Textos de Javier Izcue Argandoña

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Javier Izcue Argandoña

JAVIER IZCUE ARGANDOÑA nació en Pamplona en 1965. Licenciado en Filología Hispánica, ha trabajado en la enseñanza como profesor y actualmente lo hace en tareas de gestión educativa. Es autor de poesías, cuentos, microrrelatos, teatro y prosa para el público adulto. Para el infantil ha escrito poemarios, ha publicado cuentos —«El general invierno recibe un telegrama», «Cuento para tus orejas (las dos)»—, y ha representado obras de teatro — Invierno eseoese, Historia de Muri—. Actualmente trabaja como coautor, junto a Ignacio Aranguren, en una trilogía dramática para adolescentes de la que se han representado ya las dos primeras piezas: Primera vez. Suite adolescente y Sentymentalia.


XII, más conocido como Fuerte San Cristóbal, es un gran complejo arquitectónico, pero, al mismo tiempo, es un lugar al que los diferentes usos dados a lo largo de los siglos hacen erigirse en un importante monumento de la memoria colectiva. Con el objeto de mantener viva la presencia de este conjunto, declarado en su día como Bien de Interés Cultural, y rescatar su valor como pieza del patrimonio inmaterial, se convocó el I Certamen Literario "Ayuntamiento de Berrioplano. Fuerte San Cristóbal" de relato breve en castellano y euskera.

Coronando el monte Ezkaba (Navarra) y compuesto por edificios, galerías, fosos, patios..., el Fuerte Alfonso

Largo lamento Se abrió la cancela del portón y entraron. Ahora ya apenas reparaba en los ojos heridos, ni en los gritos que llegaban de los fosos. Lo único que no podia soportar era el olor de carne vieja y enferma. -Ranea, recoña, le gritó el Juramentos. Condenau de muete. Tenían mucho trabajo por delante. El niño le llevaba en un hato

Los relatos recogidos en esta publicación son los que resultaron ganadores en esta primera edición: "Largo lamento", de Javier Izcue Argandoña, en la modalidad de castellano, y "Ezkabako ihesa", de Iñaki Berzal Barbarin, en la modalidad de euskera. la badana de la navaja barbera, la pastilla de jabón, translúcida ya de tanto frotarla, la brocha y el peine, el mandilón y los trapos con el que secaba cogotes y mentones y, al final del esquilado, sus manos enormes y brutas, de apóstol traidor de sacristía. El Juramentos era barbero de los de antes, sacaba muelas con cordel, rasuraba barbas y coronillas, ponía emplastos para diviesos, decia alguna oración, o un ensalmo, quizá hasta debía alguna cuchillada en su aldea. El niño se apresuró a obedecer colándose a través del


torno por el que había entrado el barbero. Dentro, en el camaranchón, había unos treinta presos. Eran los que tenían la moneda -peculio de libre disposición lo llamaba el Director-Jefe- para sufragarse corte de pelo y afeitado. Los que no, habían de solicitarlo previa instancia. ¿Y quién? El valor es caro. En las noches, las chinches, los piejos, les remordían sin piedad en el calor de cuerpos revueltos. Por el día, el frío del patio impedia que se cerraran las largas escarbaduras de las uñas, que un sol anémico no secaba. Las heridas se infectaban. Cada día, un carro bajaba de lo alto, con su hato desportillado de cadáveres, abarras para calentar la tierra. El niño cedía a la inercia en la que vivía. No esperaba nada. Se diría que ni hablar sabia. Si había suerte, al salir, algún soldado le arrojaba un mendrugo de pan, una colilla encendida, un par de patatas. Pero eso era soñar la mayoría de los días. Le costó descubrir que le hablaban. -Volverán las oscuras golondrinas / en tu balcón sus nidos a colgar. Levantó sus ojos humillados. El penado, como un cristo en su trono de espinas, le miraba. El Juramentos había salido fuera un momento. El hombre tenía una cicatriz cárdena en el rostro. -Y otra vez con el ala a sus cristales / jugando llamarán. Al niño se le encendieron las orejas, como dos hojas de berza heladas. Puso una sonrisa gorda, boba, estólida. -Poesía, ¿sabes? El Juramentos le tenia prohibido hablar con los reclusos. Si hubiera

podido, hubiera echado a correr ladera abajo, más allá de la cuenca, cruzando el rio. -¿Yo? Yo no sé nada. Era la primera vez que alguien le veía. -¿Cómo te llamas, rapaz? Hablaba raro, el hombre raro. -Tu nome, ¿tendrás nome? ¿0 también te quitó eso la guerra? El hombre calló, por fin, al oír unos pasos. El barbero acababa de entrar. Se puso a cortarle el pelo. El chaval sostenía una vasija con agua tibia. Sintió una mano que lo tentaba y quiso gritar. Cuando el miedo lo dejó, creyó notar un bulto en su bolsillo. Apenas terminaron de rasurar al grupo de penados se apresuró a recoger en el hato todos los instrumentos del barbero, a barrer la mugre caída al suelo y a echarla al fuego, donde crepitaron horriblemente todos los bichejos que se alojaban en ella. -Karachi, qué prisas tenemos, le dijo el ensalmador al verle tan diligente. Qué tábano te ha picado hoy, ¿eh? Si no te espera nadie. El niño dejó colgando el belfo, como la bestezuela atontada que todos le creían. -Tira, tira, en el pueblo nos veremos. El Juramentos se sentó en un marcuero a liar un cigarro. El niño, en el primer recodo, se echó a correr vereda abajo, hasta llegar a un enorme encino que usaba de nido. Se subió a una horquilla oculta y miró hacia el camino. Con los ojos cerrados quiso sentir el objeto, adivinarlo. Tocó con los dedos los


bordes y lo sacó. El libro era un fino tomito de faltriquera, de esos que el paseante puede llevar para sus ensoñaciones. En la portada, unas violetas en hilo de oro. Apenas se atrevió a rozarlas con una yema cuarteada, temiendo que se deshicieran. Lo abrió con cuidado. Entre las tapas rebullía huérfana una hojita suelta, volandera, sola. Sorprendido, volvió a mirar la portada. -Ri... r¡... rimas. Tuvo miedo de su voz.

El niño lo miró. -Ya, no conoces las letras. Eso lo encendió. -Sí, sí... -Falaste, al fin. -Es que... Pero aquellas, cuajadas de rocío / cuyas gotas mirábamos temblar / y caer como lágrimas del día / ¡esas... no volverán! Sentía qué aquellas palabras le ponían voz, aun no entendiéndolas. -Y de cabeza, bravo. -Me ayudó Berta.

-Dé dónde llegas tú ahora, le gritó su madre. El Juramentos ha llegado hace un buen rato. Tus hermanos se han comido la ración. Se sentó al fuego sin decir nada. -El cura ha mandado decir que vayas con el Juramentos por la mañana, a la fuesa del askarro. Al alba, tres hombres cavaban un gran agujero. Al poco se oyó el traqueteo de un carro que bajaba a barquinazos por las rodadas del camino viejo de Berrioplano. Lo guiaba el Juramentos. Detrás, la carga inmóvil. Detrás, dos presos atados y más atrás un guardia civil. -Venga, la estola y la cruz, le urgió don Genaro, el párroco. Y empezaron a rezar en latín, una oración por cada cuerpo que caía al agujero, rebotando fofo. Le extrañó volver a verlo tan pronto, aunque lo deseaba sin conocer el nombre deseo. Cuando pasó a su iado, el hombre dijo: -¿Leíste los versos, rapaciño? ¿Gustáronte?

-¿Berta? -La hija del maistro. A su padre se lo llevaron y ella nos enseña. -¿Y el tuyo? -¿El mío? El preso lo miró. El niño se giró para que no lo viera llorar. El hombre recitó: -¡Los suspiros son aire y van al aire! Y sacándose una hojilla del forro de su chambergo la deslizó en el blusón negro del mócete.

Ahora lo buscaba cada vez que subia con el Juramentos al Fuerte de San Cristóbal. Unos pocos versos habían caído en su oído y lo habían despertado. Sin importarle que el barbero le diera un zartaco por huir del rapado, recorrió el patio hondo. Algunos internos paseaban por el recinto como bobinas locas. Otros, en pequeños grupos, parlamentaban, soñando seguramente con una gran evasión.


