12 minute read

Del maestro como modelo

En el México reciente se han sucedido modificaciones al modelo educativo y cambios en el sentido que el maestro tiene, en la práctica educativa, a partir de la función que se le reconoce como sustantiva en aquél. En el documento Modelo educativo para la educación obligatoria. Educar para la libertad y la creatividad (2017) se menciona innumerables veces la palabra maestro, pero no se la define. Lo que sí amerita una definición, en el glosario, es el término docente. El documento dice que es un

Profesional de la educación responsable de la enseñanza en el proceso educativo escolarizado. Es el promotor, coordinador, facilitador, investigador y agente directo del proceso educativo. Está encargado de organizar los ambientes de aprendizaje e interpretar el currículo en estrategias e intervenciones didácticas pertinentes para asegurar la calidad de la enseñanza en el aula. Bajo condiciones de autonomía curricular, autonomía de gestión y acompañamiento, puede ser agente de cambio y transformación a través de la organización y estructuración del conocimiento en contextos y circunstancias particulares (pp. 204-205).

Advertisement

Destaco, para no olvidar, las características de un docente: profesional de la educación; responsable de la enseñanza en el proceso educativo escolarizado; actor, promotor, coordinador, facilitador e investigador del proceso educativo (escolarizado); organizador de ambientes de aprendizaje e intérprete en estrategias didácticas del currículo, en el aula; y, en el caso de que haya autonomía curricular, autonomía de gestión y acompañamiento, sería un agente de cambio y transformación. En esto último se condiciona lo que también puede ser el docente y no puede no resultar alarmante, ya que muy pocas veces se verifican dichas condiciones; por lo tanto, el docente en pocas ocasiones llega a ser quien podría ser. Pero, ¿es el docente un maestro? No me lo parece. ¿Es al docente a quien debemos llamar maestro? No lo creo. Maestro viene del latín magister, que en su sentido más básico significaba “jefe”. El docente no lo es, es tan solo un trabajador.

Mauricio Beuchot, de finales de la década de 1990 a estas fechas, ha venido apuntalando directrices sobre quién es maestro, dentro de su filosofía de la educación. Sobre ésta, dice que

La filosofía de la educación no puede confundirse con la pedagogía ni alguna de sus ramas más científicas o técnicas (que van de la mano de la psicología y de la sociología). Tiene a su cargo la reflexión sobre

las condiciones de posibilidad de la educación, a partir de sus meditaciones sobre el ser humano (antropología filosófica y filosofía de la cultura). Aplica a la educación elementos que provienen de las ramas de la filosofía misma, como la epistemología o teoría del conocimiento, e incluso la ética (Beuchot, 2011, p. 160).

En la línea de la hermenéutica analógica, pues, la filosofía de la educación destaca que la educación es formación en virtudes, formación del juicio, formación de los sentimientos, formación en la interculturalidad y formación en el sentido (Beuchot & Pontón, 2014).

Para este capítulo me he propuesto responder a la pregunta ¿a quién debemos llamar maestro? Y para conseguirlo me inscribo en el marco de la filosofía de la educación que se desprende de la propuesta de la HA, fundada por el filósofo mexicano citado. Ahora bien, la pregunta que me hago supone otra, ya que, si pregunto a quién debemos llamar maestro, acepto que ya sé quién es, o puede ser, maestro. Pero si no lo sé, antes de responder a la pregunta que me hago de entrada, he de tratar de dar respuesta a esta otra, a saber, ¿quién es maestro? No quiero sólo dar con la esencia del maestro, sino conectarlo con los otros y su contexto. Lo que sostengo y que responde a las preguntas propuestas es que el maestro es icono, modelo o paradigma de los alumnos porque la educación es formación en virtudes. Esta re-

flexión se enfoca en una de las condiciones de la educación, a saber: el maestro; a partir de la antropología filosófica, por eso que conecta con los otros y su contexto. A continuación, pues, presentaré y argumentaré estas directrices para, al final, responder a la pregunta planteada y decir por qué maestro y docente son distintos.

Iconicidad y virtudes

Partamos, entonces, de un concepto en Beuchot en estos contextos: la iconicidad. Para él, se trata de una forma de la analogía. Ésta es la forma de significar en parte semejante y en parte diferente, predominando esta última. Los iconos son, pues, analógicos porque conectan, a partir de la semejanza, las diferencias. En este sentido “el recurso a la analogía […] es lo que permite integrar la enseñanza y la ejemplaridad con una mímesis o imitación no servil, sino libre y creativa. […] que ayuda al maestro a ser icono (modelo o paradigma) para el alumno, y que además permite avanzar en este proceso de identificación en medio de la interacción con lo diverso o diferente” (Beuchot, 2009, p. 52). Es decir, el icono que sería el maestro integraría enseñanza y ejemplaridad con la imitación, cosa que le permitiría avanzar por la identificación en medio de la interacción diversa de los estudiantes que, a veces, son de contextos culturales muy distintos a los de los maestros.

