bordes brillantes, como, como algo que jamás había percibido. —¿Por eso estoy ciego? ¿Para poder verte? —soltó. La mancha se hizo grande, después pequeña, como si entendiera lo que Panchito le estaba diciendo. Así, también, obtuvo el sobrenombre que le daría fama. Y él encontró una razón para no ver. Pronto se olvidó, si alguna vez los tuvo, de sus hábitos cotidianos tales como la higiene personal, la alimentación organizada y demás. Lo único que no dejó de hacer fue visitar la tienda de don Cuco, porque era la única donde vendían “chicles sabor mora”, sus favoritos. Algunas veces se le veía en el Jardín de las Mariposas, quieto, como una estatua, pegado a una rama fuerte que había bautizado como bastón, sin decir nada, sin moverse, solo, tal vez, apreciando los sonidos de la plaza. Una vez le pareció escuchar un gemido seguido de

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respiraciones cálidas; se excitó, pero a los segundos ignoró la sensación. Muy pocos habían intentado hablarle, los más jóvenes se burlaban de su apariencia, los viejos se preocupaban por terminar como él, y los intrépidos recibían silencios como respuesta o un “Gracias, que Dios te bendiga”. Jamás pudo hablar con Dios, pero eso no lo frustraba, sino que era una motivación para despertar cada día. Siempre se conformaba con ver esa gran mancha blanca, hermosa, única, diferente. Él había nacido para admirar lo que muchos habían deseado, lo que nadie podría hacer, él era único, un ciego afortunado. Panchito ya no amaneció un domingo, murió debido a la falta de una que otra vitamina, el exceso de suciedad, alguna enfermedad que pescó en las calles, y una sobredosis: don Cuco se encargó de enterrarlo, él se había adjudicado la tarea de despedir a su mejor cliente cuando el suceso aconteciera; entre las manos de Panchito, depositó un par de cigarrillos con mariguana.


Siete confesiones 1. No creo en Dios —¿Por qué? —preguntó el padre Geremías. —Porque no tengo necesidad de creer en algo que no existe—afirmé. —No eres de por aquí, ¿verdad? —¿Lo supo por mi acento o porque todos los de por aquí creen en Dios? El padre se llevó el puño a la boca, apenas podía apreciar su rostro entre los pequeños orificios que separan al pecador del sacerdote. —Si no crees en Dios, ¿por qué estás aquí? —. Ignoró mi pregunta anterior. —Esa respuesta será mi séptima confesión… —¿De dónde eres?

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—¿Esto está permitido?, quiero decir, en su Iglesia, ¿los sacerdotes pueden sostener pláticas con los que se confiesan? Respiró profundamente. —Mi Iglesia es tu Iglesia. Sonreí. —¿Cómo sabes que Dios no existe? —preguntó Geremías casi susurrando. —Porque si existiera no podría ser tan cruel como lo fue conmigo, sin embargo, el que haya llegado hasta aquí me hace pensar ciertas cosas… —¿Qué cosas? Volví a sonreír.

2. Jamás he rezado, no he ido a misa nunca. —Pero estás aquí—argumentó Geremías. Me provocó una risa interna el verme arrodillado mientras él estaba sentado, tan cómodo, tan tranquilo. Me gustaría estar en su lugar, tal vez. —Porque tengo siete confesiones… —No me extraña que jamás hayas ido a misa, pues no crees en Dios, si no rezas deberías empezar a hacerlo.


El sacerdote nunca se inmutó, mis confesiones no retumbaron en sus oídos como, supongo, en los de muchos otros habrían hecho. Claro, eso fue hasta la confesión número seis. —Mi madre me contó cómo vine al mundo. —Cerré los ojos, me relamí los labios comprobando que el sabor de mi saliva era el mismo de toda mi vida, la misma sensación de odio—. “Tú fuiste producto de una violación”, me confesó a los seis años, ¿puedes creerlo?, a los seis—remarqué. Silencio. —Hay cosas que uno no se puede explicar, y jamás lo hará, por eso Dios nos ayuda… —¡Cállate! Noté como mi respiración se aceleró, tenía que calmarme, no podría echar a perder todo por un simple impulso. —Creo que ya fue suficiente…—soltó el sacerdote amenazando con dar fin a la conversación. —No puede hacerlo, ¿qué no es su obligación? — Logré que el tono de mi voz se tornara a un agudo el cual emulaba impotencia—. Tiene que salvarme, padre, tiene que perdonar mis pecados o nunca seré libre… —Busca a Dios en tu corazón—dijo con tranquilidad.