Apoyado contra una pared umbría, vio la sonrisa galaica del hombre de los versos. Se plantó junto a él, sin poder evitar mirar la trinchera morada de su cicatriz. El hombre, afilado, esencial, sonrió. -Una cuchillada, rapaz. El niño se acercó. -¿Qué? ¿Te presta tocarla? Y el hombre tomó la mano del niño, que recorrió la línea del tajo con la unción con la que se escande un hexámetro. -Un marido celosiño, rapaz. La mulher bien valía esta cornada y otro puñado más. El niño entrevio aventura, vida, más allá de la grisura cotidiana. -Por... por favor... El hombre lo miró hondo. -Más versos, ¿eh? Sólo el amor es más fuerte que la poesía, rapaz, ya lo verás algún día. El niño escuchaba sin entender, presintiendo. -Del salón en el ángulo oscuro... Todo desapareció. Y al final: -Lindos ¿eh? El niño bajó los ojos. Esperaba que el otro, con un gesto hábil, le deslizara la hojilla. -Rapaz, ¿vos faríasme una merced? El niño alzó la mirada con pavor. -¿Sí o non? En ese momento pasó un retén de presos. El hombre aprovechó para

meter algo en la faja oscura del muchacho. -Acompañas al cura y al matarife ese a los entierros, ¿nones? El niño se fue poniendo de fuego. -Amañana, cuando el enterrador tire unas paladas, arrima eso a los muertiños. Y dicho, el penado empezó a alejarse. La pared en que se apoyaba apareció ahora como una superficie llena de puntas amenazadoras, oscuras. En una grieta asomaba la lengüita blanca de un papel. El niño lo tomó.

La madrugada estaba sombría. Cuando colocaron los cadáveres en el hoyo, acompañó al cura en los latines. A grandes hisopazos, don Genaro fue diciendo las palabras tremendas del Dies Irae mientras rodeaban la fuesa. Por primera vez se fijó en las caras de los tres muertos. La del más alto la habían afeitado la semana anterior. Uno tenía un agujerazo en la sien. El cura sólo se quedaba a las primeras paladas. Los presos del retén arrojaban la tierra como autómatas sonámbulos. Los dos guardia civiles encendían ya sus cigarros mientras comentaban en voz baja las últimas noticias del frente del Norte. No le fue difícil arrojar en un puñado de tierra lo que le había mandado su amigo. Era un pequeño botecito de medicinas en el que había un papel con los nombres, el lugar de origen, la profesión, el morir. -Algún día, menino, vendrá una mulher a buscarlos. Si la térra les ha comido la carne, y el agua les ha


lavado los huesos, ¿cómo sabrán dónde es su home? El niño nunca había pensado que unas palabras fueran tan importantes. Recordó las que Berta le había descifrado en el pajar la noche anterior. La luna era grande y tenía frío en su cara redonda, de moneda pulida por todas las manos. ¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos! Pensó vagamente en su padre, sin un papel que dijera su nombre para cuando alguien algún día lo sacara a la luz. Fueron pasando los días. El librito del niño se fue completando de hojitas blancas con versos negros y los árboles de hojitas verdes con líneas claras. El monte se fue cubriendo de agujeros llenos de hombres muertos con los ojos abiertos, junto a los que alguien había tirado un botecito de medicinas con una hoja en la que venían sus nombres para que setenta años después curara tanto dolor, tanta separación, tanto olvido. El gallego cada día estaba más alto, más delgado. Su cicatriz se iba poniendo candente conforme los días se hacían más largos. Esto debió de ser cuando las grullas ya habían vuelto del sur y bogaban en un alto azul chillando de alegría al ver ya cerca los pasos de los Pirineos, mientras dibujan letras de un alfabeto que los hombres no conocen. -Rapaz, le dijo un día, non sé tu nome. El niño ya no lo era más. En las noches, tomaba las manos de Berta y le miraba a los ojos, recitando versos

entre montones de heno. Las vacas les ignoraban rumiando mientras soñaban con el convite de vastas praderas como ellos soñaban con días al sol en los que pudieran irse más allá del monte, salvos de los disparos que sonaban algunas madrugadas. -Martín. -Martín, lindo nome. Oye, Martín, acabáronse los versos. Non resta folla nenguna. Furioso, gritado:

el

niño

le

hubiera

-Farsante, eres como todos. Le hubiera gustado pegarle. Le hubiera gustado matarlo. -¿Farás-me un postrer favor? Por primera vez en su vida, Martín dijo: -No. Y se marchó corriendo, con la visión de la cicatriz del gallego asediándole. Cuando llegó junto al Juramentos, este le notó algo. -Qué tienes, condenau. Si al final, siempre vuelves conmigo, ababol, más de ababol. Martín no dijo nada. Ya habían cargado el carro, cuando se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaba su amigo el preso. Volvió corriendo junto a la pared sombría. No quedaba ya nadie en el patio. Se apoyó junto al muro recordando el rostro afilado y esencial de su amigo, su cicatriz, su habla suave, los versos. Un papel asomaba de la ranura. Lo cogió. Estaba en blanco. La mañana era pura. La primavera, ahora sí, venía a grandes zancos tirando de las ramas nudosas de los encinos botones verdes,


despertando en las aves las ganas de cantar las viejas melodías, sonriendo las fuentes. La sotana suave de don Genaro siseaba con el roce. El cura iba silbando la tonadilla de una zarzuela que había oído en Madrid, cuando seminarista. Era un gran andarín y no permitía que sus obligaciones le amargaran un día. Sabía que, al regresar, Ferminica le tendría preparado el almuerzo. Sólo calló su canturreo cuando oyeron el disparo. Para cuando llegaron a la fuesa, el hoyo estaba cavado. Vieron subir hacia el Fuerte a un preso cavador custodiado por un guardia civil. El Juramentos tiró el pito al hoyo en cuanto los vio llegar. -Buenos días, señor cura. -Santos. -Hoy acabamos pronto. El cura lo sabía. Un disparo es un muerto. -El tiempo menester, dijo con la boca pequeña. Martin iba mohíno, huraño. Había regañado con Berta. Ya no soportaba estar con aquellos hombres que sólo sabían hablar en prosa. Con un gesto, el cura le pidió la estola y el hisopo. Lo vio abrir el breviario por el oficio de difuntos. -Réquiem aeternam dona eis, Domine. Miró al niño, que tardaba en responder. Martín volvió en sí. Bisbiseó: -Los suspiros son aire y van al aire. Y el cura: -Absolve, Domine, animas omnium.

Y el niño: -Las lágrimas son agua y van al mar. Y el cura acabando: -Et lux eterna luceat eis. Y Martín bajito: -Dime, mujer, cuando el amor se olvida, ¿sabes tú adonde va? La luz los iluminó. El sacerdote empezó a bendecir la fosa con el hisopo. Detrás de él Martín, buscándose en vano el botecito con el nombre del difunto. Sólo entonces se dio cuenta de la importancia de su no. La pala del Juramentos brilló al sol. La tierra empezó a caer sobre el ejecutado. El niño miró a lo hondo. Se obligó a recordar su rostro por sí un día alguna mujer lo reclamaba. Una raya cárdena es lo primero que vieron sus ojos, una cabeza delgada, esencial, la sonrisa dulce. En la sien, la boca ensangrentada de un balazo. Echó a correr, echó a correr monte abajo. Aún hoy setenta años después sigo corriendo. ¿Cómo se llamaba, cómo se llamaba? En este patio abandonado, en este muro, dejo unas violetas y un papel con estas líneas. Si versos fueran, al menos...


Primera vez. SuiteADSLescente, obra original de Javier Izcue e Ignacio Aranguren, fue estrenada por el Taller de Teatro del ÍES Navarro Villoslada de Pamplona durante el curso 2008-2009. El Departamento de Educación del Gobierno de Navarra edita el libreto original, junto con la guía didáctica y un DVD que recoge la representación. Dentro del Plan de Convivencia de los centros escolares que imparten ESO, este material pretende facilitar el desarrollo positivo de las relaciones entre todos los integrantes de la Comunidad Educativa. En esta obra los adolescentes se enfrentan de distintas maneras y por primera vez a una nueva experiencia en el marco escolar: amor, traición, muerte, deseo, angustia, tentación, violencia, decisión, fracaso... Educación para la libertad

Primera vez, Suitw ADSLescente

Abertura

En la rama floreada, la larva sueña con ser mariposa, como hacen sus hermanas dormidas. Ahora que asoma la mañana y el sol la calienta, la crisálida siente el vértigo del primer vuelo. Esa agitación de alas párvulas es la que el espectador siente. Metamorfosis.


