Educación analógica para la convivencia

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EDUCACIÓN ANALÓGICA PARA LA CONVIVENCIA

Juan Granados Valdéz


Nota: Esta obra ha recibido el aval de la dictaminación académica por medio de la modalidad doble ciego y a la vez ha sido de interés para el sello editorial, lo cual la convierte en un libro de importancia para los lectores y el área del conocimiento del cual trata. Agradecemos al autor por la confianza para publicarla.

Educación analógica para la convivencia Primera edición, infinita, febrero de 2021 isbn impreso en Amazon 9798708259844 © Juan Granados Valdéz, autor © Santiago Ramírez Núñez, prólogo © Itzel Rayas Cevico, imagen de portada © Daniel Zetina, edición Este libro es un proyecto del autor desarrollado por infinita para su promoción y comercio, no puede reproducirse sin autorización del mismo.


Dedicatoria A todos los que me han formado: a mi esposa e hija, a mis padres y hermana, a mis maestros y estudiantes, a mis amigos


Imagen de portada Itzel Rayas Cevico El árbol de la vida (fragmento), óleo, 2019, 90x140 cm


“Las humanidades alimentan nuestro espíritu” Mauricio Beuchot



CONTENIDO

Prólogo 11 Introducción 15 Sobre la figura docente 23 Del maestro como modelo 35 Del maestro como formador 47 Amor y sentido como elementos de la educación 57 Una educación analógica para la convivencia 67 Conclusión 85 Exergo 89 Bibliografía 93 Nota sobre el origen de los capítulos 97 El autor 98



PRÓLOGO

El ser humano requiere educación. No se trata de una observación moral, social, técnica o política, sino ontológica. La requiere porque, a diferencia de otros animales, cuya naturaleza parece estar determinada por los meros instintos, el ser humano se construye a sí mismo: los unos educan a los otros. La humanidad (el grado de calidad como seres humanos) se adquiere en contacto con los demás. Como personas concretas, mientras nuestros conocimientos y habilidades no nos lo permitan, dependemos de la educación impartida por los que nos rodean; no hay forma de evitarlo, ni para los educandos ni para los educadores. Por ello, los que pueden jugar el papel de educadores deben tener una mejor idea de la educación que imparten, porque de ella depende la humanidad de los educandos: su ser. En este texto, el lector encontrará las reflexiones y propuestas que Juan Granados Valdéz hace, sobre la base teórica de Mauricio Beuchot, para la elaboración de una educación analógica que permita la superación de ciertos paradigmas educativos que parecen haber llegado a sus límites.

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Como bien anota nuestro autor, hemos padecido ya una educación impositiva, enfáticamente prescriptiva, cuyos objetivos eran claramente esclavizantes; una educación que derivaba de y reproducía una única manera de ser en el mundo: obediente; una educación de una sola vía. Pero también hemos conocido la contraparte más extrema de la misma, una educación donde el papel del educador y del educando terminaron por conformar un círculo vicioso, donde el primero perdió toda autoridad para educar a nadie y el segundo carece de los fundamentos mínimos para educarse por sí mismo. En ambos casos tratamos con interpretaciones (hermenéutica) de lo que la educación y el ser humano son y deberían de ser. Por ello es indispensable, en principio, una filosofía antropológica que nos oriente acerca del ser de los actores del proceso educativo. A partir de ella deben revelarse los aspectos esenciales en ambos, aspectos por proteger y cultivar, tanto los naturales (razón, voluntad), como los culturales (libertad, derechos). Pero también debe quedar claro que, incluso desde la misma nomenclatura («educador», «educando»), es uno de los dos quien realiza una acción sobre otro, y no por mera jerarquía institucional, sino —sobre todo—gracias a su más extensa experiencia como ser humano entre pares. Es por esto que Granados Valdéz se ocupa aquí de la figura docente, pues ésta es el agente en la conformación del ser que se desea conseguir en el educan-

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do. Así, urge el cumplimiento de las condiciones que mantengan al proceso educativo —y a sus actores—, a salvo de los extremos prescriptivos y permisivos ya mencionados, de manera que dicha figura recupere el valor que ha perdido con el tiempo y que deberá desarrollarse en y el educando: el valor de ser persona. La educación analógica aquí propuesta atiende aspectos emotivos, éticos, existenciales y políticos, que no sólo permiten, sino que promueven un modelo de ser humano redignificado. Santiago Ramírez Núñez

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INTRODUCCIÓN

La hermenéutica es la disciplina de interpretación de textos. Es disciplina porque es ciencia, en tanto que tiene principios epistemológicos (supone la fenomenología y la semiótica), y arte, porque tiene o supone reglas de interpretación o exégesis. Además, la interpretación es la comprensión profunda de un texto por medio de su contextualización. Por su parte, los textos, como los entiende la hermenéutica, son todo aquello susceptible de ser interpretado, esto es, son hiperfrásticos, es decir, no se reducen al escrito. Los elementos de la hermenéutica son el autor, el lector y el texto. Los pasos son la pregunta, la respuesta y la argumentación. Para la hermenéutica todo es texto, incluida la educación. Dice Mauricio Beuchot que hay dos grandes tendencias en la hermenéutica, la hermenéutica unívoca y la hermenéutica equívoca. La unívoca, la de una sola interpretación, un solo sentido, estaría en contra de la polisemia, que es otro principio de la hermenéutica. Para que haya hermenéutica, pues, tiene que haber polisemia, diferentes significados. La hermenéutica univocista no sería, por ello, hermenéutica. Para algunos el univocismo políticamente degeneró en una 15


dictadura del sentido, porque sólo habría un tipo de interpretación válida. La reacción fue todo lo contrario y se cayó en una hermenéutica equivocista, en el relativismo. La hermenéutica univocista se asocia con la modernidad y la equivocista con la postmodernidad, reacción a la modernidad que niega los valores modernos. Vattimo —seguidor de Nietzsche, Gadamer y Heidegger— postuló que no podemos alcanzar la verdad y que hay, en contraparte, verdades. ¿Cuántas? Cuantas sean necesarias. Pero en tanta diversificación no hay encuentro, acuerdo. Cada uno tiene su verdad. El relativismo cae en el subjetivismo, en una especie de atomización. Hay, como puede verse, una oposición entre uno y otro extremo. Esta oposición, entre el univocismo y el equivocismo, la encontramos en otros ámbitos. Hay oposición entre lo abstracto (lo que ha sido separado de la realidad) y lo concreto (con lo que crecemos, aquello con lo cual experimentamos). Resulta en la actualidad más tentador irse por lo concreto, pues estos discursos, que van al grano, que cuentan anécdotas, que dan testimonio son más exitosos, porque podemos entenderlos con facilidad. Y pongamos por contraejemplo la lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, donde nos encontramos con una terminología tan abstracta que no sabemos qué está diciendo. También hay oposición entre la teoría y la práctica y normalmente tendemos a ponderar con mayor valor la acción. Entre más práctica y menos teoría, mejor, pensamos. Lo que pasa en ambos casos, en la op-

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ción por lo concreto y la práctica, es que estamos perdiendo la posibilidad de contemplar, urgidos por la vida. Es decir, urgidos por lo práctico y lo concreto, ya no contemplamos; y si no contemplamos, no pensamos; y si no pensamos, no somos humanos. Si el humano es un animal racional y se le quita lo racional, pues no es humano, podría exagerarse. La propuesta de la hermenéutica analógica apunta a que ni todo es teoría ni todo es práctica, ni todo es abstracto ni todo es concreto, ni todo es hecho ni todo es interpretación. El mismo Beuchot comentando la frase de Nietzsche, “no hay hechos, sólo interpretaciones”, dice que el filósofo alemán se burla de nosotros porque nos introduce en una paradoja. Si no hay hechos y sólo interpretaciones, incluso esta afirmación es una interpretación, es decir, ni siquiera la expresión “no hay hechos, sólo interpretaciones” es un hecho, sino que es una interpretación de una interpretación, de una interpretación… Beuchot dirá que sí hay hechos, pero que también hay interpretaciones y, más aún —y aquí se nota la postura analógica—, hay hechos interpretados o interpretaciones de hechos. De igual manera habría que decir que hay abstracciones concretas y concreciones abstractas, teoría práctica y práctica teórica. La hermenéutica analógica —propuesta por el filósofo mexicano Mauricio Beuchot— surge, pues, de experimentar la oposición entre los extremos, entre los alcances y límites del univocismo de la filosofía analítica y el equivocismo de la llamada posmodernidad. Según este autor,

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lo analógico es uno de los modos de predicación junto con lo unívoco y lo equívoco. La analogía es una atribución basada en las semejanzas y las diferencias de las cosas. Es una equivocidad sistemática y controlable, que no hace perder la capacidad de efectuar inferencias válidas. Los diversos significados se coordinan en un margen del que no se salen. La analogía también es proporción y conveniencia entre las cosas de diversos órdenes. Asimismo, la analogía es una perspectiva o una manera de pensar, que se inscribe en la lógica, y llega a constituir un método, que salvaguarda las diferencias en el margen de cierta unidad. La analogía se encuentra entre lo unívoco y lo equívoco, aunque tienda a esto último. Con la analogía, las diferencias pueden controlarse, porque busca la unidad en ellas. Las cosas a las que se aplica la analogía se relacionan, pues, y dicha relación las ordena, de lo que se sigue una estructura en un todo proporcionado. Dice Beuchot que estamos en una tensión entre el univocismo y el equivocismo, entre la modernidad y la postmodernidad, entre los dogmatismos y los relativismos. Necesitamos, por eso, algo intermedio, algo que no sucumba a la tentación del univocismo dogmático, pero que tampoco se pierda en la ingente cantidad de interpretaciones que pueden darse sin tener un criterio. Se necesita una hermenéutica analógica que parta de la analogía, que redescubra la semejanza y dé su lugar a la diferencia.

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Así, aplicando el esquema, una educación unívoca será lo que se denomina educación tradicional, impositiva. Es el profesor el que sabe y el alumno es un receptor que sólo almacena conocimiento. Al contrario, la educación equivocista será, por ejemplo, la constructivista, que es muy permisiva, pues propone construir al alumno su conocimiento sin saber a dónde va. Una educación analógica será implementar las bondades de ambas. La educación no debe ser impositiva, pero no debe dejarse tan suelto al estudiante que no haya posibilidad de evaluarlo. Hoy en día hacer un examen con preguntas abiertas es una ofensa para el estudiante, pues ya no se le puede reprobar. En política pueden hacerse las mismas consideraciones, ni total relativismo ni dogmatismo. Se necesita una política analógica, en la que la democracia sea verdaderamente participativa y representativa. Max Scheler descubrió que los valores ni son totalmente subjetivos ni totalmente objetivos: son analógicos. Los valores a la fecha se han ubicado en el equivocismo, precisamente porque los valores se quedan en la pura teoría. Por ello, la necesidad de una ética analógica o de formación en virtudes, ya que la virtud es el valor practicado, vivido. El valor no sólo debe decirse, sino que también debe mostrarse. No se trata de decir cómo, sino de tener buenos modelos y mucha práctica. Ahora bien, la educación, la ética y la política requieren una antropología que no sea univocista, que asegure conocer la naturaleza humana, que le reste lo que tiene de misterio; ni

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equivocista, que niegue toda naturaleza humana. La persona es y no es, la persona es algo real e irreal al mismo tiempo, es acto y potencia, lo que es ahora, pero puede llegar a ser; aunque también está compuesta de materia y forma, así pues, hay que admitir que la persona es cuerpo y alma, que en el alma hay facultades, razón y voluntad, las cuales llevan a la perfección de la persona. El modo en que vemos el mundo no es otra cosa que la cosmovisión. La filosofía nos da una manera de ver las cosas. La invitación de Beuchot sería a ver las cosas analógicamente, en este caso, desde la hermenéutica analógica, que es un método, una filosofía y tiene mucho de propuesta. Así pues, en esta línea, me he propuesto aplicar la hermenéutica analógica a la educación para reflexionar analógicamente sobre los paradigmas educativos, la esencia y la función del docente o maestro, el amor, el sentido y la convivencia como fines de la educación. Este pequeño libro se divide en cinco capítulos. En el primero se tratan los paradigmas educativos en el marco de la hermenéutica analógica. Los dos siguientes presentan al maestro como modelo y formador. El cuarto se detiene en el amor y en el sentido como elementos esenciales de toda educación. El último desdobla la propuesta de Mauricio Beuchot de la educación como formación en virtudes, de los sentimientos, en la interculturalidad y en el sentido, para la convivencia.

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Por último, quisiera dar las gracias. Por su lectura atenta y crítica, sin la cual este trabajo no habría llegado a la imprenta, agradezco con el corazón en la mano a mi maestro, amigo y colega Santiago Ramírez Núñez, a quien también reconozco haberme conducido a la filosofía.