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—¿Y cómo hago eso?, ¿tú lo encontraste?, ¿a qué se refieren?, cómo voy a encontrar algo dentro de mí, si sólo hay odio ahí—volví a remarcar mientras fruncía el entrecejo. —Rezar sería un buen primer paso. —Enséñame… —Repite conmigo. Padre Nuestro… —Padre nuestro… Me empezó a dar calor, decidí despojarme de mi abrigo mientras seguía repitiendo el rezo, se escuchó un golpe seco al dejar caer mi ropa, sin embargo el sacerdote continuó como si no hubiera escuchado nada.

3. Me masturbo tres veces al día. —Como todos…—confesó Geremías para mi sorpresa, ¿o no?. Curiosamente había mucho en él que veía en mí…En realidad sólo alimentaba mi odio… —¿Tú lo haces? —A veces—. Así lo dijo, sin temor alguno, sin titubear, como si fuera de lo más común, aunque lo era. —¿No es un pecado?


Quizá me equivoco, pero escuché una pequeña gesticulación parecida a la de una sonrisa contenida. —Somos hombres, hijo… —No me digas así. Silencio. —Tenemos necesidades como todos, por supuesto hacemos un pacto con Dios al ejercernos como sacerdotes, pero los deseos primarios y básicos, ésos, son incontenibles. Ahí estaba otra vez el odio impidiéndome pensar con claridad, me arremangué la camisa, de un minuto a otro el calor aumentó su intensidad. —¿Y en qué piensas cuando lo haces? No hubo respuesta alguna por más de treinta segundos, sin embargo ninguno de los dos estuvo incómodo con el silencio.

4. He deseado la mujer de otros. —¿De quiénes? —De todos los que me rodean… —Pensé que estabas muy solo, nuca me dijiste de dónde eres.

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—¿En qué momento esto se convirtió en una plática entre amigos? Escuché su risa, algo silenciosa, contenida, pero risa al fin. —Somos hermanos ante los ojos del Señor— argumentó. No pude evitar soltar una carcajada. —¿Hermanos?, entonces explícame dónde están esos hermanos cuando te estás muriendo de hambre, cuando sufres día y noche y nadie se acerca a regalarte ni un mísero pedazo de bolillo. Ni una cobija cuando te mueres de frío. Ni un dólar… —¿Estados Unidos? —¿Qué? —Que si eres de Estados Unidos… —¿No escuchaste lo que dije?, ¿por qué no defiendes tus palabras? Se aclaró la garganta. —Tus problemas no son mis problemas…arrepiéntete de tus pecados…—me ordenó, así como si nada, así como si a mis palabras se las tragara el viento, así como otro hermano, él me daba la razón con su desprecio. —No me voy a arrepentir de nada—dije con seguridad—. Disfruté todos esos momentos, el sabor de un


cuerpo que no me pertenece, esa… sensación…—Comencé a tener una erección—. Te confieso que hasta sentí una atracción profunda por mi madre…—. Apreté la quijada, intenté suprimir recuerdos, pero me fue imposible, estaba tan arropado por una incipiente y asfixiante impotencia...Le daría fin… Geremías tosió un par de ocasiones, susurró algo incomprensible, no sé cuánto tiempo llevábamos ahí, pero debería ser el suficiente como para sentir el calor como un inquilino más en mis últimas confesiones. —Te comprendo. 85

5. Conozco a alguien que pecó. —¿Me comprendes?, ¿qué quieres decir?... Silencio. —Creo que fui muy claro. Desgraciado. Era cierto. Había llegado al punto al que quería llevarlo todo. —¿Por qué me dices esto a mí? Escuché un pequeño gemido, me acerqué lo más que pude a uno de los orificios que nos separaban, pude ver cómo el sacerdote se pasaba la mano sobre sus mejillas limpiando lo que tal vez fuesen lágrimas.