Mientras la luz se apodera de la escena, suena el tema principal en versión instrumental Desde todas las direcciones, a velocidades diferentes, con estados de ánimo muy contrastados, salen los actores. Todos caminan acelerados, ignorándose unos a otos. De pronto, cesa la música y todos quedan inmóviles, cada uno en su mundo. ABEJA l.— La primera vez. La primera vez que lo hice. La primera vez que hice aquello. «Aquello», pronombre demostrativo de tercer grado. Es neutro. No es masculino ni femenino. Es neutro y se usa para señalar lo más alejado del hablante. ZÁNGANO l.— (Suspirando.) Ay... «Aquello, aquello, aquello». ¡Pobre de ti, chaval, que hasta los pronombres sirven para señalar lo que está más alejado del hablante. Porque vamos a ver. «Aquello» es lo que este, ese y aquel hacen con esta, esa y aquella. ¡Qué morbazo tienen los pronombres, tío! ¡Venga, que salgan ya los neutros del armario y junten esto con eso! OTRA ABEJA.— (Paródica, en mujer fatal 0 tal vez en ingenua empollona que se mete en un jardín.) ¿Pero vamos a hablar de lengua o qué? Que a mí me parece muy bien, porque la lengua para mí es, no sé cómo decirlo... fundamental. (Todos se miran, estupe-fados.) ¿Qué, pero qué pasa? ¿Qué he dicho? ABEJA l.— Pues no, no vamos a hablar de lengua, no. Aquí se trata de la primera vez, la primera vez, en general. Claro, porque para todo hay una primera vez. (Cuchicheos. Algunos intentan marcharse desilusionados.) A ver, a ver, que sí, ¡Para el amor también! ¡En sus múltiples aspectos! (Ante esas expectativas, él grupo regresa al escenario y se distribuye informalmente por todo el espacio escénico.) Para el amor también, pero en sus múltiples aspectos. Porque la vida está repleta de primeras veces. Y, si no, pensad, a este instituto entramos con doce años. Y este año nos iremos con dieciocho. En esos seis años ¿cuántas primeras veces han cambiado, mucho o poco, vuestra vida? (MurmuBo general) ABEJA 2.— Eso, por favor, ¡vamos a hablar de primeras veces! Por ejemplo... jo, pues ¡la primera vez que puse el pie en el instituto! Dios, ¡qué grande era todo! Yo venía con mi madre. ¡De la mano! OTRO ZÁNGANO.— (A la cámara, como quien participa en una Olimpiada.) ¡Hola, mamá! ABEJA 2.— Sí. ¡De la mano de mi madre! Es que no os podéis imaginar el cachondeo de los mayores que estaban en la puerta. Tenía doce años y vine a la jomada de puertas abiertas y no se me ocurrió otra cosa que venir con la mochila de ¡Helio Kitty! Mira, que se pasaron un año entero llamándome Quita Kitty... ZÁNGANO 2.— Pues yo nunca podré olvidar la primera vez que vi a Edume. Llevaba un peto rosa y el pelo más bonito que he visto en mi vida. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Si sólo somos buenos amigos... ZÁNGANO 3.— Mira que son importantes los amigos. Si no fuera por ellos... Si no fuera por ellos, por ejemplo, nadie hubiera hecho su primera borota. ¿Os acordáis? Había que traer un animal para hacer una disección. En fin, una sepia o algo así. El Koldo trajo su hámster. Y grita ¿Rajar a Jamfry? ¡Ni hablar! Nos fuimos a la Biurdana. ¿Quién se iba a enterar? Mis padres dejaron que la comida fuera tranquila. ¡Menudo postre me dio mi madre! ZÁNGANO 4.— Anda, que a mí también me estaban esperando. Mi padre y mi madre. Los dos. ¿Qué es esto? me dijo mi padre. Y lo dejó así, como con asco, encima de la mesa. Me lo había colado Iker en la mochila. Un preservativo. La primera vez que tuve uno. (Abucheos.) Pero si yo soy alérgico al látex... ABEJA 3.— ¡Ay, los amigos! Pero qué importantes son en el instituto. Con lo cabezota que yo era. Pero Bea tenía razón, aquel chico... que no, qué cotillas. ¿Si ha venido hoy a la función...? Os lo


voy a decir, era bobo. Yo estaba coladísima por él y casi mando a Bea a la mierda por su culpa. Pero Bea, mi primera verdadera amiga, me hizo ver las cosas claras. Le pedí perdón a Bea. Decir «lo siento» la primera vez... cuesta. Bea me dijo: ABEJA 4.— No pasa nada, tía. Somos amigas. ABEJA 3.— Y luego me enteré de que estaban saliendo juntos. ¡Ay quejo... con las mejores amigas...! Sin embargo Bea nunca me dijo luego: ABEJA 4.— ¡Ay, chica, Silvia, que lo siento! ZÁNGANO 5.— ¿Lo siento? (Pensativo.) ¿Qué es lo más que he podido sentir yo durante estos años? Ah, aquella vez que le hicimos llorar a una nueva profesora. Rubén, el cabecilla, nos dijo: ZÁNGANO 6.— Tíos, ¿a qué no hay güebos para ir a la Rose Mary como que le hacemos preguntas y le miramos de cerca las... ¿vale? ZÁNGANO 5.— A las domingas, venga, a las domingas... Mariconazo el que se raje. ¿Os acordáis? Ella era joven. Y estaba sustituyendo a la Tícher-Tacher. Se dio cuenta. La hicimos llorar. Yo también jugué. ¿Y sabéis una cosa? Rose Mary me dio mucha pena, tan sola, tan inexperta, tan guapa... Justo en ese momento me di cuenta de que estaba enamorado de Rose Mary. Hostia, se me ha escapado... Lo siento. ABEJA 5.— Eso, eso, chaval, se llama primer amor. Llega así, como un SMS, y antes de que te des cuenta lo has leído y no sabes ni quién lo envía. Pero a mí, a mí, tía, me pasó por Internet. Nunca, nunca llegamos a quedar, de verdad, pero es que parecía tan guapo. A ver, ¿Qué más da? Ya lo sé, pero, ¿qué más da? ¿Qué más da que la foto fuera falsa? Por fin alguien me quería de verdad. No como mis padres o mis amigas, él me quería por lo que yo era. Joe, el recuerdo es borato, ¿vale? (Canta.) No hay lunita tan clara como en enero, ni amores tan dulces como el primero. ZÁNGANO 6.— ¡Eh, eh, eh! Que lo mío fue peor. Me tocaba exponer en público. Y estaba nerviosísimo. Ya sabéis, la primea vez. Encima, La Revolución Francesa: causas y consecuencias. Y de eso que subí a la tarima y la rocé con la suela de la zapatilla, y sonó como ¡un pedo en cuatro tiempos! (Lo imita.) ¡Qué fue la zapatilla! Y encima va el Bugsbunny y me pregunta a ver si voy a empezar por las trompetas de La marsellesa. ¡Que fue la zapatilla! ZÁNGANO 7.— Eh, primo, ¿vergüenza? ¿Por eso? Anda, vosotros no sabéis por lo que pasé yo. Mira, estaba loco por un disco de Eminem. Vamos al Carrefour y estos: pero venga, tío, chóratelo, que está todo fácil Sí... pues me pilló el segurara. ¡Si hasta me metió en un cuarto y me hizo quitarme la ropa! Era la primera vez que robaba algo en mi vida. OTRO ZÁNGANO.— Claro, porque las descargas del eMule no cuentan, ¿no? ABEJA 6.— No es lo mismo, listillo. ABEJA 7. Vergüenza la que me hizo pasar mi padre a mí. Va un día y me dice que me quie re explicar cómo se hacen los niños. Entonces el hombre, bueno, no, no, no, el marido, el marido introduce su... ¡su cosita! ¿Su cosita, papá? ¿Con que letrita? Mira, esa fue la primera vez que le dio por el diálogo y la cosa pedagógica. Bueno, la primera vez y la última. ZÁNGANO 8.— Eh, eh, que a mí un cha me coge mi padre y me dice: Javier, ven, que tenemos que hablar de hombre a hombre. Javier, si bebes no conduzcas. Javier, póntelo, pónselo. Javier, no dejes que las drogas decidan por ti. Joe, parecía que estaba viendo la tele. Total, que le cogí por el hombro y le dije: venga papá, vete soltando la paga, que Hacienda somos todos.


