LEX ARCANA de Víctor Solorio Reyes

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Premio de Cuento, Xavier Vargas Pardo

VĂ­ctor Solorio Reyes

Lex Arcana




CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES Rafael Tovar y de Teresa Presidente Saúl Juárez Vega Secretario Cultural y Artístico Francisco Cornejo Rodríguez Secretario Ejecutivo Ricardo Cayuela Gally Director General de Publicaciones GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO Salvador Jara Guerrero Gobernador de Michoacán Marco Antonio Aguilar Cortés Secretario de Cultura Paula Cristina Silva Torres Secretaria Técnica María Catalina Patricia Díaz Vega Delegada Administrativa Raúl Olmos Torres Director de Promoción y Fomento Cultural Argelia Martínez Gutiérrez Directora de Vinculación e Integración Cultural Eréndira Herrejón Rentería Directora de Formación y Educación Jaime Bravo Déctor Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural Héctor García Moreno Director de Patrimonio, Protección y Conservación de Monumentos y Sitios Históricos Miguel Salmon Del Real Director Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán Bismarck Izquierdo Rodríguez Secretario Particular Héctor Borges Palacios Jefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura


Víctor Solorio Reyes

Lex Arcana

Gobierno del Estado de Michoacán Secretaría de Cultura Consejo Nacional para la Cultura y las Artes


Lex Arcana Primera edición, 2014 dr dr

© Víctor Solorio Reyes © Secretaría de Cultura de Michoacán

Colección: Premios Michoacán de Literatura 2014 Categoría Cuento “Xavier Vargas Pardo” Jurado: Carlos Ruvalcaba, Arturo Arredondo y Lourdes Garibay Coordinación editorial: Héctor Borges Palacios Diseño de Colección: Jorge Arriola Padilla Revisión de textos: Elena Medina Pineda Ramón Lara Gómez Secretaría de Cultura de Michoacán Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc, C.P. 58020, Morelia, Michoacán Tels. (443) 322-89-00 www.cultura.michoacan.gob.mx ISBN Volumen: 978-607-8201-86-0 ISBN Colección: 978-607-8201-85-3 Impreso y hecho en México


Índice Presentación

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Azul Tabú

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Rambután

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Perros incendio

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Luz o la mirada de oscuridad

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Cofradía

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Presentación El mundo de los libros fascina y envuelve al ser leído, pero cuando uno pasa de ser lector pasivo a constructor, a creador que va hilvanando y entretejiendo vidas y fantasías, la posibilidad de romper esa barrera entre realidad y ficción se desborda ofreciendo un abanico de posibilidades. Ésta que tienes en tus manos querido lector es una oportunidad única concebida en la mente del autor, es una serie de historias con algo en común más allá de haber salido de la misma pluma y es precisamente la capacidad creativa que el autor tiene de poder llevarnos de la mano en cada viaje que nos ha querido contar. Cada historia nos acerca a esa fracción de la realidad que convierte a un pequeño e inseguro niño, rodeado de superchería, en un ‘exitoso’ psiquiatra cuyo destino dictado por las fuerzas inexplicables del espiritismo y el ocultismo lo llevan 9


simplemente a donde comenzó; hace que lo único que permanezca de un pueblo a la orilla del mar sea su aroma; convierte a la criatura más fea en el ‘guapo’ de la cuadra; logra mostrarnos la fotografía que encierra la incógnita más grande del universo; y como por medio de una misiva aquel que está sentenciado a ‘morir’ a manos del pelotón de fusilamiento quiere dar a conocer ‘su’ verdad antes de regresar con su amada y ‘darle’ el regalo más grande. En fin que ésta que era una posibilidad creativa es hoy una realidad compartida a ti después de un largo proceso en el que los jurados de los Premios Michoacán de Literatura 2014 deliberaron que ésta obra era la idónea para llenar el nicho del Premio de Cuento, Xavier Vargas Pardo. ¡Disfrútala! Héctor Borges Palacios

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Honor a quien se lo merece. A Luis Miguel Estrada Orozco y Alfredo Carrera: mil gracias por la insistencia.



Azul Tabú. La abuela le imponía una dimensión mágica a los sucesos que retaban la trivialidad de nuestra vida sencilla. Lo hacía por hábito y por impotencia para domar la incertidumbre en favor de una rutina confortable. Así, detrás de la leche cortada o de los frijoles que se negaban al hervor, siempre había algún fenómeno misterioso actuando en contra de la monotonía diaria. Si se encontraba con una vieja amiga que no había visto en años, la causa ulterior siempre sería un evento esotérico inexplicable. El teléfono que repicaba para enmudecer cuando uno ponía la mano sobre él, era producido por alguna potencia invisible desconocida. La coincidencia de tararear una canción y que el radio trasmitiera la misma melodía poco después, era producto de los procesos herméticos con los que funcionaba el universo. Todo tenía una razón de ser y todo estaba regido 15


por fuerzas insondables pero constantes. Por ello, el color azul se prohibió con el peso del tabú cuando mis padres murieron en la carretera al chocar con un auto de ese tono. Mi infancia con la abuela estuvo poblada de maniobras mágicas que habrían de asegurarme el bienestar. La ruta hacia el colegio y mi estancia en él se le antojaban como abismos en los que cualquier desgracia era posible. Me protegía en contra de esas calamidades hipotéticas al darme pequeños atados de yerba y tierra, olorosos a aceite. Me instruía a guardarlos en los bolsillos del pantalón, a no perderlos durante el día pues serían mi salvavidas en un océano de incertidumbres. También zurcía efigies indescifrables en mi ropa, a veces con hilo rojo, otras con negro, siempre canturreando palabras que yo no entendía. La práctica arreció cuando la dirección del colegio se negó a excusarme de portar el uniforme azul claro. El director, desconocedor de las mareas secretas que manejaban al mundo fue sordo ante la solicitud que la abuela le hizo. Ella anuló los efectos de que yo vistiera el color tabú, bordando un medallón sobre el suéter a la

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altura del pecho, para vergüenza mía y alegría de mis compañeros que se burlaban de mi atuendo intervenido. Sobra decir que el miedo fue una constante mientras crecí, pues esas fuerzas que se traducían en maleficios eran ubicuas. Así, una mirada severa de algún desconocido ocultaba la posibilidad de una enfermedad que ningún médico podría curar. Un gesto rimbombante con las manos se podía convertir en ocurrencias nocivas a futuro. Incluso una idea rencorosa podía causar dolores físicos a distancia. Mis miedos fueron confirmados después de que Cristina, una compañerita de aula, dejara de ir al colegio. Su ausencia no era inusual, faltaba a las clases con regularidad, pero esa ocasión fue diferente. Después de que su padre y su madre hablaran con la maestra en cortos cuchicheos –como cuidándose de no ser descubiertos en una falta– nos encomendaron a los alumnos con la tarea de escribirle una carta a Cristina. Una carta donde le deseáramos pronta recuperación. Así lo hicimos, obedientes, a pesar de no conocer la enfermedad que la aquejaba. Al parecer la maestra iba a hacerle llegar nuestras misivas

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para aligerarle la convalecencia, pero todo fue en balde. Antes de que las cartas llegaran a su destinatario Cristina había muerto. La noticia nos la presentó el mismo director del colegio con un tono más grave en su hablar ya de por sí solemne. Ese suceso, al ocurrir en esa edad crítica para el desarrollo, me marcó: por un lado me demostró que las energías invisibles y contagiosas existían. Estaba convencido de que yo había causado el deceso de Cristina pues al pensar en ella con melancolía, inconscientemente, le había producido la leucemia trágica. Lo segundo que comprendí, víctima de un enamoramiento infantil inocente, fue que iba a extrañar su cabello rubio más que la risa de mi madre, ya perdida en el olvido para ese entonces. Esta manera de entender el mundo en base a pulsiones secretas, energías ponzoñosas y misterios homeopáticos, definió mi infancia, mi adolescencia y parte de mi juventud con consecuencias ácidas en mi desarrollo intelectual. Albergar esos dogmas irracionales como ciertos, me hicieron un joven proclive al ostracismo. Fui considerado por mis pares como una persona

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excéntrica. Como todos lo saben, esta sociedad puede

perdonar

cualquier

pecado

excepto

la rareza. Maldije, durante mi tierna edad, tener que cargar con ese estigma. Ya de adulto agradecí las penurias de nunca encajar en lo que la sociedad considera normal. La experiencia templó mi madurez y me dio fortaleza. Sin duda me hizo un mejor psiquiatra. Pero el sendero para liberarse de mi cosmogonía personal, aquella inculcada por mi abuela, no fue sencillo. En mi segundo año en el instituto, un par antes de la universidad, pude ver lo errado en esas creencias sin fundamento. Gracias a un profesor que me mostró con paciencia el método científico, entendí que todo tenía una causa más mundana que las fuerzas inasibles de la abuela. Mi antiguo modelo del mundo se terminó de caer para cuando cumplí la mayoría de edad, gracias a un estricto régimen de estudio. Devoré los tratados de matemáticas, cosas básicas de filosofía y los textos de antropología que catalogaban mitos insulsos y retrógrados de civilizaciones menos avanzadas que la occidental. Extirpé toda irracionalidad con el punzón afilado

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de la lógica, la ciencia y la disciplina inmisericorde. No fue sencillo pero emergí como un hombre dueño de sí mismo, orgulloso de no haber sucumbido a los estropicios mentales, bien justificados, de mi abuela. Ella se decepcionó de mí como era de esperarse, cuando no seguí sus deseos y en vez de estudiar en el seminario me inscribí en la facultad de sicología. Las discusiones y desavenencias no se hicieron esperar, ella deseaba que yo tomara los votos y con ello me asegurara una vida libre de males magnéticos arcanos, libre de maleficios mágicos gracias al poder de la divinidad. Su sincretismo ilógico, mezcla de religión y brujería, me pareció el error menos grave de su propuesta: las fuerzas invisibles que ella se había empeñado en creer como reales, no existían. Así se lo hice saber con goce velado en mis palabras e incluso en más de alguna ocasión llegué a vestir el color tabú, más para molestarla que para demostrárselo. Tal rebelión, necesaria para mi crecimiento a esa edad, le pareció a ella como una afrenta grave al orden mágico del universo que pregonaba. Se negó a hablarme durante seis meses, por lo que

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no se enteró que cambié mis cursos de sicología por los de medicina. El inconsciente de Freud, los arquetipos de Jung se me antojaron muy similares a las explicaciones que ella usaba. Eran potencias indetectables con efectos ocultos sobre el ser humano. Por el contrario, la medicina daba explicaciones basadas en elementos concretos, tangibles, reales. Fui un estudiante modelo y por lo mismo las oportunidades no me faltaron. En el segundo año de la carrera, emigré becado por la universidad de Rottsinberg en Viena y pronto me encaucé al programa de Neurosiquiatría. Me despedí de la abuela con reverencia y cariño reales. Para ese entonces, gracias a la madurez que da el tiempo, yo había entendido que esas creencias erradas eran su manera de lidiar con una realidad difícil. Después de todo, había perdido una hija en un accidente de auto y se había tenido que hacer cargo de un nieto por sí sola. Ella no correspondió mi afectuosa despedida, se limitó a desearme suerte. Dejé la casa con sentimientos encontrados, intranquilo por la molestia visible en ella, pero aliviado por no profundizar un drama edípico incongruente. Sus

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cartas, con el paso del tiempo, mostraron un endulzamiento paulatino en su tono; yo lo reconocí como perdón e, incluso, nostalgia de su parte. Mi estancia en Viena se dividió en dos actividades complementarias. El academismo rígido, por un lado y una vida holgada de escapadas amorosas, por el otro. La lejanía de la abuela, que en mi fuero interno fungía como un faro ético, me obligaba a cortejar a las mujeres de mi círculo social, movido por una extraña combinación de validación masculina, miedo a la soledad y búsqueda del placer. Si bien era flexible con la apariencia física de mis compañeras –no me podía dar el lujo de ser estricto en esos menesteres–, sí tenía una predilección marcada por aquellas de cabello rubio. En más de alguna ocasión me pregunté si esa propensión clara tendría algo que ver con Cristina y la huella inconsciente que su muerte habría dejado en mi sique infantil. Para el segundo año de maestría, ya como docente e investigador en la universidad, contraje nupcias con una mujer mexicana que estaba inscrita en la clase de anatomía neuronal. Nuestro noviazgo fue corto, la boda repentina: así de

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enamorados estábamos. La abuela pareció triste cuando se lo comuniqué en una llamada telefónica después de la boda. “Yo sabía que ya estabas casado, me lo dijo tu madre”. Interpreté el comentario como una muestra de senilidad incipiente. Tal vez como una forma de reprocharme el no haberla invitado, pero dado el precio prohibitivo del avión, fue imposible. Se contentó al conocer nuestros planes de regresar a México para comenzar una familia. No podía esperar a conocer a mi esposa y en efecto se llevaron bien cuando las presenté. Ahora no voy a repetir el nombre de mi ex cónyuge, pues la amarga separación y el largo proceso de divorcio me robaron cualquier dejo de empatía que hubiera sentido por ella. Los problemas comenzaron tres años después cuando ya estábamos asentados en México. Ella con una licenciatura en sicología clínica, yo con una maestría en neurosiquiatría. Disfrutábamos de la holgura económica que traía la práctica profesional y el prestigioso nivel de nuestros estudios en Viena que nos acreditaban como profesionales intachables. Si bien esos primeros años fueron casi idílicos, la aridez de la rutina resquebrajó la

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relación más allá de cualquier intento por salvarla. Las discusiones aguerridas, el adulterio mío, el de ella, su infertilidad y otros factores hicieron que el matrimonio se viniera abajo. Cosa curiosa, yo me di cuenta del momento exacto en que la relación empezó a hundirse. Como parte de un taller en terapia emotiva ella iba a asistir a una sesión de alineación de chacras. Cuando me lo dijo, estuve seguro de que nuestro matrimonio no habría de sobrevivir ese año. Yo podía tolerar todo en ella excepto su predilección por la irracionalidad y su gusto por las explicaciones charlatanas. En efecto, estábamos separados antes de diciembre. Dos meses después del divorcio, durante una revisión médica rutinaria, le encontraron a la abuela un crecimiento anormal en un pecho. Desde que regresé de Viena hice una costumbre el ir a comer a su casa, compartir con ella la vida que me había forjado a fuerza de trabajo y disciplina. Mi ex esposa y ella hablaban bien, como si fueran viejas amigas, pero la abuela nunca mencionaba su propensión a creer en la magia. De niño me lo decía: “nunca hables de esto, la gente no lo entiende”. Así, cuando una biopsia posterior