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SOBRE LA FIGURA DOCENTE

Para este apartado me propongo plantear, en líneas generales, las notas de los tres paradigmas, vistos desde la hermenéutica analógica (HA) de Mauricio Beuchot, que pueden tenerse sobre la figura del docente, o maestro, o educador, o profesor. Lo que a continuación comparto es, pues, un esbozo de algunas ideas y acontecimientos, sin pretender agotarlos, acerca de dicha figura. Para comenzar, aclaro que utilizo el término paradigma en un sentido cercano al que le da Thomas Kuhn, a saber, como modelo que implica aspectos, elementos o prescripciones ontológicas, epistemológicas, éticas, políticas, etc., y que configura una manera de ver, de ser y de hacer en el mundo. Asimismo, uso figura docente como un término operativo, como gustan hacer los antropólogos, ya que bien podría decir maestro, profesor, docente o educador, pero nunca facilitador, como se verá más adelante. De 1997 a la fecha, Mauricio Beuchot ha cultivado una propuesta que él llama hermenéutica analógica, ubicada entre otros dos modelos de interpretación o de hermenéutica, a saber, la univocista y la equivocista. De estas últimas, la pri23


mera busca una única interpretación del texto. Epistemológicamente asegura la existencia de una verdad y el acceso de todos a ella; políticamente es impositiva, no hay lugar para la disidencia. La segunda se abre demasiado y sostiene que todas las interpretaciones del texto son válidas. Epistemológicamente anula la verdad o la fragmenta en tantas verdades como individuos; políticamente es permisiva, sin límites e incapaz de ordenar nada. La hermenéutica analógica, que aprende la lección de ambos modelos, pretende, por medio de la analogía, que es sentido de la proporción, ubicarse en el medio, mantener un cierto equilibrio, aunque a veces tenso. Así, desde esta línea, todo es susceptible de ser visto como un texto que se interpreta de forma unívoca, equívoca o analógica (Beuchot, 2009a). De lo anterior se desprende que hay tres paradigmas o modelos de la figura docente, a saber, una univocista, otra equivocista y, una más, la ideal, diría yo, la analógica. El mito de Prometeo N. Abbagnano y A. Visalberghi, en su Historia de la pedagogía, recuerdan que, del mito de Prometeo —que cuenta Protágoras— pueden aprenderse algunas cosas sobre la educación. Como se sabe, Prometeo robó el fuego a los dioses y lo entregó a los hombres después de descubrir que Epimeteo nada, ningún don, había reservado para ellos. Prometeo fue castigado por Zeus. Lo recordado con frecuencia es que lo dado por el Titán a los seres huma-

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nos, el fuego, fue la posibilidad de sobrevivir mediante la técnica o la tecnología. Y lo que se olvida —importante para la educación— es que la técnica, simbolizada con el fuego, es cosa adquirida; más aún, otorgada, donada, en un sentido, y recibida, aprendida, en el otro. Lo seres humanos la recibieron de manos de un dios y la transmiten, así, de generación en generación, de padres a hijos, de maestros a discípulos. La técnica no es, pues, natural al hombre. Como tampoco lo es saber convivir. Después de que Prometeo entregó el fuego y fue castigado, los seres humanos lo dominaron, sí, pero no sabían convivir y se mataban entre sí, continúa el mito. Zeus, apiadado de estas creaturas, mandó a Apolo a enseñar a los seres humanos el arte de convivir, el arte político. Véase otra vez cómo, incluso el arte de convivir no es natural al ser humano, es algo que se adquiere porque es otorgado, transmitido, donado, enseñado por otro: primero, por un dios; después, por un ser humano. Para los autores de la Historia de la pedagogía: “El mito de Protágoras contiene algunas verdades importantes. Primera, que el género humano no puede sobrevivir sin el arte mecánico y sin el arte de la convivencia. Segunda, que estas artes, justamente por ser tales (es decir, artes y no instintos o impulsos naturales) deben ser aprendidas” (Abbagnano & Visalberghi, 1992, pp. 4-5). El mito de Prometeo delata, entonces, los dos grandes propósitos de la educación, transmitir dos conocimientos (y su aplicación) sin los cuales los seres humanos no sobrevivirían, lo que los vuelve indispensables y necesarios para la subsistencia

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misma. Lo que hoy se ha dado por llamar pilares de la educación, bien pueden reducirse a estos dos propósitos que muestra el mito. Sin embargo, para los fines de este trabajo, quisiera preguntar quién educa, pues, si las artes mecánicas y de convivencia se aprenden o se reciben, se reciben porque alguien las da u otorga. ¿Quién educa? Cuando se habla de educación la tendencia es a hacerlo en general y en abstracto, dando por hecho que hay quien educa y quien es educado. Y cuando se enfatiza a cualquiera de los dos actores más ponderados de la educación (aclaro que soy de los que piensa que todos educan y en una escuela más, pues hasta el intendente o el guardia o la secretaria cumplen un papel de educador, más allá de sólo cumplir su función cuando tratan bien a los estudiantes, cuando hacen bien su trabajo, etc.), cuando se resalta al estudiante o al profesor, se lo hace desde el proceso o la función que se espera de ellos, a saber, aprender o enseñar. Así, si observamos el paso de la enseñanza a la enseñanza-aprendizaje y de aquí al puro aprendizaje, nos percatamos de que se ha menoscabado la figura docente, pues, de reconocer su didaké o maestría, se ha convertido al educador en mero facilitador, se le ha convencido de ello. Por esto, pues, es que me he detenido en el mito de Prometeo, porque quise insistir en que la educación no sólo es adquirida, sino que es otorgada, dada. No sé si en un principio fue un dios

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quien dio estos saberes, pero es claro que no aprendemos nada si no se nos enseña. Como observó al respecto mi colega y amigo Santiago Ramírez, “sólo se aprende lo ajeno (leer, por ejemplo); lo propio, sólo se desarrolla (los instintos). En todo caso, incluso para ‘facilitar’ es necesario tener el conocimiento”. Enseñar, como lo muestra la palabra, es poner en una orientación, dirigir, conducir, pues se enseña señalando el camino. Y lo hace quien sabe. Ese saber era llamado por los griegos didaké. Hoy le llamamos, más o menos aludiendo a lo mismo, especialidad. Entonces, ¿quién educa? Si la figura docente ha sido devaluada es porque al maestro se lo ha interpretado unívoca o equívocamente, y no analógicamente. En lo que sigue, expondré cómo es cada una de estas interpretaciones. Evidentemente, la analógica la reservaré para el final. No apunto a nada más que mostrar que puede verse al maestro desde tres perspectivas paradigmáticas distintas y que si la última es la mejor, entre otras cosas es porque las otras dos ya han dado de sí y han demostrado su fallo. Sobre los tres paradigmas de la figura docente La hermenéutica, en general, enseña que todo es susceptible de ser entendido como un texto y, por tanto, de ser interpretado. La educación no es la excepción. Así, la educación puede interpretarse de tres formas correspondientes al tipo de hermenéutica que se aplique sobre el concepto: una forma univocista, otra equivocista, y una más, analó-

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gica. La interpretación univocista hace énfasis en la enseñanza, sólo admite una forma de educar, vuelve a la educación impositiva, en ella se repite un modelo, no siempre bueno (evito decir adecuado y, por supuesto, idóneo para no incurrir en equívocos). La interpretación equivocista se enfoca en el aprendizaje, está abierta a modelos diferentes, hace que la educación sea permisiva, lo que parece suponer que cada uno construye su conocimiento. Además, como el mismo fundador de la hermenéutica analógica ha señalado, toda educación, y su respectiva pedagogía o filosofía de la educación, supone principios antropológicos, de entre los cuales destaca el del tipo de hombre que se quiere conseguir con la educación, principios algunos de los cuales son tácitos. Así, algunas personas encuentran parecido de la escuela con la cárcel y la fábrica, porque la educación univocista busca formar seres humanos obedientes; y, aunque se me cuestione, la educación permisiva y dispersa, es decir, equivocista, busca crear, aunque subrepticiamente, seres humanos manipulables, ya que es mucho más fácil manipular a quien no tiene criterios firmes que a quien sí los tiene. La primera es una educación moderna. La segunda es una educación posmoderna. ¿Cómo sería, entonces, una educación analógica? De entrada y muy rápidamente diré que estaría entre la prescriptiva univocista y la libertad equivocista, pero en tensión. Ahora bien, dependiendo del enfoque educativo, los maestros y los estudiantes también serán interpretados como textos en sus

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formas respectivas. Para este trabajo, sólo me he propuesto tratar al educador y mostrar cómo su figura se ha desvalorizado y con ello su saber, como ya se adelantó previamente. Louis Althusser, el filósofo marxista que aseguró que Marx había fundado la ciencia de la historia, desarrolló una idea muy útil para describir el papel que juegan los profesores en las escuelas en su obra Ideología y aparatos ideológicos del Estado. En este librito distingue entre el aparato represivo y el aparato o los aparatos ideológicos de los que se sirve el Estado para mantener el control sobre su población, son el objetivo de mantener la hegemonía. El aparato represivo es evidente, lo conforman la policía, el ejército, las cárceles, etc. Su acción es implacable y escandalosa. No puede no ser vista. Los aparatos ideológicos son más sutiles. Cumplen su función sin que se les vea. Y de entre los aparatos ideológicos que menciona Althusser, el de la escuela le merece una mayor atención, ya que es en ella donde se reproduce la ideología dominante en la mente de todos los involucrados en el proceso educativo. La función de dichos aparatos es la de reproducir, para la fuerza de trabajo, la ideología conveniente para las condiciones de producción, es decir, la de convencer a los trabajadores para que sigan trabajando, que vuelvan al trabajo diario, sea cual sea su condición (Althusser, 1988). El maestro o docente, en este sentido, es un instrumento (ideológico) de la escuela, de ese aparato ideológico que garantizará que siga funcionando, como hasta ahora, el Estado y su modelo económico.

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Desde esta perspectiva evidentemente univocista (la verdad es una: la del Estado), y que ha sido un mero ejemplo, el maestro es un técnico de la enseñanza, y su técnica se corresponde a un modelo fabril. Se trata de un obrero o técnico calificado de la educación. No requiere pensar por cuenta propia, ya que todo está dado, tanto los contenidos de los programas como las estrategias a implementar. Su objetivo es conducir a los estudiantes a convertirse en fieles y obedientes ciudadanos. El educador de una educación equivocista ya no es, ni siquiera, maestro. Es un facilitador, como se lo califica recientemente. La función ha sustituido a la persona, está por encima de ella. Cualquiera puede ocupar el lugar de un facilitador. He aquí un ejemplo de mi propia experiencia: el año pasado, por invitación, colaboré con la formación docente de profesores o facilitadores de enseñanza media superior. Esto fue por medio de recursos electrónicos. Yo estudié filosofía. Nada sé de formación docente y ni falta me hizo. Los recursos electrónicos daban las instrucciones a los profesores, éstos las cumplían o no, preparaban sus tareas, las enviaban y, un servidor, anotaba, a modo de checklist, si cumplía o no con lo requerido. Ni ellos ni yo teníamos que pensar demasiado. Lo más sorprendente para mi gusto estaba en que en los foros, esos espacios dedicados a la expresión propia y personal con que cuentan las plataformas digitales, los maestros se presentaban

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a sí mismos como facilitadores del conocimiento, antes incluso de asumirse como maestros o educadores u otra cosa. Ellos mismos anteponían la función a la persona y su saber. Ellos mismos estaban aceptando que pueden ser sustituidos en cualquier momento, como me sucedió a mí en el momento en el que ya no pude continuar siendo facilitador en línea. En la fábrica escolar, todos somos como refacciones, prescindibles e intercambiables. Un facilitador sólo apoya la adquisición del conocimiento por medio de técnicas didácticas novedosas y creativas, cuando bien le va. Como puede verse, los extremos convergen. Ya Mauricio Beuchot hacía notar que el univocismo y el equivocismo se tocan, pues ambos anulan la interpretación y ambos desembocan en anquilosamientos (Beuchot, 2009a, pp. 3345). Decía más arriba que la educación univocista busca seres humanos obedientes y la equivocista seres humanos manipulables. Está claro que en el fondo se trata de lo mismo. En la educación univocista el maestro es un técnico de la enseñanza, es un técnico calificado, es un obrero obediente; en la equivocista el educador es, tan sólo, un facilitador, manipulable según estándares de calidad o idoneidad. En ambos casos su figura no se valora, y mucho menos su persona. En ambos casos se trata de un instrumento de la ideología dominante o del poder en turno o del Estado o del Mercado. Porque nada más véase quién sugiere y decide qué necesita un país para ser incluido entre los que