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—Todos tenemos nuestro infierno, ¿no? —confesó, pero ya no era la misma voz que simulaba ser mejor que la de todos los demás, ya no era esa que tenía la facultad de otorgar perdón; se tornó en la voz de un hombre con miedo. —Desgraciado… —Eso es lo que soy, ¿no? Todos dicen lo mismo, pero soy más listo, más cuidadoso. —Respiró profundamente— ¿Conociste a alguien que pecó?, pero si tú no crees en Dios, por lo tanto el pecado te es inherente, no sabes ni lo que dices, ni quién eres… Fue la única vez que dudé en toda mi vida, ¿era lástima?, conocía cada uno de los pecados de esa rata que escuchaba mi confesión, conocía todos absolutamente, pero al verlo llorar, al sentir su impotencia, dudé. —Este trabajo no es sencillo. Doy misa todos los días, veo a personas pasar por aquí día y noche, gente de la colonia, pero también gente de otras ciudades, de otros países incluso. Todos vienen con el propósito de entrar aquí, donde estás tú, de confesarse directamente con Dios bajo esa luz…—Noté claramente cómo se relamió los labios—…Me gusta cuando se confiesan las mujeres, sobre todo las adolescentes. Me gusta que me cuenten sus pecados, me gusta que me digan que se mas-


turban, que tienen pensamientos libidinosos— . Su voz ya no era la misma, lo había dejado por completo, había llegado a sustituirla una más densa, marcada y obscura, así como yo me había convertido en el sacerdote de un momento a otro. —¿Con cuántas? —pregunté secamente. —Más de diez.

6. Voy a matar a alguien. —¡Déjame salir!, ¡ábreme!, ¡ábreme!, ¡ábranme! —gritó con desesperación, pero por más que gritara, por más que chillara o por más que intentaran abrir no lo iban a lograr. Había asegurado ambas puertas perfectamente. Ese confesionario era el lugar perfecto para encerrar a alguien, así que aproveché todo para hacerlo. —Me tomó diez años encontrarte, Geremías, pero aquí estamos al fin y ya no hay marcha atrás—dije tan sutilmente como pude. —¿Quién eres? —me preguntó con angustia. —Tú ya sabes quién soy, te conté mi historia, o bueno la primer parte de ella. Pero déjame completarla…

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—¡Auxilio!, ¡sáquenme de aquí! —gritó empezando a golpear las paredes de su tumba. —No vas a salir. No dejaba de golpear la madera del confesionario, pero fiel a mi promesa, conté lo que me faltaba. —Nunca he tenido nada, excepto por una cosa. — Toqué mi cien con mi dedo índice sin importarme si me veía—. Sufrí por más de quince años de hambre, frío y peor aún, soledad. La soledad es un demonio, te puede destruir si lo permites, puede volverte loco, o puede convertirse en tu amiga, como lo hizo conmigo. Mi madre me abandonó a los diez años, un día regresé al pequeño apartamento que alquilábamos en una pestilente colonia de Manhattan, encontré en la cama una nota: “suerte en tu vida, no puedo hacer más por ti, lo siento”. ¿Lo siento?, ¿lo sentía? —Mi pecho se inflamó, mi odio se había vuelto mi más fuerte arma—. ¿Sentía haber abandonado a su hijo de diez años? ¡Sólo y sin nada! Por fin se calló. Estaba agitado al igual que yo, respiraba con tal intensidad que sentí que me iba ahorrar el homicidio. —¿Quién…eres? —suspiró. —Pero pude sobrevivir. Tenía gente que me ayudó. Comencé a robar, a subsistir por mi cuenta, por cierto,