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demostró que el crecimiento en efecto era maligno, la abuela sin decírselo a nadie buscó primero la razón de su cáncer y luego una cura que estuviera de acuerdo a sus creencias arcanas. La prognosis no era buena, le quedaba poco tiempo. Tomé como una misión hacer pasaderos esos últimos días de su vida, acompañándola en la enfermedad y soportando esos desplantes de gnosticismo, mística e ilógica. Usé los tiempos muertos entre sus necesidades para pensar en mi propia existencia, en lo irresoluble y anticlimático de la muerte. A pesar de mis esfuerzos el asunto nunca me transmitió la severidad con la que se supone que uno debe de actuar. Después de todo, la muerte es sólo el final de la actividad cerebral. Peleamos por última vez con la abuela tres días antes de su muerte. Ella quería hacer un ritual que involucraba una efigie de paja, un chisguete de licor y fuego. Accedí, le proveí con todos los elementos que requería para la encantación, más por no contrariarla que por obtener algún resultado mágico. Cuando el fuego hubo reducido la paja y el licor a un montoncito de cenizas, las guardó con sumo cuidado en una pequeña bolsa

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de tela negra. Me la entregó y me ordenó como cuando era niño: “no la pierdas, te va a proteger”. Le dije que no era necesario, yo no requería de protección. Ella me respondió con su voz cascada que sí. “Necesitas protegerte de mí”. Pasó los dos días siguientes hundida en la cama, las sábanas a punto de engullirla completa, esquelética por la acción del tumor sobre su cuerpo. El tercer día dejó de respirar. La bolsa de tela negra con las cenizas, atenazada entre sus manos nudosas, patéticas. Afuera hacía un día soleado. Después de enterrarla limpié la casa a conciencia. Tiré a la basura todos los recuerdos que me ataran a ella y regalé todo lo demás. No supe qué pasó con aquella bolsita llena de cenizas. A la semana apareció ante mí por primera vez. El lóbulo parietal a veces produce esas visiones aberrantes, debidas a una intoxicación, una lesión o simple cansancio crónico: allí estaba la abuela junto a mi cama, zurciendo figuras crípticas sobre mi ropa. El suceso no me alarmó, en efecto estaba cansado, el engorro de las exequias tensándome los nervios. A la mañana siguiente me convencí de que había sido un sueño. La cuarta vez que

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se me presentó, estando despierto por completo, comencé a preocuparme. Había muchas explicaciones, la más plausible era un desequilibrio químico provocado por mi alimentación precaria unido al estrés de la amargura del divorcio. Una mejor dieta no ayudó, allí estaba ella junto a mi cama, canturreando, zurciendo, haciendo atados de hierba, de día y de noche. Me hice un escaneo craneoencefálico. Era posible, pero improbable, que me hubiera lesionado sin recordarlo, pero el estudio no mostró evidencia de daño en el córtex frontal. Temí sufrir un trastorno esquizofrénico, de surgimiento atípico para mi edad. Deseché la teoría pues de padecerlo, no sería capaz de darme cuenta. En secreto comencé a tomar bloqueadores beta, calmantes y anti alucinógenos. No podía permitir que nadie lo supiera, que alguien se enterara y pusiera en tela de juicio mi capacidad como siquiatra. Al borde de la desesperación comprobé casi por error que las visiones se calmaban cuando vestía de azul y me decepcioné de la explicación que yo mismo me di: el color aún era tabú para la

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abuela en la muerte. Procuré hacer una colección de enseres de ese tono para mantenerla a raya. Quien no lo entendiera habría dicho que estaba desequilibrado, pero mi actuar tenía lógica. Me enorgullecí cuando compré un sedán para protegerme de ella en todo momento. Dentro de su carrocería azul oscuro podría pernoctar sin miedo a las apariciones cada vez más frecuentes. Si el insomnio secuestraba la noche, podía conducir sin rumbo hasta caer rendido. Una de esas noches, ya sobre la carretera pero sin destino más allá de dejar paso al tiempo, una niña rubia se atravesó en mi camino. Volanteé para no golpearla. Al pasar junto a ella, la reconocí. No era posible, no debería de estar viva. Mi impresión me impidió esquivar el auto que venía de frente. En la cabina pude verlos. Mi padre no pudo hacer nada para evitar la colisión. Mi madre gritó.

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Rambután Adriana bailaba con las caderas embrujadas por el ritmo. La batería emperrada la había contagiado con la fiebre del rocanrol. Los síntomas de la infección se manifestaban en convulsiones telúricas alrededor de su cintura, su espalda, sus hombros, sus brazos. Los parroquianos del bar temían el contagio. Con sólo verla, sudaban frío y la garganta se les achicaba con los signos inconfundibles de la fiebre. Las piernas les flaqueaban y en el pecho sentían un hueco debilitante. Temían también que esa fuera la noche. Que las sacudidas emanadas de las piernas de ella, despertaran a la placa tectónica en el subsuelo y que el terremoto posible lograra lo que ni la inundación, ni las revueltas pudieron en sus momentos. Así, achicopalados por el miedo pero enfebrecidos por un calor sofocante, tragaban las cervezas rancias queriendo no ver a Adriana sacudiéndose. Fingían ceguera y deseaban que ese baile no fuera el preludio de la profecía ya conocida.

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Ella –quizá por la candidez que permite la juventud, quizá por el coraje que aviva la intención de venganza– se pavoneó, contoneándose frente a la rockola, conocedora de los efectos que tenían sus rodillas alegres sobre los demás. En San Jacinto se le conocía, igual que a sus tres hermanas, como heredera de la maldición de las Rambután por vía de su desaparecida madre, Ariadna. De las dos Rambután que quedaban poco se sabía. O mucho y se fingía demencia, dependería de a quién le preguntaran, pero se daba como cierto que sus antepasados habían llegado con los demás, a trabajar la pesca. San Jacinto, como todo pueblo costero que se dedicaba a la explotación del mar, estaba cubierto por un tufillo a pescado y sal que se pegaba a la ropa, al cabello, a la vida. El lugar tenía esa personalidad hogareña que las guías de turismo describían como “acogedora”, pero que servía para que los visitantes se convencieran de no establecerse ahí ni por error. Una particularidad interesante del pueblo que nunca se le mencionaba a los turistas, era la profecía. San Jacinto se habría de perder en el tiempo, sin dejar marca sobre la tierra. Ese vaticinio había

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sido pronunciado por una voz anónima en el pasado, nadie recordaba quién había sido, pero a fuerza de repetirlo había llegado hasta el presente, ya con el peso de la certeza inamovible. Además de la profecía, en el pueblito había varias instituciones. La más importante era el embarcadero, desde el cual los pescadores se despedían de sus familias para adentrarse en el mar y traer de regreso las redes llenas de arenques, langostas y el casual pez vela. Otra institución era la presidencia municipal, cuyo edificio hacía las veces de correo, cárcel y teléfono público. La institución dominante era sin duda la migración, que le hacía hervir la cabeza a los jóvenes con ideas de fuga. “Que San Jacinto se joda”, decían todos los que se iban con la maleta a cuestas y el corazón en otro lado, cualquier lado, que no fuera San Jacinto. Nadie hubiera aceptado que la casa Rambután con sus inquilinas, era también un punto importante, pues las buenas costumbres, la superstición y el rencor, también eran instituciones en el pueblo. La mala fama había empezado cuando la madre, Ariadna, era joven. Había contraído nupcias

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con un hombre mayor y eso le aseguró el desprecio de las muchachas de su generación, todas en edad casadera por aquel entonces. Él era capitán de un barco atunero. Gracias a un golpe de suerte y muchos negocios ladinos, había logrado hacerse de una pequeña flotilla. Albergaba extrañas ideas con respecto al sistema: se proclamaba comunista a pesar de haber leído la mitad del primer tomo del das kapital y haber entendido sólo una cuarta parte. Se había casado dos veces antes de sentar cabeza con Ariadna y debido a la poca población en San Jacinto, a pesar de su calvicie incipiente, se le consideraba buen partido. A Ariadna en ese entonces los ojos le brillaban con una inteligencia tan intensa que podía ser intimidante. Coronaba esa cualidad con una belleza que lejos de ser escultural, era atípica para la corta población del puerto. Eso le aseguró la mala leche de muchas y el respeto, casi miedo, de otros. Sin embargo, los recién matrimoniados lograron levantar una casa que tenía todos los requerimientos para llamarla hogar. Vivían en relativa felicidad, tanta como era posible en la costa, cerca del mar templado. Pero como en

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todas las historias que se antojan serenas, hubo complicaciones imprevistas que dieron al traste con cualquier remanso de tranquilidad. El pescador devenido en pequeño burgués, tras una noche de excesiva ingesta alcohólica, murió de manera súbita en la cama junto a su joven esposa. Ariadna se convertía con ello en viuda. La envidia que sus coetáneas le guardaban, se liberó finalmente como la presión de una olla exprés que era destapada. Luego esa ponzoña se sublimó en una sensación comunal de resentimiento colectivo, interrumpido por aquello de los pésames y los pobre-era-tan-buena-persona que se dispensaron al por mayor en el funeral. Ariadna habría de heredar la pequeña fortuna, no tan pequeña para los estándares del pueblo, que él había hecho gracias al descubrimiento de un gran trozo de ámbar gris, flotando en el mar. Esta súbita herencia le valió a ella una nueva carga de envidia de aquellas señoritas que seguían buscando marido. A él, lo enterraron en el cementerio de Manzanillita, el pueblo vecino y reacio contrincante de San Jacinto en la liga de beisbol amateur. Allá

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fue su entierro, no porque él fuera oriundo del rancho contiguo, sino porque San Jacinto no tenía cementerio. Cosas inexplicables de la historia, algún prócer de la política antigua había determinado que San Jacinto no requería camposanto: era tan pequeño el pueblo que se antojaba que la muerte no cabría entre el malecón y la carretera de salida. Así enterraron al pescador, con una hoz y un martillo sobre el féretro, en el panteón de Manzanillita. Ariadna no lloró y eso recrudeció los chismes que poco a poco se iban cuajando alrededor de ella. La tierra con la que taparon la tumba todavía estaba floja cuando el rumor de que ella lo había matado, tomó fuerza. La falta de lágrimas durante el entierro fue suficiente para darle validez a la hipótesis. “Si lo hubiera amado, hubiera opacado al mar con su llanto”; “está muy raro que se haya muerto, si no era tan viejo”, decían y se convencían las demás con la boca llena de envidia. El pescador fan de Lenin se había muerto por la cirrosis pululante en el hígado: no había conspiración ahí. Ariadna, por otro lado, no lloró pues estaba en cinta de su primera hija, Ángela. No

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quería amargar su leche y condenar a la no nata a morir de inanición. Para cuando Ángela nació, en un verano que sería recordado por sus nubarrones grises, el daño ya estaba hecho y Ariadna era la comidilla de las solteronas que gustosas por el dolor ajeno, le habían inventado una retahíla de falsedades. La más repetida, al parecer la favorita, era que Ariadna tenía un pacto con algún poder escabroso que le había asegurado primero, el matrimonio y luego, la herencia precoz. Sin más de por medio, la acusaron de hechicera. Ariadna hizo oídos sordos a esos señalamientos falaces. Estaba desbordada de sentimientos con la muerte de su primer amor y el nacimiento del segundo. Se había decantado completa al cuidado de Ángela, pues era su única ancla en un mar picado, un mar negro de luto total. Por ello, cuando a las doce semanas de nacida, Ángela enfermó de gravedad, Ariadna hizo todo lo que estuvo a su alcance para salvarla. Los médicos desahuciaron a la pequeña, nada se podía hacer ya. Estaba allende la ciencia, la técnica y las artes modernas, administrar

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solución al padecimiento. Ariadna tomó el asunto en sus manos y con la determinación que sólo una madre puede tener para salvar a su hija, buscó la respuesta al malestar. Lo primero que hizo fue acudir al párroco del pueblo, un joven tan inocente en menesteres de vida, que ni siquiera pudo darle consuelo a Ariadna, mucho menos ayudarla en cuestiones de pediatría. El cura, a pesar de su corta edad, entendía que el destino de la niña era parte del mapa trazado por Dios y por ello se habría de cumplir sin importar qué. Si la muerte de la pequeña estaba en el plan, entonces era lo correcto. Huelga decir que a Ariadna esto le pareció altamente incorrecto y salió de la iglesia, fúrica, lanzando herejías al techo. Lo segundo que hizo, fue arengar a las fuerzas de la naturaleza, a las deidades profanas de la antigüedad y a los entes auspiciosos de la brujería. Lo hizo leyendo un libro de magia prieta que había pasado de generación en generación por su familia, siempre con la premisa de resguardarlo y nunca usarlo. El libro no había sido destruido ni por su madre, ni por su abuela, ni por su bisabuela a pesar de ser un artículo proscrito. Cada una de ellas en su momento lo habían conservado 38


por aquello del por-si-acaso. Después de la escueta ceremonia, cánticos y un menjunje de hierbas, nada sobresaliente ocurrió. La madre no durmió por los sollocitos de la bebé. Esperaba la cruenta hora en la que todo habría de terminar, pero a la mañana siguiente Ángela estaba curada. Ariadna estaba desbordada de alegría por la milagrosa recuperación y no tenía cabeza para entender que se había convertido en aquello de lo que la acusaban. La maldición de las Rambután nacía junto con Ángela. La niña tuvo una infancia tranquila como todos los chiquillos del pueblo, a excepción de que pronto, muy pronto, fue blanco de los mismos chismes que le imputaban a su madre. A los seis años recién cumplidos, Ángela escuchó por primera vez la acusación de ser hechicera. Palabra que no entendió por la corta edad y al preguntarle a su madre por la definición, sólo obtuvo un “no hagas caso”. Años después, mirando en retrospectiva, Ariadna se arrepentiría sin mucho ahínco de no haberle explicado el término. Tal vez así habría mantenido a su hija alejada de las prácticas negras, pero lo sucedido había pasado y no se podía cambiar.