ABEJA 9.— Pues yo me acuerdo de la primera vez que me enfadé de verdad en el instituto. Todo el curso cabreada como una mona con las fashion de 4 o A. Que no te puedes reír de alguien porque no tenga dinero, porque al coche le llame carro, o porque hable raro. Y ¿sabéis qué es lo peor? Todo el curso cabreada y todo el curso callada. Lo siento, Hilda. ZÁNGANO 9.— Hilda, Mohamed, Meimei, Zigor, bajitos, raritos, feos... lo siento. OTRA ABEJA.— (Ríe y habla con acento oriental forzado.) No te pleocupes. El siguiente semestle, cuando saqué la mejol nota en matemáticas todo empezó a cambial Chinita lista sí, fashion, tomal pol culo. ZÁNGANO 9.— Y es que en el instituto empiezan a plantearse por primera vez, los problemas. Las eternas inquietudes del ser humano se nos plantean ahora. Ahora precisamente las grandes preguntas existenáales aparecen por primera vez en nuestra vida en su más compleja y dentífíca formulación. (Música. Algunos ZÁNGANOSy ABEJAS adoptan posturas parodiando a los grandes pensadores.) OTRA ABEJA.— (Mirando sus pechos.) ¡No me crecen! OTRO ZÁNGANO.— ¿Me llamarán para salir con ellos? OTRA ABEJA.— ¿A dónde voy con estos granos? OTRO ZÁNGANO.— Que no me vean con mi madre comprando la ropa. OTRO ZÁNGANO.— ¿Ay.. .y si ya no se me empina nunca más? OTRA ABEJA.— Todas son más guapas que yo. OTRO ZÁNGANO.- El Richi, ese á que liga. ZÁNGANO 10.— To be or not to be. ¿Me comprarán la moto de una puta vez o sólo me están vacilando? La primera vez que llegué en moto al instituto. Aparco en la puerta principal y todas me miran. Me quito el casco y ellas: Miguel, Miki, ¿Qué haces este finde? Motero... ¿Me llevas a dar una vuelta? Así, todas. OTRA ABEJA.— Vamos, asaltacunas, que te habías puesto a aparcar en el patio de José María Huarte. Además, si tú no has tenido moto en tu vida. Como no nos cuentes tu primer bonobús... ZÁNGANO 10.— Bueno, también se debería contar la primera vez que soñamos con algo. 0 con alguien. ZÁNGANO 11.— Sí, pues yo, en tercero de la ESO, me fui de casa por primera vez. Estaba hasta las bolas. Me fui de casa. Mis padres ni se enteraron. ¿Sabéis por qué? Porque sólo fue una tarde. Pero qué larga se me hizo... Ay... Había suspendido cinco. Mirad, os voy a contar un descubrimiento. Irse de casa es muy fácil Lo jodido es volver. Menos mal que María me convenció. Sólo fue esa vez. La primera y la última. ABEJA 10.— A mí también me vieron en la calle. La cotilla de mi tía Marina. Era la pri mera vez que me maquillaba. Era segundo de la ESO. A mi padre, me lo ha dicho hace poco, le hizo hasta gracia. Pero mi madre (voz de madre.) «¡Y si te vas a maquillar, no te compres el pintalabios en los chinos! ¡Que produce cáncer de mama!» Yo estaba tan nerviosa, que es que hasta me lo creí.


ZÁNGANO 12.— Ver y ser visto. Es que esa es la clave a nuestra edad. La primera vez que descubres que no eres transparente. 0 por lo menos que no quieres seguir siéndolo. OTRA ABEJA.— ¡Que te digan guapa por primera vez! Y que no sea tu abuela. OTRA ABEJA.— ¡Que te vean en el concierto de Marea! ¡Y con un chico que nadie conoce, aunque sea tu primo! OTRO ZÁNGANO.— La primera vez que te ven en el pasillo. ¡Expulsado! OTRO ZÁNGANO.— 0 la primera vez que te sacas un sobresaliente, la nota más alta de la clase, y tus apuntes cotizan en bolsa. OTRA ABEJA.— ¡Que te vean con ropa de marca y te miren y admiren! Oreo ZÁNGANO.— ¡Que metas el gol con el que tu clase gana la liga! OTRA ABEJA.— ¡Que estés hablando con el tío más buenorro de todo el instituto y pasen la Silvia y sus amigas! OTRO ZÁNGANO.— ¡Que te vayas de monitor a un campamento de ANFAS porque se empeña tu moza y te enganches para siempre! OTRO ZÁNGANO.— ¡Que se enteren que tienes una Blackberry! OTRA ABEJA.- ¡0 el último iPod! (Todas estas intervenciones han sido subrayadas por golpes de percusión, que ahora termina con un redoble brillante.) ZÁNGANO 13.— (De bs nervios primero. Luego, narrador.) ¿Qué pensáis de mí? Me muero por saber qué pensáis de mí. Y de pronto un día descubres que ¿cómo es posible? Que le caes gordo a alguien. Que alguien te envidia, sí. A ti. Y ya tienes un enemigo. Tu primer enemigo. Ese día no lo olvidas. OTRA ABEJA.— Como tampoco olvidas el día en el que te mandan hacer un trabajo en clase, por parejas, con la tía más colgada, la más empollona de la clase. Y te amargas. Hasta que descubres que te lo pasas genial con ella. Porque la tía te escucha, te comprende y no te juzga, y que sin darte cuenta, le has contando toda tu vida íntima. Tu primera amiga de verdad. Ese día tampoco lo olvidas. ABEJA ll,—Y otro día piensas, joe, Irene, que te estás haciendo mayor. ¿Qué quieres ser? Ahora que ya casi lo eres. Y te pone nerviosísima, bueno a mí por lo menos, pensar que Marta tiene superclaro que se va a casar y va a tener dos hijos y que Pablo va a estudiar Ciencias Pou'ticas. Y yo me pregunto ¿qué pienso yo de la vida? ¿Qué pienso yo de mi vida? ABEJA 12.— Pues, fíjate que tontería, yo no me olvido de la primera vez que dormí fuera de mi casa. Ane nos invitó a dormir en casa de sus abuelos en Sumbílla. ¡Ostras, tú, si se puede vivir sin padres! ZÁNGANO 14.— ¿Otro primer día memorable? ¿Cómo olvidarlo? Yo tenía, ¿Tenía? sí, tenía seis años. Mi madre entró con un bulto en los brazos. Mira, Jon, tu hermanito. Toma, cógelo con mucho cuidado. Y me potó por encima todo el biberón. ¡Qué pestazo! Desde entonces, no me ha hecho ni puñetero caso más que para enredar en mis cosas, el cabrón. ABJA 13.— Edume, Edume, ven. Mira, cariño. Tú no te preocupes. Que mamá y papá se quieren. Pero papá va a vivir un tiempo fuera. Ahora tendrás dos casitas. Ya verás, ya verás qué divertido. Y