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cuentan con mejor educación: una organización económica y mercantil como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). ¿Cómo sería, entonces, un maestro analógico? En primer lugar, sería una persona y, en tanto que tal, un modelo o paradigma, un ejemplo a seguir. En segundo lugar, sería un formador. Si se ha de atribuir una función al maestro o el docente, pues sería ésta, la de la formación. Raúl Trejo Villalobos, en un balance que hace de la propuesta educativa de Mauricio Beuchot, sostiene que ésta se caracteriza por enfatizar que la educación debe ser formación en virtudes, educación de los sentimientos y educación intercultural (Trejo Villalobos, 2014, pp. 31-47). A esto, el mismo Beuchot agrega que la educación consiste en la formación del juicio (Beuchot, 2014, pp. 19-30). Así pues, la educación desde la propuesta de la HA destaca la formación como su acción y efecto, tanto porque los niños y los jóvenes se forman, como porque hay quien ayuda a su formación. Aún hoy, en los seminarios, se habla de formadores porque son paradigma o modelo. Así lo dice Beuchot respecto de la formación en virtudes: “El maestro tiene, para con el alumno, y respecto de la virtud que quiere transmitirle, un papel de paradigma, esto es, de icono o de ejemplar analógico, una especie de analogado principal” (Beuchot, 1999, p. 38). De igual manera lo reitera cuando habla de la educación intercultural: “el profesor tiene que funcionar como un modelo en el caso de la propia cultura, y mucho

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más cuando se enfrenta a alumnos de una cultura diferente”” (Beuchot, 2009b, p. 79). Contra el técnico y el facilitador, el formador-modelo es la propuesta de un maestro o educador analógico que se desprende de la propuesta del filósofo mexicano. Como puede verse, la figura del docente se ha devaluado más de la cuenta de un tiempo a la fecha. Los paradigmas univocista y equivocista de la educación y del educador ya han dado de sí y deben cambiarse; han mostrado su insuficiencia; no han satisfecho las necesidades de la educación ni cumplido las expectativas que de ellos se tenía. El paradigma analógico del educador se presenta como una alternativa, no sólo porque es una opción más, sino porque es la opción que valora no sólo la función del maestro, sino a la persona. Y lo hace tanto porque formar es una responsabilidad que no se le concede a cualquiera, como porque sólo hay formación entre seres humanos, nunca entre otras criaturas, a las cuales se les programa o adiestra.

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DEL MAESTRO COMO MODELO

En el México reciente se han sucedido modificaciones al modelo educativo y cambios en el sentido que el maestro tiene, en la práctica educativa, a partir de la función que se le reconoce como sustantiva en aquél. En el documento Modelo educativo para la educación obligatoria. Educar para la libertad y la creatividad (2017) se menciona innumerables veces la palabra maestro, pero no se la define. Lo que sí amerita una definición, en el glosario, es el término docente. El documento dice que es un Profesional de la educación responsable de la enseñanza en el proceso educativo escolarizado. Es el promotor, coordinador, facilitador, investigador y agente directo del proceso educativo. Está encargado de organizar los ambientes de aprendizaje e interpretar el currículo en estrategias e intervenciones didácticas pertinentes para asegurar la calidad de la enseñanza en el aula. Bajo condiciones de autonomía curricular, autonomía de gestión y acompañamiento, puede ser agente de cambio y transformación a través de la organización y estructuración del conocimiento en contextos y circunstancias particulares (pp. 204-205).

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Destaco, para no olvidar, las características de un docente: profesional de la educación; responsable de la enseñanza en el proceso educativo escolarizado; actor, promotor, coordinador, facilitador e investigador del proceso educativo (escolarizado); organizador de ambientes de aprendizaje e intérprete en estrategias didácticas del currículo, en el aula; y, en el caso de que haya autonomía curricular, autonomía de gestión y acompañamiento, sería un agente de cambio y transformación. En esto último se condiciona lo que también puede ser el docente y no puede no resultar alarmante, ya que muy pocas veces se verifican dichas condiciones; por lo tanto, el docente en pocas ocasiones llega a ser quien podría ser. Pero, ¿es el docente un maestro? No me lo parece. ¿Es al docente a quien debemos llamar maestro? No lo creo. Maestro viene del latín magister, que en su sentido más básico significaba “jefe”. El docente no lo es, es tan solo un trabajador. Mauricio Beuchot, de finales de la década de 1990 a estas fechas, ha venido apuntalando directrices sobre quién es maestro, dentro de su filosofía de la educación. Sobre ésta, dice que La filosofía de la educación no puede confundirse con la pedagogía ni alguna de sus ramas más científicas o técnicas (que van de la mano de la psicología y de la sociología). Tiene a su cargo la reflexión sobre

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las condiciones de posibilidad de la educación, a partir de sus meditaciones sobre el ser humano (antropología filosófica y filosofía de la cultura). Aplica a la educación elementos que provienen de las ramas de la filosofía misma, como la epistemología o teoría del conocimiento, e incluso la ética (Beuchot, 2011, p. 160).

En la línea de la hermenéutica analógica, pues, la filosofía de la educación destaca que la educación es formación en virtudes, formación del juicio, formación de los sentimientos, formación en la interculturalidad y formación en el sentido (Beuchot & Pontón, 2014). Para este capítulo me he propuesto responder a la pregunta ¿a quién debemos llamar maestro? Y para conseguirlo me inscribo en el marco de la filosofía de la educación que se desprende de la propuesta de la HA, fundada por el filósofo mexicano citado. Ahora bien, la pregunta que me hago supone otra, ya que, si pregunto a quién debemos llamar maestro, acepto que ya sé quién es, o puede ser, maestro. Pero si no lo sé, antes de responder a la pregunta que me hago de entrada, he de tratar de dar respuesta a esta otra, a saber, ¿quién es maestro? No quiero sólo dar con la esencia del maestro, sino conectarlo con los otros y su contexto. Lo que sostengo y que responde a las preguntas propuestas es que el maestro es icono, modelo o paradigma de los alumnos porque la educación es formación en virtudes. Esta re-

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flexión se enfoca en una de las condiciones de la educación, a saber: el maestro; a partir de la antropología filosófica, por eso que conecta con los otros y su contexto. A continuación, pues, presentaré y argumentaré estas directrices para, al final, responder a la pregunta planteada y decir por qué maestro y docente son distintos. Iconicidad y virtudes Partamos, entonces, de un concepto en Beuchot en estos contextos: la iconicidad. Para él, se trata de una forma de la analogía. Ésta es la forma de significar en parte semejante y en parte diferente, predominando esta última. Los iconos son, pues, analógicos porque conectan, a partir de la semejanza, las diferencias. En este sentido “el recurso a la analogía […] es lo que permite integrar la enseñanza y la ejemplaridad con una mímesis o imitación no servil, sino libre y creativa. […] que ayuda al maestro a ser icono (modelo o paradigma) para el alumno, y que además permite avanzar en este proceso de identificación en medio de la interacción con lo diverso o diferente” (Beuchot, 2009, p. 52). Es decir, el icono que sería el maestro integraría enseñanza y ejemplaridad con la imitación, cosa que le permitiría avanzar por la identificación en medio de la interacción diversa de los estudiantes que, a veces, son de contextos culturales muy distintos a los de los maestros.

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Mauricio Beuchot funda su propuesta en las doctrinas y ecos antropológicos de algunos pensadores recientes, de quienes haré una rápida mención. Para Charles S. Peirce, el icono (el símbolo para Ernst Cassirer, Mircea Eliade y Paul Ricoeur) es un signo que relaciona y por eso está sobrecargado de significado, lo que le permite llegar a lo más íntimo del ser humano. Jung pensó así los arquetipos y los tipos psicológicos (como el introvertido y el extrovertido). Max Weber habló de los tipos sociológicos (como la conducta racional conforme a fines, la conducta racional conforme con valores, la conducta afectiva y la tradicionalista). Ludwig Wittgenstein pensó la iconicidad en los paradigmas y los parecidos de familia en relación con ellos; entre unos y otros hay una relación de cercanía o lejanía hasta que ya no hay parecido; un paradigma, sostenía el filósofo austriaco, sólo se puede mostrar, mas no decir. Ahora, ¿cómo se aplican estas ideas que redondean una noción de icono a la educación y, específicamente, al maestro, del que se quiere saber qué y quién es para saber a quién debemos llamar maestro? La vía para responder a esto es considerar, como primer paso, la educación como formación en virtudes. En palabras de Alasdair MacIntyre (2001), se entenderá virtud como “una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia

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nos impide efectivamente lograr cualquiera de tales bienes” (p. 201), la propiedad disposicional que puede adquirirse y que capacita para hacer bien una actividad. En esta línea, la educación sería la posibilidad de suscitar y promover virtudes en la persona (Beuchot, 1998). Según Beuchot, es necesario recuperar para los maestros y la educación su carácter de modelo, ya que la masificación de ésta ha vuelto difícil ejercer la ejemplaridad y tener esa relación más humana entre maestros y estudiantes que parecían caracterizarles. Se trata, por supuesto de que el maestro sea un buen modelo y no uno cualquiera. La formación en virtudes lo exige, como explicaremos a continuación. Mauricio Beuchot se sirve de Platón, Aristóteles, Gilbert Ryle, Jean Piaget y Alasdair MacIntyre para dar cuenta de la educación como formación (o suscitación y promoción) de virtudes. La virtud desde los griegos significa mesura o moderación; vincula y media la pasión y la inspiración, es decir, evita sus excesos o sus defectos; la virtud modera los extremos. Para Platón, no se puede alcanzar plenamente, como si de un equilibrio matemático se tratara, pero en alguna medida lo es, en alguna medida equilibra y permite vivir adecuadamente, sin pura intuición y sin pura razón, sino combinando ambas, inclinándose a un lado o a otro, según sea requerido.

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Para Aristóteles, siguiendo en parte a su maestro, la virtud, como moderación, no es un obstáculo para la acción, sino la posibilidad de actuar según convenga. Las virtudes pueden ser intelectuales, morales, creativas o mixtas (como la prudencia, que es teórica y práctica y que enseña a disponer de los medios para alcanzar los fines). En Aristóteles está la tesis de que la creación de hábitos es obra de los maestros y que debe emprenderse antes que el desarrollo del raciocinio. Aunque las virtudes son hábitos, no son exactamente destrezas, es decir, no lo son en sentido conductista, de repetición cuantitativa, ya que involucran al educador y al educando de manera consciente. Las virtudes, en tanto que hábitos, son cualidades porque cualifican al hombre que las posee. También son excelencias porque ayudan al ser humano a buscar su bien y sus fines, esto es, la felicidad. Las virtudes, según Aristóteles, se aprenden con la práctica, pero siguiendo reglas o direcciones indispensables. Es cierto que no hay escuela de virtudes, sin embargo, se requiere de buenos modelos y mucho ejercicio. He aquí que se conecta la idea de Wittgenstein de paradigma, pero matizada, ya que un modelo es ejemplo y orienta, muestra y dice. Un maestro, por ejemplo, para enseñar la ciencia (el hábito de las demostraciones, según el estagirita) suscita y promueve, por medio del ejemplo, el hábito de extraer conclusiones. El maestro, pues, no sólo informaría, sino que ayudaría a formar, con el ejemplo, el hábito o cualidad de esta virtud en los estudiantes. Lo mismo pasaría con el resto de las virtudes, sean teóricas o prácticas, intelectuales o morales. Más

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aún, esta formación es dialógica, requiere de la intervención activa del estudiante. Se ve con claridad nuevamente en el caso de la promoción de la ciencia como virtud, ya que para que se adquiera se requiere del entendimiento de los axiomas, la aceptación de los postulados y la discusión de los teoremas (Beuchot, 1998). Entendidas las virtudes y su necesidad, el filósofo mexicano dirá que para que la educación suscite y promueva las virtudes, esto es, sea formación en virtudes, “que es lo mismo que formar en valores, se necesita tener al maestro como paradigma y tratar de mantener con él cierto parecido de familia” (Beuchot, 2011, p. 166). Desde Thomas Kuhn, por ejemplo, la filosofía de la ciencia ya no analiza las teorías científicas como conjunto de enunciados, sino como conjuntos de prácticas en orden a un paradigma, a saber, un científico connotado con el que se buscan los parecidos de familia. Esto mismo, al llevarse a la educación, le devuelve al maestro el papel de paradigma que tuvo en otro tiempo. Con otras palabras: “En la pedagogía, nos da un modelo en el que el maestro no se contenta con brindar información, sino que da formación, específicamente con su ejemplaridad. Es la idea del maestro como icono o modelo a seguir para el alumno” (Primero & Beuchot, 2015, p. 103; Álvarez, Beuchot & Álvarez, 2018, p. 50). Esto es posible por la adjudicación de autoridad al maestro, dada a partir de la transferencia (según el psicoanálisis) e intercambio de emociones. Dicho de otra forma, el maestro es icono por-