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Esta temporada estuvo marcada por dos sucesos notables: el primero fue el nacimiento de la hermana, Artemis y lo segundo fue que Ángela, con la curiosidad normal de esa etapa, descubrió por sí sola la magia. Lo supo cuando al estar sentada cerca de un hormiguero y recitar los nombres de los colores que conocía, las hormigas atareadas le traían hojarasca del tono que ella mencionaba. Ya para los doce años tenía una habilidad sobresaliente con las palabras: podía convencer a quien fuera, de hacer casi cualquier cosa. Poco después, su capacidad de convencimiento se había extendido a los objetos inanimados y a algunas fuerzas naturales. Durante su temprana juventud pasó largos períodos buscando los límites de su habilidad y cuando los encontraba, los registraba en un cuaderno. Hizo una especie de mapa, catalogando los territorios sobre los que tenía influencia: los insectos, los peces, las plantas, la temperatura del día, la gente. Los pescadores, gente supersticiosa, descubrieron la habilidad de Ángela para amansar el oleaje gracias a que el arponero de un bote, joven atlético pero palurdo, la cortejaba. La

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belleza atípica de las Rambután se había hecho patente en Ángela desde su temprana adolescencia y el pescadorcillo se prendó de ella. Ángela le dio bola a la faramalla, al cortejo y a un corto noviazgo que estuvo condenado al fracaso desde el principio. Esta experiencia permitió descubrir, por error, que tenía cierto mando sobre las olas. Así, cuando el pescador salía en su misión, Ángela le pedía al mar que calmara sus ímpetus más por cubrir una obligación que por temor real. Con los años se corrió la voz del poder de Ángela. Los pescadores y, con especial ahínco, las familias de éstos la visitaban. Le pedían con humildad y agradecimiento honesto, un mar tranquilo cuando los esposos, los padres y los hermanos salían de pesca. Ella ideó, por pura intuición, una plegaria para asentar el oleaje que funcionaba con asombrosa eficacia. La gente le pagaba con comida, flores y en pocas ocasiones, dinero para que usara la plegaria en pos de sus familiares que se hacían a la mar. Ella utilizaba los regalos sin el menor atisbo de avaricia, sólo tomando lo mínimo necesario para llevar una vida libre de drama. A Ariadna la propensión de su hija por ayudar a los

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demás le pareció interesante, aunque en el fondo guardó un sentimiento de desasosiego que nunca confesó, incluso cuando sus temores se volvieron realidad. El párroco, aquel mismo que había condenado a Ángela a morir sin remedio, volvió a condenarla, pero ahora del grave pecado de brujería. Era intolerable que las misas diarias perdieran congregación por culpa de una charlatana que aseguraba domesticar la marea. Con la seguridad que le daba el conocimiento de la santa palabra, descalificó a Ángela y Ariadna sin mencionarlas nunca por nombre y ordenó que los habitantes dejaran de acudir a métodos de protección que, con toda seguridad, habrían de condenar sus almas eternas. Ariadna no hizo caso al señalamiento, pero Ángela, demasiado amable para su propio bien, no pudo evitar sentirse ofendida. Resolvió ir a hablar con el cura, convencerlo de que ella no violaba ninguna ley. Durante la conversación, Ángela puso mucho cuidado de no echar a andar su habilidad y atropellar el libre albedrío del otro. A pesar de ello, el cura no pudo evitarlo.

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Se enamoró sin remedio de Ángela. Ella se sorprendió con la declaración de amor que él le hizo algunas semanas después y se negó, adamante, a las invitaciones consecutivas de salir. A pesar de sus negaciones, algo en aquél religioso, veinte años mayor que ella, le atraía. Su madre prohibió tajante la posible relación y eso cimentó en Ángela la decisión de darle una oportunidad al cura. Después de poco tiempo, menos del que se hubiera imaginado, Ángela también se había enamorado de él, para disgusto de todo San Jacinto. A pesar de que el romance era un secreto, por aquello de los votos de castidad, el ánimo de la población se caldeó. Una cosa era que Ángela les ayudara con los viajes de pesca y otra muy diferente, que por su herejía condenara al pueblo entero a la perdición. Las quejas y reprobaciones se hicieron tan insistentes que el párroco flaqueó en su determinación de estar con ella. Un domingo en la misa de medio día, abundó con un sermón en torno al perdón y al olvido. Terminada la misa, abandonó San Jacinto con el corazón dividido entre la muchacha y la opinión reprobatoria de los

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demás. Ángela lloró tres días por él, en la libreta donde apuntaba las fuerzas naturales que se negaban a obedecerla, escribió: “mi corazón”. Luego usaría su poder para hacerle daño a alguien por primera y única vez. Pronunció: “si no me quiere, que me olvide” y tan seguro como que la noche sigue al día, el cura olvidó a Ángela. De hecho olvidó su paso por San Jacinto, su nombre de pila, el padre nuestro y todo aquello que alguna vez lo definió. Pasó sus últimos días, que no fueron pocos, en una institución mental aquejado de un caso agudo de Alzheimer debilitante. Ella hizo un voto de silencio por el dolor de la pérdida. Entonces el mar creció con tanta intensidad, que amenazó con tragarse al pueblo en una inundación que duró nueve días. Después de tanto tiempo de haberse refrenado por las palabras de Ángela, el océano reclamaba lo suyo con una venganza que no sabía de maldad, sólo de equilibrio. Cuando el mar retrocedió al décimo día, los funcionarios del ayuntamiento hicieron cálculos: se requerirían muchos viajes a Manzanillita para enterrar a los muertos. Sin embargo, ya seco el suelo no hubo cadáveres.

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Todos se habían ido junto con el agua de vuelta al mar. Ángela mantuvo su mutismo auto impuesto hasta que su madre desapareció, varios años después. La segunda de las Rambután, Artemis, nació cuando Ángela tenía seis años. Ariadna aún era joven, su belleza antes que menguar se había afianzado. Sus ojos todavía eran imponentes, pero ya no albergaban el brillo del optimismo. Trató de ignorar a aquél geólogo que iba a investigar la falla de San Jacinto, sabía que nada bueno saldría de esa relación. No hubo un flechazo, más bien un lento acercamiento que desembocó en una relación taciturna. Ariadna no quería un compromiso serio, su etiqueta de viuda le pesaba más que el recuerdo del pescador comunista. El geólogo tuvo que pedir dos ampliaciones a la beca de estudios que ejercía, para así pasar más tiempo en el pueblo. Cuando le negaron la tercera ampliación, decidió proponer el matrimonio para pasar el resto de su vida ahí, junto a Ariadna. Ella, no muy convencida, paleó la reticencia y aceptó casarse, desconfiada del sentimiento muy parecido al amor que sentía por él.

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Artemis nació de esta relación dos días después de la boda. La recién nacida tenía una mata de cabello negro, muy negro, sobre la cabeza. La mirada profunda le infundía un aire de madurez inusitado para una bebé y delataba en ella una afinidad por la oscuridad, por lo oculto. Ariadna no se asustó, pero supo que la niña habría de causar problemas. Su padre, de propensión científica, permitió que la pequeña aprendiera los aspectos más rudimentarios de la química y así, antes de aprender a leer, Artemis conocía acerca de diluciones, ácidos, bases. Ariadna advertía siempre, “no le llenes la cabeza con ideas” y él se burlaba de forma leve. Decía que las creencias infundadas de Ariadna con respecto a la magia, no tenían cabida en el universo de la ciencia. Ariadna pensaba que la ciencia, no tenía cabida en el universo de San Jacinto. El geólogo murió en un accidente de espeleología en una gruta cercana al pueblo. No pudieron recuperar el cuerpo por lo profundo del hoyo en que se perdió. Artemis tenía siete años y durante el resto de su vida albergó la leve esperanza de volverlo a ver. Se negaba a creer en la muerte

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como punto final de la existencia y por lo mismo, al igual que su madre y su hermana, aprendió a obtener lo que deseaba por vías alternativas. A los once ya había descubierto la nigromancia y lograba contactos con los espíritus, incluso mantenía conversaciones con los fallecidos, pero nunca con su padre. Sondeaba con determinación el éter, buscando encontrar el alma de su progenitor, pero el éxito se le negaba de forma continua. La práctica no era una ciencia, era como marcar un teléfono al azar y esperar que del otro lado respondiera su padre. A veces se veía enfrascada en diálogos que no le interesaban, pero que tenían información de gran importancia. “La caja de monedas está en el patio, atrás de la letrina” decían algunos espíritus. Otros, aseguraban “Yo no me maté, me mataron” y cosas por el estilo. A raíz de estos tratos Artemis se sintió obligada a transmitir mensajes a los familiares de los difuntos. Algunos tomaban la información con alegría y asombro, otros con tristeza y enojo. Todos con respeto y temor, pues el espiritismo era pecado, prohibido e inmoral. A pesar de ello, los pobladores de San Jacinto la buscaban con intenciones de

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hacer hablar a los muertos y acudían a ella para charlar una vez más con sus seres queridos. Ángela, su hermana mayor, no le pudo advertir del peligro, para ese entonces ya era muda por elección. En cambio su madre, Ariadna, sí le indicó el riesgo en lo que hacía. Contravenir el orden natural hasta tal grado, traería consecuencias desastrosas: los muertos pertenecían a la muerte y los vivos a la vida. Artemis, dispareja de genio, rebelde como era, no atendió las advertencias. Los estragos no tardaron en presentarse. Una larga fila de consultantes se formaba desde el levante en la puerta de la casa Rambután. Conforme se corrió la voz de que Artemis podía contactar las almas, la fila fue aumentando en longitud. Venían de pueblos cercanos y en poco tiempo la línea llegaba hasta Manzanillita. Al principio Artemis lo hacía con intención de ayudar a los deudos en la difícil tarea del luto. No recibía pago por ello y cualquier regalo que le hicieran a cambio, lo devolvía. Sin embargo, en poco tiempo, las solicitudes para hacer hablar a los espíritus le parecieron más y más repetitivas, menos importantes. “Pregúntale si me amó”. “Dile

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que la extraño”. “Explícale que estuve orgulloso de él”. Artemis sentía que su habilidad, esa que le reportaba tanto cansancio, se desperdiciaba en cuestiones que debían ser franqueadas en vida. No pasó mucho antes de que el hartazgo la volviera grosera y la decepción de no poder encontrar el alma de su padre, le llenó el corazón de resentimiento. El problema era que su padre, hombre de ciencia irrepento, no creía en una existencia más allá de la vida. Nunca pudo asistir a las convocatorias de su hija pues tampoco creía en el espiritismo, a pesar de ser él mismo, todo espíritu. Artemis dejó de hablar con los familiares muertos de otras personas y a aquellos que le rogaban por un contacto, los despedía con hosquedad y malas formas. La amargura le robó el gusto por la vida, se recluyó en la casa y no hacía otra cosa que repasar los viejos libros de química que su padre le legó. También, leía el libro de brujería que había pasado por la línea Rambután, hasta ella. Un día llegó una joven consultante a querer hablar con su hermano, recién fallecido en un accidente de pesca. Artemis la iba a correr como a

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los demás, con insultos, pero algo tenía esa muchacha más allá de la tristeza, algo que le removió a Artemis en el pecho. Le permitió pasar y contactó a su hermano, que le aseguró estar bien y le pedía no extrañarlo. Cuando la muchacha se fue más tranquila, con las lágrimas menos tristes en los ojos, Artemis se quedó con una desazón que no pudo reconocer, luego la entendió. Así de joven, con apenas dieciséis años, se dio cuenta: estaba enamorada de esa chica que acababa de salir. Días después, con el desparpajo que la caracterizaba, Artemis se acercó a la chica y sin tapujo le confesó su amor. La otra quedó impactada con la declaración pero Artemis, acostumbrada a hablar con los muertos, pudo exponer sus convicciones con tal pasión que la joven tomó en serio sus palabras. Pasaron días, la muchacha peleó con el conflicto que le causaba su educación, sus buenas costumbres, su fe y finalmente tras una semana, aceptó la propuesta de Artemis. Tuvieron un noviazgo discreto, callado, secreto, pues como en otras tantas cosas, San Jacinto no estaba preparado para esas muestras de amor.

