Cementerio paquidermo

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SECRETARÍA DE CULTURA FEDERAL María Cristina García Cepeda Secretaria de Cultura Saúl Juárez Vega Subsecretario de Desarrollo Cultural Jorge Gutiérrez Vázquez Subsecretario de Diversidad Cultural y Fomento a la Lectura Marina Núñez Bespalova Directora General de Publicaciones GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO Silvano Aureoles Conejo Gobernador de Michoacán Silvia María Concepción Figueroa Zamudio Secretaria de Cultura Adrián Zaragoza Tapia Secretario Técnico Ernesto Alino Zúñiga Guerrero Secretario Particular Edgar Rodríguez González Delegado Administrativo Adriana Cerda Herrera Directora de Promoción y Fomento Cultural Mariana León Cornejo Directora de Vinculación e Integración Cultural Andrea Silva Cadena Directora de Formación y Educación Luis Esteban Murguía Bañuelos Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural María Magdalena Oliva Sandoval Directora de Patrimonio, Protección y Conservación de Monumentos y Sitios Históricos Miguel Ángel García Ramírez Director Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán Fedra Ela del Río Ortega Jefa del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura


Gobierno del Estado de Michoacán Secretaría de Cultura Secretaría de Cultura Federal


Primera edición, 2017 © Berenice Hernández dr © Secretaría de Cultura de Michoacán Colección: Premios Michoacán de Literatura 2016 Categoría Cuento Xavier Vargas Pardo Jurados: Zaira Astrid López, Jorge Armando Ayala y Vanesa Garnica Villa Coordinación editorial: Fedra Ela del Río Ortega Mara Rahab Bautista López Corrección: Berenice Hernández Diseño de Colección: Jorge Arriola Padilla Secretaría de Cultura de Michoacán Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc, C.P. 58020, Morelia, Michoacán Tels. (443) 322-89-00 www.cultura.michoacan.gob.mx ISBN:978-6079461-37-9 Impreso y hecho en México Queda prohibida, sin la autorización expresa del editor, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, comprendidos reprográfico y tratamiento informático.


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Presentación

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Podrirse por dentro

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El sueño del pez rojo

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El aprendiz de Nadar

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Memorial del pájaro que mira

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Ensayo para perderlo todo

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Asuntos familiares

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Cementerio paquidermo



Presentación Un premio literario es una distinción otorgada por una actuación literaria particular, es un reconocimiento al talento y originalidad. La obra que se encuentra en sus manos es una obra distinguida entre varias, además de esto, por contar con características propias que las hacen una verdadera obra de las letras. Los Premios de Michoacán de Literatura 2016, distinguió en esta ocasión a cinco obras, pertenecientes a los siguientes premios: 1. Premio de cuento Xavier Vargas Pardo. Obra ganadora: “Cementerio paquidermo” de Berenice Hernández. Una obra que nos invita a sorprendernos de la capacidad de la mente para transformar la realidad, sí es que existe una sola realidad; hojas llenas de otras maneras de ver al mundo y comportarse en el según lo dicte nuestra mente. 2. Premio de ensayo María Zambrano. Obra ganadora: “Cuaderno de ensayo” de José Agustín Solórzano. Ensayo lleno de referencias de lectura que nos invita a leer por placer, una reflexión sobre el ejercicio de la

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lectura personal y desenfado, sin duda alguna se sentirá identificado con alguno de sus fragmentos. Esta obra nos lleva a viajar por el mundo de la literatura con una sonrisa y un ceño fruncido.

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3. Concurso de humor negro José Ceballos Maldonado. Obra ganadora: “Tos de tísico” de Salvador Munguía. No podrá dejar de leer esta obra ganadora, al leerla se aplaude la decisión de los jurados al momento en que nos saca una carcajada. El humor no es simple, es complejo hacer reír y más aún con una obra tan corta, su ritmo no nos permite distracciones, la ironía y la compasión hará reír a cada uno de sus lectores. 4. Ópera Prima en poesía, con dos obras por considerarse un empate en calidad. Con las obras ganadoras: “Confesionario” de José Martín García Campos y “Jaula de espejos” de Karen Itzel Gabriel. “Confesionario” es una obra fuerte, una conversación con Dios sin tapujos, al tú por tú, durante toda la obra queremos saber más de ese personaje y el por qué de estas conversaciones crudas, sin Fe, sin respeto, pero necesarias para desahogar el alma.


“Jaula de espejos” es una muestra de poesía joven, juega con la palabra y la forma, un acercamiento al mundo lírico. Una representación de emociones tan variada como cada una de sus páginas. Dos obras tan distintas y al mismo tiempo unidas por una solo condición, la humana. Es un hecho importante por recalcar que en esta ocasión los autores de cada obra ganadora son jóvenes todos, comprometidos con el quehacer literario y que sin duda alguna este premio refleja su dedicación y entrega a la creación. La convocatoria Premios de Michoacán de Literatura 2016 son un impulso la producción, edición, publicación, difusión de la literatura michoacana y una vía que facilita el acceso a la literatura del estado. La secretaría de Cultura de Michoacán, se complace en presentar esta colección, prueba del talento, herencia y tradición literaria en el estado. Agradecemos a los jurados de cada categoría por su esfuerzo y trabajo, gracias a ellos se ha podido realizar la selección entre varias obras de manera justa y honesta. Los invitamos a conocer la colección completa, a seguir sus pasos y acercarse a la literatura regional.

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A mi padre, invencible. Y para A, por soportarme iceberg.



Ése es el miedo verdadero. Que de pronto todo sea posible. Ricardo Chávez Castañeda

No vivir es imposible. No es necesario que salgas de tu casa. Quédate junto a la mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies. Franz Kafka



Podrirse por dentro Le parecía que se estaba pudriendo a causa de una enfermedad lenta. Despertó una mañana y el aroma dulzón le entró a la nariz mientras se tallaba los ojos. No tenía idea de dónde provenía pero en un principio le había ayudado a levantarse con buen humor. Se preguntó si las vecinas utilizaban un nuevo aromatizante, tan potente como para llegar a su departamento, o si una flor perfumada estaría creciendo debajo de su cama. Se sintió estúpido de sólo pensar en buscar la planta entre los calcetines y la pelusa en el piso, y sonriendo se dirigió al lavabo. “Los hombres, por muy bien que olamos, también debemos ir a trabajar”, pensó, y se desnudó debajo de la regadera. Un chorro de agua más o menos caliente le recorrió el cuerpo. Se bañó, se puso ropa limpia, tomó una manzana del frutero y emprendió su camino. En el transporte público el aroma permanecía. Recorrió cuadra tras cuadra, directo a su destino, y masticó su fruta con tranquilidad. Estaba limpio y a pesar del champú, el perfume

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y la ropa lavada, el tufo dulce continuaba en el ambiente. Olisqueó discretamente sus axilas, pero el olor no provenía de ahí. Qué importaba. Podía llegar al trabajo como todos los días, y esta vez llamaría la atención de los colegas. “Pero qué delicia de perfume, Aguilar”, le dirían las secretarias con una sonrisa pícara. Y él, como quien no sabe de lo que le están hablando, se limitaría a seguirles el juego entre carcajadas. Pero no fue así. Cuando entró en la oficina no hubo nadie que se percatara del aroma que lo acompañaba. Aunque le pareció extraño, ninguna de las chicas halagó su condición. Decidió entonces quedarse en su cubículo y esperar a que alguien se le acercara directamente, quizás para otra cosa, y terminara descubriendo con sorpresa el mismo tufillo que se le había revelado a él por la mañana. Luego de unas horas fue al baño, parado frente al mingitorio se olió las manos antes de orinar: el dulzor seguía ahí, y además se estaba acrecentando. Sacudió la cabeza, extrañado, mientras sus orines dibujaban una flor en la porcelana blanca. Contrariado, subió el cierre de su pantalón y caminó rápido hacia el lavamanos. Se tallaba las palmas cuando vio entrar a uno de sus compañeros. “Sonará raro, pero ¿no crees que hoy huelo especialmente bien?”, le preguntó, a lo cual el hombre contestó con una mueca de desagrado. Angustiado, fue pasando las horas contando cada minuto para salir de ahí y volver a casa. Empezó a dar pequeños golpes contra el piso y a taparse la nariz con la solapa de su


camisa, pero su nerviosismo sólo provocó que el aroma escapara a través de sus manos sudorosas. Si de algo se dieron cuenta sus compañeros fue de la ansiedad que demostraba. Se restregaba las palmas contra el pantalón, en afán de que no se le empaparan. En lugar de que el aroma desapareciera, fue acrecentándose más, y ya no sólo se percibía en su piel, sino también en su boca. Alrededor suyo, sin embargo, la rutina era la de siempre. Respiró profundo e intentó hacer el papeleo que le correspondía. No pudo. Las manos le temblaban y la marca de sus dedos ya hacía traslúcidas las hojas. Agarró sus cosas y corrió a la salida. No tomó el transporte porque tenía miedo de asustar a los demás con su tufo. Decidido a encontrar de dónde provenía el dulzor, entró a su casa y cerró con llave. Se llevó una gran sorpresa cuando su nariz reconoció ahí dentro el olor todavía más penetrante. No sólo él, sino todo lo que le pertenecía estaba siendo invadido. Lanzó sus cosas contra la pared y con ambas manos quitó lo que se le atravesaba en el camino. Aprisionó la fruta con sus dedos hasta que el líquido del mango, de la naranja le escurría por el antebrazo e iba a dar al piso. Corrió al baño, revisó en el inodoro y la ducha, pero el aroma seguía en el ambiente, sin permanecer en un sitio fijo. Retiró las plantas, la ropa de cama, la comida del refrigerador, sus lociones, pero aquella destrucción no dio los resultados esperados.

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El aroma le recorría el cuerpo y salía por los poros ante cualquier esfuerzo. Olió sus dedos, rebuscó entre la tierra de las macetas. Tal vez el hedor estaba en la basura: fue hacia el cesto y lo vació en medio de la sala. Lo único que consiguió fue mezclar la pestilencia de la basura podrida con el tufo que emanaba su cuerpo. Derrotado, abandonó el departamento. La frustración estaba apoderándose de él. Anduvo unos pasos y en la calle se encontró con una de sus vecinas. Ella lo saludó y le preguntó qué ocurría. Estaba lo suficientemente sudoroso y desaliñado como para que cualquiera se preocupara por su aspecto. Él la inquirió, quería saber si acaso había cambiado de limpiador líquido. Ante aquella cuestión sin sentido, la muchacha se quedó muda y prefirió irse. Él corrió, con el aroma a cuestas, que con cada gota de preocupación se hacía más grande. No sabía a dónde ir, decidió apresurar el paso rumbo al médico. Ahí tampoco encontró respuesta, le dijeron que no tenía nada, tal vez le hacía falta cambiar de desodorante y darse un baño. Se dirigió a una farmacia para que le dieran algo, una crema, un perfume que le ayudara a deshacerse del tufo. Pero nada. Sólo él se daba cuenta de su condición, y aquel aroma lo estaba volviendo loco. La gente comenzó a esquivarlo. Su camisa estaba llena de sudor y en sus brazos se notaban las manchas de fruta y tierra. Se sentó en una fuente y su reflejo le hizo percatarse de su


aspecto, cual indigente. Tomó un poco de agua haciendo una cuenca con sus manos, y se lavó los brazos, la cara. Se calmó por un momento, pero cuando el agua que le había ayudado a lavar su mugre se hubo evaporado por el calor de su cuerpo, el aroma, el dulce volvió a emanar y saludarlo. Gritó atormentado y sumergió su cuerpo en el agua. Una mujer que iba con su hijo lo amenazó con llamar a la policía si no salía de ahí. Él, llorando, pidiéndole su compasión, le dijo que estaba enfermo, que estaba pudriéndose por dentro y necesitaba ayuda. La madre y el niño se alejaron de ahí, gritando a la gente que estaba cerca que un indigente se había metido a la fuente. Asustado, corrió por entre las jardineras de la plaza, con el agua escurriendo. El hedor crecía. Recordó que por la mañana las cosas habían sido distintas. Lloró tirado en el pasto y empezó a dar vueltas para que la tierra y las hojas se le pegaran a la ropa. No se le ocurrió nada más hasta que vio un perro, igual de solo que él, cagando en medio del pasto. Se le lanzó encima y con una mano tomó el pedazo de mierda que acababa de salir por el culo del animal. Todavía estaba caliente cuando lo aplastó con sus dedos y lo restregó por su cara. Lo invadió un sentimiento de alivio, por un momento la pestilencia de las heces lo hizo olvidar la dulzura que lo atormentaba, pero ni un par de segundos después el olor regresó y volvió a llorar, al tiempo que se quitaba los pantalones húmedos y llenos de lodo.