Mauricio Beuchot funda su propuesta en las doctrinas y ecos antropológicos de algunos pensadores recientes, de quienes haré una rápida mención. Para Charles S. Peirce, el icono (el símbolo para Ernst Cassirer, Mircea Eliade y Paul Ricoeur) es un signo que relaciona y por eso está sobrecargado de significado, lo que le permite llegar a lo más íntimo del ser humano. Jung pensó así los arquetipos y los tipos psicológicos (como el introvertido y el extrovertido). Max Weber habló de los tipos sociológicos (como la conducta racional conforme a fines, la conducta racional conforme con valores, la conducta afectiva y la tradicionalista). Ludwig Wittgenstein pensó la iconicidad en los paradigmas y los parecidos de familia en relación con ellos; entre unos y otros hay una relación de cercanía o lejanía hasta que ya no hay parecido; un paradigma, sostenía el filósofo austriaco, sólo se puede mostrar, mas no decir.

Ahora, ¿cómo se aplican estas ideas que redondean una noción de icono a la educación y, específicamente, al maestro, del que se quiere saber qué y quién es para saber a quién debemos llamar maestro? La vía para responder a esto es considerar, como primer paso, la educación como formación en virtudes.

En palabras de Alasdair MacIntyre (2001), se entenderá virtud como “una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia

nos impide efectivamente lograr cualquiera de tales bienes” (p. 201), la propiedad disposicional que puede adquirirse y que capacita para hacer bien una actividad. En esta línea, la educación sería la posibilidad de suscitar y promover virtudes en la persona (Beuchot, 1998).

Según Beuchot, es necesario recuperar para los maestros y la educación su carácter de modelo, ya que la masificación de ésta ha vuelto difícil ejercer la ejemplaridad y tener esa relación más humana entre maestros y estudiantes que parecían caracterizarles. Se trata, por supuesto de que el maestro sea un buen modelo y no uno cualquiera. La formación en virtudes lo exige, como explicaremos a continuación.

Mauricio Beuchot se sirve de Platón, Aristóteles, Gilbert Ryle, Jean Piaget y Alasdair MacIntyre para dar cuenta de la educación como formación (o suscitación y promoción) de virtudes. La virtud desde los griegos significa mesura o moderación; vincula y media la pasión y la inspiración, es decir, evita sus excesos o sus defectos; la virtud modera los extremos. Para Platón, no se puede alcanzar plenamente, como si de un equilibrio matemático se tratara, pero en alguna medida lo es, en alguna medida equilibra y permite vivir adecuadamente, sin pura intuición y sin pura razón, sino combinando ambas, inclinándose a un lado o a otro, según sea requerido.

Para Aristóteles, siguiendo en parte a su maestro, la virtud, como moderación, no es un obstáculo para la acción, sino la posibilidad de actuar según convenga. Las virtudes pueden ser intelectuales, morales, creativas o mixtas (como la prudencia, que es teórica y práctica y que enseña a disponer de los medios para alcanzar los fines). En Aristóteles está la tesis de que la creación de hábitos es obra de los maestros y que debe emprenderse antes que el desarrollo del raciocinio. Aunque las virtudes son hábitos, no son exactamente destrezas, es decir, no lo son en sentido conductista, de repetición cuantitativa, ya que involucran al educador y al educando de manera consciente. Las virtudes, en tanto que hábitos, son cualidades porque cualifican al hombre que las posee. También son excelencias porque ayudan al ser humano a buscar su bien y sus fines, esto es, la felicidad. Las virtudes, según Aristóteles, se aprenden con la práctica, pero siguiendo reglas o direcciones indispensables. Es cierto que no hay escuela de virtudes, sin embargo, se requiere de buenos modelos y mucho ejercicio. He aquí que se conecta la idea de Wittgenstein de paradigma, pero matizada, ya que un modelo es ejemplo y orienta, muestra y dice. Un maestro, por ejemplo, para enseñar la ciencia (el hábito de las demostraciones, según el estagirita) suscita y promueve, por medio del ejemplo, el hábito de extraer conclusiones. El maestro, pues, no sólo informaría, sino que ayudaría a formar, con el ejemplo, el hábito o cualidad de esta virtud en los estudiantes. Lo mismo pasaría con el resto de las virtudes, sean teóricas o prácticas, intelectuales o morales. Más

aún, esta formación es dialógica, requiere de la intervención activa del estudiante. Se ve con claridad nuevamente en el caso de la promoción de la ciencia como virtud, ya que para que se adquiera se requiere del entendimiento de los axiomas, la aceptación de los postulados y la discusión de los teoremas (Beuchot, 1998).