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El idilio duró poco, los demás descubrieron la naturaleza de su relación por el reverberar de los ecos y rumores, que se repetían en el espacio confinado del pueblo. La chica no pudo soportar los cuchicheos, las palabras de ponzoña y la hipocresía. Una noche se despidió de Artemis, como otras tantas, para regresar a su casa. Pero en vez de irse a su hogar, se metió en el océano, negrísimo de noche y no se volvió a saber de ella. Artemis, marchita de tristeza, no quiso poner en práctica la nigromancia, temía encontrar a la muchacha entre los espíritus y convencerse con ello del deceso. Juntó sus lágrimas para un menjunje que habría de servir como vehículo de la venganza. Hizo de su resentimiento un ovillo y maldijo el brebaje al tiempo que lo preparaba. Usó lo que quedaba de ámbar gris de la herencia del pescador trotskista pues necesitaba un aglutinante. El ámbar gris, ella lo sabía por los libros de su padre, era una excreción de los cachalotes, se usaba en la perfumería y era muy cotizado. Lo habría de usar para hacer un brebaje que acabara con San Jacinto. Esparció la poción alquímica, evaporándola, que llegara al cielo por encima del

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pueblo. Nubarrones negros habrían de llevar su enojo a todas las casas. Cuando llovió, los habitantes perdieron el miedo a la muerte por efecto del maleficio. “Si están más preocupados por las vidas de los demás que por las propias”, pensó Artemis, “si quieren hablar con sus allegados fallecidos antes que con los vivos, entonces la luz del día los habrá de encontrar muertos”. La lluvia lavó el temor natural a la muerte y la locura se apoderó de los habitantes. Los disturbios duraron un día y una noche completos. Después de recoger los escombros y de extinguir los fuegos, hicieron falta muchos viajes al cementerio de Manzanillita para recuperar la normalidad. Artemis se fue de San Jacinto a cualquier otro lado que no fuera San Jacinto, se llevó con ella los libros de ciencia de su padre, el libro de magia de su madre, su parte de la maldición Rambután y nadie más volvió a saber de ella. Tras la desaparición de Artemis, Ariadna cayó en una profunda tristeza. Ángela la atendió con cariño y paciencia, siempre en silencio, con la preocupación que sólo una hija puede sentir por su madre. A Ariadna la depresión se le

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extendió un año y seis meses. Era comprensible, había enviudado en dos ocasiones, había perdido a una hija. La tragedia le seguía y lo que era peor, conocía a los culpables de sus desdichas y desconsuelos. Eran sus vecinos, era el pueblo y ese olor a pescado que se pegaba al cabello. A veces se arrepentía de no haberse ido del pueblo cuando la juventud aún le permitía la oportunidad de huir. Ahora era tarde, no quedaba más opción que el desquite. En el día quinientos cuarenta y siete de su congoja, Ariadna se levantó de la cama. Salió de su casa y se perdió durante tres días. Ángela pasó ese tiempo, con el corazón en la boca, el temor y la inquietud la mantuvieron despierta las tres noches. Al cuarto día su madre regresó curada de la tristeza, una estela de tranquilidad la envolvía. En los ojos de la madre la luz se había perdido, algo profundo había cambiado en ella. Ángela, muda desde hacía años, no preguntó a dónde se había ido, qué había pasado. Ariadna simplemente no le dijo: una madre tenía derecho a los secretos. Sin embargo fue evidente. En las semanas que siguieron fue más que claro,

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Ariadna estaba embarazada. Nueve meses después, nacería Adriana. El parto fue difícil. Para ese entonces ninguna de las matronas de San Jacinto se atrevían a entrar a la casa Rambután. Ángela recibió a su hermana, atendió a su madre lo mejor que pudo. Tras del alumbramiento, Ariadna amamantó a la niña una sola vez y esa sería la única interacción que tendrían madre e hija. Esa misma noche salió de nuevo de la casa, pero no volvió luego de tres días, ni de diez, ni de cien. De hecho nunca más se le vio en el pueblo y algunos teorizaron que aquella maniobra era para buscar a su hija extraviada, Artemis. Otros cuchichearon que era para reunirse con su primer esposo, el pescador marxista, en la otra vida. Ángela podría haber resuelto la incógnita, pero su mutismo le impidió explicar la razón, que fue secreto, irresoluto, hermético y perfecto hasta el fin. Ángela se quedó con la niña, su hermana, y la educó como si fuera su propia hija. Sólo rompió su silencio una vez, para bautizarla: “se llamará Adriana, en honor a mi madre”. Así, diecinueve años después, Adriana bailaba con las caderas embrujadas por el ritmo. Los

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asistentes del bar, nerviosos por las sacudidas acompasadas de su cuerpo, tragaban las cervezas rancias para apaciguar el miedo, el deseo y la fiebre que les subía desde el centro de la panza hasta la cabeza. Cuando la rockola llegó a un compás aguerrido de batería punteado por una guitarra, los marinos con licencia de la naval mercante de Finlandia entraron al bar. Uno de ellos, sin hablar español completo, entendió el mensaje en clave Morse que le hizo el ombligo de Adriana, guiñando al ritmo de las caderas danzantes. El flechazo fue instantáneo. Ella se pavoneó en las evoluciones de su baile, nadie supo si por el calor propio de la juventud o por una motivación de venganza. Su familia había sufrido suficiente a manos de San Jacinto. Al terminar la velada, Adriana se fue acompañada por ese marinero finlandés que, como forastero, no estaba al tanto de la maldición que corría en la familia. Nadie sabe que ocurrió durante esa noche, la oscuridad veló la intimidad de la Rambután menor, pero los pocos que aún tienen memoria concuerdan que estuvo relacionado con lo que pasó después.

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En la madrugada, un terremoto encorajinado borró a San Jacinto de los mapas. El pueblo entero se deslizó perezosamente hacia el mar, ni siquiera quedaron escombros que delataran la existencia del puertito. Durante el año siguiente, Mazanillita ganó todos los partidos de beisbol por default. Todos olvidaron que ahí, en el risco tan abrupto que cortaba el paisaje y caía derecho al agua, antes hubo un pueblo. Olvidaron a Ariadna, Ángela, Artemis y Adriana. Su belleza, sus amores atribulados y sus dolores tórridos se perdieron en la desmemoria. De la profecía cumplida y de la maldición Rambután, tampoco nadie se acordó. El olvido les dio castigo a unos y paz a otros. Aunque, cosa curiosa, el olor a pescado permanece. Razón por la cual se le aconseja a los turistas que se aventuren al peñasco, cubrirse la cabeza para evitar que el cabello se les impregne con el tufillo desagradable.

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Perros incendio. Para cuando el cuarto perro amaneció destrozado en el lote baldío, todavía no imaginábamos que un vampiro merodeaba en la colonia. A nosotros el destripadero no nos espantó: de más morros les amarrábamos cuetes en las patas traseras a los callejeros. ¡Bum!, salían corriendo chille y chille. Nosotros, botados de la risa. Tantita sangre no nos asustaba, pero a doña Greña todo le daba miedo. Vieja babosa, ningún chile le cuadraba. Siempre era algo con ella: “hay que tapar la alcantarilla abierta, hay que exigir luz en la calle, hay que cerrar la cancha para que no se metan los mariguanillos”. Lógico, no le parecieron los perros muertos en el baldío, abiertos a la gacha como las reses en la carnicería. Desde que apareció el primero nos echó la Mirada, esa que decía: “van a ver, cabrones”. Nos traía ganas desde siempre, cada que pasaba algo que no le pareciera, éramos los culpables. Nosotros no la pelábamos, seguíamos fumando sentados afuera de la tienda, viéndola llevarse

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la velita de Santa Bárbara que compraba a diario. El Crílin le puso doña Greña porque salía al mandado con los pelos parados, como si estuviera peleada con los peines. También estaba peleada con los zapatos, andaba siempre en chanclas. Se tapaba la panza con un mandil de flores, lo usaba tan seguido que parecía uniforme. Sus hijas, en cambio, estaban bien buenas. Al Crílin le gustaba la mayor, el Donqui-cong babeaba por la de en medio. A mí me gustaba la menor, la Patapléjica. Pero no lo podía decir, no me hubiera acabado la carreta. Era de mañana cuando el quinto perro apareció. El chavo que sonaba la campana para avisar que venía la basura, se quedó parado frente al baldío. Otros vecinos, chismosos, se quedaron junto a él, viendo. El perro tirado entre los matorrales, las botellas rotas y los escombros; las tripas coloradas en medio de un charco de sangre seca. El de la basura no se lo quiso llevar, le dio miedo la tirria con que lo abrieron. Ahí se quedó el cadáver apestando la calle. Como perro no come perro, pasó mucho tiempo para que desaparecieran los huesos.

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Tanto morbo le llenó el buche a doña Greña. Nos burlamos de las jetas que hizo al hablar, de puerta en puerta, con los vecinos. Quería que pusieran su firma en una libretita y con eso exigirle al ayuntamiento más seguridad. “Esta situación ya no es tolerable, para esto pagamos impuestos, no podemos seguir viviendo así”, le dijo a cada vecino. Quería que patrullaran más la colonia, a nosotros no nos gustó: nos iba a aguar el bisne. Ya era difícil hacer dinero tumbándole el domingo a los morros de la secu; chingar tapones de llanta ya no era negocio. Así que decidimos meterle un susto a la doña, por metiche y argüendera. En la noche le grafiteamos la casa con los mejores insultos que el Crílin se inventó, luego le hueveamos las ventanas. Asomó la trompa detrás de una de ellas, las yemas amarillas escurriendo en el cristal. Nos echó la Mirada ora con más coraje: “van a ver, cabrones. Ésta me la pagan”. Nos trepamos a la motoneta del Donqui-cong y nos fuimos riendo. Yo volteaba para atrás, a ver si la Patapléjica se asomaba a la ventana. No lo hizo. Convencido por la libretita de firmas de doña Greña, el gobierno encontró la solución unos días

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después. Si el problema eran los perros muertos entonces se llevaría a todos los callejeros, así ya nadie los iba a matar. A doña Greña, obvio, no le gustó. “El problema no son los perros, es quien los ande matando”. Tampoco la pelaron. Pinche vieja, ningún chile le cuadraba. Levantaron a algunos perros que no tenían collar, pero eran tantos que los del ayuntamiento no pudieron solos. Se corrió la voz: cien varos por ayudarles a atrapar a los sin-dueño. Nosotros nos sentimos como en película de vaqueros porque dijeron, “vivos o muertos”. El Donqui-cong se inventó un sistema chido para atraparlos. Compramos retacera en la carnicería y le pusimos un puño de veneno para las cucarachas. El hambre es canija, atrapamos a varios así. Se acercaban al montón de pellejos tirados en la calle y los olisqueaban. Estaban tan hambreados que no se daban color del veneno, se devoraban la trampa como si nada y hasta se relamían los bigotes puercos. Nosotros desde la otra esquina, escondidos, viéndolos como cazadores de safari en las pelis. Los flacos daban tres pasos y caían acostados. Los más macizos alcanzaban a caminar un buen cacho, era cosa de

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seguirlos y esperar a que estiraran la pata. Cien varos seguros. Uno de esos, de los que querían huir del veneno después de habérselo tragado, nos llevó hasta el drenaje abierto. Con la panza llena caminó con las patas guangas. Se fue chueco como si anduviera pedo, hasta las canchas. Llegó casi arrastrándose a las canastas de básquet, se metió en el hoyo abierto de la tubería. Nosotros fuimos atrás de él. La tubería no nos daba miedo, de más morros nos retábamos, era tan amplia como para entrar parado. Desde que los del agua abrieron el agujero, hacíamos apuestas a ver quién llegaba corriendo hasta el final. “No sea joto, ¿a poco le da miedo la oscuridad?” y nos aventábamos a correr por el tubo sin ver nada. Nos poníamos unas raspadas chidas con el cemento de las paredes redondas. Luego nos enfadamos y lo dejamos de hacer. El hoyo se quedó abierto, allí nomás. Fuimos atrás del perro, el Crílin aluzando el camino con la lámpara de su celular. Caminamos medio agachados para no pegarnos en la cabeza, el tubo estaba más chico de cómo lo recordaba. Y

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allí fue cuando lo vimos por primera vez. Yo he visto cosas culeras, neta, feas de verdad. Una vez vi a dos tipos agarrarse a machetazos, la sangre, los gritos, el filo; los dos perdieron. Vi al Monche con una bala perdida en la sesera, su jefa chillando sin parar. Me tocó ver a mi jefe, ya bien muerto, cuando se cayó de echar el colado en la construcción. Cosas gachas. Pero nada como esto. Primero pensé que era un teporocho, estaba así de flaco y de madreado; pero hincado sobre el perro, con la espalda doblada como chango de circo, supe que no era humano. Estaba pelón, la piel amarilla como los resistoleros que se quedan en la mona. No habíamos tardado en llegar hasta ahí en la tubería, pero ya había matado al perro de una mordida. Tenía la trompa llena de dientes, un pedazo de carne colgando de los labios. Los ojos le brillaron como faros de carro cuando el Crílin lo alumbró. Esos pinches ojos de pesadilla. Nos gruñó encabronado y se movió como se mueven las ratas en la lluvia. No gritamos pero sí jalamos aire por la boca. Corrimos en chinga hacia la salida y ya afuera, volteamos para atrás con miedo de que nos hubiera seguido. No lo hizo,

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estábamos solos en las canchas y no entendíamos eso que vimos adentro. ¿Qué era aquello que parecía hombre, pero tenía la jeta atiborrada de colmillos? El Donqui-cong puso un tambo de basura y una llanta encima del hoyo, para que aquello no se fuera a salir. Caminamos callados a la tienda y compramos una caguama, luego otra y luego otra. Yo me había raspado la frente en la corrida hacia afuera, ardía machín pero ya no sangraba tanto. El Crílin dijo: “hay que matar a esa cosa”. No respondimos nada, pero sabíamos que tenía razón. Vimos el hambre con que tragaba los pedazos de perro y supimos que pronto esa comida no le iba a ser suficiente. Después de los perros se habría de llenar con nosotros, los de la colonia. “Hay que matar al Guapo”, dijo el Crílin, orgulloso con el sobrenombre. Nos pusimos de acuerdo como no queriendo, el Donqui-cong sacó plan chipocludo. Había que cazar al cabrón y darle cuello. Nomás por estar así de feo se merecía sus madrazos, ora con más razón por tragar como tragaba. Íbamos a usar la pistola del carnal del Crílin para ponerle unos

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plomazos. Nos separamos ya entendidos del plan. El Crílin se iba a su casa a terapiar a su carnal, que nos prestara el fierro; el Donqui le iba a echar gas a la motoneta; yo me iba a comer con mi jefa y su novio. Nos íbamos a ver de regreso a las seis, pero a medio camino de mi casa, ya no se me antojó verle el hocico al güey guango, ese que se estaba chingando a mi jefa. Me fui a la casa de doña Greña, me senté en la banqueta de enfrente a esperar a que la Patapléjica saliera por las tortillas. Salió a las tres, arrastrando el piecito malo, la cabeza agachada, como agüitadita. Siempre andaba así y yo tenía en duda si sabría sonreír. El Crílin había sacado por lógica que si las personas que no puede mover las piernas, se llaman parapléjicos y los que están tiesos de todas partes, se llaman cuadripléjicos, entonces, ella que no podía mover una pata, se habría de llamar Patapléjica. Se me hacía medio manchado el apodo, pero no podía decir nariz. Mis compas eran bien carretas y me habrían traído de bajada si decía algo. Me le quedé viendo los caminados de ida y de vuelta, el piecito malo barriendo el piso. Estaba