desde entonces siempre con una maleta de ropa preparada. Aquel año me llevaron a mi primer campamento de verano en Francia. Así hasta primero de Bachiller. ZÁNGANO 15.— ¡No! Mi móvil. Se lo tuve que entregar al tutor. Me había sonado en medio de clase. Me lo retuvieron una semana entera. Yo, sin móvil y todo el finde castigado en casa. Encima, me obligaron a leerme un libro. Yo pensé. 0 sea, qué rollo. ¿No? Pues no pude parar hasta acabarlo. Va de un niño que se hace amigo de otro niño que lleva un pijama...¡superideal! No os lo voy a contar, o sea... leedlo. Es la primera vez que me enrollo con un libro. ZÁNGANO 8.— No, si ya se nota... ZÁNGANO 16- ¿OS habéis parado a leer las letras de Violadores del Verso? Pues por ellos escribí mi primer poema. Se titula «Te quiero». Original ¿eh? Bueno, el título completo es «Te quiero, churri». En fin, que se lo enseño al Aranguren y me dice, bueno, el poema tiene algunos hallazgos, pero que no es precisamente original rimar quiero con agujero, en mi caso. Demasiado obvio. ABEJA l.— ¡Ha sido tanto tiempo en el instituto! Y tantas primeras veces. ¿Verdad, Quita Krttí? ZÁNGANO 1.— Sí, sí. ¿Y os acordáis? Septiembre, el de teatro que viene a clase, los comentarios de radio pasillo, que si me apunto, que si no me apunto, y... el futuro, la Selectividad... ABEJA l.— Y entonces es cuando te dices: ¿Y por qué no también a esta primera vez, cuando ya hemos pasado por tantas? ZÁNGANO l.— Ya, la primera vez delante del público, siendo otra persona, sin sentirte extraño. Siendo y no siendo. ABEJA 1.— Bueno, pero nosotros (Por el público.)... y ellos. ZÁNGANO l.— Claro, vosotros os habéis apuntado. El teatro es así. Así que vosotros y nosotros hoy vamos a hacer esta obra. ABEJA 1.— Aunque hayamos ensayado horas y horas, hasta sabemos todos los papeles de todos. Aunque estas paredes podrían hablamos de ilusiones y de desilusiones, de risas y de silencios. A lo mejor, de mucho teatro y de poca vida. ZÁNGANO l.— O, a lo mejor, de mucha vida y de poco teatro. Pero ¿quién puede saberlo? Tal vez ustedes, tal vez nosotros. Bien, prepárense y ajústense los ánturones porque esta montaña rusa va a empezar. ¿Cómo se llama nuestra montaña msa? PRIMERA VEZ, suite adolescente. Canción de la primera vez Letra y música de Juan Carlos Múgica

La primera vez que besé, la primera vez que adoré, que miré cara a cara a la vida y sentí que no era un juego de niños: por primera vez yo, mano a mano mi vida y yo. Por primera vez con mi sombra,


por primera vez con mi historia, obligado a elegir, levantando mi libertad. Por primera vez yo, mano a mano mi vida y yo. La noche, el peligro, virtudes y vicios, hacer lo correcto, probar lo prohibido, mis miedos, tus dudas, tu vida, mi vida: me tocajugar la partida. Murmullos, rumores, secretos a voces, pasiones, derroches, amor, desamores, encuentros, reproches: heridas de vida. Me tocajugar la partida


Amaranta escribe a su amiga: «Hola, Violeta. / Si estuvieras en Venecia... / ¡Los helados son tan grandes!». «Si te caes, shhhh, es un secreto, / no te mojas. / Nadie sabe nadar en Venecia. / Ni los peces. / El agua está pintada». Las palabras de una niña que relata sus impresiones durante un viaje a Venecia permiten a Javier Izcue manejar libremente los versos de estos poemas, dotados de una original imaginería no exenta de humor que evoca la mejor poesía de la primera mitad del siglo XX. Es este un libro para cualquier edad: para jóvenes lectores, que podrán acompañar a la niña mientras descubre la ciudad; para los más pequeños, tan curiosos como ella ante un grillo, una nube, el agua, un verso; para leer en voz alta i o para dormir con una nana. De gran fuerza evocadora, las ilustraciones de Dinah Salama son un espejo singular de la maravillada mirada infantil de Amaranta.

Venecia. El avión baja. Desde la ventanilla parece... ¿Una tortilla? ¿Una culebrilla? ¿Una bombilla? ¡Venecia tiene forma de pez! ¿Trucha? ¿Sardina? ¿Pescadilla? No. Lenguado. O mejor, rodaballo


tumbado en el centro de la laguna. ¡Qué maravilla! Venecia desde mi ventanilla.

Qué sueño me da Venecia. Venecia está dormida. Papá se levanta y hace ruido. Las estatuas están dormidas (sobre dos piernas). Mamá se levanta y hace ruido. Las palomas están dormidas (sobre una pata). Papá se vuelve a la cama. Los caballos de San Marcos están dormidos (sobre cuatro remos). Mamá se vuelve a la cama. El agua está dormida (tumbada en la laguna). Serán las nubes, dormidas, que nos dan sueño. Desayuno dormid a y me vuelvo a la cama. A dormir. Venecia está dormida, arrullada por las nubes y mecida por las mareas. Dormir en Venecia es un sueño.


Papá apaga el despertador

El avión sube. Se aleja de Venecia, Cada vez más pequeña. Desaparece detrás de una nube. ¿Qué a qué parece? A un suño mojado y pequeño. No. A una pecera sin peces. Venecia me gusta. Venecia me asusta. El agua sube. Hasta el corazón. Venecia.



Gettysburg, Zimmerman, dos mil ocho

Mi hermano estaba muy jodido con todo el mogollón de su divorcio así que le dije que sí, que me iba con él al concierto del viejo Bob. La entrada costaba cincuentaytrés púas, que se dice pronto, cincuentaytrés alcayatas, por lo que me había tirado toda la semana en un charco de dudas. Quedamos en el Bony, un ba-reto que hay cerca del polideportivo (sí, lo habéis entendido bien, en-un-polideportivo), pero no hubo manera de tomar una garimba así que nos fuimos a la cola y para adentro. Las gradas estaban petadas. Nos sentamos en unas escaleras laterales. Faltaba poco y por todos lados volaban nubecitas de perfume de los de 70 euros y afterseivs navideños. A la hora en punto, las veintiuna horas de bienaventurado, feliz recuerdo, salió el viejo Bob, vestido como un general sureño preparado para la rendición y para la gloria. Apenas había atacado la primera canción cuando mi hermano se echó a llorar. —El viejo dinosaurio, me dijo rugiendo entre hipidos. Qué cabrón. Sólo caga poesía. Por los ventanales del anillo superior entraba una luz desvergonzada y jamona. En el graderío de cemento armado, los abanicos volantones parecían polillas tímidas. Ahora es que la gente ya no fuma joints: sólo subían y bajaban con cachis de cerveza. Lo que uno no entiende es que haga el primer día de verano de la temporada y las jais ya estén morenas, con su escote abierto como un menú luxuryy su piel culito de bebé. La cosa iba de riváival y aquella peña celebraba su triunfo generacional. De la revolución pendiente, no nos llegó ni un mal telegrama. Los únicos rockeros eran el viejo Bob, indiferente a todos, de perfil como un banderillero que intenta esquivar los cuernos astifinos del éxito, con su sombrero blanco, sus corbatines de plata, la raya roja de su levita larga, y mi hermano que de nuevo, tras diez años de matrimonio, volvía a ser un adolescente turulato, feliz y desorientado. Las canciones fueron cayendo mientras el personal iba y venía con sus cervezas, disparaba sus móviles con cámara, o llamaba a sus amigos para que los vieran allí, cerca del corazón puro de un poeta atento sólo a las alas vibrátiles del verso que cae al alma como una crisálida que estalla, si se me permite el desahogo lírico. La pípol, prity y estupenda, quería respuestas blógüinthegüin, el mis-tertámburin, el puto listado completo emtiví. Hacían como que cantaban en un inglés lolailo cuando apenas atinaban a entender qué estaba haciendo el viejo con aquellos temas estupendos que había vuelto del revés como si fueran un calcetín, ¡pero eran sus canciones! A nadie parecía importarle ni pun. Mi hermano y yo nos miramos. Aquella música cauterizaba a fuego la grieta sulfurosa de su herida. Yo estaba hipnotizado por el hombrecito de blanco. Antes o después, lo juro, una paloma blanca habría de posarse en su hombro. El tiempo, que sabe más por cha-pero que por proxeneta, siempre nos las da con queso. Creemos, ay, que atesoramos nuestros recuerdos en relicarios de ámbar, y se repudren en túperes con las


sobras de un chino. Allí estaba yo esperando la aparición del Espíritu Santo, cuando la vi. Estaba de espaldas. Mi hermano creyó que me había emocionado, emocionado, imaginaos, porque había llamado a su niño para que escuchara un momento por el móvil al viejo Bob. Me abrazó. Parecíamos dos borrachos en un naufragio. Era ella. Y el cabrón de blanco con aquella versión alucinada de Sara, oh Sara, suit virgin anyel, dortt ever lifmi. El amor, amiguitos, ya lo dijo la poetisa al recibir su ácesiadecuo, es muy triste pero es lo mejor que existe. El corazón, amiguitos, ya lo dijo el novelista al recibir el premio-nóbel, tiene mas cuartos que una ca-saeputas. Mi corazón guarda, oh, una alcoba cerrada con su foto. Y allí estaba ella veinte años después. El tiempo, qué cabrón. Sólo caga prosa. Por primera vez en seis meses mi hermano alzó la voz: —Qué hija de la gran puta. Mira lo que me ha hecho. —Mira lo que me ha hecho a mí, le grité, seguro de que no podía oírme. El gentío rugía satisfecho con sus entradas de a cincuentaytrés escarpias