Entendidas las virtudes y su necesidad, el filósofo mexicano dirá que para que la educación suscite y promueva las virtudes, esto es, sea formación en virtudes, “que es lo mismo que formar en valores, se necesita tener al maestro como paradigma y tratar de mantener con él cierto parecido de familia” (Beuchot, 2011, p. 166). Desde Thomas Kuhn, por ejemplo, la filosofía de la ciencia ya no analiza las teorías científicas como conjunto de enunciados, sino como conjuntos de prácticas en orden a un paradigma, a saber, un científico connotado con el que se buscan los parecidos de familia. Esto mismo, al llevarse a la educación, le devuelve al maestro el papel de paradigma que tuvo en otro tiempo. Con otras palabras: “En la pedagogía, nos da un modelo en el que el maestro no se contenta con brindar información, sino que da formación, específicamente con su ejemplaridad. Es la idea del maestro como icono o modelo a seguir para el alumno” (Primero & Beuchot, 2015, p. 103; Álvarez, Beuchot & Álvarez, 2018, p. 50). Esto es posible por la adjudicación de autoridad al maestro, dada a partir de la transferencia (según el psicoanálisis) e intercambio de emociones. Dicho de otra forma, el maestro es icono por-

que influye en sus discípulos y éstos introyectan actitudes que le pertenecen a, y reciben de, aquél. En toda escuela filosófica, por ejemplo, funciona el carácter paradigmático, modélico o icónico del maestro. Piénsese en Sócrates, Platón y Aristóteles, que fueron modelos de sus alumnos.

Entonces, en la formación en virtudes (teóricas y prácticas) se recurre a la adopción y asimilación de un modelo o paradigma. Y si bien Wittgenstein sostendría que éste sólo puede mostrarse y no decirse, en el marco de la HA, que evita los extremos, que la iconicidad sea analógica significa que se puede mostrar el decir y decir el mostrar. Mientras que el decir pretende la univocidad, el mostrar tiende a la equivocidad. Cuando se explica algo, a veces no se entiende, por muy claro que se lo diga. Piénsese en las instrucciones dadas verbalmente para realizar una actividad, ¿cuántas veces no son comprendidas? Cuando se muestra, sucede lo mismo, puede no entenderse y mucho menos captarse el sentido de una acción. Piénsese en quien hace algo, lo que sea, sin decir nada; pasaría que nos perdería o no sabríamos qué hacer. Un ejemplo del decir que muestra, un poco para tratar de afianzar la idea de manera analógica, es el instructivo para armar un librero. En él se dice la instrucción y se diagrama o ilustra, es decir, se muestra icónicamente qué y cómo hacer para ensamblar las piezas de dicho mueble. Un ejemplo del mostrar que dice puede darse en la acción de escribir y la instrucción oral complementaria para emprender dicha actividad (Beuchot, 2011). En el ámbito moral,

como se dice, una cosa es insistir en los valores, y otra, predicar con el ejemplo. En el ámbito científico ya mencioné varios casos.

Formación en virtudes

La filosofía de la educación requiere, pues, de la antropología filosófica en la base, porque al ocuparse ésta del ser humano aporta respuesta a las preguntas de qué se parte y a quién se quiere llegar; entiéndase un ser humano por desarrollar, en el origen; y un ser humano desarrollado, en el final. Ello supone estados y procesos de conducción, de un mover cualitativo. El maestro lo es porque sabe quién es el ser humano, el hombre, y quién puede llegar a ser y, por ende, participa y colabora en la formación en virtudes de los estudiantes.

La educación requiere de moderación, ya que ni puede ser completamente particularizada ni completamente general y homogénea, se requiere proporción de ambas. Asimismo, se requiere un equilibrio entre la política y la educación. No puede permitirse todo ni puede imponerse todo (Beuchot, 1998).

El docente, se decía, es profesional de la educación; responsable de la enseñanza en el proceso educativo escolarizado; actor, promotor, coordinador, facilitador e investigador del proceso educativo (escolarizado); organizador de ambien-

tes de aprendizaje e intérprete en estrategias didácticas del currículo; y, en el caso de que haya autonomía curricular, autonomía de gestión y acompañamiento, sería un agente de cambio y transformación. El maestro, en el ámbito educativo escolarizado, es docente y funge como tal, pero ha de ser más, esto es, modelo de sus estudiantes, ya que su labor sustantiva y esencial es la de formar a las personas que están a su cargo o de las cuales es responsable. Formación es acción, como proceso, y efecto o resultado esperado, de formar o dar forma. Esto puede conseguirlo porque ser maestro es ser icono, paradigma o modelo.

Un modelo es aquel que cuya actividad es procreativa, como se espera que sea la de un maestro, la de un jefe que motiva, que lleva, que hace que las personas den lo mejor de sí.

Un maestro así concebido debe serlo en distintos niveles, como lo pensaba Aristóteles, a saber, en lo intelectual, en lo moral y en lo productivo. Y en caso de que alguien no pueda ser modelo de todo, hay modelos según sea el caso. Cierro respondiendo: ¿quién es maestro?, quien es modelo; ¿a quién debe llamarse maestro?, a quien es modelo. Y si se es maestro es porque se tiene autoridad, la que da ser modelo y como tal es, también, jefe de la educación.