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coqueta la muchacha y la cojera no le desentonaba, es más, hasta le daba sabor al vaivén de cadera. Cuando regresó con la servilleta llena de tortillas, se me quedó viendo. Pensé que ese era el día en que me iba a animar a hablarle, ya mero me levantaba de la banqueta para ir a saludarla, pero ella hizo cara de miedo. Se metió pronto a su casa hueveada y cerró duro la puerta. Hasta después me acordé que la frente me había sangrado. Se había asustado con la costra negra. Pasé la tarde sin comer, la decepción me borró el hambre. A las seis nos juntamos en las canchas. El Crílin, con la pistola dentro del cinturón, caminaba como cagado. El Donqui-cong, bien prevenido, llegó con un galón de gasolina en una botella de leche, para quemar al Guapo después de torcerlo. Nos metimos otra vez en el tubo y caminamos hasta donde lo habíamos visto, las lamparitas del celular iluminando el camino. El cadáver de perro estaba ahí como los otros, los anteriores, con las tripas de fuera, hecho pedazos. Pero el Guapo no estaba a la vista. Caminamos más adentro y allí estaba, colgado del techo del tubo como cucaracha. Temblaba y supe que el último perro que se

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tragó, el envenenado, lo empachó. Se le veía más enfermo que antes. Azuzamos al Crílin a que le pegara un tiro. Nervioso, sacó la pistola y le apuntó a la cabeza. Colgado como estaba, la bala le iba a pegar en la mollera. El Crílin nunca había disparado, pero ver a su carnal hacerlo tantas veces le sirvió para aprender. La pistola tronó duro, el fogonazo iluminó la oscuridad de la tubería. El Guapo saltó en chinga, nos mostró eso pinches ojos brillantes tan culeros, berreó y se fue encima del Crílin. En el desmadre, no entendí bien qué pasó. El Crílin disparo más veces, el Guapo chillaba con cada tiro, lo agarró de la chamarra. El Donqui y yo jalamos al Crílin porque el Guapo lo arrastraba más adentro de la tubería. Gritamos, corrimos y salimos del hoyo. Afuera, el Donqui vomitó de nervios, el Crílin temblaba con la pistola en la mano, la chamarra rota. Nos subimos en la motoneta y nos fuimos, no supimos que más hacer. Dimos vueltas por la colonia, espantados, aturdidos, en la pendeja hasta que se hizo de noche. Todavía allí, en ese momento, no entendíamos qué era el Guapo, pero prontito nos íbamos a enterar.

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Unos gritos agudos nos sacaron de la lela. Por supuesto, venían de casa de doña Greña. Las hijas pegaban alaridos en la calle, tenían los ojos pelones de miedo; pedían ayuda a la policía, a los bomberos, a los santos del cielo. Nosotros entendimos bien qué pasaba, conocíamos ese pánico. Nos metimos en la casa corriendo, las hermanas señalando el cuarto de atrás. Doña Greña no estaba a la vista y por un instante creí que sería ella, pero no tengo tanta suerte. En la cama, estaba el Guapo encimado en la Patapléjica, el hocico pegado a su cuello, chupando como becerrito hambriento. Así supimos por primera vez, qué era. El Crílin le volvió a apuntar al Guapo que estaba como hipnotizado, como franelero después de chutarse una piedra. Jaló del gatillo, la pistola no hizo nada porque ya no tenía balas. El Guapo movió las narices para olisquear el ambiente. Al parecer los ojos brillantes como faros, no le servían de mucho. Se movía como el viejito ciego que pide caridad afuera del templo. En vez de voltear a vernos, abrió las narices y jaló aire para adentro varias veces. Cuando nos olió, se despegó del pescuezo y chilló un grito agudo que ardía en las

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orejas. Le aventé una lámpara que estaba junto a la cama. El Donqui le puso una patada en las costillas. Tenía el pecho huesudo, lleno de hoyos de bala: esos se los habíamos hecho en la tubería cuando el fierro todavía traía parque. Acá, en el cuarto de la Patapléjica, le aventamos todo lo que teníamos a mano. El Guapo quiso chingarnos, nos mostró los dientes encabronado. Rugió, gargareó con la boca llena de sangre y antes de que pudiera hacer algo, el Donqui le rompió un crucifijo de madera en la frente. Se retorció como gusano en sal y reculó atontado hasta la pared. Buscó la ventana a tientas y se salió caminando por el muro como araña fumigada. Lo íbamos a seguir, pero antes de que pudiéramos salir nos detuvieron unos gritos que venían desde la puerta. Se fueron acercando, cada vez más fuertes y agudos. Doña Greña entró al cuarto enloquecida, gritando: “¡qué le hacen a mi niña, bola de malandros!”. Los pelos parados, el mandil con flores y las chanclas de plástico me dieron más miedo que los ojos del Guapo. Ella se nos abalanzó, gruñendo como perro rabioso y agarró al Crílin de un brazo, le arrebató la pistola y

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con esa misma –tómala– le dio un zape en la cabeza que lo descontó. El Donqui y yo tuvimos que empujarla para salir, amenazaba con rompernos la cara ahí mismo, con la pistola vacía. Ya afuera nos trepamos a la motoneta y un cazuelazo me cayó en el lomo mientras nos alejábamos de la casa. Vieja babosa, ningún chile le cuadraba. Nos pelamos hasta el otro lado de la colonia, sabíamos que las patrullas iban a llegar y no queríamos que nos levantaran. Nos fuimos a esconder en la casa del carnal del Crílin. Le decían el Diablo, nos abrió con la cara enojada de siempre. “¿Cuánto quieren?”, preguntó creyendo que éramos clientes. Nunca se acordaba de nosotros a pesar de que el Crílin nos había presentado miles de veces. Cuando le dijimos que éramos compas de su carnal, lo único que dijo fue “¿a quién se quebró?”. Le contamos lo qué había pasado y nos dijo que dejáramos el thinner. Insistimos con la versión, yo estaba seguro que sí había sido real. Tenía la carita de la Patapléjica grabada en la mente, el chorrito de sangre que le salió cuando el Guapo le dejó de chupar el cuello. El Diablo nos escuchó sin creernos, sentado en el sillón roto de

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su sala puerca. Pensó un rato, le marcó al Crílin y no le contestó. Luego se paró del sillón y dijo que lo iba a buscar. “No le abran a nadie hasta que regrese, cabroncitos. Tampoco se les ocurra pelarse”. Antes de salir por la puerta volteó a vernos y nos dijo, “me van a tener que explicar todo el asunto cuando regrese con mi carnal. Ay de ustedes si algo le pasó.” Y cerró de madrazo. Nos quedamos solos en su casa. El Donqui andaba nervioso desde la tarde y se puso como loco a buscar la merca. La halló en un bote de café en la cocina: un montón de bolsitas de plástico llenas de perico. Él ni le hacía a eso, “no hagas pendejadas, el Diablo se va a enojar de que le robes el changarro”, le dije. Se hizo una rayota en el cristal de la mesa del comedor y muy seguro contestó, “ya no quiero ver esos pinches ojos”. Se embutió un cacho de la raya, se talló la frente, gritó como chango y se puso a brincar, a hacer desmadre. Luego se metió al baño, vomitó dos veces y se quedó dormido. Lo cobijé con una toalla, le saqué la cartera y las llaves de la bolsa para que no las fuera a mear. Me fui a acostar a la sala, no dormí nada porque me la pasé pensando.

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Yo había visto un montón de películas de vampiros y me pregunté qué rayos hacía el Guapo acá. Debería de andar en su castillo, en las Europas, con su mayordomo que le planchara la capa roja. Acá nomás tragaba perro, por eso estaba así, muerto de hambre. Aún así, el Crílin le había metido varios tiros y no estiró la pata. Claro, si dicen que son inmortales, nomás el sol y las estacas en el corazón les hacen. Agarran enjundia con la sangre, por eso le pegó el chupetón a la Patapléjica: para reponerse. Si yo fuera vampiro también me iría sobre ella, segurito. Pero, ¿por qué también el Guapo, si hay morras más chidas en la colonia, con los cuellos, las piernas, las chiches llenas de sangre? Le di vueltas, me rasqué la frente sin hallarle y ahí mero me cayó la respuesta. El Guapo me había seguido, me di cuenta cuando me abrí la raspada con las uñas. El Guapo era ciego, se guiaba por las narices y siguió el olor de mi sangre. Siguió mi olor hasta la casa de ella. Pensar en esto me revolvió el estómago y quise vomitar ahí, al lado del Donqui-cong y luego meterme a dormir debajo de la toalla meada.

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Cuando llegó el Diablo, ya era de día. Le pregunté de inmediato por la Patapléjica, pero no me entendió. Me dijo que al Crílin se lo había llevado la patrulla y que cuando fue por él a chirona, no lo soltaron. Lo acusaban de asalto y violación, a él, al Donqui y a mí. Pinche doña Greña, ningún chile le cuadraba: si nosotros la salvamos. El Diablo dijo que el asunto estaba pelado, porque la morrita –la Patapléjica– estaba grave. Luego se metió a la cocina diciendo algo de cómo sacar al Crílin, pero no lo oí. Yo nomás recordaba los caminados, paso-arrastre, paso-arrastre de ella. Luego el Diablo gritó encabronado por el desmadre que hizo el Donqui en la cocina. Se puso como loco y se lanzó derechito por mí, me iba a romper el hocico. Pero antes de que me agarrara, yo ya estaba afuera, ya iba en friega en la motoneta. Llegué hasta la cancha y saqué el galón de gasolina que estaba en la cajuelita de la moto. Agarré un palo de escoba del tambo de basura y lo partí con la rodilla. Ya traía la estaca. Me metí en la tubería, le busqué y le busqué pero del Guapo ni sus luces. Me rasguñé la frente y me metí dos puñetazos en la nariz para sangrar, para que se

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le antojara, pero nada. Le di vueltas a la colonia, me paraba en las esquinas, soplaba fuerte por la nariz para que se me escurriera la sangre, para que el cabrón saliera y pudiera clavarle la estaca, pero no se apareció. Ya casi de noche, mareado, me rendí. Quería ver a la Patapléjica, ver cómo estaba, pero me daba miedo acercarme. Me daba miedo que doña Greña me agarrara. Me quedé a una cuadra y tapado con la esquina, miré para su casa. Después de un rato salieron varias señoras con rebosos en la cabeza y rosarios en las manos. Parecía que salían de un velorio y me agüité gacho, pero luego salió el de la farmacia, de hacer una entrega y se fue en su bici. Se me quitó lo triste, no estaba muerta, nomás enferma. Ya era de noche, las luces de la calle no prendieron, nunca prendían, pero lo alcancé a ver. El Guapo se resbalaba como culebra desde la azotea de al lado, iba hacia la casa. Quería repetir la dosis con la Patapléjica, pero yo no lo iba a permitir. Le corrí. La puerta se abrió antes de que yo tocara. Las hermanas salieron corriendo, ora sin gritar, pálidas del susto, jalándose los pelos

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de desesperación, los ojos como de locas, mudas de puro pánico. Me metí y en el cuarto de atrás estaba doña Greña, sentada frente a la cama, con el rosario todavía en los dedos, las demás sillas solas. El Guapo otra vez encima de la Patapléjica. No sé qué dije pero doña Greña no me hizo caso, estaba atorada con la boca de par en par, los ojos bien abiertotes, viendo al culero aquél tragarse la sangre de su hija, pobre Patapléjica. Me aventé sobre él con la estaca y se la clavé dos o tres veces en la espalda. Gritó, las orejas me dolieron, me las cubrí y lo pateé con ganas de reventarle la trompa. Cayó aturdido en el suelo cerca de la esquina. Le eché el galón de gasolina de un solo golpe y le tiré la vela de Santa Bárbara que estaba en el tocador. Las llamas rojas y amarillas calentaron el cuarto, pero el méndigo seguía moviéndose, palpando por donde salir. Levanté la estaca del suelo, iba a saltar sobre su pecho, clavársela. Si lo hacía rápido, el fuego no me quemaría. Estaba calculando la entrada, el palo afilado en la mano y entonces ella me lo quitó de un jalón. Se acercó al Guapo, que parecía fogata con patas y lo ayudó a pararse. Lo besó en la trompa llena

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de dientes y de lumbre. Quién sabe qué le habrá compartido en ese beso, pero el Guapo le dio fuego a ella. Entonces se levantaron los dos. La Patapléjica ya no cojeaba, él parecía ver. Acá, en el tutelar, los otros chavos me preguntan que cómo me hice la quemadura en la nariz y el labio. Cuando preguntan, me gustaría ser como doña Greña, vieja babosa, que se quedó muda con la Mirada cuajada en ninguna parte, nomás de ver a su hija corriendo. Cuando preguntan, me tengo que inventar cualquier cosa, lo que sea, con tal de no acordarme de la Patapléjica y de sus ojos. Esos ojos brillantes de espanto y esa lengua que ardía, el espejo que siempre me lo recuerda. Ahí está la quemadura que me hizo cuando lamió la sangre que me escurría de las narices. Quiero olvidar cómo se fueron corriendo. En cuatro patas, galopando cubiertos de llamas. Como perros incendio pegándole fuego a la colonia.

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Escrito de autor desconocido encontrado en el edificio que alguna vez albergó a ‘Cámara lúcida’, desaparecida revista de fotografía contemporánea. Con toda seguridad este ensayo fue rechazado por el consejo editorial, debido a las claras fallas de estructura y estilo. A pesar de sendas fallas, la mención de una fotografía hasta ahora desconocida en el opus de Jorge Serrano Bógodan, le da cierto valor al escrito. Se transcribe en su totalidad con el fin de propiciar el rastreo de dicha fotografía y su posible inclusión en la colección permanente, en caso de que realmente exista.