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Cuando la policía llegó él ya se había echado dos botes de basura encima, y sin embargo el tufillo permanecía en la punta de la nariz. Un patrullero le dijo que no opusiera resistencia, y así lo hizo. Clamó porque lo llevaran al médico, imploró que un parásito se estaba apoderando de él, pero lo ignoraron. Estaba tan sucio que lo obligaron a entrar de nuevo a la fuente para que no arruinara la patrulla. Sintiendo el agua pensó que lo mejor hubiera sido no levantarse ese día. Insistió tanto en que necesitaba ver a un médico que con tal de alejarse de él y dejarle el problema a alguien más, los policías lo llevaron con uno. Intentó explicar qué era lo que ocurría, cuál era la razón de su aspecto, pero el galeno fingió escucharlo con indiferencia. Le estaba haciendo perder el tiempo, había pacientes que de verdad estaban mal y él llegaba ahí, saltándose la lista de espera sólo porque los policías lo habían llevado. Era injusto que fingiera una enfermedad inexistente con tal de no ser arrestado. Iba a explicar de nuevo la situación cuando el doctor lo interrumpió: “lo que usted necesita es un loquero”, le dijo entre gritos y llamó de vuelta a los agentes.

El hospital siquiátrico lo recibió con indiferencia. Todo había sido tan rápido y a las autoridades les había parecido tan nefasto que no lo dejaron comunicarse con nadie. A cada oportunidad él explicaba que un parásito, que una enfermedad


estaba invadiendo su cuerpo. Extendía los dedos a los especialistas y a las enfermeras que intentaban atenderlo, para que por sí solos se dieran cuenta de que no mentía. Hartos de él, y mientras averiguaban si realmente estaba loco o si alguien más podía hacerse cargo, lo pusieron en una habitación junto con otro paciente. Éste, sin inmutarse por la entrada del recién llegado, simplemente aspiró profundo, sonrió y dijo para sí: ¡qué rico huele!, ¡hoy será un gran día!

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El sueño del pez rojo

El pez pesca al pez, el pez corta el pez con el filo de un pez, el pez construye un pez, el pez vive en el pez, el pez escapa del sitiado pez. Wislawa Szymborska

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La última vez que Roberto y yo nos vimos fue para terminar nuestra relación. Estábamos viviendo en la playa porque ese era el sueño que tuvo desde niño. En una de nuestras primeras citas me lo dijo, “yo sé que cuando el mar me llame, me iré con él”. Pero pasaron muchos años para que el mar se comunicara. Mientras tanto, se conformaba con el pequeño pedazo de playa que tenía guardado en la pecera, junto a su pez rojo. Contrario a él, yo hacía de la ciudad mi guarida, sentía que los edificios y la vida acelerada eran una extensión de mi cuerpo. Y, sin embargo, cuando llegó a mi casa y dijo que era tiempo de marcharse, que por fin había recibido la llamada, decidí que arriesgarme a un matrimonio con Roberto valía


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más que todas las fábricas, los coches y el ajetreo al que estaba acostumbrada. Hasta ese momento no había entendido cuál era la razón de “esperar un llamado” y no tomar el auto, dejarlo todo y entregarse al acuoso sueño, pero Roberto insistía en que sólo se podía (nos podíamos) haber ido de esa manera. Así que me limité a preguntarle cuándo nos íbamos, y si quería que consiguiera una pecera más fácil de transportar. No fue difícil encontrar quién alquilara el apartamento. Decidí rentárselo a una anciana que vio en él la oportunidad de dejar de ser un estorbo para su hijo. Le pedí que hiciéramos un contrato de renta de por lo menos un año para no tener que volver pronto, a lo cual ella accedió sin objeciones. Roberto abandonó la casa que compartía con uno de sus mejores amigos, y pasó a recogerme con sólo una maleta, algunos libros y la pequeña pecera que le ayudé a comprar. No sé cómo hicimos para que todas mis cosas cupieran en su coche, pero finalmente lo conseguimos y nos pusimos en marcha. Los primeros meses los dedicamos a visitar los pueblos de los alrededores para buscar las cosas que nos hacían falta. Ingenuos, ni él ni yo habíamos llevado una bolsa de dormir, aun sabiendo que la casa en la que nos instalaríamos no contaba con muebles todavía. En uno de los pueblos mi primera compra fue esa, mientras Roberto se empecinó en adquirir un manuscrito que encontró entre las baratijas de una supuesta tienda de recuerdos. Quien se lo vendió le dijo que se llamaba


“Océano mar”, y que un hombre hacía años lo había dejado olvidado en aquel sitio. Estaba tan amarillo y roto que lo consideré una verdadera estafa, pero no pude hacer nada ante ello. Andar de pueblo en pueblo me hacía sentir el movimiento de la ciudad pero a pequeña escala. Pasado un tiempo era yo quien le insistía a Roberto que fuéramos a surtirnos de alimentos o que todavía faltaban cosas para poder nombrar a esa casa en la playa hogar. Él, sin reparos, estiraba su mano y me daba las llaves del coche para que me encargara de hacer las compras. Empecé a notar entonces que no tenía intenciones de moverse de ahí: echaba raíces en el mar. Compré un montón de objetos para dedicarme a decorar la casa. Si iba a estar en un sitio al que no pertenecía, por lo menos iba a transformarlo en algo de mi agrado: pinté las paredes en tonos grises y conseguí algunas esculturas que no tenían motivos de playa. Adorné la casa con flores y puse todas mis energías en crear un espacio abrigador para Roberto y para mí. Debajo de un tragaluz que estaba en la sala puse una pequeña mesa, y encima coloqué al pez rojo, que hacía un bello contraste con las paredes plomizas. En cuanto a Roberto, se pasaba todo el día marcando la arena con sus pies. Sólo tomaba el almuerzo conmigo y salía corriendo con una sonrisa en la boca. Era extraño sentir que el hombre del que me había enamorado se iba transformando en un niñito con el único interés de escapar de casa

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y juguetear en la arena, pero a pesar de ello intentaba mantener la calma y permanecer tranquila para cuando la fiebre marina hubiera pasado, lo que ocurrió una semana después de terminar las decoraciones. Fue aquella semana la que más tiempo pasamos juntos. Él miraba despacio cada detalle del refugio que nos había construido y, analizándolo, asentía con la cabeza al mismo tiempo que echaba una mirada rápida alrededor suyo. Lo noté tan feliz que todas las mañanas accedí a acompañarlo a caminar por la playa. Desde el primer día me pidió que tomara el bolso más grande que tuviera para guardar en él todas las conchas que se atravesaran en mi camino. Y así lo hice: una tras una fui acumulando las conchas y los pequeños caracoles de la arena. No sé bien cuántas reunimos cada día, pero fueron las suficientes para que ambos volviéramos a casa agotados y sedientos, con la única intención de echarnos a dormir. Al cuarto día de nuestras caminatas encontré el caracol más grande que había visto en todo el tiempo que llevábamos buscando. Sorprendido, Roberto me tomó de la mano y me llenó de besos el rostro mientras me recostaba en la orilla de la playa. Podría decir que hicimos el amor, pero estoy segura que no hay definición para lo que ocurrió realmente: mientras más cerca estábamos de llegar al clímax, el mar nos llevaba más hacia sus entrañas, como si intentara bebernos de un trago.


Apenas me estaba acostumbrando a los paseos matutinos cuando me llamó mi vecina de departamento. De mi casa se estaba colando agua al piso de abajo, y al parecer la anciana a la que le rentaba tenía semanas que no se aparecía por ahí. Tuve que regresar a la ciudad para aclarar aquel lío, y contratar a alguien para que se encargara de las reparaciones. Al volver a la playa me encontré con una sorpresa peor que la inundación de mi departamento: un montón de arena se extendía desde el pasillo hasta la sala, y sobre pequeños montículos se posaban las conchas que habíamos recogido en nuestras caminatas. Noté que además el caracol grande había desaparecido, y junto con él Roberto y mi cordura. Por más que intenté comunicarme con él no lo conseguí. Esa noche lo esperé sentada en medio de aquel desastre, pensando en lo inevitable: mientras yo me quedaba cruzada de brazos, mi marido estaba volviéndose loco. De sólo considerarlo me estremecí, y terminé llorando tirada en la playa que ahora me albergaba. Cuando por fin apareció ni siquiera intentó explicarse. Sus pisadas hacían que la arena crujiera, y ese quejido iba acercándose más a mí, aumentando mis lágrimas. Recuerdo claro que le pregunté qué rayos estaba ocurriéndole, “¡esto es demasiado, Roberto, mira nada más!”, le dije, intentando descubrir algún sentimiento detrás de su mutismo.

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Roberto era un hombre apasionado pero no explosivo. Luego de mi cuestionamiento intentó justificar el caos que era la casa diciendo que las cosas así serían mejor, que lo que yo necesitaba era tiempo para entender y entregarme de lleno al proyecto que debíamos emprender en las olas. Decidí ignorar su palabrería y le pedí que se fuera, estaba confundida y necesitaba estar sola para descansar; no quería cerca a un marido que parecía drogado. Se lo dije y sus labios no respondieron nada, pero sus ojos me compartieron un vacío que más que asustarme me encolerizó. Supongo que mi rostro delataba mi molestia, porque tomó las llaves del auto y desapareció justo la cantidad de días que necesitaba para dejar que aquello pasara de largo. Ni él ni yo hicimos por sacar la arena de la sala. Se quedó ahí, escapando de a poco por las ventanas y colándose a las habitaciones, metiéndose en los ojos de Roberto cada vez que intentaba verlo a la cara. Desde el día que volvió se mantuvo distante. Cuando le pregunté dónde había pasado las noches que no dormimos juntos su rostro dibujó una pequeña sonrisa, como si ante la pregunta apareciera un recuerdo que le transmitía tranquilidad. Tres o cuatro veces lo hostigué para que me dijera a dónde se había ido, pero sólo sonreía y se refregaba las pestañas llenas de arena. Se mantuvo sereno luego del incidente. Movió una silla para quedar frente al pez, que seguía debajo de su habitual


tragaluz, y permaneció ahí leyendo “Océano mar” sin salir a la playa, sin bañarse y comiendo a veces los platos fríos que le dejaba en el comedor. Yo me quedaba en la entrada de la casa, observándolo, y me iba a dormir o a pasear con la incertidumbre a cuestas, pensando en qué había sido de aquel Roberto animoso por haber recibido la famosa llamada del mar. Una madrugada desperté gracias a una pesadilla. Soñé que un montón de colosales olas se estampaban contra un acantilado. Y el acantilado era mi casa, que con cada choque se despedía de una pared más, una parte del techo o algunos muebles. Veía y escuchaba cómo una tras otra iban y venían cada vez más rápido para entrar en todas las habitaciones, para llevarnos a Roberto y a mí. Yo le pedía a Roberto que no se fuera, que no me dejara sola en medio de toda aquella agua, mientras veía cómo el pez rojo se fundía con las olas. Entonces le gritaba que por lo que más quisiera permaneciera a mi lado, pero el agua se estaba apoderando de nosotros y el ruido era cada vez más y más fuerte. Cuando volteaba para tomarle la mano, una ola gigantesca lo masticaba, y me dejaba completamente sola, con un grito atorado en la garganta. Luego de aquel sueño me fue imposible dormir, y con un pánico terrible bajé las escaleras para buscar la sombra de Roberto en su silla. La noche invadía la casa por el tragaluz, pero ese albor no era suficiente para encontrar su figura. Encendí

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una lámpara sólo para descubrir el asiento vacío y la pared que daba a la espalda del pez rojo con un nuevo tapiz: los folios de “Océano mar”, pegados con pedazos de cinta, se mecían con el viento que soplaba sobre el muro. Esa vez parecía que la pesadilla se había bebido mis lágrimas, porque por más apesadumbrada que me sentía no pude llorar ni maldecir la hora en que dejé mi cotidianidad lejos de la playa. Cual Roberto en ciernes, me tiré sobre la silla y me quedé mirando las hojas amarillas y el pez que se movía de un lado a otro, intentando huir de una garra invisible. De nuevo Roberto se convirtió en el niño que se portaba mal y huía. Me abstuve de llamarle por teléfono o salir a buscarlo en medio de la oscuridad. Pensé que volvería más o menos en el mismo lapso que la vez anterior, pero no fue así. Esperé bastante más para que regresara, y cuando lo hizo estaba más delgado. No sé cuánto tiempo estuvo sin comer ni hacía cuánto que no se bañaba, porque seguía hablando con las comisuras de sus labios. Como si le hubieran cortado la lengua, me hacía gestos con el cuerpo, señalando las hojas amarillas. Movía sus manos primero haciendo una curva hacia arriba y luego otra hacia abajo, simulando una ola, y apuntaba con el dedo al pez rojo, a los folios y a su ropa sucia que delataba la ausencia de agua, de mar. Le pedí que se bañara y se cortara un poco la barba, pero sus manos seguían haciéndome olas. Me planté enfrente suyo


y le dije que su situación iba empeorando, que por favor nos fuéramos de ahí antes de que su sueño infantil acabara con él, y de paso conmigo. Fue como en la pesadilla. No me escuchó. Le dio la espalda a la pecera y por fin me vio directo a los ojos mientras se desnudaba y estiraba una mano, la otra, que se contorsionaban como queriendo huir de aquel cuerpo flacucho. El alma de Roberto estaba flagelada, las olas habían acabado con ella. “¡Carajo, Roberto, vámonos de aquí, este lugar te está matando!”, recuerdo haberle gritado al tiempo que él volvía a cerrar los ojos. Ese mismo día me senté frente al mar. Quise luchar contra él para que me devolviera a Roberto pero no supe ganarle. Esperé horas una señal que me diera la esperanza de que todo estaría bien, pero no la hubo. Sentí andar el camino que los pies de Roberto habían trazado, miré alrededor en busca del hombre lúcido que se entretenía recogiendo caracoles, pero estaba sola. Decidí entonces que volvería al departamento. Yo no pertenecía a ese sitio ni podía encallar en las aguas que Roberto había elegido para mí. Cuando regresé a la casa Roberto seguía desnudo y cargaba la pecera sobre sus piernas. El pez rojo estaba muerto, flotando boca arriba entre su propia mierda. Supongo que morirse para él fue como andar sobre un mar en calma, pero para nosotros, o al menos para mí, fue el punto límite en el que confirmé que ya no se podía hacer nada más. Nos habíamos encargado de

