Gent gran i contes, 2014

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Nos gustaba mirarlos, cogerlos y dejarlos ir. Así nos pasaban las horas. Muchos niños y niñas lo hacían. Años después, mi esposo se ganó la vida construyendo jaulas para pájaros. De todo se aprende. Un poco más mayor, mi madre me envió como aprendiz a la sastrería del pueblo. Allí pasaba horas calentando las planchas, cosiendo dobladillos y haciendo recados. Un día, en plena Fiesta Mayor, me mandaron llevar un traje a un cliente. Al entregárselo me dio una propina. Era la primera vez que tenía dinero en el bolsillo. De camino a la sastrería, pasé junto a la feria y no pude evitar subirme a la noria. Me gustaba tanto. A esa hora no había nadie. Subí yo sola. Y cuando mi cesta estaba en lo alto de todo, se paró. No sé si se estropeó o el encargado la detuvo para comer y no se acordó que yo estaba subida. No sé. Pero me quedé colgada un buen rato y claro llegué tarde al trabajo. Cuando expliqué lo que me había pasado todos se pusieron a reír. Pero a mí no me hizo ninguna gracia.

Un poco después, me tocó ir a trabajar al campo, a arrancar la planta de los garbanzos. Éramos unas veinticinco chicas. Empezábamos al salir el sol y no parábamos hasta que se ponía, así que poco tiempo hubiésemos tenido para ver la televisión. Nos pagaban muy poco. Y una mañana nos plantamos. Le dijimos al jefe que si no nos mejoraba las condiciones nos íbamos. Al principio nos dijo que adiós muy buenas. Cuando ya nos alejábamos por el camino de vuelta al pueblo, nos llamó gritando. Desde entonces nos pagó el doble. No teníamos tele pero no éramos tontas. Para estar informadas teníamos los periódicos; los vecinos venían a nuestra casa a leerlos, pero un día mi hermano apareció con una radio. ¡Madre mía! ¡Qué invento! Se paseo por todo el pueblo enseñándola como si fuera un trofeo. A partir de entonces, la radio pasó a ser el centro de la casa

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