Luz o la mirada de oscuridad. 1. La cámara, visión para los ciegos. El trabajo fotográfico del maestro Jorge Serrano Bógodan es notable por el discurso ambicioso que logra desplegar con un abanico tan constreñido de variables. Hay quienes acusan al autor y su obra de usar artificios chapuceros para atraer la atención de los críticos y coleccionistas. Después de todo no es ocurrencia común, que un fotógrafo ciego tenga un cuerpo de trabajo tan amplio y bien logrado, como es el caso de Serrano Bógodan. Las voces que critican esta realidad –su ceguera– como una estrategia de publicidad, han obviado por completo que la declaración del artista en su obra es, justamente, la falta de luz. Esos críticos que con tanta vehemencia lo han descalificado, olvidan que la fotografía surge de la luminosidad y que al perder cualquier atisbo de claridad, Serrano Bógodan ha llevado a la fotografía hacia la posmodernidad, a niveles estéticos comparables con los de Cage en la música o los de Riopelle en la gráfica. 81


Tales detractores ciegos –si se me permite la broma fácil– habrán de perder su reticencia al observar la fotografía, hasta ahora inédita, que acompaña a este texto1. El título de la fotografía es, de forma atinada, Luz. Esta es, a mi parecer, la pieza más lograda del autor. Para analizarle habremos de profundizar en el proceso de creación que utiliza Serrano Bógodan al realizar su trabajo. Esto es necesario pues, al parecer, varios críticos jamás han tomado una cámara entre sus manos, mucho menos visto una fotografía de Serrano Bógodan original. 2. De procesos: cámara oscura, sujeto, luz y una visión. Una reacción común que tiene el observador al percatarse de la ceguera del autor es preguntar: “¿cómo puede hacer fotos?”, buscando con ello la descalificación fácil de la obra. La extrañeza causada por la noción de un fotógrafo invidente, hace temer el recibimiento que tendría en nuestros tiempos la novena de Beethoven. “¿El compositor 1  El escrito fue encontrado junto con otros tantos, dentro de una caja destinada a ser destruida. No se encontró ninguna fotografía ni en la caja, ni en las cercanías. 82


es sordo?”, preguntarían las lenguas piadosas y críticas de ésta, nuestra modernidad barbárica. Sin embargo y a contra corriente de la concepción enana del arte actual, Serrano Bógodan ha logrado concebir y depurar una técnica de trabajo que es tan, e incluso más, sobresaliente que la obra terminada. Yo fui testigo de primera mano de esta técnica2. Como todo fotógrafo sabe, para hacer fotos se requieren tres elementos: luz, una cámara y un sujeto a ser fotografiado. Aquí, los libros de texto obvian por completo el hecho de que se requiere de vista, omisión comprensible dentro del sentido común ortodoxo. Serrano Bógodan, como tantos otros ciegos, nos demuestra que las limitaciones propias de la invidencia no son totalitarias. Así, usa una estratagema inventiva que se ha convertido en parte de su discurso e incluso, ha devenido en su firma estética: emplea el tacto para capturar la imagen. He aquí el flujo de trabajo del que fui testigo durante una de sus sesiones fotográficas. 2  Jorge Serrano Bógodan no permitía el acceso a su estudio. Sólo a sus amigos más cercanos se les permitía estar presentes durante la toma. Esto reduce la cantidad de posibles autores del ensayo. De ser real, el rastreo de la fotografía no sería complicado 83


Dentro del estudio en su casa (trabaja en un ambiente conocido para evitar distracciones), previo a una larga conversación, la modelo adopta la pose que Serrano Bógodan le indica. Durante el proceso siempre está presente Sandra, su esposa. Ella entiende a la perfección las intenciones artísticas de él, producto de casi una década de ser su ayudante y compartir tres años de vida marital3. La modelo atiende las instrucciones del maestro y Sandra confirma que se plasmen sus propósitos de forma correcta. En este caso la posición solicitada es un tributo a la odalisca de Dominique Ingres, que probablemente el maestro haya visto en su infancia, antes de perder la vista. Medio tumbada, medio sentada sobre el diván, la modelo se permite encontrar un punto en el que la posición no le produzca incomodidad. Es necesario, pues la toma fotográfica habrá de llevar largo rato. En esta forma de trabajo, la instantaneidad de la fotografía ha regresado a la lenta fijación de los albores de la técnica. Luego, todas las luces del estudio son extinguidas: 3  Serrano Bógodan contrajo nupcias con Sandra Alemán en 1984 y permanecieron casados hasta la desaparición de ambos, en 1992. 84


paradoja poética para la creación, que desde la oscuridad total, surja la imagen. La cámara de gran formato, previamente posicionada en el punto correcto, es disparada por Sandra. Pero en vez de captar la imagen de forma instantánea, el obturador permanece abierto. La oscuridad que envuelve a la modelo obliga a una larga exposición. Es entonces que Serrano Bógodan repasa primero con la mano, luego con una linterna encendida, la forma del cuerpo. Mapea con el tacto los relieves de la modelo y decide qué alumbrar con la lámpara. Allí donde cae la luz del faro, el negativo habrá de captar el relieve. Por donde la lámpara no ilumina, se habrá de mantener el negro en la imagen. Así, si el hombro izquierdo no aporta a la construcción estética, la lámpara no habrá de iluminar esa zona. Más que realizar una fotografía, el maestro está esculpiendo de manera sustractiva; no con cincel, sino con luz. Recordemos que el arte es sustracción, siempre sustracción. Al terminar la escultura-toma, Sandra cierra el obturador de la máquina. Las luces se vuelven a encender para regresarnos al cuarto.

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Iluminados por los focos de tungsteno, los presentes nos mantenemos callados. Quisiera creer que reflexionamos gracias al contraste entre brillo y penumbra, acerca del mundo que habita Serrano Bógodan. Sandra descarga la placa de cristal de la cámara con habilidad consumada. El maestro camina seguro en los pasillos de su casa, hasta el laboratorio fotográfico. Ahí, ante mi solicitud, Sandra enciende la luz de seguridad roja para poder atestiguar el revelado de la placa, luego nos deja a los dos solos. El maestro se mueve en el espacio reducido, casi claustrofóbico, con la gracia del bailarín experimentado. Hay un sistema evidente en la clasificación de los contenedores para químicos, pero sin etiquetas que los identifiquen, la lógica de su acomodo me elude. Mientras revela la placa, la certeza de los movimientos de Serrano Bógodan son similares a los de un director de orquesta. Una vez revelada y después de sumergida en los baños correspondientes, el maestro me muestra la toma. Pregunta, “¿qué te parece?”. No puedo contestar, mi mirada no está acostumbrada a la luz roja y no alcanza a discernir imagen

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alguna. Ante mi silencio, él ríe. “¿Ya ves lo que se siente?”, se burla de mi ceguera. La placa entra en la ampliadora y debajo de ella, en el papel fotosensible, se realiza la impresión. Ésta, a su debido tiempo, se revela. De forma normal se usan pinzas, o guantes para evitar el contacto con los químicos levemente abrasivos. No así el maestro, que usa las manos desnudas para revelar. Después de seca la ampliación, el maestro la revisa. Pasa los dedos sobre el papel, la leve textura de la emulsión revelada le comunica el grado de calidad del trabajo. “Vamos a necesitar otra”, asegura mientras pasea las yemas sobre un punto evidentemente subexpuesto. Prodigioso, sería el adjetivo correcto. Mientras el maestro se decanta sobre una nueva ampliación, hablo con la modelo. Pregunto si es incómoda la forma en la que se trabaja. Dentro de nuestra sociedad patriarcal y políticamente correcta, el contacto es un gesto prohibido. Ella me asegura que no, que hay algo terapéutico en el proceso. Que es un honor trabajar para alguien como Serrano Bógodan, hay orgullo en el hablar de la joven. No me atrevo a preguntar más pues

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Sandra nos observa atentamente mientras conversamos. Temo que en este proceso de trabajo haya algo de lascivo, algún gesto que, de ocurrir fuera de este espacio de creación, fuese mortal para un matrimonio. A Sandra no la interrogo, es bien conocido su mutismo en torno al trabajo de su esposo. El maestro sale por fin del laboratorio, una nueva ampliación aún húmeda entre las manos. Pregunta, “¿qué les parece?”. En ella vemos el cuerpo femenino desnudo, el aura etérea debido a la iluminación incipiente de la lámpara, los bordes suaves por los movimientos leves que se realizaron durante la toma, en algunos puntos las manos de Serrano Bógodan fueron captadas, multiplicadas por el movimiento constante. La yuxtaposición de fantasmas borrosos que surgen y desaparecen en la oscuridad. La odalisca de Ingres toma forma por vía de las obsesiones de Francis Bacon. La escultura es, a riesgo de parecer superlativo, perfecta4.

4  Al parecer, el autor se refiere a “Ronda nocturna 12” de la serie “Rondas”. Fue exhibida por primera vez en la Ciudad de México en 1988. 88


3. Luz Serrano Bógodan ha realizado sus obras usando siempre este sistema de trabajo. Por ello, cuando dos días después me muestra a Luz, mi impacto es bien justificado. Como es evidente, ésta también es una fotografía de desnudo, obsérvese cómo la composición se enfoca en ella, una joven (tal vez muy joven) modelo en el centro de la fotografía. La característica más sobresaliente es su posición erguida, sus pies separados del suelo como saltando. Parece congelada en el aire, cual sumergida en un mar transparente. Cualquier fotógrafo amateur puede lograr este truco controlando la velocidad de obturación. No así Serrano Bógodan que ha hecho de las exposiciones lentas su firma estética. El movimiento que se capta en sus fotografías siempre es difuso, borroso por los tiempos tan altos de exposición. Y sin embargo ahí está ella, nítida por completo, flotando en el aire. Alrededor se alcanza a intuir el trabajo del fotógrafo con la lámpara. Obsérvese en la esquina inferior izquierda la aparición del rostro de Serrano Bógodan, al lado derecho varias manos repetidas por la lenta exposición. Pareciera que ella se mantuvo

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congelada en esa posición, suspendida de la nada, mientras él esculpió la fotografía con el faro. Cualquier fotógrafo versado en técnicas de laboratorio entenderá lo sencillo que es realizar fotomontajes de esta naturaleza. Trompe l’oeil, pero estas son prácticas que el maestro desdeña, por ser artificiosas y contrarias a su discurso naturalista. Le pregunto si se trata de una doble exposición y él me asegura que no hay trampa, sólo es el retrato más importante que ha hecho. Coincido con él, esta obra es una revolución no sólo en su opus, también en la historia de la fotografía mexicana. Luego me muestra la placa original, aquella que no se puede alterar. Con ella me demuestra que no hay truco, todo ocurrió de cara a la lente. 4. La biografía como germen del discurso. Jorge Serrano Bógodan es, primordialmente, artista visual e incidentalmente, ciego desde temprana edad. El glaucoma producto de su infancia poco afortunada fue, a su decir, el mejor regalo que la pobreza le pudo dar: le permitió “ver” la

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vida de forma distinta. Tenía el tacto, el oído y el olfato para navegar su realidad. También una inteligencia inquisitiva que fue un punto de desencuentro con su madre, descendiente de católicos polacos conservadores. Mientras que ella supuso la ceguera como un lastre para su hijo, el niño Jorge la usaba como una ventana de escape a los problemas económicos de su familia humilde. No ver, le permitió al infante huir a mundos en donde la crudeza del hambre no le causara dolor. Esta búsqueda de páramos fantásticos fue la temática central de la exposición “Sueños de alto vuelo”, realizada en el museo de arte moderno en San Francisco. Incluso en esa serie de cuarenta y seis imágenes es patente la tensa relación que el fotógrafo tuvo con su madre, las secuelas de la pobreza y la experiencia de una infancia idílica como escudo a la realidad inmisericorde. La muerte de su hermana mayor a causa de la tuberculosis, fue uno de los puntos de inflexión que forjó su futuro artístico. Su discurso desde los primeros pininos inciertos, ha versado en torno a la cruenta paradoja de la muerte, siempre abordado desde el cuerpo femenino. Recordemos

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que Eros y Tanátos son inseparables. Por ello, ante Luz, le inquiero: “¿La fotografía habla de la muerte de Regina, su fallecida hermana?”. Serrano Bógodan no responde. Esa es la prerrogativa del artista, imbuir de misterio su obra. ¿O acaso el Ulises sería mejor con comentarios explicativos de Joyce? Serrano Bógodan lo explica sin tapujos. “Es un secreto, no puedo decirlo” y la fotografía crece en mi memoria con la estima que se tiene por las obras maestras. 5. Incógnitas. Cada obra de arte habla de manera distinta a cada persona, tal es la polisemia en la experiencia estética. Sin embargo, hay constantes que deben ser tomadas como firmes en el análisis artístico. En este caso se trata de la figura completa, desnuda y congelada en el aire de esa joven, siendo esculpida por la luz de Serrano Bógodan. El rostro apacible, los ojos cerrados como soñando tranquila, nos remiten a la pasividad del final de la vida. Los tonos fríos de luz están presentes para reforzar esta idea mortuoria; la acción del fotógrafo ciego dándole luz a la imagen nos habla