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destruirnos, fue lo que oyó de mi boca Roberto, antes de que la arena volviera a invadir su cabeza. No le hablé sobre el mar ni los caracoles. Tampoco quise decirle que la anciana había abandonado el departamento, solamente le conté de la pesadilla, le conté que según el sueño todo se acababa. Él sonrió e imitó una ola grande, enorme con su brazo. Ese fue el fin. Regresé al departamento en autobús. Dejé el coche por si mi partida hacía reaccionar a Roberto. Mientras iba en la carretera lo recordé escuálido pero también vigoroso, como lo había conocido, y traté de evitar pensar en el mar, concentrándome en las imágenes de una ciudad llena de cambios cada vez que volvía a ella. Mis ojos se detuvieron en los edificios que admiré desde la infancia, y en las construcciones que apenas se erigían, queriendo desbancar el pasado. Me incomodó aquella intromisión en lo que había sido mi cotidianidad, pero qué puede hacer uno contra el monstruo de concreto y sus transformaciones. Cuando llegué a casa me quedé un rato parada, recargada en la puerta. Deseaba que al entrar me recibiera Roberto con sus hermosos dientes, sentado en el sillón. Esperaba encontrarme con él y nuestro pez rojo. La ansiedad empezó a recorrer mi cuerpo, y al llegar a mi mano abrió la puerta. Estaba sola. Eché una mirada fugaz antes de levantar la maleta del piso, y descubrí un charco en medio de la sala. El tipo de mantenimiento no había hecho bien su trabajo, así que una pequeña


gotera caía justo dentro de la vieja pecera, que se desbordaba. El único rastro de la presencia de Roberto era ése: aquel sueño de vidrio con un pez rojo y un pedazo de playa. En lugar de buscar algo para secar el piso, posé mi cuerpo en el sillón frente a la pecera. Las gotas caían una tras otra, alimentando esa reminiscencia marina. No sé cuánto tiempo tardé en escuchar el teléfono que chillaba a un lado mío. Descolgué, concentrada en el agua que ya estaba a unos centímetros de mis pies. Hablé en vano con el aparato: “¿Roberto, eres tú?”, pero sólo me respondió un quejido parecido a las olas acercándose a la arena. Todavía tenía el auricular en la mano cuando una inmensa gota atravesaba el contenedor, y dibujaba un pez rojo que movía sus aletas, dándome la bienvenida.

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El aprendiz de Nadar Esperaba que mi solicitud la aceptara cualquiera menos el señor Nadar, sin embargo fue el único que llamó para ofrecerme trabajo. Me pidió que pasara a buscarlo a su estudio unos días después, cuando pudiera atenderme. Pidió una sola cosa para contratarme: debía tener los ojos bien abiertos y estar dispuesto a aprender según sus métodos. Acepté con gusto su oferta, a sabiendas que a comparación suya yo era un donnadie. Ni siquiera contaba con una cámara porque mis posibilidades económicas no me lo permitían, y de experiencia sólo tenía un curso de nociones básicas. En cuanto entré al pequeño estudio del señor Nadar me miró de arriba abajo y dijo que había mucho trabajo por hacer. No me preguntó nada acerca de mí, ni si tenía familia. Dudo mucho que el tiempo que pasé con él fuera consciente de cómo me llamaba. Lo que yo puedo decir del viejo es que era un tipo lo suficientemente excéntrico para que cualquiera aceptara sus propuestas sin chistar.

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Lo primero que me enseñó fue cómo debía agarrar la cámara. Aunque intenté explicarle que eso ya lo sabía, que mejor pasáramos a realizar algo en lo que le fuera más provechoso, me dijo que olvidara lo que suponía saber y pusiera la mente en blanco: “Le dije que yo necesitaba a alguien dispuesto a aprender con mis métodos, ¿acaso es mucho pedir que los atienda?”, y procedió a colgarme la cámara en el pescuezo. Cuando memoricé las partes del aparato y mis dedos dejaron de deslizarse en él de formas no permitidas, me dijo que había llegado el momento de tomar algunos retratos. Sugerí buscar algún amigo interesado en una sesión gratis, pero el señor Nadar se opuso de manera rotunda. Negó muchas veces y lanzó de alaridos en mi rostro. Quería que fuera consciente de lo peligroso que era hacer eso: “Tomar una fotografía es siempre un riesgo, y hay que tener mucha valentía para los retratos”. Yo respeté su decisión, a pesar de no compartirla. Finalmente ante cualquiera de mis opiniones él siempre tendría dos ventajas: yo había aceptado seguir sus reglas, y además mi sueldo era muy bueno como para dárselo a alguien más. Mi primer retrato lo hice a la cámara que el señor Nadar cargaba para todos lados y que, supuse, como genio excéntrico que era no le prestaba a nadie. La colocamos encima de un banco y tuve que hacer diversas tomas hasta que se hartó de esperarme. Mientras yo estaba ahí, disparando una y otra vez frente a una cámara inerte, él fue y volvió de comprar el


desayuno, acomodó sus lentes con calma y sacudió un poco el estudio. Luego, no sé si se aburrió de verme equivocarme una y otra vez, me pidió que no me moviera y tomó el artefacto que yo estaba usando como modelo. Se lo pegó al rostro y disparó hacia mí. Obedeciéndolo, me mantuve quieto. Siempre quise ver la foto que resultó de aquello, pero me apenaba pedírsela. Luego de aquel suceso, colocó la cámara en donde estaba y continué tomando una cantidad innecesaria de fotografías. Resistí con estoicismo hasta que lo oí decir “para”. Ese día me permitió irme más temprano que de costumbre. Extrañamente me encontraba muy cansado para continuar la jornada, y además sabía que nada de lo que había hecho lo había convencido. Al siguiente día el estudio estaba lleno de luces. Montones de focos se encargaban de iluminar al señor Nadar, que me esperaba sentado en un rincón del lugar, con mis fotos impresas en la mano. “Tomar una fotografía es una cosa de respeto para quien se ha atrevido a poner en tu lente su imagen; es así como los recordará el mundo, hijo; no querrás que esas personas queden mal ante los demás”. No entendía a qué venían esas palabras, pero antes de intentar preguntar el porqué del sermón, me mostró las impresiones. Ninguna servía. O estaban desenfocadas, o les faltaba luz, o aparecía el banco. “Lo que más importa en un retrato es la mirada, y tú no la encontraste”. Mis ojos sin expresión se clavaron en

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él y comenzó a reír. Se veía tan extraño con todas las luces apuntando hacia él. Me hizo mover otro banco y ponerlo en medio del estudio; encima, nuevamente la cámara. “Te hace falta iluminarte, muchacho”, dijo antes de dejarme solo. Luego de aquel retrato fallido el señor Nadar y yo experimentamos con frutas, estatuas, otros retratos, prendas, libros, bicicletas, espejos, pero nunca alguna persona. Aunque ya me sentía preparado, él insistía en hacerme ver mis errores: la obturación, el encuadre, cualquier cosa me fallaba. Ya empezaba a hartarme de que nada le parecía hasta que una mañana, después de verme retratar una máscara, dijo que aquel era el momento decisivo. Yo abrí los ojos y acomodé el diafragma para dar el último disparo. El día siguiente fue otro más de disgusto. Lo que pensaba que sería una sesión especial con algún modelo se convirtió en mí con la cámara al hombro, buscando el mejor ángulo para retratar un maniquí, disfrazado con las ropas del señor Nadar. Por respeto a la profesión y a mi maestro seguí las instrucciones que me daba con la mano y su voz pausada, sin embargo, luego de muchos intentos infructuosos, terminé por no tomar más fotografías. El maniquí no hacía más que mirarme detenidamente. Nadar se había ido y sentí que en cualquier momento volvería para decirme que yo no era el indicado para un trabajo así, que estaba echando a perder lo que con mucho esfuerzo


me había enseñado. Quité al muñeco del banco y me senté en él, pensando cómo le diría a Nadar que aquello era ridículo y prefería renunciar. Mientras lo esperaba recordé lo que me había dicho respecto a los retratos. Si no me creía capaz de capturar a algo con vida, ¿entonces por qué me dio el empleo? Tal vez el viejo disparatado necesitaba un hazmerreír. Realmente yo no lo había ayudado en nada, al contrario, lo único que había hecho era estorbar; él se pasaba los días enseñándome sus teorías sin que le diera nada a cambio. ¿Qué demonios era lo que quería? Me sentí tan estúpido por esperarlo al lado del maniquí, que en cuanto llegó le dije que renunciaba. Si esperaba a que él me creyera apto para un verdadero retrato, iba a terminar echando raíces en el estudio. Él se rio cuando le dije que me iba. Entre carcajadas me dijo que pensara bien las cosas, “¿dónde vas a encontrar un trabajo como éste?”, me preguntó, al tiempo que apagaba las luces. Pasé varios días sin poner un pie en el estudio. Mi orgullo podía más que cualquier anciano experto en fotografía, y no iba a permitir que Nadar se burlara más de mí. Pensé que con la experiencia adquirida y un poco de dinero podría dedicarme a retratar de verdad. Cuando fui a preguntar el precio de las cámaras me encontré con mi mentor en la tienda. Con una seriedad que hasta entonces desconocía en él, me dijo que hiciéramos un trato: él me enseñaría lo que me

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hacía falta para completar mi aprendizaje, siempre y cuando yo volviera a su estudio. Me lo pidió con tanto interés que pensé que aquel hombre estaba más urgido de compañía que yo de tener una cámara, así que acepté con una condición: lo que fuera que iba a enseñarme, tendría que hacerlo con un modelo de carne y hueso. Al escuchar lo que pedía, mi maestro se quedó serio y le dijo al dependiente que si volvía a ir por ahí no me vendiera nada. Abandonó el local. Mi intención era presentarme al día siguiente pero Nadar me llamó unas horas después de nuestro encuentro. Necesitaba comprar muchas cosas porque haríamos una fotografía muy especial, el proyecto con más valor en la historia de sus retratos. Lo que yo debía hacer mientras tanto era perfeccionar mi técnica con lo que me había enseñado. Pensé que me estaba tomando el pelo de nueva cuenta. Si él sabía que yo no tenía una cámara en casa, ¿cómo esperaba que practicara? “Una fotografía se guarda en los párpados, hijo”, fue lo único que contestó a mi pregunta, y colgó. Pasé varios días tomando fotos según sus métodos; cerraba los ojos frente a cada cosa que quería retratar. No quería que llegara el momento de encontrarnos y fallarle como las ocasiones anteriores. Por lo menos ahora sabía uno de sus mejores secretos. Cuando me sentí listo lo llamé. Había practicado con lo poco que tenía en mi casa, e incluso había salido a la


calle a tomar fotografías con la mirada, siempre respetando a mis modelos, como él lo había pedido. El estudio estaba muy diferente a comparación de la última vez que lo vi. Sólo una luz muy tenue ocupaba el centro del lugar, y frente a ella el banco donde había estado sentado antes de mi renuncia. Estaba a la expectativa de a qué hora llegaría el modelo, y miraba hacia la puerta ante cualquier ruido. Nadar sugirió que pusiera atención en lo mío y fuera a buscar las prendas que servirían para la sesión. Me pidió también que sentara al maniquí sobre el banco, y antes de que lo objetara, viendo mi rostro de incomodidad, me tranquilizó diciendo que sólo era para verificar la luz. Sin tomar las fotografías al maniquí, puse mi ojo en el visor. Sugerí que esperáramos a que el modelo llegara, pero Nadar no atendió mis palabras. Me mandó a buscar una luz menos potente, y pidió que tomara su cámara del piso. Fotografiar con lo que él atesoraba había sido una idea recurrente en mi cabeza, así que atendí su orden lo más rápido posible. Para cuando regresé, el modelo estaba sentado sobre el banco, con la cara puesta hacia el suelo. Nadar hizo un “¡shhh!” y dijo que ajustara la cámara y apagara la luz. Pensé en cuántas veces alguien había retratado a Nadar. Pensé en el rostro que él habría hecho a la cámara, y si todas las imágenes de su rostro tenían esa marca de misticismo. Las manos me sudaban. Mi primer retrato de verdad era su mayor