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que influye en sus discípulos y éstos introyectan actitudes que le pertenecen a, y reciben de, aquél. En toda escuela filosófica, por ejemplo, funciona el carácter paradigmático, modélico o icónico del maestro. Piénsese en Sócrates, Platón y Aristóteles, que fueron modelos de sus alumnos. Entonces, en la formación en virtudes (teóricas y prácticas) se recurre a la adopción y asimilación de un modelo o paradigma. Y si bien Wittgenstein sostendría que éste sólo puede mostrarse y no decirse, en el marco de la HA, que evita los extremos, que la iconicidad sea analógica significa que se puede mostrar el decir y decir el mostrar. Mientras que el decir pretende la univocidad, el mostrar tiende a la equivocidad. Cuando se explica algo, a veces no se entiende, por muy claro que se lo diga. Piénsese en las instrucciones dadas verbalmente para realizar una actividad, ¿cuántas veces no son comprendidas? Cuando se muestra, sucede lo mismo, puede no entenderse y mucho menos captarse el sentido de una acción. Piénsese en quien hace algo, lo que sea, sin decir nada; pasaría que nos perdería o no sabríamos qué hacer. Un ejemplo del decir que muestra, un poco para tratar de afianzar la idea de manera analógica, es el instructivo para armar un librero. En él se dice la instrucción y se diagrama o ilustra, es decir, se muestra icónicamente qué y cómo hacer para ensamblar las piezas de dicho mueble. Un ejemplo del mostrar que dice puede darse en la acción de escribir y la instrucción oral complementaria para emprender dicha actividad (Beuchot, 2011). En el ámbito moral,

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como se dice, una cosa es insistir en los valores, y otra, predicar con el ejemplo. En el ámbito científico ya mencioné varios casos. Formación en virtudes La filosofía de la educación requiere, pues, de la antropología filosófica en la base, porque al ocuparse ésta del ser humano aporta respuesta a las preguntas de qué se parte y a quién se quiere llegar; entiéndase un ser humano por desarrollar, en el origen; y un ser humano desarrollado, en el final. Ello supone estados y procesos de conducción, de un mover cualitativo. El maestro lo es porque sabe quién es el ser humano, el hombre, y quién puede llegar a ser y, por ende, participa y colabora en la formación en virtudes de los estudiantes. La educación requiere de moderación, ya que ni puede ser completamente particularizada ni completamente general y homogénea, se requiere proporción de ambas. Asimismo, se requiere un equilibrio entre la política y la educación. No puede permitirse todo ni puede imponerse todo (Beuchot, 1998). El docente, se decía, es profesional de la educación; responsable de la enseñanza en el proceso educativo escolarizado; actor, promotor, coordinador, facilitador e investigador del proceso educativo (escolarizado); organizador de ambien-

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tes de aprendizaje e intérprete en estrategias didácticas del currículo; y, en el caso de que haya autonomía curricular, autonomía de gestión y acompañamiento, sería un agente de cambio y transformación. El maestro, en el ámbito educativo escolarizado, es docente y funge como tal, pero ha de ser más, esto es, modelo de sus estudiantes, ya que su labor sustantiva y esencial es la de formar a las personas que están a su cargo o de las cuales es responsable. Formación es acción, como proceso, y efecto o resultado esperado, de formar o dar forma. Esto puede conseguirlo porque ser maestro es ser icono, paradigma o modelo. Un modelo es aquel que cuya actividad es procreativa, como se espera que sea la de un maestro, la de un jefe que motiva, que lleva, que hace que las personas den lo mejor de sí. Un maestro así concebido debe serlo en distintos niveles, como lo pensaba Aristóteles, a saber, en lo intelectual, en lo moral y en lo productivo. Y en caso de que alguien no pueda ser modelo de todo, hay modelos según sea el caso. Cierro respondiendo: ¿quién es maestro?, quien es modelo; ¿a quién debe llamarse maestro?, a quien es modelo. Y si se es maestro es porque se tiene autoridad, la que da ser modelo y como tal es, también, jefe de la educación.

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DEL MAESTRO COMO FORMADOR

Como ya se adelantaba en el capítulo anterior, para Mauricio Beuchot la educación ha de ser formación en el juicio, en las virtudes, de las emociones y en la interculturalidad (Beuchot, 2009b) para la convivencia (Trejo, 2014). Y se sabe que la educación no sólo depende de los docentes en cualesquiera de los niveles educativos, sino que ésta requiere de la intervención de otros actores, entre los cuales los más relevantes son los padres de familia. Sin embargo, en la escuela los docentes son los responsables de la educación de los estudiantes, ya sea que contribuyan a la adquisición de los conocimientos y las habilidades propicios para la vida, ya a la de los valores y las virtudes que aseguren un comportamiento adecuado y posibiliten las mejores relaciones entre los individuos en una sociedad. Para Beuchot, la educación presupone una antropología filosófica (Beuchot, 2007) porque ésta dice qué es el hombre, esto es, da cuenta de su esencia. La esencia es lo que hace que algo sea eso y no otra cosa, pero también dice qué puede llegar a ser o qué se espera que sea. Cuando nacemos, el futuro se nos presenta como una multitud de posibilidades que pueden realizarse o no, pero esto último depende de lo que podemos llegar a ser como seres humanos. Aristóteles veía la esencia de las 47


cosas en la forma. Y según lo que se sabe que son y se espera de los hombres, esto es, su forma propia, será la educación que se dé a éstos. La educación, pues, se da por alguien, en este caso, el maestro o docente, cuya esencia consiste en ser formador, es decir, formar individuos que están a su cargo al menos el tiempo en que le toca convivir con ellos. Y esta acción la lleva a cabo presuponiendo lo que todos los seres humanos pueden llegar a ser, esto es, seres humanos, capaces y útiles, en y para la sociedad. El maestro como formador de personas Hace tiempo que se ha cuestionado que el ser humano tenga una esencia. Sin embargo, si no la hay tampoco hay norte para la educación, preámbulo para la ética y base de la acción política en la sociedad. Una hermenéutica analógica integrada por una antropología filosófica permite entender que la esencia del ser humano es abierta, pero no tanto, y que en él se dan las posibilidades de llegar a ser, como vieron Juan Luis Vives y Giovanni Pico della Mirandola, lo peor o lo mejor, lo que lo denigra o lo dignifica (Villoro, 2011). Llegar a ser lo mejor que puede ser es un ideal, y éste se consigue por medio del aprendizaje de los valores y las virtudes dignificantes, por medio de la adquisición de los conocimientos y de las habilidades que le permitirían integrarse a la vida activa de una sociedad. Desde el mito de Prometeo se sabe que los principios y las reglas de comportamiento, así como los conocimientos respecto del mundo

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son adquiridos o, más bien, aprendidos (Abbagnano & Visalberghi, 1992), lo que implica que alguien los enseña. Por su parte, enseñar quiere decir señalar el camino; y como educación, etimológicamente, quiere decir conducir, llevar de un lugar a otro. En el mito de Prometeo son los dioses los que enseñan a los hombres a comportarse para convivir y a saber qué hacer para sobrevivir. Después de ello han sido los mismos seres humanos los que han fungido como enseñantes y aprendices. Hay, pues, maestros y estudiantes, al menos en la educación escolarizada de nuestra época. Y los maestros han de ser o llegar a ser formadores, porque su tarea es la de formar a otros para que a su vez ayuden a formar a otros más. La educación es, en este sentido, formación. Según la acepción más común, la formación es acción y efecto de formar. Como acción es una práctica, porque supone, en su sentido más originario, a este comportamiento o conducta, pero además se espera el mejor de entre todos los habidos, por lo que este comportamiento ha de ser paradigmático. Con esto quiero decir que el maestro en tanto que formador ha de ser modelo de sus estudiantes (Beuchot, 2009b). Asimismo, decir que la formación es acción de formar, es decir, que consiste en la aplicación de una técnica, la didáctica, para alcanzar su objetivo, a saber, formar a los individuos que están a su cargo. Técnica, en la antigüedad y en la Edad Media, significó el conjunto de reglas o preceptos universales, adecuados y útiles para conseguir un propósito, según la formulación de Galeno

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(Tatarkiewicz, 2001). En este caso, el maestro ha de conseguir formar a los alumnos. Ahora bien, como efecto, lo que implica es que con la aplicación de la técnica y el comportamiento adecuado se conseguirá un producto, un resultado, una consecuencia. Por ello, se dice que el objetivo del maestro es la formación de los estudiantes. Martin Heidegger, analizando la técnica, concluye que la esencia de ésta es la de producir, lo que significa hacer pasar algo de la ausencia a la presencia, de la nada al ser (Heidegger, 1994). Lo que el estudiante es durante su educación es también lo que todavía no es, es decir, el ser humano que se espera de él. Si, como dice Beuchot, la educación es formación del juicio, en las virtudes, de las emociones y en la interculturalidad, entonces un niño, para poner el caso extremo pero paradigmático, aún no puede emitir juicios, comportarse según lo mejor, controlar sus sentimientos y aceptar la multitud de culturas y respetarlas. Aquí está el campo de acción del maestro como formador. Juzgar es distinguir, para actuar en consecuencia, entre lo verdadero y lo falso, entre lo bueno y lo malo. Una virtud es un hábito bueno, benéfico tanto para el individuo como para la comunidad a la que este pertenece. Las emociones, como dice José Antonio Marina (2006), vienen y van, su origen es incierto, pero su función es de suma importancia, ya que nos revelan que las cosas y las acciones son o no valiosas. Como dijera también Heidegger (2002), los estados

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de ánimo nos abren el mundo, nos lo muestran, por decirlo así, filtrado por ellos. Por último, hoy se admite como un hecho que hay una multitud de culturas que conviven y a veces comparten o imponen o defienden sus valores, sus conocimientos, sus símbolos, etc. Decir que un niño no está capacitado para esto es sólo reconocer que efectivamente aún no es lo que puede llegar a hacer y que para que consiga hacerlo se hace indispensable un formador, alguien que le dé forma, que le ayude a alcanzarla, que le permita hacerse con la esencia que le corresponde por ser hombre. Formar es dar forma. El niño prefigura el adulto que será, aún no tiene la figura que puede ser. Un formador es el que da forma, configura, puede decirse. En este sentido, al niño, al alumno, al estudiante, al aprendiz, al discente, en consecuencia, ha de llamársele formando. Éste es el que recibe la forma o el que la consigue por medio de la formación y con ayuda del formador. La forma es la esencia, decía. La forma de todo ser humano es la de ser racional. No hay que mal entender, empero, lo que se dice con la famosa definición, de cuño aristotélico, de que el hombre es un animal racional. Ésta expresa, sí, la esencia del ser humano, sin embargo, no significa que ya por nacer en la especie se sea racional. Se tiene que llegar a serlo, como dijera Óscar de la Borbolla (2006), pero ser racional no significa ser calculador, sino otra cosa. Significa que con todo lo que es el ser humano, todo lo que lo conforma actual y potencialmente, esto es, su composición

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orgánica y la cultura en la que nació, la razón ha de orientar o dirigir su acción, esto es, ha de mostrarle los mejores medios para alcanzar sus fines. Y no promuevo una razón instrumental en el sentido negativo en el que Theodor Adorno y Max Horkheimer la denunciaron (Horkheimer & Adorno, 2005). Me refiero a que para ser ser humano y saber convivir, los medios son el conocimiento y las virtudes. Y con “sus fines” tampoco quiero decir que se trata de fines egoístas, del yo, o individualistas, sino de los fines humanos, los que garantizan o posibilitan la plena humanidad, y que para Aristóteles y muchos otros más pueden reducirse a uno: la felicidad. Puede recordarse, sin embargo, lo que hace tiempo Luis Villoro decía respecto de nuestra sociedad capitalista en torno a que en ésta se verifica una contradicción entre el discurso y la realidad. Una sociedad como la nuestra, decía, no tiene las condiciones para que todos los individuos se realicen, aunque sería mejor decir que no da las condiciones para que todos los individuos se realicen como seres humanos. Es flagrante que hay una contradicción entre el discurso que se monta o basa en la libertad del individuo y su capacidad para alcanzar su plenitud, y la realidad social, ésa en la que unos pocos poseen mucho y muchos no tienen ni para comer, esto es, la realidad social en la que muchos carecen de las posibilidades de superación que se promueve discursivamente a todos los niveles (Villoro, 2005).