Y se reían de nuestro dolor, el de mi hermano, el mío. Yo soy de una generación posterior a la de mi hermano. Franco y el punk habían muerto. Dios hacía tiempo. Nuestra educación carece de muertes por so-bredosis, y le sobran CV con foto-carnés de estudio en color. A follar le llamamos hacer el amor, con la doble variante de echar un quiqui (no se escribe con k) o un palito. Sara, permitidme que la llame así, después de tanto tiempo a saber qué nombre tendría, Sara y yo hicimos algunas noches el amor en el salón de sus padres, entre viejas colecciones de clásicos del anarquismo ruso, y discos de canciones francesas de desamor. La casa, cágate lo-rito, era una torre rematada por un gallo. Eso, en mi tierra, broders, es de lo más normal. Yo la quise. Ella tal vez tampoco me quiso. El gentío, huérfano de mecheros por culpa de las campañas antitabaco, no hallaba cómo expresar líricamente su entusiasmo al viejo Bob. Es lo que tiene la música, que te pone los vellos como escarpias, como cincuentaytres escarpias. Ménade poseída, me lancé escaleras abajo. Pensé, ahora o nunca. —¿Por qué, por qué me has hecho esto, Sara, oh Sara? Para ese momento mi hermano se había encontrado con una antigua compañera de cuadrilla y estaban intercambiando números de teléfono, no sé si de sus abogados o los suyos propios. El primer amor, mis carnales, es el último. No digáis que no os avisé. La marabunta rugía satisfecha cuando se encendieron los focos. Yo bogaba contra aquel mar de brazos que aplaudían y silbaban. La cosa se encendió cuando un iluminado empezó a gritar oé, oé, oé y el respetable siguió la rima. Parece un cuento, pero os lo juro, la multitud me abrió un camino que conducía directamente al lugar donde estaba Sara, justo bajo el escenario. Allí estaba el viejo Bob inmóvil, mirando con sus ojos viejísimos, de saurio viejo hacia la multitud. —Este cerdo no hace nunca bises, dijo alguno. Un enterado. La multitud era un flan sin levadura y se fue desinflando en un movimiento excéntrico que la iba dejando como una camisa de chorreras en una boda gitana. No me dejéis mentir, coleguitas. De pronto se hizo el silencio, un silencio de disco de pizarra en el que mi voz le dijo: —Sara, oh Sara, ¿por qué me has hecho esto?


Ella no se volvió. Os juro que era ella, aunque no le alcancé a ver la cara. La única que vi fue la de Bob. Me miró, sonrió y dijo: —Aguan, aguan chu, aguan chu zri... Cogió la armónica y las notas de Sara llenaron el polideportivo, (sí, ya lo he dicho, era-unpolideportivo como si el amor fuera deporte olímpico). No sé más. La masa me hizo retroceder hasta la escalera donde estaba mi hermano con las manos en el bolsillo, y en el puño apretado una papelina con, no seáis malpensados, un número de teléfono. Faltaría plus: La respuesta, may frends, está blógüinthegüin. Y aquí acaba el juego. El que no se ha escondido tiempo ha tenido. Si no les gusta (ya sé que no se creen la historia) pues no la publiquen con las otras notas necrológicas y diti-rámbicas en su suplemento especial. Y dejen de tocar los cojones. Más allá de los ventanales, más allá del río, tras las copas de los sauces, la noche estira sus patitas, como acaba de hacer el viejo Bob.

¿Qué haces aquí, Silvio, que no estás en tu casa? Javier Izcue-Argandoña

¿Bajarás mañana a Estella, Silvio? Al día siguiente era San Andrés, el patrón. Igual. Habrá corrida. ¿Un 30 de noviembre? El Ayuntamiento, que no tiene fondos para pagar la Plaza nueva. Corrida de Beneficencia. La Gran Guerra acababa de terminar. El otoño había sido excepcionalmente cálido. Un invierno ferocísimo se avecinaba. Silvio y Martín volvían de apacentar en Zumbelz. ¿Y quién torea?


En Casa Matxín tendrán El Eco del Ega. Al llegar, en el aire de la cocina flotaban plumones tiernos mientras un oleaje de alas se revolvía por el dibujo de cantos del suelo. Una oca grande como un alud se paró. Clac, clac, y Margarita se comía de un platillazo, clac, clac, los moscas de macho que entraban en los blusones de los hombres, las moscardas azules de las caballerías, las mosquitas del lagar, las falenas olvidadas por la noche. Clac, clac. Junto a la lumbre estaba Martina, la mujer de Matxín, pequeña y temible. ¿La Rosa? Empezando la cuarentena. ¿Y la criatura? Medra, aunque algo enteca todavía. Caldo de gallina. Caldo gordo. La recién parida, mujer de Silvio, era primeriza y eso hacía que las demás mujeres hablaran con desdén de sus dolores. Caldo gordo de gallina. Si tiene fiebre, a sudarla a la cama. Que no, al lavadero. El agua helada corta la sangre. A Silvio le tranquilizó que Martina, la mujer de Matxín, le repitiera las mismas consejas que le hubiera dicho su madre de haber vivido. ¿Tenéis El Eco? Matxín lo subió el lunes. Silvio buscó el cartel. El más alegre desde el 14. La guerra había acabado. La matanza en Europa, no. Se hablaba de hambruna en Alemania y de tifus en Francia. El continente estaba herido. Aunque cerca de la frontera, aquí la vida seguía igual. Tras la vendimia y terminada la matanza, San Andrés era la última oportunidad antes de la primavera para bajar a Estella. Si las témporas no mentían, la nieve de las cumbres bajaría al valle. Hombres. La Rosa recién parida y tú pensando en ir a los toros.


El Gallo. ¡El Gallo! Silvio estaba conmocionado. Rafael Gómez Ortega. Desde que con nueve años el tío Quintana, el que tenía negocios con el ejército, le llevó a la Plaza de Pamplona, los toros habían sido la ventana de sus sueños. ¿El Gallo? ¿Eso es nombre para un torero? Valiente mamarracho. A Silvio le sonó a blasfemia contra el Altísimo. ¡El Gallo! El Gallo es... el faraón del toreo. Silvio no sabía qué significaba faraón. Algo grande, algo magnífico. Martina tampoco lo sabía. Pero comprendió que debía callarse y no preguntar. A los hombres no les gusta que una mujer se dé cuenta de que no saben una respuesta. Los hombres son así. Se impresionan por poca cosa, dos pechos llenando una blusa blanca, una navaja en marfil, la soledad. Acabas de tener un hijo y pensando en un matarife que se llama El Gallo. Silvio estaba tan conmocionado que ni oyó la voz hombruna de Martina. El suelo no volvería a temblarle del mismo modo hasta la larde del 47 en que oyó por la radio que Islero había matado a Manolete. Esa vez tu abuela lo vio llorar y, aunque niña, no lo olvidó nunca. Ya te veo. Anda, yo me quedaré con la Rosa. Martina era algo parienta de Rosa y la consolaría de ese marido joven y descuidado que la traicionaba por un torero. Sonó la campana. Otro crío. El viático había pasado hacía un rato. La Jorja tiene a Isidro con paperas. Una boca menos. Era viernes. El día que Anselmo bajaba con el Ford al mercado. El coche se lo había comprado en septiembre en Espelette a un soldado americano que volvía a casa. Era el primero que llegaba al pueblo. Silvio pasó antes por la casa de don Cornelio, el cura de la aldea. Don Cornelio.