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de la concepción absoluta de la nada, del olvido y de nuevo, la muerte. He aquí que en las semanas siguientes a haber visto la fotografía por primera vez, me veo enfrascado en el pecado que cualquier crítico inexperto comete: ¿Cómo hizo la toma? Para apreciar el arte, el qué siempre habrá de estar por encima del cómo. Sin embargo las posibilidades técnicas de la cámara, del flujo de trabajo del fotógrafo, me aprisionan en esta incógnita. Hay una imposibilidad que va más allá del efecto especial. No alcanzo a comprender por completo. Otro pecado: querer conocer la identidad de la modelo, los ojos cerrados, su expresión tranquila es comparable con la sonrisa enigmática de la Gioconda. Innecesario conocer su nombre, pero me es imposible no volver a la incógnita una y otra vez. 6. De sueños y obsesiones5. Desde que vi la fotografía he soñado con ella constantemente. La obsesión es común entre los estetas, pero ésta es una nueva forma de prendarse 5  El cambio abrupto de estilo supone que el autor es un escritor de tendencias excéntricas, práctica común en la década de los ochentas. Es posible buscar esta propensión literaria en otros escritos de crítica de arte para rastrear al autor. De nuevo, encontrando al autor, el rastreo de la fotografía será más sencillo. 93


a una obra. Le pido al maestro Serrano Bógodan que me hable de la fotografía, que me permita conocer a la modelo. Le ofrezco una buena suma de dinero para que realice una serie completa, y ser yo dueño de ella. Me dice que fue un error mostrarme la fotografía, me pide que no lo visite más. Apelo a nuestra amistad, pero se mantiene inamovible, ya no soy bienvenido. Tal es otra prerrogativa del artista, la volubilidad, el arrebato y la impredecible personalidad. Le pido que me muestre de nuevo la placa, pero se niega igual. Como sea, la tengo en la cabeza para siempre. 7. De sueños y visiones. Vuelvo a soñar con la fotografía. Ya no como espectador, estoy dentro de ella. Con la lámpara trazo la forma de su cuerpo, la luz la hace aparecer de la nada. Esculpo la oscuridad a la forma que deseo y aparece ante mí. El aire con cualidad submarina, sabe a eternidad. Permanece inmóvil en la brea congelada que es el tiempo, el ambiente frío por el estancamiento de segundos en este espacio reducido. Su rostro apacible, inmutable, permanece solidificado en esa expresión de tranquilidad

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ingrávida. Le observo desde todos los ángulos, rodeándola con lentitud. Entiendo que el título Luz hace referencia no sólo a la foto. Es también el nombre de ella. 8. Respuestas Serrano Bógodan no contesta más mis llamadas. Nuestro último intercambio fue todo, menos amistoso. Tuve que entrar a su casa, forzar los cerrojos y sustraer a Luz. Debe ser mía y su resplandor será pronto de todos, yo habré de compartirla. Sandra no hace nada para detenerme cuando me ve salir con la fotografía entre las manos. En sus ojos la entiendo complacida, descansada de no ser más una competencia para Luz. Casi hay complicidad en su expresión cuando me deja el paso libre para abandonar su casa. Ahora, con el nombre de Luz entre los labios, dentro de los ojos, entiendo cómo un ciego puede ser fotógrafo. Sólo un invidente puede conocer el sol y no quemar sus retinas minerales. Yo no, yo he visto la luz y la imagen se ha revelado en mi cabeza, se ha infundido con el ardor de un estigma. Hay experiencias estéticas que van más allá del

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raciocinio y la emotividad. Hay experiencias que queman el alma. Después de entender su nombre, ahora sé qué es Luz. Ella es la (cxxcxbxxx xx xx xxxuxxxxd xxxxx y xxtx xx xxx xxxpxxxx)6. Mi admiración por Serrano Bógodan se ha convertido en envidia, maldigo su nombre y sus ojos calcificados. Ella lo escogió primero a él. Ahora, yo también soy su siervo. 9. Conclusiones Los doctores dicen que la automutilación es sintomática de un desequilibrio siquiátrico profundo. Los doctores, como los críticos, como todos los demás, están ciegos. Ni siquiera mi amanuense entiende lo que digo y aunque no la veo, puedo sentir su mirada reprobatoria. Los ojos son las ventanas del alma, reza el dicho ramplón, pero a mí me estorbaban. El arte es siempre sustracción, siempre quitar aquello que no sirve. Cualquier otra cosa que vea más allá de Luz es inconsecuente, contaminante e impuro. La imagen de ella en todo su esplendor es definitiva

6  Texto tachado en el original. Se reproducen los caracteres legibles y se marcan con equis aquellos confusos. 96


y ahora, final. Los dos huecos en mi rostro son mi carta de presentación. Soy siervo de Luz. Con orgullo y horror le serviré. Serrano Bógodan se resiste, ya encontraré cómo convencerlo. Ignorando el tono melodramático de este ensayo, es posible usar las fechas para determinar si existe, o no, una fotografía Serrano Bógodan hasta ahora desconocida. En caso de que en efecto exista, es imperativo hacerse de ella e incluirla en la colección permanente. Alberto Berrueto Aldebarán Presidente de Adquisiciones, Catálogo Histórico Jorge Serrano Bógodan

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Cofradía A punto de ser fusilado, como se me acaba de notificar, por mi propia volición declaro como mis hijos naturales a Leopoldo, Maximina y Andrés. Nacidos de mi cónyuge ante toda ley, doña Maximina Zárate de Berrueto, para que los cuatro sean beneficiarios de los pocos bienes que dejo. Adopto como mi hija a Luz Aldebarán Mori para que reciba una quinta parte de mi herencia y con ello reafirmar mi encarecida amistad con su finado padre, don Arturo Aldebarán Fuentes. Que este gesto sirva también para acallar los rumores injuriosos que me imputan. Yo no lo maté. Como última voluntad solicito se le entregue este testamento y una carta personal a mi esposa, para así extenderle mis despedidas. Leopoldo Berrueto Sánchez. Puebla de Zaragoza. Seis de Diciembre de 1913 ***** Amadísima Maximina: Cuando recibas esta misiva, el pelotón de fusilamiento habrá llevado a cabo su obligación. 99


Yo lo habré encarado con la integridad que me comunica la certeza de tu amor. Te ruego que no sufras por mi deceso, que no fatigues tus ojos con el llanto: el fin que marca mi aparente defunción es reversible. Los designios que tejen el destino de nuestras vidas, el de mi muerte, responden a un plan incuestionable y absoluto. Un plan verdadero que en nada se parece a la pantomima que los necios, en su ceguera infinita, han querido llamar dios. Antes de que tus piadosos labios vayan en búsqueda de la plegaria para calmar mi alma resentida, permíteme tu atención: estas líneas no son exabruptos a causa del miedo o del enojo por mi sentencia. Lo que aquí escribo es real, tan real como nada lo había sido antes. Envío la presente para reiterarte mi amor incondicional, para consolarte de esta pena injustificada y para pedir el favor de tu bondad en esta situación aciaga. Debo explicarte los sucesos que me han traído hasta aquí, a esta celda indigna tan cercana de nuestro hogar. Para ello, tendré que relatarte la historia desde que dejé la confortable cercanía de tu abrazo, hace más de medio año.

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Aquí es pertinente asegurarte que yo no maté a Arturo Aldebarán Fuentes. Tú como nadie debes estar segura de la fidelidad que yo le profesaba, de la solidez de nuestra amistad intachable. Me siento obligado a aclarar esto, pues el sensacionalismo con el que los diarios han manchado mi nombre, rebajándolo al de un vil caníbal, ha convencido a los más incautos de que, en efecto, yo lo maté. Escribo esta advertencia seguro de que en tu corazón me conoces libre de oprobios. Si por alguna razón tu pecho albergara la más nimia duda de mi inocencia, amadísima mía, aquí mismo la diluyo: yo no asesiné a Arturo, pues no se puede matar a aquellos que ya han muerto antes. En todo caso sólo se les puede degradar. Su tiempo dentro del plan verdadero ya había expirado, su desaparición era necesaria para el avance. Así pues, lee mis palabras con paciencia y recuerda el cariño que me une a ti. Lo que digo en ellas tiene el peso de la veracidad y la carga del futuro que se cernirá sobre nuestra familia. La herencia que habremos de dejarle a nuestros hijos, nietos y bisnietos; a todos aquellos que desciendan por la línea de nuestra sangre.

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Como recordarás, partí el veintitrés de marzo en la tarde, movido por el telegrama que me envió Juan Quiroz, donde me advertía de la proximidad inminente del ejército a la plantación, esa que me dejara mi padre tras su muerte. Juan, también afectado por la rapacidad de la tropa del general Molina, me proponía la defensa de sus y nuestros bienes en conjunto. En aquél entonces, como siempre, seguí tu sabio consejo y me dirigí hasta el pueblo de Arteaga para defender el patrimonio de nuestra familia. El suplicio del tedio y el camino hecho en carreta me hicieron añorar tu compañía desde el primer momento en que me separé de ti. Para cuando llegué, los proscritos en la tropa de Molina ya habían tendido campamento en Santoja, a pocos kilómetros de nuestra hacienda y sus plantíos. Juan me recibió con la noticia de que el capataz de nuestra hacienda, tuya y mía, había sido colgado por los jornaleros insurrectos que se fueron a engrosar las líneas de Molina. Juan tenía para ese entonces una pequeña fuerza de resistencia armada, ajena a cualquier ideología facciosa en este conflicto. Me ofreció su apoyo para

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mantener a esos buitres a raya, con la condición indispensable de que yo, a cambio, le proporcionara con los bienes necesarios para auspiciar su pequeño grupo defensor. La respuesta afirmativa con que respondiste mi carta del veinticuatro, en donde pedía que me enviaras parte de los ahorros familiares, fue la última nota que recibí de ti en todo este tiempo. Me he aferrado a tu postal sólo por estar cerca de tu caligrafía, imaginando cómo tus delicados trazados le daban forma a las palabras. Esto ya lo sabes, pero lo repito no porque crea que lo hayas olvidado. Lo repito para entenderlo yo a cabalidad, para entender el terrible y hermoso regalo que me hicieron. A los tres días, Molina envió una avanzada de hombres a pactar con nosotros los términos de la expropiación de nuestros bienes. Bajo qué condiciones habríamos de entregar las haciendas so pena de, en caso de negarnos, morir ahorcados como tantos otros. Juan, bragado como era, no se permitió ni un asomo de cobardía y despidió a esa comitiva con la firme resolución de que no entregaríamos nada. Su firmeza y su probada experiencia en asuntos bélicos me llenaron de

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seguridad al mantener nuestra posición. El tiempo habría de demostrar lo errado en mis creencias. La última entrada de mi diario está fechada el veintinueve, pues a la madrugada siguiente, el general Molina atacó nuestro reducto de defensa. La batalla duró poco, su artillería superior acribilló sin misericordia a nuestro grupo penosamente mal armado. Los estruendos, el olor de la pólvora, los gritos de dolor son experiencias que bajo otra situación, distinta a la que ahora vivo, serían abrumadoras y paralizantes. Mi estupor llegó al máximo cuando nos tomaron prisioneros, a Juan y a mí. El mismo general Molina quiso persuadirnos de cederle los derechos sobre nuestros inmuebles y cuando Juan se negó, con esa tozudez tan suya, procedieron a colgarlo en la horca de un árbol capulín, que estaba al oeste de la hacienda. En ese entonces, tan distinto del que soy ahora, yo no comprendía los mecanismos del terror y del poder. En efecto, el temor se instaló en mí como una aflicción física y no pude hacer otra cosa más que rogar por mi vida. Firmé la cesión de derechos y no conforme con ello, el general

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Molina se cebó en mi miedo, ese que me delataba como alguien con mucho que perder. Le aseguré que si me daba el favor del perdón, le habría de recompensar con el total de mis riquezas. Coincidirás conmigo en que los bienes que yo poseo, están lejos de ser abundantes; pero en ese momento de desesperación, no encontré otra forma de salvarme. La mezquindad de Molina sólo es superada por su avaricia y accedió al trato que le presenté. Cuando sus fuerzas entraran a la capital, yo tendría que conducirlo hasta mi residencia, entregarle mis arcas y con ello, saldar la deuda. Es claro que yo no estaba dispuesto a hacerlo, a ponerlos en riesgo a ti o a los niños, pero la inmediatez del predicamento me impidió elucubrar algo más. De hecho las vejaciones, el maltrato ejemplar que se me dio como prisionero, me hicieron desear el pelotón de fusilamiento con premura. Las noches eran insoportables. Después de andar descalzo por caminos eternos, con el fusil a cuestas y otras cargas que aumentaban mi suplicio, me ataban a un ahuizote o a cualquier otro árbol al lado del camino. A tres noches de entrar

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a la capital, ocurrió el prodigio. Mi suerte, mi vida misma, el mundo entero cambiaron ante mis ojos. Esa noche, el grupo desvencijado que era el ejército de Molina, acampó en una hacienda que también reclamaron como suya. Me ataron en el establo donde habría de pernoctar junto a los animales de carga, entre la suciedad. Estaba en un estado tal de agotamiento y dolor que sólo podía pensar en ti. Deseaba que las noticias de la avanzada de las tropas hacia la capital, nuestro hogar, ya hubieran llegado hasta tu atención y hubieras huido con los niños. Pasé buena parte de la noche elevando plegarias a San Isidro, pidiéndole por el bienestar de ustedes. El cielo seguro no escuchó mis súplicas, pues quien acudió a mi auxilio fue todo lo contrario a la farsa que llamamos santidad. Apareció ante mí como un sueño de fiebre, emanando de la parte más oscura del recinto. Ahí estaba él frente a mí. Don Arturo Aldebarán Fuentes, sonriente y dadivoso como lo recordaba. Llevaba uno de los trajes de corte francés que tanto favorecían su natural elegancia. Iba sin mácula, como si hubiera flotado por encima de la inmundicia del chiquero. Se acercó a mí y me

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propinó una de esas sonrisas que eran la firma de las tertulias en su casa. Estoy seguro que recuerdas esas sonrisas, alguna vez hablamos de ellas y tú, atinadamente, las describiste como encantadoras. Me ofreció agua y creí que era sólo un desvarío provocado por mi penoso estado, pero al beberla entendí que era cierto. Supuse que por gracia divina se habría enterado de mi martirio, de mi captura y maltrato a manos de Molina. Que tú le habrías pedido ayuda para encontrarme y devolverme a donde yo pertenecía. Pero no fue así, este es el punto donde los periplos de mi travesía se salen de lo convencional. Atado como bestia en el establo, le hablé a Arturo con la soltura que nos permitía nuestra amistad. Él respondió en una lengua extraña, arcana, que yo no conocía. No entendí la forma de sus inflexiones, aún no tenía yo esa habilidad, pero sentí su significado en los huesos. Así me arrulló, recitando el evangelio de una religión clandestina, más vieja que todas las demás. Antes de caer dormido lo pude ver, cómo regresaba a la coordenada más oscura del recinto sin dejar evidencia de su visita. 107