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proyecto. Le sonreí, nervioso, pero no estuve seguro de que notara la felicidad que me embargaba. Tomé el aparato con mis manos empapadas. Pensé en hacer un retrato tradicional para no equivocarme, pero como adivinando mis intenciones, exigió que de ninguna manera nos denigrara así. Solicitó que acercara el otro banco y lo pusiera a un lado de él. A pesar de no encontrarle sentido, lo hice, y subido en el banco, entre aquella oscuridad, así la cámara de Nadar con fuerza y la coloqué pegada a mi rostro. Temblando, escuchando mi cuerpo palpitar, enfoqué hacia mi maestro y disparé. Me quedé sobre el banco unos minutos más, esperando una nueva orden. Estaba ansioso por imprimir la fotografía y enseñarle a mi maestro el excelente trabajo que habíamos hecho. “Todos respetarán su imagen, maestro, gracias por ponerse en mis manos”, le dije, esperando una sonrisa denigrante como respuesta, pero el silencio reinaba en el lugar. Preocupado por haber arruinado todo, bajé apresurado y me acerqué a Nadar. Extendí la cámara para entregársela pero la recibió el suelo. “¿Maestro?”, dije con un hilillo de voz y me agaché para verle el rostro. Con ambas manos le alcé la cabeza, hundida en el pecho, y me recibieron unos ojos abiertos pero con la mirada perdida. Lo tomé por los cabellos e intenté levantarlo, pero de nueva cuenta su torso se dobló, casi hasta la mitad. “¡Maestro!”, le grité, y al soltarlo para encender la luz, su cuerpo cayó al piso. Estaba muerto.


Luego de ese retrato no me interesó hacer ninguno más. Pienso que aquello que me enseñó Nadar realmente no fue bueno para nadie. Cuando la ambulancia se llevó su cadáver, me quedé a solas en el estudio. Deambulé por ahí tratando de entender lo que había sucedido. En el mostrador había varias fotografías a entregar. Entre ellas estaba el retrato que me había tomado durante mi aprendizaje, aquel en el que aparecía empuñando la cámara inútilmente. Detrás había escrito una nota que todavía espero no haya sido para mí. Nada más leerla me temblaron las piernas. Con aquel estremecimiento me eché la foto al bolsillo y regresé al estudio por la cámara de Nadar. Me la llevé a casa, esperando que nadie la reclamara. Jamás quise ver el retrato que le hice y hasta hoy intento, por mi bien, olvidar cómo se toma una fotografía.

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Memorial del pájaro que mira Yo no sé de pájaros, no conozco la historia del fuego. Pero creo que mi soledad debería tener alas Alejandra Pizarnik

Creo irreductiblemente que ciertas obsesiones se limitan a la simple contemplación. Sin embargo, existimos algunos que no aceptamos restringir aquello que admiramos y decidimos entonces cruzar la barrera de las filias, atravesar confiada pero de forma prevenida el umbral que nos divide de lo que somos y aquello que deseamos ser. Desde que tengo memoria, ninguna de mis obsesiones había sugerido quedarme pasmado y entregarme al oficio de mirar o rememorar sin más. Si en algún momento me interesaba por las aves, éstas se adentraban en lo cotidiano: jaulas, fotografías, cuadros, rompecabezas, especies disecadas y vivas, por supuesto, podían encontrarse por montones dentro de mi

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casa hasta que surgía atracción por algo diferente, como si el amor por lo demás nunca hubiese existido, y acumulaba ahora lo que vendría a llenar el vacío, el hueco ni tan hondo en mi corazón. Mientras crecí, conseguí objetos referentes a los árboles, las velas de cumpleaños, estambre y alfileres. Estos últimos me acompañaron en mi hogar por lo menos durante tres años hasta que un amigo me ofreció atender su librería arguyendo un viaje impostergable. Yo, desesperado y envuelto en una adicción que no me daría más (había coleccionado tantos alfileres que utilicé un colchón y dos de mis sillones para darles cabida en mi hogar) acepté la propuesta que involucró tirar a la basura mis otrora fieles y queridas agujas. Fue así que me deshice de todo. El desempeñarme como librero fue neutralizando mi necesidad de coleccionar objetos inservibles y al mismo tiempo dio un respiro a mi cartera. La mayor parte del día terminé pasándola entre los libros, aun en horas no laborables, no sólo leyendo o acomodando ejemplares de mi interés, sino sacudiendo y reinstalando libreros a mi antojo, pintando las paredes que presumían su humedad cada que desnudaba por completo los anaqueles, gracias a los que se ocultaba aquella podredumbre. Calculo que tardé unas cuatro semanas en hacer todo aquello, y sin embargo cada día descubría algo que modificar.


“Esta sección no luce bien allí” o “debería cambiar el tono de las etiquetas” eran frases que repetía continuamente hasta que un libro de gran formato o una pequeña noveleta se me atravesaba en el camino y comenzaba a leer. La necesidad de mantener el orden no sólo se reflejó en aquel trabajo: mi biblioteca había sufrido también un cambio, y los ejemplares que había tomado prestados del empleo se acomodaban perfectamente en mis libreros verdes. Poco a poco mi cama y los sofás que albergaron mi última adicción hicieron el papel de estantes controladores del caos, sabedores que la librería requería permanecer impoluta y que con los libros enviados por las editoriales y los comprados a gente que me ofrecía verdaderas joyas sin saberlo, aquello estaba a nada de volverse un desorden. Jamás pasó por mi mente que los libros serían mi obsesión más corta, ni tampoco que mis deseos de posesión me llevarían a involucrarme con algo que tuviera alma, con alguien que pareciera desprenderse de mí mismo, hasta el día que se presentó en la librería aquella pareja que más que desear leer, rogaba a gritos que alguien como yo hiciera el favor de leerla, de escudriñar y absorber su humanidad completamente. La noche anterior a conocerlos había recibido correo de mi amigo, informándome que tardaría más de lo esperado en volver, y pedía que le enviara algunos documentos que se habían ido acumulando durante su ausencia. Recordaba eso en

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medio del frío matutino, disponiéndome a abrir las puertas de la librería, mientras de reojo observaba unas siluetas que se dirigían hacia mí. La cerradura se encontraba atascada, como si el invierno que apenas aparecía la hubiera congelado. Me quité un guante para hacer fuerza y conseguir girar la llave por completo. En esas estaba cuando escuché su voz, como un pajarillo chillante dentro de su jaula, sugiriendo a su novio que saliera a mi auxilio. Volteé de súbito y apareció ante mis ojos aquella sonrisa con la que me iré hasta la tumba. Esa fue la primera vez que los vi. Al pensar en una mujer que coincidiera en mis aficiones era capaz de imaginar sus prendas y descubrir cada centímetro de sus costuras. Olía su perfume, suave como el rocío en un pétalo de rosa, y dibujaba claramente las formas de su cuerpo, los accesorios que llevaba en las manos, las figurillas que adornaban su cabello, pero por más esfuerzos que mi mente realizara, no lograba hilvanar ni una remota parte de su rostro. Así sucedía siempre, hasta que comprendí que la imaginación y las palabras no pueden guardarse más que en el frasco de la memoria, e intenté mantenerme estable con aquello que tenía. Las cosas cambiaron cuando ella se presentó esa mañana. Usaba un vestido con flores impresas en colores vivos, contrastando con sus medias negras y sus pequeños zapatos en tono marrón. De su hombro izquierdo colgaba una bolsa


de estambre que combinaba con el oscuro de sus iris. Era pequeña, comparable sólo con un bonsái o un pájaro Mellisuga, enfundada en aquel enorme suéter que llegaba hasta la rodilla. Sus manos jugaban con un taumatropo: de un lado se mostraba la imagen de un papagayo, mientras que en el otro aparecía una jaula vacía. Supe en ese instante que aquel era mi rostro, el mismo que no conseguía vislumbrar ni con los libros ni en mis sueños. El hombre y su mujer parecían tejidos con los cabellos que colgaban de mi cabeza, construidos con las palabras que no supe pronunciar cuando me dieron los buenos días y ofrecieron auxilio. Con toda seguridad puedo decir que ese ha sido el mejor día de mi vida. Entraron sin buscar nada, sólo paseaban y miraban entre los estantes el cuerpo del otro. Luego de espiarse soltaban una leve carcajada y ponían en las manos del otro un ejemplar que les había llamado la atención. Ella medía poco, ya lo dije, así que él se encargaba de poner los libros que se encontraban en los estantes de arriba a su alcance. Él tocaba los libros como se acaricia a un ave herida y al borde de la muerte. Juntos parecían realizar los movimientos de un solo cuerpo, estaban en la misma sintonía y lo dejaban ver a cualquiera que se les pusiera enfrente, y enfrente estaba yo, con los ojos atónitos, deseando que aquellos seres nunca se alejaran de entre mis libros.

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En esa ocasión se despidieron de manera amable y huyeron con las sombras matutinas colgando de su cuello. Paralizado, apenas pude escupir un “hasta luego” cuando ellos se encontraban en el umbral de la puerta. Lo último que conseguí ver de ese par fue el andar despreocupado del hombre alto, rosando el piso cual si estuviera lleno de pequeños alfileres, los mismos que yo había tirado a la basura. A partir de entonces no pude concentrarme en las reparaciones y el acomodo que aún necesitaba la librería, ni mucho menos concluir satisfactoriamente ninguna lectura. Lo más que hice por ver progresar el negocio fue mandar los documentos a mi amigo, y atender uno que otro cliente que se presentaba en busca de ejemplares que, como a mí, no le aportarían nada en la vida. Después de muchas cavilaciones, de pretender no necesitar a aquel par, me di cuenta que su existencia me había marcado más de lo debido. No les era suficiente con haber aparecido tan de repente, también se presentaban en mis sueños, noche tras noche, provocando en mí un sentimiento de miseria. Me saludaban en forma de recuerdos todas las mañanas que abría la librería, al entregar un cambio, al sugerir un libro y hasta al empaquetar ejemplares que jamás volvería a ver. Así que decidí emprender una desesperada búsqueda para verlos de nuevo. Aparté todos los libros que habían pasado por sus manos, intentando hallar una pista que me guiara a las piernas de la


pequeña y esbelta mujer. Esperaba que sirvieran como mínimo para comunicarme dónde estaban los dedos largos y con uñas perfectamente recortadas del hombre que no compró nada. Revisé en el trabajo y en mis descansos las palabras de aquellos textos, esperando dar con algo que significara para mí. Entretanto, los clientes comenzaron a externar sus quejas por el mal servicio que les proporcionaba. Cavilé cerrar la librería para concentrarme en el estudio de los ejemplares, pero caí en la cuenta de que no era mi mejor opción: las probabilidades me decían que ellos debían volver alguna mañana, si no a buscarme, sí a reírse entre las paredes y los estantes abandonados. Exploré títulos, encuadernación, tipografía, índices, esperando que algo de eso me llevara directa o indirectamente hacia la pareja, y cada que daba vuelta a una página recordaba su cuerpo, su rostro, el bolso tejido y los zapatos marrón. Debía dar otro paso, aunque fuera poco certero, para toparme de frente con mi nueva obsesión. Transcurridas dos semanas tenía las paredes de la librería tapizadas con recortes que me remitían a ellos. La Rosa ilimitada de Von Archimboldi y La miserable lentitud de R. Bolaño me dieron la mayoría de adjetivos, mientras que el Vademécum de figuras cristalinas, Tomo dos, ilustrado de Milena Torres Guerra apoyó con las imágenes de prendas,