Silencio. Don Cornelio... ¿Qué? Don Cornelio... Habla ya, que me vas a afeitar el nombre. Necesito un fiado. ¿Un fiado? Se lo devolveré. ¿Un fiado? Qué tramas, calavera. El Gallo. Don Cornelio, cura alzado contra el liberalismo, fumaba de petaca, llevaba en casa pistolón y cananas y pasaba las horas leyendo La Tradición, hoja ensabanada donde casi sólo se hablaba del Pretendiente y su augusta y extensa familia, y que publicaba periódicamente las cartas del Obispo de Vic, inspiradas en los escritos de Balmes. De espectáculos profanos, nada. Don Cornelio escupió una hebra. Karachi, El Gallo. ¿Y tú como lo sabes, gañán? Claro, leyendo prensa del Anticristo. Silvio sabía que los toros eran la debilidad del párroco. En el pueblo más de un año tiraba la teja, se arremangaba la sotana y se lanzaba a las vacas el día de Santiago. Peccatum est, pero venial. Toma y que el cepillo de San Pedro te lo perdone. Silvio... Sí, don Cornelio. En cuanto vuelvas, aquí, en confesión general. No pase pena. No me perderé lance. Anda, corre, que Anselmo estará a punto de bajar a Estella. Sin besamanos, arrastracristos. A Don Cornelio, para alejarlo de los núcleos de la facción, el arzobispo de Pamplona le había preguntado:


¿Arrastracristos o archiruquis? Elija su paternidad. El cura no dudó. Conocía bien los dos pueblos. Los arrastracristos tenían vacas bravas en El Raso. Algo era algo. Cuando Silvio llegó al molino de Anselmo, éste accionaba la manivela del viejo Ford T de 1907 intentando arrancarlo. Silvio se puso a girarla con toda su juventud y el coche gimió, pegó un rebrinco y se deslizó cuesta abajo. Tuvo que correr casi hasta la huerta del nogal para subirse a la estribera y, fintando, meterse en el viejo animal metálico. En cinco minutos ya estaban en el crucero. Desde allí se veía el valle. Al fondo, Montejurra. Los campos estaban postrados. Fue cuando Silvio recordó que no le había dicho a Rosa nada. Que Martina se lo explicara. Se haría perdonar con un pañuelo de flores de la tienda de coloniales de Ruiz de Alda. En La Revuelta unas grajillas picoteaban los ojos acuosos de un potrillo. Mira el hierro. De Crisanto es. El carbunco. Silvio se estremeció. Hay algo en los animales que hace que al morir adopten un figura bella, nunca indignos, nunca ofendidos. Plácidos. Resignados con sus tiernas pezuñas al cielo. Silvio miró al valle. La tierra estaba cárdena y los encinos empezaban a escarchar sus hojas. Se oían cencerros en la espesura. Tardano, un bando de grullas cruzó el cielo. Los dos hombres callaron un momento, imaginando la tierra desde arriba, desnuda, las vides en hilera, la lengua del agua entre los chopos dorados, el dulce bulto de las lavanderas agachadas junto al arroyo. Tosió Anselmo. Desde que tengo vuelto la semana pasada de Francia, me ha entrado esta ruidera aquí en el pecho. Cruzaron Abárzuza. Una vieja se les quedó mirando y les lanzó una maldición. La Ino es. Los tres hijos a Cuba se le fueron y ninguno no le volvió. Los autos, los odia. Cree que vienen otra vez, a llevárselos cree. ¿Y no se sabe dónde pararon?


Las fiebres de la malaria en la manigua al mayor tumbaron. Iturri, cuando volvió de Santiago, contó en la taberna que el mediano hijos cuarterones en Holguín tiene. Una negra conga, que lo hechizó. Si la madre se lo barrunta, decirte no te diré, loca y hechicera siendo. ¿Y el pequeño? Zoilo, ese desapareció. Y no ha llegado cartas ninguna, ni aviso ninguno le tienen traído. Anselmo hablaba así, como con piedrecitas en la rueda de sus dientes. A topetazos. Adelantaron un carro de bueyes lleno de sarmientos secos y tras la siguiente curva vieron los tejados de Estella. Los días se acortaban y el Ega apagaba el rescoldo de la tarde cerca de la Iglesia del Santo Sepulcro. La calle del camino real estaba engalanada de banderolas. En una hornacina ardía una vela frente al Nazareno. ¿Dejarte, dónde? En el puente de la Azucarera. Bajando pues. Voy a ver si mi tío Luis, el botero, me da posada. ¿Volver, qué? Alguien habrá para que subamos juntos por el camino del monte. Silvio se apretó el blusón. Los primeros aires fríos de la sierra bajaban ya. Sintió hambre. La recién nacida no tomaba el pecho seco de Rosa. Así que Luciana subió esa tarde a darle la leche de sus tetas que habían salvado a tantos crios del pueblo. La niña miró su pezón moreno y agrietado con ojos curiosos pero no abrió la boca. Bajó un momento sus párpados y tardó un mundo en volver a levantarlos. Le arrimaron el otro pecho, untado en azúcar cande. Esta niña tiene fiebre, Rosa. Esa noche, echado contra unos serones, Silvio soñó una vez más con Cuba. En Pamplona había visto a un señor vestido de hilo blanco y sombrero canotier que mantenía a raya a la pobretería de los porches de la Plaza del Castillo con su bastón de caña que ocultaba un filo de plata mexicana. Es don Melquíades, el indiano.


Su tío Quintana tenía una contrata con el Arma de Caballería. Ahora que había terminado la Gran Guerra, traía camiones del Ejército francés, llenos de máuseres que acabaron en el Cuartel de Estella y que se dispararían en el 36. Conocía a todo el que era digno de ser conocido. Quintana le habló de las riquezas del indiano, las tiendas de abarrotes en La Habana, los ingenios de azúcar, el escándalo de las mulatas con los pechos al aire que don Melquíades pinzaba con sus dedos envueltos en guantes de cabritilla, las palmeras. Ah, las palmeras. Decía palabras como zafra y mamey y desde ese momento Silvio soñó con ir a Cuba. Silvio tenía diecinueve años y lo más lejos que había ido era Pamplona. Con diecisiete se unió a Rosa, que tenía quince. Y al año dio en preñada. Se casó con ella porque se lo había prometido a su madre cuando enfermó de cuartanas. No había ni querido decir que no. Si no, hubiera ido a Bilbao o a La Coruña y se hubiera embarcado en algún buque americano, como Vidal. Cuando el mar se secó para él, sólo le quedaron los toros. Rosa era buena y no sabía nada. Pero un hombre tiene que ver mundo. Ya era sábado. La ciudad estaba llena de labriegos, pastores y chalanes de todos los contornos. Llevaban blusones negros y fajas anchas que ocultaban la navaja y la petaca de tabaco. Los de la sierra venían al ferial de ganado. Este año la glosopeda había matado muchas reses. Los valencianos subían a comprar potros para la huerta. Hablaban cerrado y decían che todo el tiempo. Sólo se les entendían los números. ¡Che! Treinta duros y te llevas el bayo. Vint, che. Es fuerte. Veinticinco. Che, vint. Y cerraban el trato. Algunos sólo pronunciaban una palabra en toda la mañana: el número de duros que estaban dispuestos a pagar. Eran sordos a las injurias. Traían un pañuelo de cuadros y olían a azahar. A veces subían con naranjas mandarinas con las que fascinaban a las muchachas. Si se encontraban con los montañeses de Andía, el trato se cerraba por señas. Sólo valía el dinero al descubierto de las puntas de los pañuelos y los potros con la boca abierta, enseñando dientes y belfos.