En los tres días subsecuentes, la carga de mis cadenas se hizo tolerable. Las palabras de don Arturo hicieron más ligeras las jornadas y más sencillo el paso hacia la capital. La tercera noche me volvió a visitar, habló en el lenguaje de los suyos y me convidó de sus secretos. Yo aprendí sin entender, cual neonato aprendiendo a caminar. Me obsequió una daga de metal herrumbroso con el filo romo, para hacer más complicada la primera de mis pruebas. Para que no quedara duda de mi aptitud. La escondí, celoso, entre mis ropas. Entramos a Puebla al mediodía del primero de abril. Busqué tu cara en la multitud que recibió a Molina como a un prócer. No encontré la belleza de tu mirada en esos rostros que vitoreaban. Todos ellos errados en tantas cosas, ¿por qué no también en la política, esa patética excusa de la guerra? Las palabras incomprensibles, pero cimbreantes, de Arturo me habían inflado el corazón con la certeza de que todo lo que vivíamos, era una farsa absurda y sin sentido. Ya pronto entenderás a qué me refiero. Las tropas desmontaron en la iglesia de Abasolo, donde pasarían el tiempo necesario para

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reclamar como suya la plaza. Me ataron a un ahuehuete en la parte de atrás del templo. Molina habría de venir por mí para que yo cancelara la deuda en que había incurrido al pedir piedad. Cayendo la noche, extraje la daga que me había regalado don Arturo y corté mis ataduras. Antes de terminar, uno de los vigías atisbó mis maniobras. Se encaminó hacia mí con intenciones de detenerme pero salté sobre él, ya libre, y lo degollé. El filo burdo de la navaja complicó el esfuerzo un poco más de lo que anticipé pero al final, cumplí mi cometido. La sangre que decantó su garganta me llenó con una sed que aún no debía ser apagada. Luego, busqué a otros dos soldados y de manera subrepticia les apliqué idénticos cortes en el cuello. Salí de mi encierro con la máxima discreción posible y me dirigí al lugar que don Arturo antes me había indicado, sin yo entender sus palabras. Te preguntarás aquí, acerca de la paradoja en mi relato. Me declaro inocente por la muerte de don Arturo, pero confieso otras tres. Intentaré aclarar tu confusión lo mejor que pueda, sin la posibilidad de que entiendas por completo el significado de mis acciones. En efecto maté a esos

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tres soldados, no por rencor o venganza del trato vil que me dieron en cautiverio, sino porque mi prueba así lo requería. Tenía que demostrar que poseía las aptitudes necesarias para mi nueva naturaleza. Esos tres, como todos los que siguieron, no tenían importancia y los maté como las alimañas molestas que pululan en las cocinas sucias. A don Arturo, te reitero, no lo maté. Para morir se necesita un alma que escape del cuerpo. Él, la había perdido hacía mucho. Al fin libre, me moví por la ciudad como lo hacen las aves que emigran en invierno, movido por una pulsión imposible de acallar. Llegué a la casa indicada en un trance placentero y violento a la vez. Si hoy me preguntaran el domicilio del local, no podría responder. Allí me esperaban ellos, a la cabeza estaba Arturo como buen anfitrión. Quien no supiera de la ceremonia cruenta que estaba a punto de ocurrir, la confundiría con una de las tertulias a las que asistimos gustosos. ¡Ah, los manjares deliciosos que convidaba!, estoy seguro que los recuerdas tan vívidamente como yo. Pues bien, en esta reunión de unos pocos, muy pocos asistentes, yo fui la vianda principal. Si

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bien los festejos a los que asistíamos eran pretexto para el cotilleo banal, ésta ceremonia tenía la gravedad de la liturgia, el peso de la transmigración profana. Me posaron en la mesa de centro y yo, desprovisto ya de miedo, dejé que se alimentaran de mí. Mientras me consumían, sus bocas me contagiaron de una sed inagotable que me transformó. Libaron de mí sin reticencia y yo me despojé de cualquier atadura moral. Sentí el frío de la muerte recorrer mis venas y perecí en esa mesa, extraviado en la voracidad de la cofradía que Arturo lideraba. Desperté a una nueva existencia, una libre de cualquier restricción o tabú. Al abrir los ojos me recibieron como uno de los suyos y comprendí, por primera vez, el antiquísimo idioma que hablaban. La sórdida violencia de su gramática me llenó de sabiduría y avaricia. Entenderás que no pueda escribir abiertamente acerca de esta cofradía. Nada puedo mencionar de su estructura, de sus preceptos ni sus rituales, pues como muchas tantas, es una sociedad que atesora la secrecía y el anonimato. Sólo puedo adelantarte que su ideología central es la

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belleza de la depredación y el poder sobre el débil. El derecho innegable que tiene el depredador sobre sus víctimas es la lógica que mueve a esta hermandad, de la que ahora me precio ser integrante. Quisiera describirte, pero no hay palabras para hacerlo, las beldades de la inmoralidad como única vía verdadera. Amada Maximina, no puedo esperar el día próximo en que compartiremos esta dicha inigualable. Hay un aspecto que puedo participarte pues es, probablemente, el más característico de nuestra sociedad. La hematofagia. Hay algo de especial en alimentarse consumiendo a otro ser humano. Arturo me lo inculcó en las semanas siguientes a mi inducción, durante un período que podría llamar de enseñanza. En esta nueva existencia, la constante es el hambre insaciable que no debe ser ignorada; es nuestro orgullo y debemos honrarla. La toma de la ciudad por el general Molina, los múltiples enfrentamientos y excesos de la guerra nos dieron un terruño fértil que cosechar, para alegría de la voracidad nuestra. El placer de la sangre, de la vida misma fluyendo por la garganta, inculcando fuerza en uno, es el arrebato más completo que se pueda experimentar. 112


Mientras aprendía de la mano de don Arturo la larga tradición de nuestro clan, supe que hay dos formas de alimentarse. Aquella para palear la sed, que es más violenta y por lo mismo placentera; pero también hay la otra, la que roba vida y regala fuerza. La que permite a la presa convertirse en predador. Ésta última yo la experimenté, por ello le debía a don Arturo mi nueva existencia. Me confesó que desde el día en que nos presentaron, le parecí un buen candidato. Su continua amistad conmigo, con nuestra familia, era para sopesar el valor de mi inclusión en el grupo. No todos tienen lo que se necesita para ser acogidos en esta selecta congregación. Así, con la aceptación de los demás, Arturo sería como un padre para mí, guiándome en la filosofía del hambre, la depredación y el poder. Como líder, su deber era atraer nuevos miembros y así mantener vivo el pensamiento, pero sobre todo, las acciones de esta sociedad. Pasé esas semanas alimentándome y aprendiendo la vía del plan verdadero. No me puedo perdonar la angustia que habrás sentido sin saber de mí, durante este largo tiempo. Imagino la

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sorpresa tuya al leer en los encabezados y encontrarte a tu esposo acusado de antropofagia. Ojalá te consuele saber que estuve atento de tus movimientos por la ciudad. Vi de cerca tu valentía para defender nuestro hogar de las tropas, velé tu sueño incómodo por las noches, reprimiendo el ansia de estrecharte una vez más. Pero el plan requiere de anonimato y paciencia, ahora no habrá que esperar mucho. La hora de actuar se cierne sobre nosotros. Como lo mencioné, esta carta también es para pedirte el favor de tu bondad. Ya habrás leído el testamento que dejé y te estarás preguntando por la petición para adoptar como hija a Luz Aldebarán Mori, la progenie de don Arturo Aldebarán. Esa inteligencia tuya, tan vivaz ahora como cuando joven, te habrá llevado a la conclusión obvia: Luz es parte integral de la cofradía que me acogió. De hecho, ella es uno de sus pilares indiscutibles. Como todo grupo, éste también es susceptible a las luchas intestinas. Pero antes que evitarlas, se incuban con especial ahínco, debido al interés superlativo que tenemos por la depredación. De

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esta forma, con embates cruentos, se puede determinar qué facción tiene la dignidad de guiarnos en la ideología real. Luz, con esa corta edad que aparenta, es uno de los miembros que promulga con más ardor nuestra filosofía. Tal habilidad para administrar el dolor y la depravación, la ha encumbrado en la estructura del clan. La falta de piedad, la inmoralidad y la saña con la que despacha a sus presas, la hacen maestra inigualable. Ya tendrás la oportunidad de ser testigo de su arte. Te pido que la acojas en el seno de nuestra casa, que la trates en público como a una hija; pero en privado con la deferencia y el respeto que se le debe, al ser ella una de las ideólogas más sagaces de la cofradía. Entiendo que esta dicotomía, entre su edad real y la aparente, puede ser confusa. Una de las consecuencias de ser discípulos de este culto, es el disfrute de una longevidad larga y una juventud extendida. No permitas que su apariencia frágil y taciturna te engañe. Ha estado más tiempo sobre la tierra de lo que tú y yo pudiéramos contabilizar. Su impiedad no tiene límites, no cometas el error de faltarle al respeto, pues ella será nuestra guía en esta carrera de centurias.

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Verás, cuando recién abrí los ojos a mi nueva naturaleza, las delicias del poder y de la sangre me mantuvieron entretenido por un tiempo, pero pronto mi mente migró a tu recuerdo y solicité el favor de tu presencia en el grupo. Como ya lo dije, el clan no acepta a todos. Mi petición se vio atrancada por la negación. Mis hermanos y hermanas me consolaron, asegurándome que el lento paso de los años habría de lavar tu recuerdo. Mi corazón te perdería conforme me adentrara en el ejercicio de nuestras creencias. Yo supe entender que no sería así. Luz comprendió mi encrucijada. Me ofreció una respuesta que, como toda buena acción, tenía de pagarse con creces. Luz había ideado una estratagema para derrocar a don Arturo, su padre y mentor desde tiempos ya olvidados. Lo habría de hacer en apego a los principios predatorios que nos distinguen. Para llevar a cabo la artimaña, ella requería de la asistencia de alguien que no tuviera una lealtad firme. Alguien que no estuviera restringido por el yugo de la tradición fosilizada. A cambio de derrocar a don Arturo, Luz habrá de permitir tu entrada al clan.

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Para realizarlo, ella me expuso a conocimientos y prácticas ocultas, que habrían de asegurarme la victoria ante un líder tan experimentado como don Arturo. Sólo hay un dogma prohibitivo en nuestro credo: la conversión de un niño. Al ser discípulo de Luz, entendí la razón del tabú. No es por ahorrarles el dolor del tránsito entre un estado y otro a los infantes. Se debe, más bien, a que un niño está libre de freno. Al inducirlo en la filosofía real, un niño sería imparable. Luz, que estaba entre la infancia y la madurez cuando recibió el regalo, es imparable. La avidez de su boca, de sus ambiciones, de su obscenidad, no tiene comparación. Antes de que me censures como un adúltero, debes darte cuenta que entre seres celestiales, y por tanto entre infernales, la infidelidad no es aplicable. Recuera a Lot y el ofrecimiento que hizo de sus hijas a los ángeles, para salvar a Sodoma; recuerda al espíritu santo y su impregnación furtiva de María. No montes en furia contra mí; Luz ya no es humana y si tuviera que describirla, el apelativo de súcubo le calzaría bien. Entiende así que todo lo que hice, todo lo que siempre he

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hecho, es por ti y tu amor. Incluso la degradación definitiva de don Arturo, mi amigo. El encontronazo fue tan arduo como puedes imaginarlo. Aún con la ayuda de Luz, la empresa se develó titánica. Usé la misma daga que él me había obsequiado. Luz creyó que sería un detalle irónico, bien recibido por la congregación adepta a los simbolismos. Y así, cuando le destituimos, deglutimos parte de sus restos para afianzar el cambio de poder. Ella heredó el capítulo de la organización que tantas décadas le había eludido. Te recuerdo: yo no maté a don Arturo. Él había muerto hacía siglos, como yo hace meses. Luz hizo los cambios que creyó pertinentes a la estructura del grupo. Me pidió que la enviara a tu lado y honrado por la petición, acepté. Sus atribuciones como nueva Alta Maestra le obligan a mantener un perfil visible, como lobo en piel de carnero, a fin de buscar nuevos integrantes para la cofradía. Nuestra familia y tus relaciones sociales, serán perfectas para ese cometido. También me nombró Contramaestre, sólo subordinado a ella. Para aceptar la designación tengo que enfrentar al pelotón de fusilamiento,

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morir falsamente en el mundo de los hombres y enterrar mi antiguo apelativo humano. Así, en la más absoluta de las clandestinidades, podré servirle a ella con dignidad. Me mantuve inmóvil junto a los restos de don Arturo para que las tropas me tomaran prisionero. Hubiera querido que fueras testigo del horror en sus rostros cuando me vieron. En medio de esta guerra barbárica, mi obra les impactó. En sus ojos vi la muestra infalible de que la filosofía del depredador, es la única correcta. Después de fusilarme, me habrán de enterrar como dicta el procedimiento. Yo escaparé a la tumba e iré por ti. No desesperes, tendré que hacer una visita al general Molina en casa de gobierno, para instruirlo en cuestiones de rapacidad y poder. Luego estaré contigo a la brevedad que me sea posible. Para ese entonces, Luz te habrá comunicado las unciones básicas para recibir el regalo. Yo mismo te lo propinaré, no así a los niños. Habrá que esperar su madurez y a su debido tiempo los induciré a seguir nuestro camino. No puedo esperar el momento en que compartamos esta libertad, ajenos a las cadenas insulsas que

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te atan sin remedio a esta nauseabunda sociedad de presas. He de advertirte: si encontrases reprobable la ideología que te expongo, reconsidéralo. No intentes huir ni alejarte de los designios del destino, es imposible. El plan de Luz es total, infalible y ahora, inminente. Cuando conozcas la dulzura de la sangre, más divina que cualquier vino de consagrar, te convencerás. Esperando el momento de nuestra reunión, te amo como siempre: Leopoldo Berrueto Sánchez Puebla de Zaragoza Seis de Diciembre de 1913

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Lex Arcana Se terminó de imprimir en diciembre de 2014 en los talleres gráficos de Impresora Gospa ubicados en Jesús Romero Flores no.1063, colonia Oviedo Mota, C.P.58060 en Morelia, Michoacán, México La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura.



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