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partes del cuerpo y pequeños accesorios parecidos a los de mis amantes. Rechacé de forma tajante recortar los posibles nombres de la pareja, pues quería que conservaran lo que en esencia les pertenecía. La librería era un esperpento, y yo tampoco lucía mi mejor cara. Debido a la ausencia de clientes, mis bolsillos se fueron vaciando al tiempo que mi estómago, aunque lo resentía poco. Estaba sin afeitar y no recordaba la última vez que lavé mis dientes o me vi en un espejo, y hasta los representantes editoriales preferían comunicarse por teléfono antes que dar un paso dentro para cobrar las pocas ganancias. Uno de los mejores clientes me preguntó si todo estaba bien y ofreció ayudarme a cuidar el negocio unos días. Creyó que las facturas y la ausencia de mi amigo eran lo que me estaba haciendo desvariar. Por supuesto no le confesé lo que estaba ocurriendo. Suficientes veces me habían tachado de loco por aficionarme a los pájaros y los arbustos. La gente cree que lo único que puedes coleccionar en esta vida son boletos de avión o sellos postales. No entienden que los aviones tienen alas, y las estampillas no vivirían si no fuera por los árboles. Nadie pretende apoderarse de una imagen, de seres desconocidos e inasibles. Habiendo pegado todos los recortes y rechazado el apoyo de aquel impertinente, caí en cuenta que mi obsesión estaba convirtiéndose en una simple contemplación. Las palabras de aquellos libros no se transformaban en nada más que un


collage de tinta. Si las cosas continuaban así, los mamotretos serían solamente un cuadro que dejaría de transmitirme la sensación de estar haciendo algo por hallar a mi pareja, y me quedaría estancado, sin volverla a ver. Desesperado, furioso porque ellos no se encontraban en mi búsqueda, lancé algunos libreros hacia el piso, y con ellos cayó lo que en algún momento prometí proteger. Tomé los ejemplares desperdigados y los lancé cual bolas de estambre hacia las paredes. “¡Toma esto, Encender una vela!”, “¡A la mierda contigo, Tejer un alfiler!”. El aire vio desfilar formatos rústicos y sobrecubiertas. Las camisas de las mejores editoriales abrieron sus alas para caer directo en el mostrador lleno de polvo. No quise salvar nada, ni siquiera los papeles que con tanto ahínco me había dedicado a acomodar: los corté en pedacitos valiéndome del cúter con que abría las cajas. A los más grandes decidí hacerlos bola y lanzarlos también. Estaba lo suficientemente frustrado para irme de aquel lugar cuando volteé hacia la puerta y me encontré con un montón de gente observando mi furia y cuchicheando. “¡A la mierda con ustedes también, ignorantes hijos de puta!”, les grité con el índice apuntándoles en el rostro, todavía dentro del local. Una mujer dijo que debían llamar a la policía o a los servicios de emergencia porque estaba loco. Lancé uno de los libros directo a su cara, y amenacé a los demás que me dejaran en paz, que se fueran de ahí o este demente no podría

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contener el odio atroz que le carcomía los huesos. Lo que quedaba del Vademécum de figuras cristalinas se estrelló en el rostro de aquella vieja, quien se fue haciendo pequeña, muy pequeña, recordándome a mi dulce y delgada mujer. Me cargué unos libros bajo el brazo, con la amenaza de aventarlos a los pocos curiosos que quedaban. En el otro llevaba el cúter, les dije que si no me abrían paso les destrozaría la garganta. Corrí entre aquellos desconocidos sin dirección alguna. Ni amenazar ni hacer el ridículo habían sido nunca mi especialidad, pero el coraje y el saberme brutalmente abandonado me convirtieron en aquel ser fuera de sus casillas. No pude alejarme mucho de la librería. Me hallaba sumamente cansado por el espectáculo que acababa de dar y el peso de los días anteriores se había acumulado en mi espalda y debajo de mis ojos. Consternado, me dirigí a un parque en la Avenida Tercera, a unas cuantas calles del trabajo, en el que muchos años atrás había descubierto mi primera obsesión, misma que dio paso a la de los pájaros: mi filia por los árboles. Decidí sentarme debajo de un Sabino, la ciudad no era más que una selva de asfalto y agradecí que aún hubiese lugares dónde respirar aire fresco. Cerré los ojos y me dediqué a escuchar el canto de los pajarillos. Recordé los fragmentos de Es un pájaro o un pez, la guía esencial para los amantes de las aves, y vinieron a mi mente los sonidos y colores que podían observarse en las distintas especies.


Supe lo que debía hacer cuando un fuerte viento movió las copas de los árboles, provocando que algunas hojas me cayeran encima: los árboles, lo supe, siempre se mantienen en el lugar donde fueron sembrados, por más que sus raíces parezcan alejarse de la semilla que les dio la vida. Abrí los ojos y me despabilé, con una ansiedad como nunca antes corriendo por mi sangre. Abandoné los libros debajo de aquel Sabino y corrí en medio de las hierbas buscando ramas delgadas y fuertes, y amontonando hermosas flores en el costal que formé con mi playera. Corrí como un estúpido, recogiendo del pasto algunas plumas que habían abandonado los pájaros para mí. Me ayudaban. Antes de volver a la librería hice un viaje breve a casa. Como si un simple parpadeo fuera capaz de otorgarme paz y descanso, corrí lo más rápido que pude, con el afán de alimentarme con lo único que tenía al alcance dentro de mi hogar. Llené mi puño de semillas y trituré de forma desesperada mientras buscaba entre algunas cajas la única bufanda que acostumbraba usar durante el invierno. Saqué de su estuche los alfileres que necesitaría, mientras veía rodar hilachos de colores por el piso, decorado con insectos muertos y una ligera capa de polvo. Busqué entre la basura una bolsa plástica para guardar las cosas que debía llevar de vuelta a la librería. No quería olvidar nada y tener que hacer otro viaje.

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Quité algunos libros del sofá y me instalé en él, considerando el acomodo de mi cargamento, y observando la descomposición de una manzana que había dejado a medias unos días antes sobre la mesa de centro. Me pregunté si a ellos también les gustaban las manzanas. Sonreí, ya sin lograr recordar cuándo había sido la última vez que lo había hecho. Vacié los materiales en la bolsa y subí las escaleras tirando a mi paso algunos libros. Ya arriba, dirigí mis piernas al cuarto que hacía de buhardilla y que no era más que cuatro paredes mal pintadas donde escondí el paso del tiempo. Sólo al ver la jaula donde mantuve a mis pájaros durante tantos años me conmocioné. No era, sin embargo, momento de arrepentimientos, así que la desempolvé un poco y bajé corriendo nuevamente. Tomé la bolsa de plástico y la coloqué dentro de la jaula. Antes de irme eché una última mirada a mi casa gris, donde lo único bienvenido eran las partículas de polvo que dejaba ver un rayo de sol. Atravesé el espectro de luz antes de irme pues aquella luminiscencia me hizo ver que olvidaba una cosa: mi última vela de cumpleaños. De vuelta en la librería me encontré con las puertas cerradas y una nota pegada justo en la cerradura. “Avisé a su jefe, sonaba molesto con usted”. Estaba escrito sobre el papel bond. Sigo sin comprender cómo alguien gasta grafito en redactar semejante estupidez. Tomé el papel y me puse en el centro de


la calle, rompiéndolo cínicamente para que los curiosos que espiaban por las ventanas consiguieran verme. Al entrar noté inmediatamente que faltaban libros. Algunos estantes que yo ni siquiera había tocado se encontraban semivacíos. Cerré con llave y encendí las luces, dejando la jaula al lado del mostrador. Sólo entonces noté que su techo en forma de huevo me llegaba hasta las tetillas. Ya encerrado y con las manos libres levanté los libreros que se encontraban en el piso. Algunos mosaicos se habían roto al recibir todo el peso de la madera. Por el impacto, varios ejemplares se hallaban achatados o habían perdido sus hojas. Dispuse los libreros a manera de círculo, como si pretendiera que sus ojos me vieran, y en las tablas que pudieron sostenerse gracias a los esfuerzos de los clavos, coloqué los ejemplares del piso. Necesitaba un gran espacio en el centro de la librería, y procuré hacerme de él lo más rápido posible. Pasadas unas horas el cansancio hizo de las suyas y tuve que sentarme a contemplar mis avances. Sequé mi rostro con la bufanda y miré mis manos llenas de ampollas, sangre y astillas. Los ojos me ardían y cada que los cerraba la imagen de los amantes se aparecía ante mí, borrosa, pero lo suficientemente clara para reconocerlos. Parpadeaba de forma excesiva para encontrarme con ellos cada vez más cerca, hasta sentir que cada uno se colgaba de mis pupilas, pidiéndome que no nos separara.

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Escuché sus pasos y me los encontré en los libreros que se localizaban justo al centro. Se reían rompiendo la parsimonia que prevalecía alrededor. Los escuchaba hablarse, darse de besos y tomarse dulcemente de las manos. Me saludaban de nuevo los pequeñísimos dientes de ella, y las botas negras que apresaban las piernas de él. No podía soportarlo más, debía apurarme para que vinieran, sabía que me estaban buscando pero no lograban encontrarme como yo a ellos. Presentía que no daban conmigo y tenía que esforzarme aún más para formar la triada perfecta con aquella pareja. Lo sentía, no sólo quería ser el tercero, ya lo era, pero ellos no tenían ningún canal para comunicármelo. Harto de esa situación, de los ruidos que hacían al sonreír dando los buenos días; de respirar la ausencia que se me restregaba en la cara, arremetí en mi contra por haberlos dejado ir. En lugar de quedarme con mi cara de imbécil, impávido por tanta perfección, debí haberlos seguido, debí preguntarles su nombre. Debí, carajo, haberles dicho quién era yo y cómo el mundo se estaba encargando de conectarnos porque tal vez ellos en ese instante no lo sabían. Pero no lo hice y mi deber era reunirnos para que de una vez por todas se enteraran. Rompí en llanto y blasfemé lo más fuerte que pude. Quería gritar sus nombres pero nada salió de mi boca: no los conocía. Cómo pude ignorar una cosa tan básica. Recogí los papeles que había hecho pelotas por la tarde. “Pequeña, delgada,


linda, alto, largos, sonrisa, dedos, pies, estambre, marrón, botas…” se descubría mientras intentaba arreglar las hojas que se empeñaban en permanecer arrugadas. Tomé mi bufanda y busqué en mis bolsillos el cúter, corté largas tiras de estambre e hilvané un par de alas con las ilustraciones y palabras que les daban vida. Las llagas en mis dedos no impidieron que pudiera tejer de manera perfecta. Localicé libros de gran formato, recorté los forros y arranqué sus hojas para usarlas como lienzo. Las decoré con las flores y plumas que había obtenido del parque y con maestría, como en los viejos tiempos, tejí las páginas alrededor de mis miembros formando largos cilindros. Tenían que encontrarme. Cosí hasta que las ampollas reventaron y fui dejando manchas de sangre en las páginas blancas. Esas las aproveché para coserlas en mis nalgas y el pecho, donde me era imposible envolver los papeles. La euforia me impidió desconectarme de la realidad. Hubo un momento en que el dolor se tornó insoportable pero estaba dispuesto a todo por no abandonar mi nueva obsesión. Tomé las hojas grandes y encajé los alfileres en mi cuerpo para poder zurcir sin que nada, ni siquiera mi corazón se moviera. La sangre manaba, necia, mientras yo me transformaba en aquel monstruo de palabras y flores. Me arrodillé en medio de la librería y jalé con todas mis fuerzas la jaula para meterme en ella. Rasgué mi piel sabiendo

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que el estambre encajaría mejor de aquella forma, y entre gritos que me hacían sentir cada vez más cerca del desmayo, descubrí su rostro moviendo los labios, dándome las gracias. Dentro de la jaula, cercené los hombros para insertar mis alas. En el rostro, empapado en sudor y tierra, hice pequeñas incisiones donde entrarían los cálamos. La Miserable lentitud envolvió mis dedos desde la base hasta la punta de las uñas. Encendí la vela y, vacilante, la puse en mi boca. La jalé de a poco con mi lengua, colocándola en un costado para no apagarla. Cerré la puerta y quedé de rodillas. Fui lo que ellos querían que fuera, lo que me dijeron que deseaban. Recuperé mis obsesiones, las suyas. Tragué. Escuché el cantar de los pájaros en el parque, los nuestros. Dejé de ser el hombre y lo fui todo porque ellos necesitaban contemplarme. Yo lo sé. Puedo oír los pasos de él, arrastrándose entre los alfileres y el cemento que abundan allá afuera. Oigo cómo ella, mi pequeño bonsái, echa sus raíces cada vez más cerca sólo para verme. Mi amada es un árbol tejido que camina, y yo un pájaro que nada más volar, se posará en sus ramas. Sé que los tres atravesaremos el umbral en cuanto me saquen con sus brazos fuertes de esta mísera jaula, y la vela se consuma al fin en mi garganta.




Ensayo para perderlo todo Perder una pierna no es más que un ensayo para perderlo todo. Eso dijo mi padre cuando lo hallamos tirado en las escaleras de su casa. Graciela y yo habíamos ido a la visita trimestral y lo que menos esperábamos era encontrarnos con el bulto inconsciente adornando la escalera de caracol. Nada más ver a mi padre corrí hacia él y le pregunté qué le pasaba, cuánto tiempo llevaba en ese estado. Su respuesta fue esa: “perder una pierna no es más que un ensayo para perderlo todo. No siento la pierna”. Graciela puso en el comedor lo que habíamos llevado para almorzar, mientras yo cargaba en brazos a mi padre, como lo había hecho él varias veces conmigo. Subimos al auto y nos fuimos al hospital, donde el médico nos explicó que la pierna estaba fracturada, pero de ahí en fuera era un hombre muy sano a sus setentaidós. Él, sin embargo, no dejó de argüir que se sentía muy mal, que su pierna había desaparecido, y le insistía al médico que lo revisara con mayor profundidad antes de que su cuerpo se fuera por completo.