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En orden a lo anterior, la función de formar del maestro, o sería mejor decir, el cumplimiento de su esencia como formador, lo convierten en una persona de suma importancia, ya que contribuye con su labor a hacer que quienes están a su cargo, su responsabilidad mientras dure su convivencia, alcancen el ideal o lleguen a ser quienes tienen que ser por medio de una acción que genera algunas condiciones, tan sólo algunas, para que cada uno sea lo que le toca, en lo particular como en lo general, es decir, para que cada uno encuentre o alcance lo que como individuo lo realizará y cada uno se realice como ser humano, siendo feliz. Formación en alemán se dice bildung (con los mismos orígenes del inglés building: construcción). Formación es, metafóricamente, una construcción colaborativa. Este posible sentido arquitectónico me lleva a pensar que como sucede al alzar un edificio, sea una casa o una escuela, se requieren planos (planes y planeación), presupuesto, materiales e instrumentos para conseguirlo. Una obra tiene a un arquitecto o maestro de obra a su cargo. Dirige u orquesta al equipo para levantar el edificio. A veces todo puede parecer ir bien, pero si algo falla o no es lo adecuado, el edificio colapsa, en el peor de los casos, o pronto hace visibles sus vicios ocultos. Lo mismo pasa con los formandos. Éstos son como casas a construir. Los materiales con los que se trabaja están en ellos. Los instrumentos y el conocimiento para dirigir la construcción, pienso, ha de reconocérselos al maestro o a los maestros de esa obra. Es cierto que no se trata de pensar

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que los estudiantes solo son materia moldeable. Es decir, sí lo son, pero no sólo eso. Son el material de trabajo, pero también son colaboradores de éste. La palabra formando deja entrever que el estudiante es activo y no pasivo, que aprende, pero que no siempre lo hace con lo que se espera de él, porque o aprende menos o aprende más. Por eso, el maestro ha de ser cuidadoso con lo que dice o enseña o hace, ya que no puede saber qué impacto y qué consecuencias pueden tener en sus compañeros de viaje, pero también es verdad que el estudiante como formando no puede darse a sí mismo la forma, requiere de apoyo, de orientación, de conducción, de un formador. La permisividad del constructivismo puede ser un despropósito sin los cimientos pertinentes, en la medida en la que cualquier cosa pueda deslumbrar sin que contribuya a que la felicidad se alcance. En la Edad Media el maestro era la persona capacitada para enseñar o formar, porque de él se podían recibir enseñanzas consideradas valiosas, y esto se debía a que sabía. Al maestro se lo podía encontrar tanto en el taller como en la universidad. Hoy maestro parece significar únicamente el grado académico obtenido después de cursar el posgrado respectivo. Sin embargo, el título no hace al maestro, sino su capacidad para enseñar una ciencia, un arte o un oficio no sólo desde el punto de vista técnico. Lo primero que debe reconocerse del maestro es que sabe, en él han de sumarse la sabiduría, la ciencia y la técnica o el arte. Sabiduría es el otro nombre de la prudencia, la virtud que da la oportuni-

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dad de distinguir y de elegir lo mejor de entre un conjunto de opciones. La ciencia es lo que llamamos conocimiento teórico, de principios. Arte es el nombre de la capacidad de hacer con conocimiento. Un maestro ha de ser diestro tanto en su área como en transmitirla. Dicho de otra manera, en el maestro se encuentra la experiencia y la práctica sobre una materia que maneja con desenvoltura, y en este sentido, por lo menos, es modelo para los estudiantes o formandos. Un aprendiz de ingeniero ha de ver en sus maestros a los modelos de ingenieros que puede llegar a ser, pero también el maestro ha de ser, en el otro sentido, en el moral, ya que el maestro ha de ser también modelo de conducta y de acción. Un niño, un adolescente y un joven han de ver en su maestro un modelo de vida. Con todo lo anterior, sostengo, pues, que el maestro es formador porque sabe qué puede y debe ser el formando y sabe cómo llevarlo, o conducirlo, a la forma a la que puede llegar, no sólo como profesionista, o artista, sino como persona. Es decir, un maestro es alguien que contribuye a que los demás sean felices.

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AMOR Y SENTIDO COMO ELEMENTOS DE LA EDUCACIÓN

Me ocupo ahora de la exposición acerca de las ideas de amor y sentido de Mauricio Beuchot, para quien la hermenéutica analógica (HA), además de ser su propuesta, es la doctrina (como disciplina, ciencia y arte, de la interpretación de textos) que le ha permitido conjuntar los saberes aprovechables de distintas áreas de conocimiento, incluido el psicoanálisis. La evidencia de esto es la publicación del libro Hermenéutica y analogía en psicoanálisis. Una aproximación psicológica en colaboración con Ricardo Blanco y Ada Luz Sierra. En él se revisan el psicoanálisis de Freud, otros desarrollos del psicoanálisis, la relación de éste con la hermenéutica y con la HA, el símbolo y la religión (Beuchot, Blanco & Sierra, 2011). Estos últimos temas conectan con el amor y el sentido, que son objeto del ser humano y para los cuales ha de educarse. Por eso, para esta exposición se conectarán la antropología filosófica, desde la HA, con el sentido y el amor.

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Antropología filosófica e intencionalidad Lo primero es aclarar qué se ha venido entendiendo por antropología filosófica. De entrada, es el estudio filosófico del hombre. Se distingue de la antropología científica y de la psicología (incluido el psicoanálisis), porque éstas estudian al ser humano desde su aspecto empírico y aquélla lo hace desde teorías universales, en un sentido elevado de abstracción. La antropología filosófica, empero, debe atender los resultados empíricos de dichas ciencias para alcanzar concepciones más amplias y elaboradas, de tal manera que ofrezca ideas que orienten la investigación sobre el hombre. Esto se debe a que en la base de las investigaciones empíricas subyace una idea general de ser humano, y es esto lo que aporta dicha disciplina filosófica. Así pues, la antropología filosófica va de los actos humanos a las facultades del hombre y de éstas al sujeto humano. Se apoya en las explicaciones de la biología, la psicología, la antropología y otras ciencias sociales para tratar de abarcar los aspectos natural y cultural, y así evitar los extremos. Uno es el naturalista, o univocista; y otro es el culturalista, o equivocista. Entiende que hay una naturaleza humana detrás de las manifestaciones culturales y que muchas conductas humanas no pueden explicarse sino desde lo simbólico (Cfr. Beuchot, 2011a, p. 84). El ser humano es icono. Con una antropología filosófica sería icónica y no se quiere decir otra cosa que el ser humano icono, ya que es y no

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es, es decir, es y nos remite siempre a otra cosa, es lo que vemos y es lo que no vemos. Es lo visible e invisible. Esto va a llevar a Beuchot a recuperar una noción antiquísima, a saber, la del ser humano como microcosmos (compendio del universo). En el humano encontramos lo visible e invisible como en el universo en el que encontramos lo palpable, lo concreto, lo abstracto, lo material y lo espiritual. Por eso, el hombre es un microcosmos. Ahora, en el ser humano se une lo biológico, lo psicológico y lo social. Abarca lo natural, lo biológico; y lo cultural, lo social. Lo psicológico abarca lo natural y lo cultural del hombre. En todas estas dimensiones es posible ver en el hombre intenciones, de ahí que se lo considere un núcleo de múltiples intenciones o intencionalidades.1 El ser humano es, pues, un ser intencional y así se lo ha considerado en esta historia. Y si es intencional se descubren intencionalidades varias. Edmund Husserl enseñó que la intención es tensión porque es la proyección de nuestro ser en los objetos y que las intenciones tienen significado, por eso es que requieren interpretación y, por lo tanto, de la hermenéutica. La intención vuelca al ser humano hacia fuera de sí, hacia lo La noción viene de Aristóteles, pasa a la Edad Media, y la recupera Franz Brentano, quien la transmite a Sigmund Freud y Edmund Husserl. De estos últimos, el primero estudiaba medicina y tomó tres cursos de filosofía con Brentano, de donde recibió la noción de intencionalidad que trabajó como Trieb o pulsión. De Husserl pasó a HansGeorg Gadamer y Paul Ricoeur. 1

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otro o lo diferente y hacia sus semejantes. Están, pues, las intencionalidades ontológica o activa (común a todos los entes y por la cual el ser humano se aferra a la existencia), cognitiva, volitiva y emotiva (Beuchot, 2011a, pp. 86-88). Ahora bien, la intencionalidad es, en primer lugar, consciente e inconsciente. La primera es la del conocimiento y la voluntad. La segunda es la de las pulsiones o instintos o pasiones (Aguayo, 2011, pp. 51-54). Veamos brevemente en qué consiste cada una. La intencionalidad cognoscitiva es la del conocimiento sensorial e intelectual. No hay nada en el entendimiento que no haya pasado por los sentidos, enseña Aristóteles. De los sentidos, los sensibles pasan a la imaginación que los elabora. De aquí van al intelecto, de suyo intuitivo, que les da universalidad y necesidad hasta llegar a la razón o aspecto discursivo o de razonamiento de la inteligencia. La intencionalidad volitiva es la del deseo o del amor. Comienza en el apetito sensible, el de las pasiones, y llega al racional, el de la voluntad. Aquí aparece el problema de la libertad. Esta necesita de la razón y la voluntad. Para Aristóteles, los apetitos son el concupiscible y el irascible. Del primero son las pasiones del amor, el odio, el deseo, la fuga, el gozo y la tristeza. Del segundo son la esperanza, la desesperación, la audacia, el temor y la ira. También hay una intencionalidad de acción en la acción moral y la fabricación, en la práxis y la poiesis, a las que corresponden

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las virtudes de la prudencia y el arte, respectivamente. Hay, asimismo, una intencionalidad sentimental o de las emociones: es la del amor y la empatía. El amor puede ser de benevolencia o de concupiscencia. El primero es generoso y el segundo es egoísta, pues es narcisista. Para todas las escuelas psicoanalíticas el narcisismo es la enfermedad mental o su origen, dice Mauricio Beuchot. La empatía (por amor) une a los seres humanos de manera emocional. Tiene un lenguaje simbólico. Es, además, la que hace que los humanos no se usen. El símbolo es un signo eminente del afecto (Beuchot, 2011, pp. 88-90). Las intencionalidades se conectan entre sí, se unen en el ser humano. Que se unan en el lenguaje simbólico conecta con la idea fenomenológica y hermenéutica de que las intenciones tienen significado. Por eso requieren de interpretación y de la hermenéutica. Ésta aporta, en el marco de la antropología filosófica, un modelo o icono de ser humano para descubrir su naturaleza que, como se ha dicho, es intencional, aunque no siempre satisface el fin de sus intenciones. Tiene límites como la muerte, la enfermedad, el fracaso, la pobreza, etc., que, además, lo ponen ante la pregunta por el sentido de su vida. ¿Para qué vivir, para qué saber, para qué querer, para qué sentir?, o ¿qué vivir, qué saber, qué querer, qué sentir? Son las preguntas que se imponen en el entendido de que el hombre es un conjunto de intenciones. Y estas preguntas se sintetizan en la pregunta por el sentido de la vida.