“padre”, se me pasaron varias confesiones: he robado. —Sonreí— - Me lograron atrapar y estuve dos años en prisión. Al salir, decidí que tenía que sustentar mi vida de una forma…más honesta y comencé a trabajar en lo primero que encontré, una biblioteca. Verás, he leído bastante, como has notado. Sin embargo en cada uno de mis días no dejaban de estorbarme esas malditas palabras. —Respiré y dije claramente: —. “Tú fuiste producto de una violación”, mi madre aparecía en mis sueños, en mis pesadillas repitiéndomelo una y otra vez convirtiendo mi cabeza en un infierno, hasta que por fin lo entendí… —Déjame ir por favor…te juro que… —¡No jures nada!, no tienes más poder aquí, Geremías. Empezó a chillar como el cerdo que era, un cerdo arrepentido de revolcarse en el lodo, de ensuciarse cuanto más podía, de regodearse en las fauces de su pecado, de aprovecharse de mujeres frágiles y sumisas, de pequeñas inocentes, porque el sacerdote Geremías no se acostaba con mujeres maduras o de su edad, no, él buscaba la piel más joven, la de pequeñas niñas inocentes, que no podían defenderse, que no podían hacer mucho. —Déjame salir…—suplicó.

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—Encontré a mi madre, se había convertido en una prostituta muy hermosa debo aceptarlo. —Me encogí de hombros—. A ti te gustan las niñas y a mí las mujeres mayores, quién lo diría. —Solté una última carcajada—. Me confesó quién la había violado, quién era mi padre, me confesó todo lo que hiciste para que se fuera, para que escapara de tu vida, como la mandaste al otro lado prometiéndole que le depositarías dinero todos los meses, y lo hiciste sólo dos…sólo dos… —¿Padre Geremías? —escuché una voz femenina acercándose al confesionario, era el momento de la última confesión, debía hacerlo tan rápido como fuera capaz.

7. Te voy a matar, papá. No dijo nada, sólo siguió llorando, no dijo nada, ni una disculpa más ni un remordimiento, sino todo lo contrario. Se empezó a reír, suave, sutil, elegante, se empezó a regodear en su ya sabida muerte, entró en una locura parcial, fue su última acción, una risa más, placentera seguramente, aunque no me importaba en lo absoluto. Tomé mi abrigo que estaba en el suelo, busqué en uno de los bolsillos y saqué un revólver .45 y disparé tres


veces. La madera salió volando, los pequeños destellos me provocaron rasguños, el estruendo sacudió mis tímpanos, pero ya estaba muerto, totalmente, con el hocico abierto y la sangre escurriendo hasta sus pies, ahí, acostado, con su sotana puesta y su arreglo morado. Por fin. El siguiente disparo…Lo guardé para mí.

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El misterio de la luz

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Un hilo de sangre emanó del confesionario, denso, color vino, olor a muerte, un desperfecto ante los ojos de Dios, la inminente destrucción de su templo, de su guarida, del pequeño nido de secretos que confía a simples hombres que se aprovechan de ellos; el confesonario lloraba su destrucción. El cuerpo de Geremías fue velado, llorado y enterrado en el jardín de la iglesia, aunque entre susurros se alcanzaba a despertar una que otra sonrisa, especialmente entre las mujeres más jóvenes. Para algunos el cuerpo sin vida del sacerdote representaba un alivio, para otros la fatalidad misma. Al insensato que le disparó lo identificaron como John McLuhan, un ex convicto de la prisión de Manhattan, sin


ningún lazo o nexo aparente con el padre Geremías, lo cual dificultó mucho las suposiciones e investigaciones de las autoridades que intentaban discernir entre las causas del homicidio. El confesionario fue retirado de su puesto celestial, se mandó a arreglar con especialistas, y de paso se pidió que impregnaran en la madera el rostro del fenecido sacerdote a modo de alabanza, pero por más que se hizo, por más curaciones que se buscaron, retoques, reemplazos, jamás se pudo rescatar. Era como si el mueble hubiese perdido la vida, como si aquel disparo también hubiera perforado su cuerpo y al mismo tiempo era una coincidencia anormal, pues al parecer el mueble había decidido ser solidario y fallecer al mismo tiempo que su padre, literalmente. El templo entonces se quedó con la luz solamente una vez más, sin un sacerdote digno de emitir el perdón de Dios, poco a poco el turismo comenzó a bajar, y, aunque resultaba enigmático el fenómeno de la luz la primera vez que lo presenciabas, el no poder confesarte bajo sus encantos místicos, hizo que perdiera el toque celestial; como alguna vez lo advirtió el visionario Jonás, quien por dicha razón (la caída del turismo) había mandado construir ese confesionario.