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La única opción que nos quedó a Graciela y a mí fue llevarnos a papá con nosotros. Yo me sentía sumamente apenado por haber abandonado a mi padre al punto de que empezara a perder la cordura, o fingiera ese hecho para llamar mi atención. Graciela no se sentía muy cómoda con la decisión que tomé, había sugerido que inscribiéramos a papá en un asilo que vio en un folleto del hospital, pero no logró convencerme. Volver a vivir con mi padre fue una experiencia que sinceramente me incomodaba. Lejos habían quedado los tiempos en el que el viejo y yo nos entendíamos y nos procurábamos cariño. A pesar de ello hice mi mejor esfuerzo para que se sintiera querido y se recuperara de su fractura. Los primeros días en casa continuó con la perorata de que se estaba volviendo invisible y que su pierna era más transparente que su mirada llena de legañas. Procuré convencerlo más de una vez de que las cosas no eran así, que simplemente estaba un poco lastimado. Le mostré los vendajes y los medicamentos que le habían recetado para su recuperación pero todo fue en vano. El colmo de la invisibilidad de la pierna fueron mis discusiones con Graciela. Veía cómo se esforzaba pero llegaba un punto en que, desesperada, me pedía que al menos por un día dejara a mi padre solo y la llevara a bailar o al cine. No pensaba que yo tenía que concentrar mis cuidados en él, que no era tanto porque estuviera mal físicamente, sino que me preocupaba la estabilidad emocional y los sentimientos de fantasma


que parecía tener. Ella dijo que entendía, soportaría estar en casa y ayudaría a cuidarlo con la condición de que en cuanto aquello terminara fuéramos a pasear, y además que su suegro volviera a su casa. En cuanto la fractura de mi padre sanó, fuimos al hospital para que lo revisaran y con ello asegurar la vuelta a su casa, y un día de diversión con Graciela. Inmediatamente después de que le hubieron quitado el yeso comenzó a llorar y decir que su pierna había desaparecido por completo, que ahora sí estaba totalmente seguro. Graciela y yo tratamos de controlarlo pero no quiso prestarnos atención. Sus lágrimas seniles ocuparon su rostro, y sus manos nos empujaron para que saliéramos del consultorio. Lo dejamos solo con el médico. Graciela, su mala cara y yo nos sentamos en los sillones grises de la sala de espera. Intenté tomar la mano de mi esposa para no sentirme tan miserable, pero ella la esquivó de un solo movimiento. No intenté decir nada porque no quería empeorar las cosas entre nosotros, así que fingí no darme cuenta de su rechazo y hundí la mirada en las manchas de aquel viejo sillón. El doctor cambió el medicamento de mi padre. Ahora tenía que darle unos antidepresivos y pasar todavía más tiempo con él. Sería difícil cubrir los huecos que nuestra relación familiar tenía desde que yo me había ido de la casa y mi madre había muerto. Nunca me imaginé que mi padre estaría tan

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mal, tan a la deriva. Salimos de ahí llevándolo en una silla de ruedas; esa fue la sugerencia que nos habían hecho: el hombre, una vez acoplado y querido por Graciela y por mí volvería a la normalidad y andaría sin necesidad de un artefacto. Una vez que entramos en la casa nos reunimos en el comedor. Graciela y yo intentamos hablar con mi padre y pedirle que se sacara de la cabeza la idea de que estaba solo, y que no se podía mover. Quise decirle que su pierna seguía ahí, que la supuesta pérdida estaba afectándonos a todos. Mi esposa insistió de nuevo con lo del asilo, lo cual provocó que mi padre se ofendiera y apesadumbrara aún más. Calmado, con la resignación moviéndose de un lado a otro, asida de su cuello, atinó a contestarnos que ya tampoco sentía la mano derecha. Graciela se echó a reír, enfadada, y salió de la casa dejándome solo frente al hombre que me había dado la vida. Admito que en ese momento compadecí a mi padre porque me embargaron unas ganas inmensas de desaparecer y dejarlo de verdad solo. Graciela pasó unos días con sus padres. No tenía ánimos para las ridiculeces del mío. Por teléfono me echó la culpa de una situación que, según ella, se me había salido de las manos. ¿A mí? Si lo único que hacía era buscar lo mejor para mi padre, darle el apoyo que necesitaba. Discutí con ella muchas veces antes de convencerla de volver a casa. Es verdad que mi padre había estado un poco más tranquilo en su ausencia e


incluso se había levantado de la silla un par de veces. Pero no estaba dispuesto a decidir entre su salud y mi matrimonio. Los tres éramos lo suficientemente adultos para llegar a un acuerdo, a pesar de que la lucidez de mi padre todavía estaba en duda. Al volver Graciela papá no quiso salir más de la habitación. Pensé que tal vez se había dado cuenta de que lo que estaba haciendo era ridículo. Pensé que también estaría avergonzado y no sabía cómo pedir disculpas y enfrentarse al mundo. Era como un niño indefenso que se ha quedado solo en medio del bosque. Más de una semana pasé dejándole comida en la puerta del cuarto, y recogiendo el plato vacío horas más tarde. Más de siete días continuando la rutina de subir a dejar los alimentos y el periódico para que papá no se desconectara del mundo, en mi mujer, y no me había preocupado por verificar que tomara su medicamento. Me di cuenta de mi error hasta que Graciela y él se quedaron solos en casa, y al volver me preguntó con qué pulverizaba yo las pastillas. Me le quedé mirando y ambos, por instinto, subimos a verificar que mi padre siguiera con vida. Tocamos a la puerta para mostrar la mayor parsimonia posible y que mi padre no reaccionara de forma violenta. No contestó. No intentó abrir a pesar de que le dije lo mucho que lo amaba. De no haber sido por Graciela, que se había hecho

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una copia de la llave, no habríamos podido entrar y apreciar el espectáculo que mi padre había preparado: lo hallamos echado en la silla de ruedas, traía puesta la ropa que usaba cuando lo encontramos en las escaleras, y estaba hecho una mancha de mierda y orines. Graciela se tapó la nariz y dijo que buscaría con qué limpiar, mientras unas gotas amarillas se escurrían aún por las piernas de papá. Lo primero que hizo fue pedir disculpas. Estaba completamente consciente de su aspecto pero, según sus palabras, los miembros no le respondían. Apenas era capaz de mover la boca, y lo hacía como si una parálisis hubiera atacado su cuerpo. Le pedí que se levantara y se dejara de ridiculeces. Insistió que no podía hacerlo, que en verdad estaba pasando: sus extremidades no eran más que un accesorio. Desesperado, sólo atiné a decirle que mi madre estaría avergonzada de su actitud, pero no pareció reaccionar. “Está pasando, hijo, estoy desapareciendo. Quisiera llorar pero ni siquiera eso puedo hacer. Lo único mío que queda aquí es esta voz, no soy más que un bulto”. Se aferraba a la estúpida idea. Mirándolo a los ojos le grité a Graciela que nos íbamos de ahí, ya se encargaría el viejo de limpiar aquel desastre. No podía más con la actitud infantil de mi papá, así que lo dejamos, a expensas de la mierda que le decoloraba las piernas y sin poder moverse, como su desbordante imaginación suponía.


Graciela ya me esperaba en el auto cuando salió el último “no puedo moverme” de los labios de mi padre. Le pedí que se callara y se olvidara de ese juego exasperante. “Gracias a tus estupideces estoy a punto de perder a mi mujer, papá”, le escupí en la cara, esperando que por una vez dejara de ser tan egoísta. Salí de ahí, deseando que de verdad desapareciera y nos dejara en paz. Cuando volví, otra vez sin Graciela, mi padre ya no estaba. La silla y los orines seguían en donde los dejamos. Todavía me encontraba molesto por su actitud, y porque pudo irse de la casa pero no limpiar. Sin embargo, también me preocupaba que fuera a hacer una locura. Subí de nuevo al coche y me dirigí a su casa, pensando en qué palabras serían las adecuadas para disculparme y pedirle cuentas por su comportamiento. Improvisé un discurso en el umbral de la puerta, y enseguida pasé, con la esperanza de verlo sano. Sólo me recibió el vacío que sentía mi padre gracias a mi abandono. En el comedor todavía permanecía el almuerzo que habíamos llevado aquella vez. Estaba podrido y unas cuantas moscas sobrevolaban a su alrededor.

Sigo pensando en mi padre. Recuerdo que luego de nuestra pelea lo busqué en hospitales, asilos, y pegué carteles con su fotografía por toda la ciudad, sin obtener respuesta sobre

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su paradero. De vez en cuando discuto con Graciela y salgo a buscarlo; no me resigno a creer que era verdad aquello que me decía. Mi mujer me pide que lo olvide, dice que ahora él forma parte de nuestro pasado. No insistiré más en mi exploración. Caminar tanto me fatiga, y ya empiezan a dolerme las piernas.

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Asuntos familiares Cuando encontraron el cadáver de Celia yo ya no estaba en casa. Tenía meses robándole a la abuela parte de su pensión. Estoy segura de que ella se daba cuenta, pero su instinto de supervivencia le decía que era mejor cerrar la boca. Si mis padres se llegaban a enterar de los pequeños atracos, yo no tendría reparos en decirles todo lo que sabía de la vieja: más de una vez había permitido que Celia se arrastrara por la casa con el pañal lleno de mierda y meados hasta rozarse. Más de una vez la pobre mocosa se quedó sin comer porque la anciana era fanática de las papillas y se las terminaba tragando frente al televisor. Pero bueno, sin hablarlo, habíamos llegado al acuerdo de cubrirnos las espaldas. No sé cuándo decidí hacer mis planes, pero la actitud de Celia tuvo mucho que ver. Me frustraba verla impertérrita ante la abuela pero agresiva conmigo desde su nacimiento. Celia vino a caerme como una maldición, y a pesar de ello yo la defendía del vejestorio en cualquier oportunidad; al menos

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fue así durante los primeros días, luego me di cuenta de que esa niña me odiaba y que cada que respiraba sus pequeños pulmoncitos exhalaban un problema. Cuando mis padres confirmaron el embarazo yo me puse tan contenta como ellos, y las cosas fueron bien hasta que me dijeron que Celia dormiría en mi habitación. Esa fue su primer invasión a mi territorio; después vinieron los cuidados extremos a la recién nacida, los baños de burbujas para la princesa, la ropa de bebé que empezó a inundar mis cajones y el nauseabundo olor a infante que se esparcía por la casa. Dejé pasar que mis padres se olvidaran de mí porque “estaban muy ocupados con la niña”, sin embargo el buche se me fue llenando de piedritas, como diría mi abuela cuando le hacía una grosería, y llegó un punto en el que no pude soportar que todas las atenciones se concentraran en alguien que me odiaba. Lo que digo es verdad, yo veía en los ojos de Celia que me odiaba a muerte, y de no ser porque el tiempo que pasamos juntas ella era incapaz de asir con su mano de muñeca un arma, de no ser por eso ella me habría matado. Cargar a mi hermana fue una cosa que hice si acaso tres veces. La primera fue por el síntoma de la novedad, la segunda porque la anciana no se había percatado de que tenía fiebre y estaba chillante envuelta en un montón de cobijas, y la tercera fue cuando sus ojos me inspeccionaron de cuerpo completo y su cerebro mandó la orden de vomitarme encima.