En el Café Tormo vio Silvio por primera vez en su vida la estampa romana de Rafael Gómez el Gallo. Sentado muy tieso en una silla de enea, las manos delicadas encima de la mesa, de perfil a todo. Se volvió un instante y miró hacia el cristal. Su mirada triste se cruzó con la de Silvio. Le sonrió con esa misma tristeza y este sintió la quemazón de la cornada, el tiro a bocajarro. Ese señor vestido de temo oscuro y leontina, con un sombrero de fieltro que ocultaba su cabeza redonda era el rayo que se enfrentaba a la muerte cada tarde. Silvio estaba borracho de deslumbramiento. Se sentó en un bordillo y casi le arrolló una tartana. Desgraciau, moversen... ...y traspasar... .. .tío panoli, ni que hubiás visto visiones. Tarumba, bajó al río, y se fue hasta el prado de Los Llanos. Se apoyó en un álamo. El frescor de la madera mitigó su fiebre. Sacó la navaja y talló en la corteza el nombre de su mujer y el de su hija. Yo no sé si ahora, casi noventa años después, el árbol sigue allí. A veces al bajar al río he mirado a lo alto, antes de las primeras ramas, buscando alguna cicatriz, la escarificación que oculte los nombres. Me gustaría volver a tallarlos. Pero han pasado los años y ya no queda nadie que sepa cómo se llamaba la niña. Alamos del río. Están hechos de la misma corteza blanda y de la misma madera putrescible que el corazón humano. De cierto sólo queda el río pero quién entenderá lo que anda cantando. Silvio, al despertar y ver el sol en declinación, tuvo que correr para llegar a la plaza. Le picaba en la nariz y en las orejas del sol de todo el día. Con el dinero de don Comelio le llegaba para un asiento de graderío superior junto a la Banda Municipal. Las sienes le explotaban por la insolación y el metal de la trompeta se le clavó como un rejón. Tenía la garganta seca y apenas había comido desde la noche anterior. Sonó el clarín. La terna hizo el paseíllo. Iba en el centro El Gallo, con su paso premioso y lastrado. Se descubrió de la montera y su cráneo brilló por toda la plaza. Parecía más un arriero maragato o un mozo de cuerda gallego que un matador de toros. Hasta que salió al centro del ruedo a esperar al toro. Como no vi la faena, y la prensa de la época no la registró, como no queda nadie, sólo puedo imaginarla. Burlón era del hierro de don Nazario Carriquiri y pesaba 433 kilos. Dicen los entendidos que eran toros pequeños y temibles por su arboladura astifina y su movilidad. Destripó


cinco caballos de picador, pero eso no era raro en aquella época en la que aún no llevaban petos de plomo. Sé que El Gallo se pasaba muleta de mano a mano por la espalda y que se quedaba muy quieto asomado al balcón de las astas. Lo he leído en una hemeroteca. Lo que sí sé de testigos, porque me lo contó mi tío Perico y a él se lo contó Angélico, el pastor de López, es que alguien que le vio en la Plaza le dijo: ¿Qué haces aquí, Silvio, que no estás en tu casa? No entendió. Estaba deslumhrado por el perfil romano con el que El Gallo se enfrentaba a Burlón, a pesar de que este le había dado ya una tarascada y tenía la taleguilla rota por el muslo derecho. La sangre brotaba con cada bramido del morlaco, a golpes de resuello seco, como quien tose por atragantamiento. Silvio, ¿qué haces aquí, que no estás en tu casa? Podría decirte que en ese mismo intante la niña estaba muriéndose. No lo sé. No lo sé. No sé si en ese momento o dos horas antes o algo después. Sé que murió ese día, según el libro de la parroquia. El cura no le dio nombre. Criatura de pecho. Carne de limbo. Y sé que Rosa, febril, empezó a toser sangre ese atardecer. La letra rápida y descuidada de don Cornelio dejó esta anotación: 20 de septiembre de 1918. Rosa Ros, recién parida, y la criatura. De parto y consunción. Nadie sabe la hora de la muerte porque nadie estaba allí. Rosa era huérfana y Luciana se había vuelto para su casa, donde tenía mucho tajo y otro crío al que dar pecho. Ese otoño no hubo una sola casa en la aldea en que no muriera alguien de la gripe, que pasó volando y levantando los tejados, colándose por las chimeneas y por las narices hasta soplar en los pulmones y apagar el aliento. En una consunción rápida, febrilmente, en doce horas podía matar a un adulto de hemorragias internas. Burlón miró hacia arriba, donde el metal de la Banda vibraba al rojo vivo. Silvio cruzó su mirada con la del toro que soltó un espumarajo de sangre y cayó sobre el albero como se derrumba una atalaya sobre el acantilado, o un imperio, o un hombre que todo lo pierde. La plaza se disolvió. La tarde era un papel en un baldío. En las aceras había corrillos comentando la faena Silvio iba despertando del marasmo cuando alguien le tiró del hombro.


A tu casa que subas, Silvio. Que la Rosa bien no está, ¿eh? Era Anselmo. He venido un médico para mi mujer a buscar, pero subir, nadie quiere. Yo tamén, me ando cuju que cuju. No había nadie que quisiera subir al pueblo. Silvio corrió a casa de su tío, que le prestó una muía. Llegaría a medianoche si se daba prisa. Cuando llegó a Abárzuza le ladró un horizonte de canes. En todo el valle se oían campanitas que sonaban con voz triste y perrillos sucios que ladraban a la luna. Daban la despedida a alguien. Junto al molino vio un carro descubierto. Bajo una manta se adivinaba un bulto. Silvio dio de beber a la caballería en el aska y no pudo evitar acercarse para levantar la manta. Era la Ino. Espantado, montó de nuevo y espoleó al asnillo, no acostumbrado al trote. Al llegar a la curva de Arizaleta, el animal se paró y ni las promesas ni las injurias lo movieron. Silvio le ató las patas delanteras y lo abandonó. Quienes lo recogieron después vieron los ijares del animal cubiertos de sangre ocre, esmaltado su pelaje de una espuma oxidada. La cola de la raposa barrió el camino al oír los pasos perdidos de Silvio. Todo era de una plata fúnebre por la luna sobre Aldaya. Al llegar al crucero, mi abuelo se echó a correr. Yo imagino su terror al oír el cárabo, o el escalofrío que el relente de noviembre pondría en su piel. Entró en el pueblo por el camino viejo. Las casas de la parte baja teman los portones abiertos. Junto a la fuente vagaban sueltas yeguas y bueyes. Los cencerros sonaban lentos. Pasó junto a la Iglesia y oyó la voz de don Don Coraelio atacando el Dies Irae. No necesitó entrar en casa para saber lo que había pasado, pero cuando penetró en la alcoba y encontró a Rosa muerta con la niña vio de nuevo y entendió la mirada de El Gallo en el café, la desesperación que se necesita para levantarse de la tierra cuando unos ojos ciegos te derriban con sus dos astas de fuego. La gripe que cruzó el planeta matando a 40 millones de personas se había dado por terminada a fin de agosto de 1918. La Gran Guerra acabó el 11 de septiembre. Rafael Gómez Ortega, el Gallo, se cortó la coleta en la Plaza de Toros de Madrid el 18 de noviembre. Los datos no se discuten, se comprueban. Ya lo sé.


Han pasado casi noventa años, ochenta y ocho para ser más exactos, y yo nunca pude preguntarle a Silvio cómo era el rostro de Rosa ni cómo se llamaba la niña. Los golpes de la vida, supongo. Pero yo, la verdad, es que no sé. Bueno. Silvio Quintana despertó de sus fiebres el día de San Andrés, 30 de noviembre de 1918. Llevaba cuarenta días delirando, -entiéndeme, cuarenta quiere decir muchos días- con fiebres que subían y bajaban y que ai final de la cuarentena lo devolvieron a la vida hecho un cadáver viviente, viudo, huérfano. Necesitó diez años para volver a casarse. Y lo hizo con mi abuela Leona, que me ha ido contando a retazos los fragmentos de esas pesadillas que asaltaban a mi abuelo en los últimos años de su vida. Las cosas no pasan así, en fila india, una detrás de otra. A las personas nos gusta pensar que la verdad tiene piel de historia. Queremos creer que una mancha de agua en la pupila es un bando de grullas que vuelve al Sur. Y si he ordenado así estos recuerdos es sólo para que no sean bruma que se deshace con el primer sol. A los álamos del río les basta el agua que corre por sus pies. Crecen y crecen, y las heridas del tronco ascienden al cielo, ocultándose de miradas extrañas, como haré yo con estas hojas, lanzándolas desde este puente de la Azucarera, para que se las lleve el agua del río Ega, ahora que te las he leído. Créeme Irene, hija, por favor, que no te miento.


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