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Por supuesto se intentó suplir al mueble, pero al parecer sin el sacerdote Geremías no lograba la misma mística, y no era para menos, pues por más de cuarenta años el mismo hijo del Señor había confesado a cientos de miles fieles. Poco a poco, el ahora llamado Templo de la Luz, perdió toda la fama que poseyó en sus tiempos mozos. Al cabo de los años el edificio dejó de ser lo que los señores Domínguez alguna vez adoraron y presumieron como su gran creación. La última remodelación del arquitecto Gómez Mont se vino abajo debido a su muerte, poco antes que la de Geremías. La construcción se empezó a aburrir de su propia existencia y de pronto se dejaron de oficiar misas y recibir visitas. Los vecinos más cercanos nunca entendieron porqué dejó de asistir la gente, si la luz seguía parpadeando eternamente, si Dios se manifestaba enfrente de ellos. La gente tampoco entendió muy bien porque dejó de asistir, pero muchos coincidían que era por Geremías y su buena fe, o por algo más que les daba el antiguo confesionario. Hicieron a un lado el fenómeno luminario, como si éste no fuera suficiente, hasta se escucharon bromas diciendo que Gerónimo, el carnicero, sufría de una manifestación similar en su refrigerador, porque a


cada rato se iba y venía la luz debido a fallas en el sistema eléctrico. Y precisamente, años más tarde, cuando el templo fue abandonado a su suerte y se demolió para construir una cafetería de una franquicia moderna, fue que se encontró en una falla del sistema eléctrico, la respuesta al misterio de la luz celestial. Muy pocos fueron los vecinos que se opusieron a la demolición, y aún más pocos fueron los que se enteraron de la falacia de la que habían sido presa por más de cinco décadas, y al final de las cosas era mejor no enterarse o hacerse de oídos sordos para evitar cualquier tumulto en su fe. En estos tiempos la cafetería presume de mucha audiencia, pero también de leyendas, pues en realidad el misterio de la luz no fue olvidado del todo, ya que una de las paredes del establecimiento estaba ocupada por fotografías de los señores Domínguez, Geremías, Jonás, El Confesionario, el tempo, un pintor desconocido y múltiples personalidades que se fotografiaron con el sacerdote.

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Una noche, cuando los empleados estaban a punto de retirarse, se presentรณ un fenรณmeno particular: una de las cafeteras se encendiรณ repentinamente y comenzรณ a hacer su trabajo para el asombro de todos; sin embargo sรณlo se trataba de una falla de la maquinaria.

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José Martín García Campos es licenciado en Ciencias de la Comunicación. Su tesis “Propuesta de Taller para la creación de personajes literarios con trastornos de personalidad usando la psicología médica y el DSM-5”, ha sido llevada a la aplicación práctica en la FILIT, FOTOVIVA y en la SEMICH. Es miembro de la Sociedad de Escritores Michoacanos. Ha publicado su trabajo en diversas revistas literarias. Fue becario en el Encuentro Regional de Literatura Los signos en Rotación del Festival Interfaz del ISSSTE. Su libro de cuentos “Confesionario” fue ganador en la categoría Ópera Prima de los Premios Michoacán de Literatura 2016. Con el cortometraje Des-Enlace fue ganador en las categorías de Mejor Guión y Mejor Dirección en el 8 Festival de Cine Universitario UVAQ. Es titular del programa de radio (UVE Radio) llamado El Eco de las Letras, cuyo contenido pertenece al ámbito literario.


Se terminó de imprimir en abril de 2017 en los talleres gráficos de Impresora Gospa ubicados en Jesús Romero Flores no.1063, colonia Oviedo Mota, C.P.58060 Morelia, Michoacán, México La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura y el autor.



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