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Sentido y amor El interés por el sentido de la vida ha vuelto a la filosofía. Jean Grondin (2018), para quien el sentido tiene que ver con la sensibilidad, el significado, la dirección, la inteligencia y lo razonable, y Guillermo Hurtado (2016), quien distingue entre sentido personal y trascendente y entre sentido y valor, son ejemplos de esto, si bien para los fines de este trabajo seguiremos bajo la égida del fundador de la HA. Según Beuchot, no se puede vivir sin sentido. Según el que se dé a la vida es el que impulsará a persistir en ella o a vivirla con alegría y calidad. Éstas sólo pueden alcanzarse si la vida tiene sentido. De hecho, negar o criticar el sentido de la vida es ya meditar sobre él, es ya buscarlo, aunque predomine un pesimismo desaforado. Siempre se lo está buscando, en su doble acepción de significado y dirección. Todo ser humano se plantea el problema del sentido de la existencia, pues es lo que permite continuar existiendo. La pregunta por él es la más fundamental y eso enseña la hermenéutica filosófica, especialmente una analógica. Beuchot recuerda a Sigmund Freud, Carl Gustav Jung y Viktor Frankl, y dice que las teorías de los primeros tienen en la base supuestos filosóficos, entre ellos el del sentido de la vida. Jung, de hecho, creía que la enfermedad principal era la falta de sentido y que cada quien debía construirse un sentido o recogerlo de alguna cosmovisión. Frankl, por su lado, desarrolló una concepción psicoterapéutica que se centra en la organización del sentido a partir de creencias que lo dan y que llamó

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logoterapia. La enfermedad de la tardomodernidad es la misma que la de la época de Jung: “con la globalización, se ha alcanzado una notable bonanza económica, política y social […], es cuando hay más alto índice de suicidios y de gente que se droga, bebe o atiborra los hospitales psiquiátricos” (Beuchot, 2011b, p. 10). El proyecto de vida no es suficiente, hay que darle a la vida una orientación y un significado que le dé calidad. Para los griegos antiguos, el sentido objetivo de la vida estaba en la perfección por medio de virtud y, el subjetivo, en la felicidad, que es la perfección redituada en el individuo (Beuchot, 2011b). Lo que más da felicidad, porque le da sentido al ser humano, es el amor. El amor o el afecto es, pues, una de las respuestas a la pregunta por el sentido de la vida. Pero es necesario matizar, hay diferentes tipos de amor. Aristóteles y los medievales distinguían entre el amor de concupiscencia y el amor de benevolencia. El primero es bueno, pero corre el peligro de la posesividad, como ocurre con el sexismo. El segundo es amplio, abarcador, universal y gratuito. Es lo que se ha denominado amistad. Epicuro hizo de ésta el valor mayor y el mayor placer, porque corona los bienes alcanzables en esta vida, es un valor espiritual y puede ser hacia quien sea. Una vida con amor (de benevolencia) es la mejor. El amor es y da sentido a la vida. Como enseñó Brentano, la intencionalidad, mientras proyecte hacia fuera de nosotros, es más perfectiva y realizadora del ser humano. Lo contrario nos encierra en el narcisismo, la mayor de las enfermedades psi-

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cológicas. En el amor “se cifra el sentido, de manera bastante y suficiente, pues es lo que nos deja más satisfechos y llenos, sin ese vacío que los otros valores, como el placer, el dinero, el poder y el prestigio, nos dejan” (Beuchot, 2011b, p. 12). No llenan el vacío, porque nos hacen buscarlos en mayor cantidad, en cambio el que tiene amor, da más amor. Tampoco basta el trabajo como sentido del hombre, los trabajadores que se exceden en él no son felices, tapan su angustia nada más. El psicoanálisis ha enseñado lo difícil que es disfrutar, por eso no es tan difícil aceptar que el amor llena la vida, la nuestra, y le da sentido (Beuchot, 2011b). Pero, para remontar el vacío existencial o la falta de sentido, se requiere que la educación sea también formación de éste mismo. La educación como formación en el sentido Como hemos visto en los capítulos precedentes, en la línea de la propuesta de Beuchot, la HA, la educación sería un texto. Como modelo, sistema, proyecto, escuela o clase, el texto que es la educación puede interpretarse de manera unívoca, equívoca o analógica; prescriptiva, permisiva o icónica, respectivamente. Así, a la propuesta desprendida de la HA puede denominársele educación o formación analógica y “se desdobla en una educación de los sentimientos, una educación en virtudes, una educación multicultural e intercultural y una educación en el sentido” (Granados, 2017, p. 10). Todas ellas redundan en una formación del juicio y conectan, finalmente, con el tema del sentido.

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La educación de los sentimientos es cauce y formación del carácter y de las intencionalidades (Beuchot & Primero, 2003). La educación en virtudes sería formación de éstas, entendidas como hábitos buenos, y repercutiría, por medio de la interacción dialógica, en que al educando se lo tomara como un interlocutor (Beuchot, 1999). La educación intercultural buscaría una formación en una de tradición flexible, que permita la innovación, y en la manera equitativa de recoger las diferencias culturales dentro de un margen de semejanzas, pues la educación “consiste en la transmisión y la recepción de la cultura, a veces híbrida y compleja” (Beuchot, 2007, p. 16). La educación del sentido sería la formación para “la asimilación o la inserción (creativa) dentro de la cultura, y ya que la cultura es una constelación de significados o sentidos, la educación viene a ser una incorporación o integración de sentido” (Beuchot & Primero, 2003, p. 42). Entendido esto, han de verse algunas consecuencias. Beuchot sugiere que la educación debe dar respuesta a la tan evidente falta de sentido. Contra esta época nihilista, Beuchot propone educar en el sentido, lo que requiere de ideas valiosas y no palabras huecas. Además de buscar el orden, hay que encontrarle sentido a ese orden.

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UNA EDUCACIÓN ANALÓGICA PARA LA CONVIVENCIA

Una vez revisados algunos aspectos fundamentales para nuestro propósito, planteemos ahora una educación analógica para la convivencia, a partir de la Hermenéutica Analógica de Mauricio Beuchot. Recordemos que para el filósofo mexicano la educación ha de entenderse como una educación en virtudes, educación de los sentimientos, educación intercultural y educación del sentido, los cuales conforman aspectos de un modelo o paradigma analógico de educación, cuyo fin es la convivencia, pues en ésta se reúnen ética y educación, lo que la convierte en la clave para escapar de las imposiciones unívocas y el individualismo equívoco. Hermenéutica analógica y educación De acuerdo con Mauricio Beuchot, nuestra época se encuentra distendida dolorosamente entre dos extremos, el del univocismo y el del equivocismo. El primero sostiene una realidad única, una historia única, una sociedad única, etc.; el segundo, lo contrario, es decir, muchas realidades, muchas historias, muchas sociedades, etc. El primero

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puede asociarse a la modernidad y el segundo a la llamada posmodernidad. Hace falta, dice el filósofo mexicano, una postura intermedia, especialmente cuando se trata de interpretar textos y entendernos. Por eso Beuchot propone una hermenéutica analógica, que medie entre hermenéuticas unívocas y hermenéuticas equívocas, entre interpretaciones cerradas e interpretaciones abiertas, en ambos casos, al extremo. Ambas cierran, en realidad, la posibilidad de la interpretación misma, pues, si sólo hay una interpretación, entonces no puede llamarse tal, pues no hay necesidad de ella, ya que sólo hay interpretación donde hay pluralidad de sentidos; asimismo, tampoco hay interpretación cuando no hay límites para ésta, pues si todo se extiende hasta el infinito o cada individuo tiene su interpretación, se acaba en un atomismo que impide, incluso, la misma comunicación. Por eso se necesita una HA, que se mueva entre los extremos, manteniéndolos, pero sin sucumbir a ellos, haciendo uso de la analogía (que es en parte idéntica y en parte diferente, predominando la diferencia), tanto la de proporción como la de atribución, empatando como jerarquizando, abriendo la univocidad y poniendo límites a la equivocidad (Beuchot, 2009, pp. 31-60). Interpretar (hermenéutica) es, primeramente, comprender y explicar, pero, además, como dice Beuchot, ambas acciones llevan también a transformar. De ahí que Beuchot recuerde y asocie para la HA la oncena tesis de Marx sobre Feuerbach. Marx no aprobaba una praxis acéfala, sin teoría. Y la HA es la teoría preparatoria con la que Beuchot propone un rumbo al ser huma-

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no (Beuchot, 2009, p. 207). La investigación-acción en la educación puede ser un ejemplo de aplicación de la hermenéutica como teoría preparatoria para la praxis, pues antes de implementar estrategias que mejoren la práctica pedagógica es necesario hacer una interpretación del contexto educativo en relación con el saber pedagógico del docente para mejor comprender las necesidades y el rumbo que ha de seguir dicha práctica. Y todo lo que es susceptible de ser interpretado es un texto, que puede ser de alguno de tres tipos: hablados (Gadamer), escritos y actuados (Ricoeur) (Beuchot, 2009, p. 14). La educación misma es un texto. Se entiende (interpreta) educación como modelo, sistema, proyecto y establecimientos educativos (Schmidt Andrade, 2013); además, para un profesor lo que sucede en el aula, lo que hacen o dejan de hacer sus alumnos, por ejemplo, es un texto actuado susceptible de ser interpretado. Como tal, pues, a la educación se le puede interpretar de manera unívoca, de manera equívoca o de manera analógica. La organización escolar nace, en Alemania, a la par de las fábricas y con el objeto de mantener el control sobre la población para evitar los mismos levantamientos que en Francia a finales del siglo XVIII (Doin, 2012), y con ello nace un modelo educativo unívoco, de control y adoctrinamiento, del que bien podemos notar su vigencia, aunque en crisis. Las contrapropuestas, casi siempre permisivas en extremo,

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recaen en lo diametralmente opuesto, en el modelo educativo equívoco, tanto por la pedagogía, como por la didáctica y lo abstracto del proyecto. Nos topamos así con la necesidad, en la educación, de una otra propuesta que recupere lo mejor de las dos aludidas y evite los excesos o los defectos en los que incurren. A esta propuesta puede denominársele educación analógica y, se desdobla en una educación de los sentimientos, una educación en virtudes, una educación multicultural e intercultural y una educación del sentido. La educación analógica, en relación con los sentimientos, es una educación del carácter y de las intencionalidades, es el cauce de las intencionalidades (Beuchot & Primero, 2003, p. 43), los sentimientos y el carácter. La educación, en clave analógica y en relación con las virtudes, sería diálogo o interacción dialógica, pues “ya no toma al educando como algo pasivo, sino activo, como un interlocutor” hacia las acciones como costumbres. Hay interacción, pues el diálogo es algo vivo que no se reduce a transmitir información, aunque se requiera un mínimo de ésta para dialogar. “Se trata de tomar en cuenta al interlocutor para sacar algo en común” (Beuchot, 1999, pp. 14-15). La educación analógica, en su aspecto de intercultural, se ocuparía de “la transmisión de la tradición por parte de los maestros y su asimilación por parte de los alumnos, y eso los capacita para moverse en ese ámbito vital que es la tradición misma, e incluso los capacita para innovar y crear” (Beuchot, 1999, pp. 14-15); asimismo esta educación recogería de manera equitativa las

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diferencias culturales dentro de un margen de semejanzas, pues la educación “consiste en la transmisión y la recepción de la cultura, a veces híbrida y compleja” (Beuchot, 2007, pp. 13, 16), de tal manera que se rescaten las semejanzas, se respeten las diferencias y se alcance cierta universalidad. Por último, la educación, en clave analógica en cuanto al sentido, sería “la asimilación o la inserción (creativa) [de educadores y educandos] dentro de la cultura; ya que la cultura es una constelación de significados o sentidos, la educación viene a ser una incorporación o integración de sentido” (Beuchot & Primero, 2003, p. 42). Todos estos aspectos de la educación analógica apuntan, espero que sea evidente, a la convivencia, tan necesaria que sin ella no habría sociedad ni cultura, se entiende, humanas, precisamente porque se requiere de una orientación de las intencionalidades, del diálogo, de la transmisión y la recepción de las culturas y la integración del sentido. En este sentido, dice Beuchot: “Tocamos aquí algo que tiene que ver con la educación moral [...] para actuar bien en la sociedad, en la convivencia con los demás” (Beuchot & Primero, 2003, p. 65). Los valores de esta educación moral para la convivencia serían la tolerancia y la solidaridad. Pero antes de ocuparnos puntualmente de los aspectos de la educación analógica, atendamos los supuestos antropológicos de la educación.