A partir de ahí hablé con todos en la casa y les dije que no me la volvieran a acercar más. Ni siquiera era que las excreciones de Celia me dieran asco, más bien fue el sentir que lo hizo deliberadamente: dio la casualidad de que ese día yo traía puesta una de mis blusas favoritas y el chorro blanco emanado de la boca de Celia se había encargado de arruinarla por completo. Todavía me acuerdo de su mirada retadora y el movimiento de su boca cuando me cayó aquella basca encima. Los días posteriores se empecinó en fingir que la leche le caía mal al estómago y ahí estuvieron todas las cosas a su disposición. Mi madre la llevó con el mejor pediatra de la ciudad, y mi padre fue después al centro comercial a comprar unas latas del nuevo alimento. Fui yo quien las tuvo que cargar camino a casa, y quien las acomodó en la alacena porque todo el mundo estaba muy cansado. De nada sirvió el gasto y el cambio en la comida de Celia. Empezó a dejar las mamilas y cuando volvieron a llevarla con el pediatra, el tipo le llamó la atención a mi madre. Al menos eso fue lo que escuché cuando mis padres hablaron del problema. Luego de esa visita al médico los llantos de la mustia pararon: se pasaba todo el tiempo que podía pegada a los pezones de mi madre, quien se quejaba de la hinchazón y el aprisionamiento del pequeño engendro. Cuando me atreví a cuestionar porqué si tanto le lastimaba seguía dándole pecho a Celia, me dijo ofendida que esas eran los órdenes del médico y que suficiente tenía con una

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hija hostigándola. Me mandó que fuera con la abuela y entre las dos preparáramos lo necesario para el baño de mi hermana, y además nos encargáramos de tirar los pañales. Hablé con mi padre para convencerlo de mudar a Celia de cuarto, pero no quiso. Le dije que para mí también era agotador que mamá entrara a cada rato para alimentarla, y que además su llanto perpetuo me provocaba jaqueca. Mantuvo su postura y como solución se le ocurrió la gran idea de enviarme al cuarto del vejestorio, cosa que rechacé terminantemente. De a poco Celia se estaba saliendo con la suya. Las únicas que nos manteníamos al margen de su juego éramos la abuela y yo, lo cual me hizo sentir todavía peor. Queda claro que ni el tiempo ni la insistencia de mis padres consiguieron que congeniara con la intrusa. Despertar al lado de su cuna y sentir sus lloriqueos martillándome los oídos eran la prueba irrefutable de que mi vida era una mierda. En suma, el día de mi cumpleaños la nena se lució balbuceando una nueva palabra: “Muérete”. Lo dijo mientras yo le daba la primera mordida a mi pastel, mi abuela estaba frente al televisor, y mis padres sacaban del armario un regalo que ni siquiera era de mi interés. Cuando volvieron les conté lo sucedido. Mi sorpresa había sobrepasado mi ingenuidad, y a pesar de las explicaciones no me creyeron. No pensé que tener un hermano fuera a ser tan conflictivo que mi salud mental se viera amenazada, pero fue así. Los


días luego de mi cumpleaños Celia comenzó a decirme cosas mientras dormía. Su nauseabunda voz se me pegaba a los oídos cuando estábamos solas en la recámara, y en la oscuridad me miraba con sus enormes ojos como dos pozos profundos a los que nadie ha entrado. Mis padres no se percataban de nada, al contrario, me pedían que no estuviera tan distante de ella. “Celia necesita un modelo a seguir”, era el único argumento que escupían. Mientras tanto, cada que mis padres dejaban a la abuela a cargo, mi hermana iba por toda la casa, persiguiéndome. No podía mantenerla quieta al lado de la anciana porque comenzaba a chillar. No sé quién de las dos tenía más miedo entonces: yo a Celia, o ella a la abuela, que la martirizaba durante horas. Cuando no la ignoraba sólo era para lastimar su pequeño cuerpo; se acercaba molesta por algo que había visto en televisión y le pellizcaba los cachetes mientras le lanzaba una carcajada ociosa en la cara. La dejaba hambrienta hasta que mis padres estaban por llegar; entonces le daba las sobras de la papilla que ella casi devoraba completa. Fueron muchas las ocasiones en que cerré el cuarto por dentro para que la abuela no acostara a mi hermana, y así tener un momento para respirar. Cuando salía me encontraba con la anciana furiosa, porque los gritos de la niña le habían impedido escuchar la televisión. Entonces se iba de casa un rato y me dejaba a solas con el monstruo, que cambiaba su

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máscara de niña sumisa llena de mocos, y se disfrazaba de bruja. Tomaba los juguetes con sus manecillas y los alzaba contra mi rostro. Aunque le pedía que parara, la lluvia de peluches y artefactos de plástico no dejaba de caerme encima, hasta que se oía una llave abriendo la puerta de la casa, y sólo así se quedaba quieta. Entre las muchas muestras de odio que me regaló estuvo el llenar mis libros de pintura. Un día que llegué de la escuela me recibió con su cara de mustia frente a mi padre, pero yo sabía que traía algo entre manos. Al entrar a la habitación me encontré con éstos en el piso y los tarros de colores alrededor. Salí corriendo en busca de mi padre, para que viera lo que aquel demonio se había atrevido a hacer. Al entrar a mi habitación ni siquiera se inmutó, dijo que cuando yo era niña había hecho lo mismo, así que el karma estaba haciendo su trabajo. En los días siguiente mi abuela, que estuvo espiándonos, se la pasó usando esas palabras como bandera. Fue entonces cuando decidí robarle el dinero. Ya no aguantaba que por culpa de Celia todos se hubiesen puesto en mi contra e ignoraran lo que sentía. Al principio la abuela lo escondía o lo movía de lugar, pero aun así yo lograba encontrarlo. Dejó de ocultarlo cuando la grabé encerrando a mi hermana en el horno de la estufa. En cuanto me vio entrar a la cocina fingió que Celia se había metido por descuido, pero ya todo estaba en la memoria de mi teléfono.


Era el momento de abandonar a mis padres. Me daba cuenta de que si no me iba de ahí, Celia terminaría por matarme. Cada noche bajaba de su cuna y me amenazaba. Decía que el momento estaba cada vez más cerca, y no podría huir. No me iba a quedar de brazos cruzados ante aquella situación, así que fui con mi madre por la mañana y le conté lo que estaba ocurriendo. Me escuchó, sí, pero pidió que no hablara de eso con nadie, y más tarde oí que platicaba con papá sobre llevarme de nuevo al sicólogo. Eran incapaces de confiar en mí y ver más allá de sus narices. Escuché que conversaban sobre lo tranquila que era Celia, y cómo yo estaba comportándome como una bebita celosa desde su nacimiento, a pesar de que aquello tenía más de un año. Al comprobar que no tendría su apoyo para desenmascararla, tomé casi todo el dinero del monedero y me encerré en el cuarto. En cuanto puse un pie al lado de la cama, Celia salió de debajo y se aferró a mi pierna hasta que caí. En el piso, me atacó con sus muñecos y clavó sus encías en mis brazos. La estaba jalando de los cabellos cuando empezó a llorar y entró mi madre, que me hizo a un lado y luego de darme una bofetada se la llevó de ahí. Me encerré en la habitación y escuché cómo mi madre hablaba a gritos con mi padre. Ella se quejaba de mí, decía que tenían que sacarme de la casa por el bien de la bebé. Él se mostraba un poco más comprensivo y alegaba darme otra oportu-

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nidad. Me llevarían al sicólogo y pondrían más atención en la niña. Tal vez deberían sacarla de la habitación, pero mi madre suponía que eso era darme por mi lado. En esas estaban cuando decidí poner punto final a la situación. Si me iban a echar prefería irme de una vez. Esperé a que salieran de casa. Se llevaron al demonio con ellos y la abuela se había quedado dormida con el televisor encendido. Como iban al médico tenía el tiempo suficiente para echar a andar mi plan. Busqué en las cosas de mi padre, dentro del almacén, y tomé el veneno para ratas. Camino a la cocina, pasé frente a la vieja y me dieron ganas de lanzarle un escupitajo. Me contuve y seguí hasta la alacena donde estaban los frascos de papilla. Revolví el químico en todos los que pude y los volví a dejar en su sitio. Regresé a mi habitación y tomé las pocas cosas que iba a llevarme. Saqué de mi bolsillo el teléfono y, antes de irme, lo dejé en el cuarto de mis papás. Hubiera dado lo que fuera por ver la muerte del bicho que decían era mi hermana; también a la anciana retorciéndose como un gusano. Pensé en mi madre lloriqueando con el cadáver de su favorita colgándole en los brazos; e imaginé a mi padre, viendo el video y preguntándose lo que había hecho para merecer ese karma. Lamento no estar ahí para burlarme.




Cementerio paquidermo Gema tenía la teoría de que los humanos somos coleccionistas de nosotros mismos, es decir, cada uno va guardando a lo largo de su vida aquello que le parece relevante, las cosas que nos gustan, lo que no, lo que nos gusta a medias, lo que nos aterra y aquello que no haríamos por nada del mundo. Vamos de a poco conociéndonos a través de esas cosas, a tal grado que un día podemos acercarnos a alguien y decirle con lujo de detalle quiénes somos, de qué recuerdos estamos hechos. Pues bien, hasta antes de las pesadillas yo era Ricardo, pero luego de que se volvieran recurrentes ya no sabía muy bien quién era. De lo que estuve seguro es que me afectaban de manera directa. Desde que aparecieron en mi cabeza perdí el hilo de cosas y fechas importantes, y la mayor parte del tiempo trabajaba por inercia, como si de pronto algo desconocido fuera apoderándose de mí. Ayer, por ejemplo, olvidé mi aniversario de matrimonio. Gema llegó con un regalo entre las manos: era el reloj de arena

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que había prometido comprarme. Al principio pensé que se trataba de una de esas ocasiones en que acostumbra regalarme algo sólo porque sí, pero su sonrisa forzada y sus ojos expectantes me hicieron darme cuenta de que estaba en un error. Aun así tuve que esperar a que me escupiera su furia en la cara para confirmar mis sospechas. “De un tiempo para acá te estás olvidando de quiénes somos”, fue lo único que me dijo para después echarse a llorar y salir de casa. Yo me quedé sentado en la misma silla donde la recibí, y antes de levantarme a buscarla eché un vistazo a la arena que caía cada vez más precipitadamente al fondo del reloj. Gema tenía razón. Desde el primer mal sueño empecé a olvidarlo todo. Dormía en el sofá luego de un día ajetreado, cuando desperté nervioso luego de que vinieran a mi mente imágenes de un gran ojo de agua. Intentaba acercarme, tenía la necesidad imperiosa de llegar hasta él. Entonces corría, a pesar del dolor de mis piernas, que hacían un esfuerzo por acelerar el paso. Sin embargo, por más que avanzaba, el ojo de agua huía con la misma velocidad que yo lo perseguía, hasta desaparecer. Cuando me daba cuenta de que no podía hacer nada más, miraba hacia abajo y me descubría flotando en medio de un desierto. A partir de entonces todo lo que conocía fue borrándose de mi cabeza. Mi primer olvido surgió cuando mi mujer me pidió que cuidara la sopa que se cocinaba en la estufa. Yo leía un libro y hacía anotaciones para unas clases, así que me


concentré por completo en ello. Gema había salido a comprar algunas cosas que faltaban para la cena, y cuando regresó me echó en cara que la comida había terminado carbonizada, pegada en el sartén. No recordaba en ese momento de qué me estaba hablando y se lo dije. Ambos creímos que me hallaba tan ensimismado en la planeación de clases que por eso lo olvidé por completo, así que resolvimos salir a cenar luego de limpiar las cacerolas ennegrecidas. Gema se burló de mí en el restaurante; a pesar de haberlo dejado pasar, le parecía cómico que me concentrara tanto en el trabajo, al punto de no respirar el humo producido por la sopa quemándose, a lo que respondí con los hombros encogidos y una carcajada. El segundo olvido fue menos gracioso para Gema. Se dio luego de una pesadilla en la que aparecía de nueva cuenta el ojo de agua. Mis piernas estaban otra vez en su sitio, ya no flotaban sobre la arena. Parecía más bien que la atraía hacia mí: mientras yo buscaba el agua, los pequeños granos iban metiéndose en mis pulmones, impidiéndome respirar. Gracias a ello detenía mis pasos y comenzaba a difuminarme otra vez, me desaparecía una de las manos y ambas piernas. Ante tal desconcierto no hacía más que mirar a mi alrededor y mezclarme con la oscuridad que empezaba a acompañarme. Esa vez mi esposa me despertó porque iba tarde para la escuela. Me apresuré a tomar mis cosas y subí al auto, que me

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llevó hasta mi destino sin ningún contratiempo. El problema vino cuando salí de impartir clase y quise regresar a casa. Había estacionado en los alrededores pero no recordaba exactamente en qué calle, así que me puse a dar vueltas como estúpido, buscando el carro que Gema necesitaba con urgencia para salir a una reunión. Lo encontré luego de media hora, pero ella estaba que echaba chispas porque no podía permitirse ningún retraso. La memoria en un hombre como yo, o como el Ricardo de ese entonces, era una cosa que no me podía dar el lujo de perder. Si empezaba a olvidar las cosas más básicas, tarde o temprano terminaría poniendo la mente en blanco y recitando mis clases como una serie de hechos inconexos, y además de perder el trabajo también me alejaría de Gema, así que lo que hice fue comprar un rompecabezas y dedicar las tardes que tenía libres para armarlo. A petición de Gema, elegí uno que al formarse daba como resultado la imagen de un elefante en la sabana. Atrás, muy a lo lejos, se veían unas pequeñas manchas que daban la impresión de también ser elefantes, pero mucho más pequeños que el que aparecía en primer plano. Mientras lo armaba, me iba sintiendo identificado con el animal. Gema había colocado en la mesa un cronómetro, mismo que iba pausando cada que me tomaba un descanso o me iba a dormir. A manera de broma, le comenté que aquel


artefacto no era el ideal para lo que yo estaba haciendo. “Sería mejor tener un enorme reloj de arena”, a lo que ella respondió con una sonrisa, e hizo señal de saludar como si fuera yo un general y ella un soldado raso. El rompecabezas dejó de tener gracia cuando empecé a soñar con él. Decidí no contarle nada a Gema porque tenía miedo de que me dijera lo ridículo que me veía. Desde que vimos el puzle en la tienda a mí me había removido algo el pensar que pasaba la arena del plano ficcional a uno tangible, pero esto Gema no lo sabía, así que por complacerla nos llevamos la caja de 1500 piezas a casa. Mientras ponía los primeros trozos de cartón hubo un accidente en casa, del que me siento completamente responsable. Una de las amigas de Gema nos había pedido que cuidáramos a su perro, un pequeño chihuahua que se lanzaba a mordidas a cualquier desconocido. Esta amiga expresó de inmediato que el cachorro no podía comer ningún tipo de hueso, pues hacerlo podía provocarle la muerte. Tanto Gema como yo entendimos sus instrucciones y nos quedamos unos días con el sabueso. Sin embargo, el problema se presentó cuando volvió a mí el sueño de todas las noches pero esta vez con más fuerza y claridad que antes. Además de que el rompecabezas se había convertido en una suerte de portal hacia sueños antiguos, en la nueva pesadilla que tuve se agregaron cientos de huesos, tan nítidos como