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Antropología filosófica y educación Todo modelo educativo tiene en su base, insiste el filósofo mexicano, una idea de ser humano o de hombre, es decir, una antropología. Depende, pues, de esta idea la educación a promover. Beuchot plantea una antropología que asuma el carácter analógico del ser humano, pues ni es ni se reduce al intelecto ni a un organismo natural, que como al resto de la naturaleza, se lo pueda conocer para dominarlo. Tampoco es una creatura sin naturaleza, moldeable según las ideologías dominantes en turno, como sostienen algunos. Michael Hardt, por ejemplo, cuestiona la noción de revolución en sus dos acepciones típicas (la de cambiar un gobierno por otro, en muchas maneras mejor, y la de terminar con toda forma de gobierno y, por lo tanto, de poder o de control), y para ello parte de que no hay algo así como una naturaleza humana, recordando la postura existencialista de Jean-Paul Sartre, y ya que no la hay, la revolución consiste en moldearnos para, dice, la democracia (Taylor, 2008). Beuchot propone que para evitar ambos extremos hemos de admitir que la naturaleza humana es analógica. El ser humano, en primer lugar, es un núcleo de intencionalidades, que se divide en conscientes e inconscientes. Las primeras se dividen en las del conocimiento y las de la voluntad. Las inconscientes pueden entenderse como el mundo pulsional, que refiere Freud, o de las pasiones o de los sentimientos. El ser humano es, también y, en segundo lugar, libre y dialógico (Trejo Villalobos, 2014, p. 39). El

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hombre es, por último, simbólico y biológico. Esto quiere decir que el ser humano es razón y voluntad, inteligencia y sentimiento, alma y cuerpo, y no una u otra, sino todo junto; asimismo, el ser humano no está solo, está acompañado, vive en sociedad, es individual y social a la vez. El individualismo, como dice Adela Cortina, es falso, pues todos y cada uno requerimos de otros y de los otros, ninguno es autosuficiente (Cortina, 2017, pp. 49-96). Esta idea de la naturaleza analógica del hombre se tiene necesariamente en cuenta en los aspectos mencionados de una educación analógica, a saber, los sentimientos, las virtudes, la interculturalidad y el sentido. Asimismo, estos aspectos tienen un trasfondo ético, pues en todos los casos la convivencia es su fin. La educación analógica es, en este sentido, una educación teleológica que asume la relación de unos con otros, base y fuente de la sociedad y la cultura. A continuación, presentaremos y desarrollaremos los cuatro aspectos de la educación analógica, desde las indicaciones de Mauricio Beuchot, en relación con otras propuestas con las que empata, además de destacar cómo con esta propuesta se apunta a la convivencia. Educación de los sentimientos En varias obras, Beuchot propone una educación de los sentimientos (pasiones o emociones), dejados pendientes por la educación o la pedagogía por mucho tiempo. Dice

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que: “Ya desde los griegos, la virtud tiene un sentido de mesura o moderación. Esto aparece ya claramente en Platón. Se ve la conexión que hace entre una pasión, como el amor o eros, y las virtudes, como lo son la templanza, la justicia y la prudencia. Parecería que son cosas opuestas, irreconciliables, o que no tienen nada que ver; y, sin embargo, nos damos cuenta de su vinculación. Ya en Platón se ve la idea de que las virtudes no han de pecar por exceso ni por defecto” (Beuchot, 1999, p. 15). La mesura, como virtud, se aplica a los sentimientos que se mencionaban más arriba. Es por eso por lo que, para Beuchot, necesitamos de la analogía para avanzar en la educación de los sentimientos y “estructurar nuestro yo, y esto siempre en relación con los demás. La interacción nos hace prever las actuaciones, y hacemos, así, a partir de las experiencias pasadas, una anticipación (prolepsis), que es el resultado de lo anterior y la previsión conjetural de lo porvenir en las acciones que ponemos por obra a partir de nuestros sentimientos” (Beuchot & Primero, 2003, p. 63). Beuchot sigue la clasificación de los sentimientos de Théodule-Armand Ribot, que atiende a dos criterios, la tendencia (los sentimientos egocéntricos y altruistas) y el conocimiento (los sentimientos intelectuales, estéticos y morales) (Trejo Villalobos, 2014, p. 41). Ahora bien, la educación de los sentimientos resulta particularmente relevante porque tiene que ver con el carácter que inevitablemente todos tenemos que forjarnos, pues es lo que nos predispondrá a tomar buenas o malas decisiones

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y lo más inteligente es hacerse de un buen carácter y para lograrlo hay que entrenarse (Cortina, 2013). En esto conecta la educación de los sentimientos, que orienta las intencionalidades con la educación en virtudes. Educación en virtudes Mauricio Beuchot ha ahondado en la educación desde la ética y sostiene que para complementar la educación en valores hace falta una educación en virtudes. Todos los axiólogos (especialmente recuerda a Max Scheler) saben que los valores son abstractos. La manera de concretarlos (de “hacerlos crecer con uno”) es ponerlos en práctica, es decir, hacerlos virtudes o hábitos buenos (primera definición que puede darse de ellas). Para Platón, las virtudes estaban asociadas con la mesura y la moderación, se relacionaban con las pasiones o los sentimientos, y guardaban una unidad o armonía (no hay una virtud sin que haya en cierta medida otras). Aristóteles, que recoge la enseñanza de su maestro, definirá las virtudes (en su Ética a Nicómaco), como “excelencias (aretai) que ayudan al hombre a buscar su bien y su fin: la felicidad, cualidades que incluso lo constituyen, ya que el mayor bien y la mayor felicidad es la contemplación por la sabiduría, la cual viene a ser, otra vez, la vida según la virtud” (Beuchot, 1999, p. 18). Adela Cortina (2014) entiende las virtudes como excelencias o (pre)disposiciones para actuar bien o de la mejor manera. Las virtudes para el estagirita se dividen en teóricas

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(dianoéticas) y prácticas o morales (éticas). Las primeras se aprenden por la enseñanza, las segundas por el ejercicio habitual. Las teóricas tienen que ver con la recta razón dirigida a la verdad y las prácticas con el término medio o mesura en la conducta. De entre todas las virtudes destaca la prudencia, virtud mixta, mestiza o analógica, que se mueve entre la praxis y la episteme. Estas ideas, según la encuesta histórica que hace Beuchot, se mantienen por lo menos hasta la Edad Media. Alasdair MacIntyre, que rescata en nuestros días el concepto, en su libro Tras la virtud, define ésta como “una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente lograr cualquiera de tales bienes” (Beuchot, 1999, p. 36). A partir de las definiciones dadas de las virtudes podemos notar que éstas son medios que no están desligados de los fines, sino que se encuentran en función de ellos. La finalidad objetiva es la perfección del ser humano y la finalidad subjetiva es su felicidad. Ha de entenderse que la perfección está en el máximo de vida teórica, y la vida práctica que se deriva de ello es el máximo de moralidad, la búsqueda del bien común, que se realiza en la virtud de la justicia. No puede existir ni enseñarse la virtud sin la advertencia del fin, pero las virtudes no son sólo destrezas técnicas, como se las puede confundir, son algo vivo y dinámico, en constante referencia a fines y valores, a prin-

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cipios y leyes, por ello requieren diálogo, intercambio e intersubjetividad. En relación con lo anterior, se entiende que la educación sea “una actividad y un proceso en el que se lleva a la persona a desarrollar sus posibilidades o potencialidades”, y que el ser humano sea “un cúmulo de potencialidades que hay que desentrañar” (Beuchot, 1999, p. 14). A partir de esta idea de hombre, la educación se vuelve una educación de virtudes desde la persona; ya no se le imposta o impone, la implica y la tiene en cuenta. Por eso los educadores deben emprender primero la creación de hábitos y después el desarrollo del raciocinio. Y como decía Aristóteles, y así lo recuerda Beuchot, para hacerse de virtudes son necesarios buenos modelos y mucha práctica. Los buenos modelos se eligen porque se les reconoce como poseedores de la virtud. A éstos se los imita y mediante su ejercicio o repetición, pueden adquirirse tales virtudes. La educación implica, pues, en dicho sentido, un mostrar, pero hará falta decir algo, y seguir esta línea es continuar en un camino analógico. “El decir pretende ser unívoco, pero el mostrar tiende a ser equívoco, por eso se tiene que juntar, proporcionalmente y por medio de la analogía, el decir y el mostrar, para decir un poco lo que sólo se podría mostrar, ya que, si solamente se mostrara, podría perdernos” (Beuchot, 2007, pp. 19-20). La educación es diálogo y éste se da en la multiculturalidad y la interculturalidad.

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Educación intercultural Mauricio Beuchot sostiene que la educación debe ser multicultural e intercultural. “Suele llamarse multiculturalidad al fenómeno de las muchas culturas que conviven; pluralismo cultural, al modelo que se propone para explicarla y manejarla; e interculturalidad, a la verdadera convivencia y diálogo entre las distintas culturas” (Beuchot, 2009, p. 44). Entendido lo anterior, la convivencia exige coordenadas de orientación para que se lleve a cabo de la mejor manera, sin menoscabo de ninguna cultura. Si, por ejemplo, alguna cultura (la hegemónica políticamente) intenta imponer sus normas o pautas a otras, no sólo hace eso, también impone su modelo de existencia, pero a costa de denigrar a los otros, incluso de negarlos. Esto es lo que normalmente ha sucedido y sigue un modelo univocista. En cambio, si dichas culturas no conviven, si no hay diálogo, por lo tanto, cada una se pierde en sí misma, haciendo acríticamente lo que ha venido haciendo, sin interactuar y sin enriquecerse o sacar provecho de la diversidad cultural. En este caso estamos en un modelo equivocista. Esto es lo que está sucediendo hoy: cado uno piensa lo que quiere y no quiere hacer cambiar la forma de pensar de otro, ni que intenten cambiar su forma de pensar. La paradoja de esto es que todos pensamos que somos únicos y que somos libres de pensar lo que queramos, no obstante, todos pensamos eso. No hay diálogo, o si lo hay, como se dice, es de sor-

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dos. Una educación multicultural debería estar abierta a la influencia. Como señalaba José Vasconcelos (1984), en su texto La raza cósmica, las culturas que reciben se enriquecen más que las que se mantienen cerradas en una especie de etnocentrismo. Miguel León Portilla (2010) recordaba que las civilizaciones originarias, incluida la mesoamericana, debieron abrirse a la influencia para continuar con el desarrollo cultural. La mezcla es razón de desarrollo, normalmente. Una educación intercultural analógica “procurará ser atenta y respetuosa (lo más que sea posible) a las diferencias culturales, pero tratando de acercar esas diferencias a la comprensión e incluso a la integración universal y común” (Beuchot, 2009, p. 47). En dicho sentido, esta educación debe admitir la posibilidad de la crítica válida de los aspectos de la otra o las otras culturas o de la propia, pues no se sostiene, y esto nos lo enseña la experiencia, ni la imposición ni la excesiva permisividad. Toda cultura tiene algo que aportar y algo que corregir. En el diálogo se aprendería lo que está bien y lo que no y así se rescataría del relativismo a los derechos humanos,2 que en otro sentido son los deberes que todos los hombres y todas las culturas tienen para con sus semejantes. A esta idea la podríamos compleSobre la reflexión de Mauricio Beuchot al respecto de los derechos humanos, puede consultarse, entre otros, su libro Derechos humanos. Historia y filosofía (México: Biblioteca de ética, filosofía, derecho y política, 1999). 2

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mentar con la propuesta de Luis Villoro que entiende los derechos humanos también como los derechos de los pueblos, de tal manera que se combatan las imposiciones hegemónicas (Villoro, 1993). Entender esto significa que se le ha encontrado sentido a la vida. Educación en el sentido Mauricio Beuchot sugiere que la educación debe dar respuesta a la tan evidente falta de sentido que muchos padecemos en nuestros días. Más allá de los objetivismos materialistas y más acá de los subjetivismos ilusionistas, el sentido puede ordenar el rumbo que como individuos, como sociedad y como especie hemos de seguir. La insistencia en los problemas ecológicos, más allá de que —como señala Zizek— se hayan vuelto el nuevo opio de las masas porque aprueban o desaprueban las acciones de pocos o de muchos al afectar a la Madre Naturaleza (Taylor, 2008), no es baladí. Hasta el Papa Francisco (2015) se ha declarado al respecto en su encíclica Laudato si’ (Alabado seas). Sobre este pronunciamiento del Papa, Beuchot (2015) hace un análisis de los presupuestos filosóficos en relación con la casa o el escenario de todas nuestras acciones humanas. Contra esta época nihilista, pues, Beuchot propone educar para el sentido y ello requiere ideas valiosas y no palabras huecas. Además del orden (éticas de la justicia), hay que encontrarle sentido a ese orden. En la línea de Adorno y Piaget,

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Beuchot distingue sentido y referencia. Una vida con pura referencia no tiene sentido y hace que los seres humanos la transcurran sin ánimo ni anhelos. Hemos de ubicarnos en el mundo (realidad) en que vivimos, en ello consiste el conocimiento de referencia y de contexto. Sin embargo, la manera de enfrentar al mundo es con el sentido. Es el sentido el que hace habitable el mundo y el sentido lo encontramos en los símbolos sociales y culturales. Dichos símbolos han de interpretarse y han de servir de medios para interpretar la vida. De aquí que Beuchot llame a su propuesta de educación del sentido “realismo poético” (Beuchot, 2011). Éste radica en establecer una razón poética y creativa, encaminada a la belleza y la bondad. El sentido no sólo se refiere al significado, sino también a la dirección o el rumbo. Una educación del sentido orientaría nuestras vidas y evitaría la divagación o los tumbos en posibilidades erróneas. El sentido, pues, da las coordenadas que orientan la intencionalidad y el fin del ser humano que, como se sabe desde antiguo, quiere ser feliz. Son muchos los que viven, pero pocos los que viven bien. Para no perderse, Beuchot sugiere hacer una interpretación de la vida analógica, que evite los univocismos y equivocismos, los rumbos fijados y la desorientación, y que permita encontrar el lugar que hemos de ocupar en el cosmos (Beuchot, 2011). El sentido también afecta las relaciones entre las personas y las relaciones de cada uno consigo mismo. Alfonso Reyes (2004 [1944]) recordaba, en su Cartilla moral, que el

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ser humano debe educarse para el Bien y a éste podíamos identificarlo en varios respetos: a sí mismo, a la Familia, a la Patria, a la Sociedad y a la Naturaleza. Todos ellos no son sino maneras de conducirnos rectamente. Y ésta es una tarea también de la educación. Según N. Abbagnano y A Visalberghi, el mito de Prometeo nos enseña lo que los seres humanos aprendemos o adquirimos con la educación (Abbagnano & Visalberghi, 1992, pp. 4-5). En primer lugar, se transmiten los conocimientos y las técnicas; en segundo, se enseña el arte de la convivencia. Ambos fueron otorgados y ambos son indispensables para la supervivencia de los hombres, las sociedades y las culturas. Nosotros agregaríamos, desde lo expuesto, que, en la educación de los sentimientos, la educación en virtudes, la educación intercultural y la educación en el sentido está la esencia de ese arte de la convivencia (ética/política) que Zeus pidió a Apolo que enseñara a los hombres, cuando, después de haber recibido el fuego y tener ya forma de enfrentar los peligros naturales, no podían convivir y se mataban entre ellos. La propuesta de Mauricio Beuchot, desde la hermenéutica analógica y respecto de la educación, trata estos aspectos: los sentimientos, las virtudes, la interculturalidad y el sentido, todas las cuales tienen que ver con la convivencia, campo de la moral y la ética. Así, pues, vemos cómo se conectan una y otra, la educación y la ética, pero como la propuesta

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se hace desde la hermenéutica analógica, pensamos que pueden reunirse dichos aspectos, con una dimensión claramente ética, en la idea de una educación analógica para la convivencia, que tenga como universales los derechos humanos.