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si los cargara entre los dedos. Otra vez se ponía enfrente mío el ojo de agua, y yo volvía a correr hacia él como maratonista. Mis piernas iban más rápido que las ocasiones anteriores, y el agua parecía encontrarse en calma, sin moverse siquiera de su sitio. Cuando estaba por llegar, con una inmensa sed, sentía una opresión en el pecho y mis pies empezaban a vacilar. Lograba acercarme unos metros y lo que me encontraba me provocaba una terrible histeria: cientos de cadáveres de elefantes a medio enterrar por la arena, que me envolvía nuevamente. Había huesos, unos huesos enormes, y algunos elefantes en completa desnutrición, bebiendo del ojo de agua. El chihuahua se encargó de sacarme de aquella alucinación. Ante la ausencia de Gema se había subido a la cama y ya estaba mordisqueando mis manos en señal de hambre. Todavía alterado, bajé de la cama y me llevé al animal a la cocina. Pensaba en los elefantes de la pesadilla y los del rompecabezas. Sentía que había una relación en todo aquello, como si estuvieran conectándose cada que yo colocaba una pieza en su sitio. Me encontraba divagando sobre eso, tan sorprendido que sin darme cuenta comencé a lanzarle restos del pollo de la merienda al pequeño chihuahua. Lo dejé ahí, masticando una pierna, y me acicalé para irme al trabajo. Me di cuenta de que le había provocado la muerte cuando Gema me llamó llorando. Yo apenas iba a casa cuando le respondí. Dijo que al llegar encontró el perro como queriendo


sacar algo que se le había atorado a la altura del pecho. El pobre se arqueaba, intentando escupir aquello que le perforaba los pulmones. Entonces volvieron a mí los huesos, los cadáveres de elefante y mis piernas que corrían hacia el ojo de agua. Fue como si los paquidermos se hubieran atravesado en mi camino. Sentía que todo el líquido me caía encima y me impedía respirar. En mi sobrecogimiento solté el volante para alejar los huesos que sentía me rodeaban, y vi con sorpresa cómo una manada de elefantes se apoderaba del carril vecino. Gritando al auricular, Gema me informó que el perro estaba muerto. Ni siquiera tuvo oportunidad de llevarlo al veterinario. Había terminado por escupir un filoso pedazo de pierna, y sólo gracias a que ella le había ayudado, metiéndole los dedos en el hocico. No sé cómo llegué a casa. Bajé del auto con las piernas temblorosas, y en la cabeza las imágenes de los elefantes revoloteándome alrededor. Gema estaba histérica y ya le había avisado a su amiga lo ocurrido, a lo cual la mujer no reaccionó muy bien. Traté de contener a mi esposa, que no tenía idea de qué hacer con el animal. Busqué una caja más o menos de su tamaño y le dije que lo enterraríamos en el jardín, al menos hasta que la mujer volviera por él. Gema pasó una semana sin hablarme. Luego del incidente puso unas cobijas en el sofá porque no tenía ánimos de estar cerca de mí. Aunque no me dijo nada, le pedí disculpas por lo

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del perro, que siguió enterrado ahí porque la amiga no pidió su cuerpo. Mantenerlo en casa fue un lastre que me recordaba lo irresponsable que me estaba comportando, y que mi memoria estaba jugando conmigo. Decidido a hacer las paces con Gema, y consciente de que perdía detalles de mí mismo, me dediqué a terminar el rompecabezas. Tenía ya lo que iba alrededor del gran elefante. En lugar de estar él, se vislumbraba un enorme agujero en el centro. Quería encontrar lo que hacía falta y terminarle rápido como detalle a Gema, pero me fue complicado concentrarme. Nada más tocar las piezas grises me llegaba el recuerdo de las pesadillas. Ya no se presentaban sólo a la hora de dormir, sino en la cotidianidad. El paquidermo abarcaba casi la mitad de las piezas y me resultaba casi imposible reconocerlas porque las diferencias de tono eran mínimas. Aun así intenté concentrarme y volví todas las tardes directo del trabajo a avanzar en mi misión. Gema me habló de nuevo cuando vio que intentaba complacerla en algo; no se atrevió a tocar el tema del perro nuevamente, pero yo sabía que en el fondo seguía lastimada porque no pude concederle el favor de cuidarlo. Cuando estaba por llegar a la mitad del elefante, unos compañeros de trabajo llegaron de sorpresa. Todavía no sabía si Gema los había invitado o si ellos fueron solos, pero las palabras de mi mujer ante aquella inesperada visita me hicieron ver que efectivamente


guardaba un resentimiento. Pidió que “esta vez no lo arruinara”, y yo respondí que no lo haría. Hacía mucho que Gema y yo no recibíamos visitas, y mucho menos de alguien como mis colegas. Comenzamos la velada con un juego estilo maratón. Primero decidimos que sería hombres contra mujeres, y apenas conseguí salir bien librado porque mi compañero logró atinar las respuestas, no como yo, que ante cualquier interrogante me quedaba pasmado. Para continuar, Gema propuso que cambiáramos a algo más personal. Estoy seguro de que lo hizo para ponerme a prueba. Cada vez sospechaba más de mi falta de memoria. El juego consistía en preguntas al estilo de la televisión. Ellos hacían una cuestión respecto a cuándo nos habíamos conocido, cuál era el color favorito del otro, y nosotros teníamos que responder. Si la interrogante iba dirigida a mí, Gema debía confirmar mi respuesta, y viceversa. La primera pregunta fue dónde nos habíamos conocido, iba dirigida a mí, y no pude responder. Gema se quedó mirándome, extrañada, mientras mis amigos se burlaban de ambos. Después preguntaron cuáles eran nuestras películas favoritas, el color que más nos gustaba, dónde fue nuestro primer beso y muchas otras cosas que sólo Gema pudo responder. El juego dejó de ser divertido para ellos cuando se dieron cuenta de que estábamos en esa línea delgada que divide la desmemoria de la humillación.

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Cuando se fueron Gema comenzó a bombardearme. Le parecía ridículo que me olvidara hasta de lo más básico. Para ella era muy fácil decirlo, pero no sabía lo que me estaba pasando. Ni siquiera yo era capaz de saberlo, pero era consciente de que las cosas en mi cabeza estaban empeorando. Traté de explicárnoslo pero en cuanto comencé a hablar ella me interrumpió para echarme en cara todos sus reclamos. No era solamente lo que acababa de ocurrir, sino también se sumaba a ello lo del perro. “¿Qué va a pasar después?”, me dijo, y luego preguntó si llegaría el momento en que tampoco recordara quién era ella y por qué estábamos juntos. Me quedé como estúpido ante su cuestionamiento y moví la cabeza en señal de negación, aunque realmente no estaba seguro. Esa noche volví a soñar con el que nombré cementerio paquidermo. Esta vez, cuando llegaba al ojo de agua descubría que no sólo había huesos de elefantes, sino también el cadáver del chihuahua putrefacto. De lo que antes habían sido sus ojos salían un montón de gusanos que reptaban por lo que quedaba de su cuerpo. Las piernas me habían llevado hasta donde estaban los cuerpos, pero por más que intentaba ordenarles que volvieran, que corrieran en medio de la arena, no lo conseguía. Era como si alguien me hubiera puesto ahí para enfrentarme con esa destrucción. No sé en qué momento comenzó a emerger una silueta femenina. Extrañado, estiraba el cuello


para ver qué tan hundida estaba la mujer que salía por el ojo de agua, y estiraba los brazos para atraerla hacia mi cuerpo. Era Gema, que irrumpía en el sueño para decirme que la estaba dañando. Yo le pedía perdón, y a cada palabra que ella me decía, salían de su boca las grises piezas que formaban al elefante. En cuanto dejaba de hablar, yo comenzaba a contarle mis recuerdos. Sabía entonces que estaba soñando, y le decía que darle el hueso al perro había sido mi culpa. Me acordaba de la calle en la que estacioné el auto y también sabía que su color favorito era el negro; que nuestro primer beso fue en el parque. Pude decirle todo lo que consciente no era capaz de recordar. Al despertar supe que aquel sueño era una especie de iluminación. Me olvidé de ir al trabajo y coloqué mi cuerpo frente al rompecabezas. Gema, como siempre, ya se había ido. Recorrí con la mirada las piezas que me faltaba colocar, y de una en una las acomodé en su sitio, cometiendo apenas unos leves errores. Armé el piso en el que se posaba el elefante mayor, y después seguí por sus patas y lomo. Iba a colocar una oreja cuando me di cuenta de que no recordaba la razón por la que hacía aquello. Me quedé pasmado, con los ojos puestos en el hueco que le pertenecía al rostro del animal. La única certeza que tenía era que al dormir se aclaraban mis ideas, las cosas volvían a ser como siempre. Intenté entonces regresar a la cama y forzar a mi cerebro a no pensar, a no esforzarse por entender lo que estaba pasando. Cerré los ojos

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pero me fue imposible volver a dormir. Recordé entonces el cadáver del chihuahua y pensé que tal vez esa era la clave. Fui al jardín y lo desenterré con mis propias uñas. El aroma fue menos penetrante de lo que esperaba, aun así tomé el cuerpecillo y lo envolví en unas bolsas de plástico. Lo puse sobre la mesa y esperaba que el rompecabezas me llevara a las alucinaciones de otras veces. Había pausado el cronometro de Gema, así que lo activé de nuevo en cuanto mis dedos se hicieron de las piezas. Iba a terminar de armarlo antes de que mi mujer llegara pero no pude. Llegó, dejó sus cosas en la sala y vino hacia mí. Apuesto a que ya me había perdonado. Tomó entre sus manos el cronómetro y colocó en su lugar el reloj de arena que me acababa de obsequiar. Después vino su reclamo sobre el aniversario que yo no recordé, y los detalles que desconocía sobre ella y nuestra relación.

Ahora que Gema se ha ido a dormir, estoy decidido a mostrarle que las cosas no son como cree. Por eso el perro muerto está debajo de la cama, aunque ella no lo sabe. Acabo de voltear el reloj de arena para terminar de una vez por todas el puzle. Tengo tantas ganas de dormir y respirar el dulce aroma de Gema. El cansancio no conseguirá arrebatarme la última pieza. Ya empieza a distinguirse la trompa del elefante mayor, y yo


me acuerdo que debo cuidar la olla para que no se queme. Coloco las orejas del elefante y pienso que efectivamente, ayer fue nuestro aniversario número cinco. Empiezo a correr sobre la arena. Los elefantes que estaban al fondo se van acercando cada vez más. El perro se mueve dentro de las bolsas, intentando respirar. La manada de paquidermos desaparece del carril continuo e invade el rompecabezas. Son las últimas piezas y no aparece Gema. Pongo la frente del animal. La pieza 1493 es totalmente negra, como el color favorito de mi mujer. Me siento capaz de contestar a mis colegas. Estoy a punto de llegar al ojo de agua, mi ojo izquierdo ve la silueta de la mujer que emerge, pero aún no termino de colocar las piezas. 1498 y el ojo derecho se abre. Con ambos distingo los elefantes y las osamentas muy cerca de mí. Pienso que mi memoria se está recuperando. El chihuahua corre hasta alcanzarme, feliz porque ya no siente el hueso en los pulmones. Pieza número 1500 y aparece Gema. Extiendo mis brazos para recibirla. La arena ha dejado de caer en el reloj. Gema y yo somos dos elefantes hechos de recuerdos.

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Berenice Hernández (Morelia, 1992) Es miembro de la Sociedad de Escritores Michoacanos. Ganadora del IV Concurso Estatal de Cuento Eduardo Ruiz; becaria del PECDAM en el área de cuento, 2014. Ha colaborado en diversos medios impresos y digitales, e impartido talleres de creación para niños y jóvenes.


Se terminó de imprimir en abril de 2017 en los talleres gráficos de Impresora Gospa ubicados en Jesús Romero Flores no.1063, colonia Oviedo Mota, C.P. 58060 Morelia, Michoacán, México La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura y el autor.



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