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CONCLUSIÓN

Los paradigmas univocista y equivocista de la educación han demostrado su insuficiencia, arrastrando consigo el valor de la figura docente. La propuesta de una educación analógica se presenta como una alternativa y una vía para la recuperación de ese valor, a partir del cumplimiento de los elementos que la constituyen, lo cual debiera repercutir directamente en la mejora de la calidad del educando y del proceso educativo todo, pues una de las principales características de este modelo es devolver a los actores su ser personas, evitando ponderar la función a la esencia. El maestro deberá de agregar valor a su labor profesional, ir más allá de todas las actividades que técnicamente ello involucre y posicionarse como modelo para sus estudiantes. Es decir, el maestro debe reconocer que, indefectiblemente, al llevar a cabo el proceso de enseñanza de contenidos, también comparte una manera de interpretarlos y llevarlos a la práctica. Por ello, no debe perder de vista que, sean cuales sean los objetivos académicos, éstos conllevan una formación de las personas a su cargo. Es la antropología filosófica la que encuentra aquí su campo: ¿qué es el formando?, ¿qué

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puede llegar a ser? Y sumamente importante: ¿qué quiere llegar a ser? En última instancia, la formación de personas se orienta hacia la felicidad de éstas. Es indispensable que la antropología filosófica se haga fuerte con ayuda de otras disciplinas que se ocupan de aspectos específicos constitutivos del ser humano. Dentro de éstos, conviene rescatar particularmente las intencionalidades, puesto que son las que fundamentan el sentido de la vida, sin el cual un mero proyecto de existencia se torna insuficiente. Una interpretación pertinente de dichas intencionalidades permite que el sentido de la vida sea propicio para la plenitud de la persona. Si el maestro ha de cumplir como modelo y formador, es indispensable que se ocupe seriamente de ello. El amor es nuestro norte, pues aporta perfeccionamiento y felicidad. La educación no es sólo instrucción y formación de la persona, sino para la convivencia. Es esencial para el ser humano entrar en contacto con sus semejantes, pues de ello aprende lo propiamente humano. Y para ello requiere establecer las condiciones en la persona de cada uno y en la sociedad para que la convivencia sea posible. En la persona, la formación del carácter y de las virtudes propicias es uno de los objetivos de la educación; así como en lo social, la formación de reglas que permitan el intercambio cultural y promuevan el crecimiento de los integrantes de los diversos grupos que coexisten en territorios comunes.

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La propuesta de Mauricio Beuchot, desde la hermenéutica analógica y respecto de la educación, trata de los sentimientos, las virtudes, la interculturalidad y el sentido. Todas se relacionan con la convivencia. Por ello pensamos que pueden reunirse dichos aspectos, con una dimensión claramente ética, en la idea de una educación analógica para la convivencia, que tenga como universales los derechos humanos.

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EXERGO

La filosofía, como metafísica o como reflexión crítica es, por así decirlo, entrometida. Sin importar el área de conocimiento del que se trate, surge —de manera un tanto inopinada— interrogativa, inquisitiva; incluso cuando llega a expresar asertos, éstos resultan débiles y son, casi siempre, puntos de partida y no de llegada. Formula preguntas acerca de casos particulares, que parten de la existencia, pero dirigiéndose a su esencia (no cuestiona “¿cómo andas de salud?”, sino “¿qué es la salud?”). La educación, en primera instancia, es algo con lo que nos topamos, algo que encontramos en la calle, como el arte, la religión, el lenguaje, la ciencia…, pues la educación está en la base de todo ello: es ella la que configura la existencia para que lo reconozcamos, nos conduce a ello. Según Kant, la diferencia entre hombre y bruto radica en que el hombre llega a serlo por la educación. El hombre se educa, al hombre se le educa; al animal se le doma o domestica. He aquí la pertinencia de la filosofía de la educación: la filosofía se entromete y pregunta, entonces, ¿qué es la educación? (esencia), ¿para qué se educa? (fin, objetivo, teleología). En otros términos, se cuestiona por la manera o el proceso por el cual el hombre se construye tal. 89


Entre filosofía y teoría de la educación, tal como se maneja actualmente, no hay diferencia de contenido. El cambio terminológico responde al desprestigio de la filosofía y la fama de la teoría. Pero ciertamente cabe hacer la distinción. ¿Qué es teoría? En el saber científico formal una teoría supone un alto nivel organizativo (ej. teoría de conjuntos); en el saber científico natural, la teoría es una explicación de la naturaleza (ej. teoría de la relatividad); en un saber no científico popular, teoría significa opinión (“sobre tal asunto, mi teoría es…”) o se entiende como lo opuesto a lo práctico, a lo eficaz, es decir, lo ineficaz; en un saber no científico filosófico significa, o conjunto de problemas conexos (como los de la teoría del conocimiento), o marco conceptual orientador o theoria (contemplación) para la Grecia clásica. Así, alrededor de la educación, por ejemplo, y como objeto común de estudio, hay teorías psicológicas, económicas, históricas y sociológicas. Para Octavi Fullat, la definición más adecuada de teoría es un marco conceptual que guía determinada actividad. Así, la teoría educativa justifica y orienta la actividad educadora con elementos científicos (biológicos, psicológicos, sociológicos) y no científicos (filosóficos —conceptos de hombre y mundo—, morales, estéticos, religiosos), si bien el acento recae en los primeros (cuerpo de doctrina científico).

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La filosofía de la educación no aspira a ser metafísica, por tal motivo, queda sujeta a cuatro tareas: 1) analizar el lenguaje educativo, 2) indicar el sentido general del proceso educador, 3) mostrar la estructura educanda del hombre y 4) explicar, a través de la teleología, las diversas pedagogías. Según Fullat, una de las labores de la filosofía es, pues, inquirir qué se dice con las palabras sintácticamente organizadas que profiere alguien, es decir, si el discurso tiene o no sentido, y cuál es éste. El lenguaje de la educación coincide muchas veces con el lenguaje corriente, si bien mezclando vocabulario científico. Importante es atender esto, sobre todo para los objetivos educacionales. Bloom, dice Fullat en su Taxonomía de los objetivos de la educación, apuntó la necesidad de clasificar los objetivos educacionales, entendiendo tanto la clasificación como la definición de símbolos que representan resultados educacionales. Sin definiciones precisas no hay educación. El hombre consiste en tener que educarse, siempre, mientras viva. La educación acaba con la muerte. El proceso educador aspira a que haya hombres, que devengan hombres. El hombre es un animal educando, no hay escapatoria de la educación; se está, como hombre, y parafraseando a Sartre, condenado a ser educado. Educarse es hacer vida, una vida, una biografía. Las finalidades educativas están en el mundo, la filosofía de la educación no las inventa, pregunta por ellas y las encuentra. Por ejemplo, la Paideia griega consistía

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en educar ciudadanos cuyo fin era el ocio, en oposición al negotium. El trabajo educativo, entonces, desembocaba en el bios thoeretikós. El filósofo no crea educación (¿o sí?), sino que reflexiona sobre la educación existente, pretérita o actual, y sobre sus modelos educativos (teoría y práctica). O’Connor, dice Fullat en su Introducción a la filosofía de la educación, enumera los fines de la educación: proporcionar habilidades mínimas, capacitación laboral, despertar deseo de conocimiento, desarrollar perspectiva crítica, estimular el aprecio por la realización humana. Como puede verse son lugares comunes. Los últimos incluso no son fines científicos. La filosofía de la educación también debe distinguir los elementos que conforman el proceso educativo, es decir, deberá ocuparse de mostrar los fines ocultos de la educación y de analizarlos. La filosofía de la educación da cuenta de la antropología y de la cosmovisión (Weltanschauung), inspira prácticas y concepciones educativas, todo lo cual guía la educación, los modelos educativos. Para Kant, había tres grandes preguntas a contestar: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer? y ¿qué me cabe esperar? Las tres reducidas a una: ¿qué es el hombre? La educación da cuenta de ésta y respuesta a las otras, puesto que con la educación el hombre es hombre y, como tal, puede saber, debe hacer y le cabe esperar lo que le fue transmitido por la educación.

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NOTA SOBRE EL ORIGEN DE LOS CAPÍTULOS Este libro reúne tres textos, los primeros, que se presentaron como ponencias en el ciclo de coloquios sobre arte y educación, organizados por la Licenciatura en Docencia del Arte de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Autónoma de Querétaro y la Escuela Normal Superior de Querétaro. Estos coloquios fueron:

1. La figura docente, 2017 2. La formación docente, 2018 3. La reivindicación de la figura docente, 2019 4. La propuesta de la formación de la figura docente en las artes, 2020 Uno más, el cuarto, se presentó como ponencia en el 3er Encuentro Nacional Psicoanálisis en la Cultura “Sujeto y Violencia”, en 2018. Asimismo, recupera, pero ampliado, el trabajo “Sobre una educación analógica para la convivencia en Mauricio Beuchot”, publicado en la compilación Ética y Educación, a cargo del Dr. José Martín Hurtado Galves, editado por la ENSQ en 2017. 97


EL AUTOR Juan Granados Valdéz | Licenciado en Filosofía y Maestro en Arte contemporáneo y sociedad por la Universidad Autónoma de Querétaro. Doctor en Artes por la Universidad de Guanajuato. Coordinador del Doctorado en Artes de la Facultad de Bellas de la UAQ. Coordinador Académico del Repositorio Digital de la Cultura Artística (ReDCA) de la FBA, de la UAQ. Colaborador del Cuerpo Académico Estudios Cruzados sobre la Modernidad y miembro del Cuerpo Académico Perspectivas Transversales de las Artes. Docente de las licenciaturas en Artes Visuales, Arte Danzario y Docencia del Arte de la FBA de la UAQ. Docente en las Maestrías en Arte contemporáneo y cultura visual, Diseño y Comunicación Hipermedial y Creación educativa de la UAQ. Docente del Doctorado en Artes. Conferencista y ponente en coloquios, simposios y congresos de filosofía y artes. Publicaciones en los mismos temas, tanto de artículos arbitrados como de capítulos de libros. Entre sus temas de interés y trabajo destacan la estética, la filosofía de la religión, la ética y la teoría del arte. Autor de los libros Hacia una estética prudencial (Infinita, 2019) y Breve presentación de la hermenéutica analógica de Mauricio Beuchot (Infinita, 2020) y de la novela Sym-possium (Infinita, 2020).

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Historia Sello fundado en enero 2019 en la Ciudad de México, que se mudó a Querétaro en 2020. Misión Ofrecer servicios editoriales integrales para escritores e instituciones, que se ajusten a sus perfiles y necesidades y materialicen sus potenciales. Visión Posicionarnos como una empresa líder en su ramo, ganando y dando prestigio a nuestros clientes en el mundo editorial. Estilo Lo que nos hace únicos es la personalización de los servicios enfocados en cada cliente, para que los lectores reciban un producto con calidad y belleza. Contacto Correo: infinitaeditorial@gmail.com Facebook: www.facebook.com/Infinita-277143776291823/ Instagram: infinitaeditorial Twitter: @infinitaeditor


Se editó e imprimió en enero de 2021, en Querétaro, México, con Arno Pro en 13 puntos. El tiraje fue de 100 ejemplares, sin sobrantes. La edición fue desarrollada por Daniel Zetina, bajo el cuidado editorial del autor.


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